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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (56 page)

Se dispuso a salir.

No vio a Ferguson, sólo lo oyó.

—¿Averiguó lo que quería, detective?

Ella dio un respingo.

Se volvió llevando la mano al bolso y retrocedió un paso, casi como si hubiera recibido un golpe. Ferguson tenía aquella inquietante sonrisa dibujada en la cara.

—¿Satisfecha? —añadió él.

Ella se puso rígida.

—¿La he asustado, detective?

Ella negó con la cabeza, todavía incapaz de reaccionar. Tenía empuñada la pistola, pero no la sacó del bolso.

—¿Va a dispararme, detective? —preguntó él con aspereza—. ¿Es eso lo que desea?

Ferguson comenzó a avanzar, apartándose del oscuro rincón que le había servido de escondite. Llevaba una chaqueta verde aceituna de los excedentes militares y una gorra de los Giants de Nueva York. La mochila, donde ella supuso que llevaba libros, le colgaba del hombro. Tenía el mismo aspecto que cualquier estudiante. Intentó controlar las palpitaciones de su corazón y sacó lentamente la mano del bolso.

—¿Qué lleva, detective? ¿La treinta y ocho reglamentaria? ¿O tal vez una automática del veinticinco? ¿Algo pequeño pero eficiente? —La miró fijamente—. No, apuesto a que es algo más grande. Tiene que demostrarle algo al mundo. Una Magnum. O una nueve milímetros. Algo que le ayude a creer que es usted dura, ¿no es así, detective? Fuerte y responsable.

Ella no respondió.

Ferguson rió.

—No puede decírmelo, ¿verdad? —Se descolgó la mochila y la dejó en el suelo. Luego extendió los brazos en un bufo gesto de rendición, casi de súplica, con las palmas hacia arriba—. Pero ya ve, no voy armado. Entonces, ¿de qué podría tener usted miedo?

Shaeffer jadeaba, aún tratando de recuperarse de la sorpresa.

—Así pues, ¿ha averiguado lo que quería, detective?

La detective espiró despacio y dijo:

—He averiguado algunas cosas, sí.

—¿Comprobó que yo estaba en clase?

—Así es.

—Así que es imposible que al mismo tiempo estuviera en Florida cargándome a aquellos ancianos, ¿no cree?

—Eso parece. Todavía estoy indagando.

—Ha elegido la diana equivocada, detective. —Esbozó una sonrisa burlona—. Según parece, ustedes los polis de Florida siempre escogen la diana equivocada.

Shaeffer lo miró con frialdad.

—Yo no estaría tan segura, señor Ferguson. Creo que usted es la diana acertada. Sólo ocurre que aún no he apuntado con precisión.

Ferguson le sostuvo la mirada.

—Ha venido sola, ¿verdad?

—No —mintió—. Tengo un compañero.

—¿Y dónde está?

—Por ahí.

Ferguson echó un vistazo a las puertas de cristal doble que conducían a las galerías y el aparcamiento. La lluvia caía con monótona intensidad.

—Una chica fue golpeada y violada ahí mismo la otra noche. Salió un poco tarde de clase. Justo después de anochecer. Un tipo la cogió, la arrastró detrás de aquel pequeño saliente que hay en el extremo del aparcamiento y se la cepilló allí mismo. La dejó inconsciente y se la folló hasta hartarse. Pero no la mató. Sólo le rompió la mandíbula y un brazo. Obtuvo mucho placer. —Ferguson continuaba mirando a través de las puertas. Alzó el brazo y señaló—: Justo ahí. ¿Es ahí donde ha aparcado usted, detective?

Ella no respondió.

Él se volvió para mirarla.

—Todavía no hay sospechosos. La chica sigue en el hospital. No es ninguna tontería, ¿eh, detective Shaeffer? Piénselo. Ni siquiera en un campus se puede estar seguro. Ni tan siquiera en la habitación de un motel, imagino. ¿No la inquieta eso un poco? Aunque tenga esa pistola en el bolso, de donde por cierto no le daría tiempo a sacarla.

Ferguson se alejó de las puertas y Shaeffer oyó ruido de voces aproximándose hacia ellos. Sin embargo, no le quitó la vista de encima a Ferguson mientras él miraba al grupo de estudiantes que se acercaba. Cuando pasaron por su lado Ferguson saludó con la cabeza a uno de los chicos. Una joven dijo: «¡Vaya! ¡Mira cómo llueve!» Abrieron los paraguas y salieron en tropel. Shaeffer sintió una ráfaga de frío cuando la puerta se abrió y volvió a cerrarse.

—Entonces, detective, ¿ha acabado aquí? ¿Ha averiguado lo que vino a averiguar?

—He recabado suficiente información.

Él sonrió.

—No le gusta dar respuestas claras —dijo—. Sabe, es una técnica muy antigua. Probablemente tenga una descripción de la misma en alguno de mis libros.

—Es usted un buen estudiante, señor Ferguson.

—En efecto, lo soy. El conocimiento es importante. Nos hace cada vez más libres.

—¿Dónde aprendió eso? —preguntó ella.

—En el corredor. Allí aprendí muchas cosas. Pero sobre todo, aprendí que tengo que formarme. No tendría ningún futuro si no lo hiciera. Acabaría como esa pobre gente que está esperando a que le afeiten la cabeza y la sienten en la freidora.

—Por eso vino a la universidad.

—La vida es una universidad.

Ella asintió con la cabeza.

—Entonces, ¿me va a dejar en paz ahora? —preguntó él.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque no soy culpable de nada.

—Bueno, aún no lo sé, señor Ferguson. Todavía no lo tengo del todo claro.

Él entornó los ojos.

—Ése es un camino peligroso, detective.

Ella no respondió, y él añadió:

—Especialmente si está sola. —Sonrió e hizo un gesto hacia la puerta—. Imagino que ahora querrá irse, ¿no? Antes de que anochezca del todo. No queda mucho rato de luz. Unos quince o veinte minutos, no más. No querrá perderse mientras busca ese coche de alquiler. Gris plateado, ¿verdad? Difícil de encontrar en una noche oscura y lluviosa. No se pierda, detective. Ahí fuera hay muchos chicos malos.

Shaeffer tragó saliva: Ferguson conocía el color de su coche alquilado. ¿O era mera casualidad? ¿Había probado suerte y acertado?

Ferguson se apartó de la puerta, invitándola a salir a la lluvia y la penumbra.

—Vaya con cuidado, detective —le aconsejó en tono burlón.

Después se dio la vuelta y se marchó por un pasillo lateral. Ella intentó cerciorarse de que sus pasos se alejaban, pero no lo logró. Se volvió y contempló de nuevo el agua que caía a cántaros sobre árboles y aceras. Se levantó el cuello de la gabardina y se la ajustó. Le costó ponerse en movimiento.

El frío se le metió en el cuerpo al cabo de un instante y las gotas se le deslizaban por el cuello. Apretó el paso, maldiciendo aquel calzado tan poco apropiado que la hizo resbalar varias veces. Iba volviendo la cabeza en todas direcciones para cerciorarse de que Ferguson no la seguía. Cuando llegó al coche, revisó el asiento trasero antes de sentarse al volante y echar el seguro de las puertas. La mano le temblaba ligeramente cuando introdujo la llave en el contacto; luego la dejó caer de golpe sobre la palanca de cambios. Cuando el coche se puso en marcha, se sintió mejor. Al salir del aparcamiento, la sensación de alivio fue más nítida. Aceleró y salió a una calle de doble sentido. Con el rabillo del ojo le pareció ver, por un instante, una figura encorvada con un abrigo verde aceituna, pero al intentar fijarse, la figura había desaparecido entre un grupo de estudiantes que esperaban en la parada del autobús. Dominó el tirón del miedo y siguió conduciendo. El ventilador de aquel modesto coche comenzó a zumbar con cierto ahogo y una bofetada de aire caliente enlatado la envolvió, quitándole el frío de la cara, pero no de los pensamientos.

«¿Qué aprendió Ferguson en el corredor de la muerte? —se preguntó—. Aprendió a ser un aventajado estudiante. ¿De qué? Del crimen. ¿Por qué? Porque todos los demás del corredor de la muerte habían suspendido algún examen. Eran todos hombres que habían cometido delitos terribles, a veces un asesinato tras otro, y al final habían acabado encerrados a la espera de la silla porque habían fallado. Hasta Sullivan había fallado.»

Recordó una cita de uno de los artículos de Cowart: «Habría matado más si no me hubieran atrapado.»

«Pero Ferguson tiene una segunda oportunidad —siguió pensando—. Y esta vez no piensa desaprovecharla. ¿Por qué? Porque quiere seguir haciendo lo que sea que esté haciendo durante todo el tiempo que quiera.»

Su cabeza luchaba contra el mareo. Se habló a sí misma en segunda persona, buscando tranquilizarse.

—Oh, Dios mío, Andy, ¿en qué te has metido?

Continuó adentrándose en la noche, en dirección al motel. Dejaba que los demás coches la adelantaran, concentrada en encontrar una manera de ordenar sus pensamientos. En cierto momento escudriñó atentamente por el retrovisor, asaltada por el miedo repentino de que un coche la estuviera siguiendo, pero no lo parecía. Apretó los dientes y condujo a una velocidad constante bajo la lluvia. Cuando vio aparecer las luces del motel sintió alivio, pero no encontró sitio en la parte delantera del aparcamiento y se vio obligada a dejar el coche en un lugar apartado, a unos cincuenta metros e infinidad de sombras de las luces de la entrada. Apagó el motor y respiró hondo, viendo la distancia que tendría que recorrer. La asaltó un pensamiento repentino: «Era más sencillo en uniforme, al volante de un coche patrulla. En contacto permanente con la central. Nunca sola del todo. Siempre como parte de un equipo de policías que patrullaban las calles constantemente.» Alargó la mano y sacó la pistola del bolso. Luego salió del coche y caminó directamente hacia la entrada del motel, con todos los sentidos alerta. No guardó el arma en el bolso hasta que estuvo a tres metros de la puerta. La pareja de ancianos ataviados con abrigos que salió cuando ella entraba debió de ver el reflejo del oscuro metal y su inconfundible forma. Shaeffer oyó parte de sus comentarios al pasar por su lado:

—¿Has visto eso? Tiene una pistola…

—No, cariño, debe de ser otra cosa…

En la recepción, un conserje de americana azul le entregó la llave y le dijo:

—Antes ha estado un hombre preguntando por usted, detective.

—¿Un hombre?

—Sí, no quiso dejar ningún recado. Sólo preguntó por usted.

—¿Lo vio usted?

—No, lo atendió el compañero del turno anterior.

Shaeffer sintió una punzada de miedo.

—¿Su compañero le dijo algo más? ¿Le dio alguna descripción?

—Sí. Me dijo que era un señor negro. Eso es todo. Preguntó por usted y dijo que él se pondría en contacto con usted. Nada más. Lo siento, es todo lo que sé.

—Gracias.

Shaeffer se obligó a caminar lentamente hacia el ascensor.

«¿Cómo me ha encontrado?», se preguntó.

El ascensor la trasladó con un zumbido hasta el piso de arriba, donde caminó sigilosamente hasta la habitación. Igual que antes, revisó toda la habitación después de cerrar la puerta con doble llave. Luego se dejó caer sobre la cama, tratando de afrontar por un lado lo tangible: decidir dónde y qué iba a cenar, aunque no tenía mucha hambre, y por otro lo intangible: decidir su próximo movimiento respecto a Robert Earl Ferguson.

Intentó imaginárselo sin aquella petulante mirada en el rostro, pero no lo logró.

Un golpe en la puerta disparó todos sus miedos. Contuvo la respiración y se levantó de un brinco. Miró fijamente la puerta.

Se oyó otro golpe seco y brusco. Luego un tercero.

Alargó la mano para sacar el arma de su bolso, la amartilló y se aproximó a la puerta, el dedo sobre el seguro del gatillo, tal como le habían enseñado para los casos en que no sabes a qué te enfrentas. La puerta tenía una mirilla convexa. Se inclinó hacia ella pero en ese preciso instante dieron otro golpe contra la puerta y ella se apartó de un salto.

Logró anteponer la firmeza a la ansiedad, agarró la manilla de la puerta y con un único y rápido movimiento la giró, abrió, y elevó la pistola a la altura de los ojos, apuntando.

Matthew Cowart enarcó las cejas, sorprendido.

Estaba de pie en el pasillo, con la mano medio levantada para volver a llamar. Por un instante ninguno de los dos atinó a nada. Él levantó lentamente las manos y entonces Shaeffer vio que le acompañaban otros dos hombres. Bajó el arma.

—Hola, Cowart —dijo.

Él hizo un gesto con la cabeza.

—Menudo recibimiento —logró graznar el periodista—. Últimamente todo el mundo quiere apuntarme con su arma.

Shaeffer miró a los otros dos.

—Yo los conozco —dijo—. Estaban en la prisión.

—Wilcox —respondió el detective—. Condado de Escambia. Este es mi jefe, el teniente Brown.

Shaeffer contempló la corpulenta figura de Tanny Brown. Parecía encrespado y la escudriñó de arriba abajo, deteniéndose un instante en la pistola.

—Se me antoja que ha ido usted a ver a Bobby Earl —dijo.

22
Tomando nota

Los tres detectives y el periodista se instalaron incómodamente en la habitación de Shaeffer. Wilcox se quedó de pie, apoyado contra la pared, junto a la ventana, contemplando de vez en cuando los faros de los coches que desfilaban a través de la oscuridad. Shaeffer y Brown ocuparon las únicas sillas de la habitación, a ambos lados de una pequeña mesa, como jugadores de póquer a la espera de recibir la última carta. Cowart ocupó un incómodo lugar en el borde de la cama, un poco apartado. En la habitación contigua habían puesto el televisor muy alto y las voces de un noticiario se filtraban a través de la pared. «Alguna tragedia reducida a quince segundos —pensó Cowart—, a treinta si era verdaderamente terrible, contada con una estudiada mirada de preocupación.»

Miró a Andrea Shaeffer. Aunque sin duda la había sorprendido encontrarlos al abrir la puerta, los había dejado entrar sin ningún comentario. Las presentaciones habían sido breves, nada de cháchara. Todos sabían qué los había reunido en una pequeña habitación de un motel de una ciudad extraña. Ella recogió unas notas y papeles, y luego preguntó:

—¿Cómo me han encontrado?

—Nos lo dijeron en la oficina de enlace de la policía local —respondió Brown—. Nos registramos allí al llegar. Dijeron que la habían acompañado a ver a Ferguson.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó Brown.

Ella fue a contestar, pero dirigió la mirada a Cowart y prefirió devolver la pregunta:

—¿Y ustedes por qué están aquí?

—Nosotros también hemos venido a ver a Ferguson —contestó Brown con tono oficioso.

Shaeffer lo miró.

—¿Por qué? Creí que ya habían cerrado el caso. Y usted también —añadió, señalando a Cowart.

—No. Todavía no.

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