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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (50 page)

—Ya he hablado con usted más de lo debido. ¿Qué más quiere saber?

—La verdad.

La mueca de la anciana se convirtió en una carcajada.

—¿Cree usted que va a encontrar alguna verdad por aquí, blanco? ¿Cree que guardo la verdad en un tarrito aquí junto a la puerta? ¿Que la saco cuando me hace falta?

—Más o menos —contestó él.

La anciana rió con descaro. Sus ojos se apartaron de él y se dirigieron al patio. Fijó la mirada en los policías, una mirada dura; luego, tras una pausa, se dirigió de nuevo a Cowart.

—Esta vez no ha venido solo.

Él negó con la cabeza.

—¿Es que ahora está de su parte, señor periodista blanco?

—No —mintió sin vacilar.

—¿Entonces de parte de quién?

—De nadie.

—La última vez que vino estaba de parte de mi nieto. ¿Es que han cambiado las cosas?

Cowart buscó las palabras adecuadas.

—Señora Ferguson, cuando estuve en la prisión hablando con Sullivan, me contó una historia. Una historia plagada de crímenes, mentiras, medias verdades y medias mentiras. Pero una de las cosas que dijo era que si volvía aquí y buscaba, encontraría una prueba.

—¿Una prueba de qué?

—De que Bobby Earl cometió un crimen.

—¿Y cómo iba a saberlo ese Sullivan?

—Dijo que se lo había dicho el propio Bobby Earl.

La anciana sacudió la cabeza y soltó una risa seca y crispada que pareció un latigazo.

—¿Por qué iba a dejar que usted revolviera mi casa en busca de algo que sólo le iba a traer perjuicios a mi chico? ¿Por qué no lo dejan en paz? ¿Por qué no dejan que salga adelante? Se acabó, punto final. El muerto al hoyo y el vivo…

—Las cosas no funcionan así, y usted lo sabe.

—Yo sólo sé que usted ha venido a complicarle otra vez la vida a mi chico. Y eso es lo último que él necesita.

Cowart respiró hondo.

—Le diré lo que vamos a hacer, señora Ferguson. Usted me deja entrar, yo echo un vistazo, no encuentro nada y aquí se acaba todo. La historia de aquel hombre habrá sido una más de las mentiras que me contó y lo dejamos correr. La vida sigue. Bobby Earl no tendrá que volver a preocuparse del pasado, esos dos detectives desaparecerán de su vida y de la de usted. Pero si no entro, nunca se darán por satisfechos. Y yo tampoco. Y esta pesadilla continuará, siempre quedarán interrogantes. Jamás lo dejarán en paz, lo perseguirán para el resto de sus días. ¿Entiende a lo que me refiero?

La anciana posó una mano sobre el tirador de la puerta y arrugó la frente.

—Entiendo lo que intenta decirme —asintió por fin, pronunciando cuidadosamente las palabras—. Pero pongamos que le dejo entrar y que usted encuentra esa cosa horrible que aquel hombre le dijo. ¿Qué pasará entonces?

—Entonces Bobby Earl volverá a tener problemas.

Ella lo miró.

—Entonces no acabo de ver qué gana mi chico si yo lo dejo entrar.

Cowart le sostuvo la mirada y jugó su última carta.

—Si no me deja entrar, señora Ferguson, tendré que suponer que me está ocultando la verdad, que aquí dentro se esconde alguna prueba. Y eso es lo que les diré a esos dos detectives de ahí fuera. Entonces ocurrirán dos cosas. Una: volveremos con una orden para registrar la casa a su pesar. Dos: nadie descansará hasta conseguir que incriminen a su nieto. Se lo puedo jurar. Y cuando lo hagan, yo estaré allí, con mi periódico y los demás periódicos y la televisión, y ya sabe lo que pasará entonces, ¿verdad? Me parece que no tiene alternativa. ¿Me ha entendido?

Los ojos de la anciana se entornaron.

—Lo que he entendido es que los blancos con traje siempre se salen con la suya —masculló—. ¿Quiere entrar? Muy bien, pues entre, qué más da lo que yo diga.

—Gracias.

—Una orden del juez… Ya trajeron una y no les sirvió para encontrar nada. ¿Por qué iba a ser distinto ahora? —gruñó ella mientras quitaba el pestillo y abría la puerta.

—¿Ese hombre de la prisión le dijo dónde buscar?

—No. No exactamente.

La anciana sonrió sin ganas.

—Buena suerte, pues.

Cowart entró en la casa y fue como si entrara en un mundo distinto. Estaba acostumbrado —en la medida en que puede uno acostumbrarse— a la miseria humana. Con su amigo Vernon Hawkins había presenciado tantos crímenes en los guetos que ya no se sorprendía ni se inmutaba ante la pobreza, las ratas o la pintura desconchada. Pero aquella casa era completamente distinta, perturbadora.

Cowart descubrió una pobreza absoluta, yerma; una casa en la que no había lugar para ninguna comodidad o esperanza, sólo para una vida de vicisitudes y penurias marcada por una rabia desesperada. Un crucifijo colgaba de la pared sobre un sofá raído. Una vieja mecedora de madera sobre la que había una blonda amarillenta descansaba en un rincón. Había unas pocas sillas, la mayoría de madera tallada a mano. En una repisa sobre la chimenea había un retrato de Martin Luther King y una antigua fotografía de un hombre negro vestido con un austero traje negro. Supuso que sería su difunto marido. Había unas pocas fotografías de familiares, incluida una de Bobby Earl. Las paredes eran de madera oscura y le daban cierto aire cavernoso. Sólo algún que otro rayo de sol penetraba por las ventanas, para perderse enseguida en las sombras del interior. Vio la entrada de una cocina dominada por un antiguo horno que ocupaba el centro de la estancia. Sin embargo, todo estaba inmaculado. El paso de los años se dejaba notar por doquier, pero no había una mota de polvo. Posiblemente la señora Ferguson tratara la suciedad de la misma manera que a las visitas.

—No es gran cosa, pero es mía —dijo ella—. Aquí no puede venir el banco con el cuento de que es suya. Es mía. Mi marido se dejó el pellejo para pagarla y puede que yo corra su suerte, pero también he sido feliz viviendo aquí, aunque no sea precisamente un palacete.

Caminó con dificultad hasta la ventana y miró fuera.

—Conozco a Tanny Brown —dijo con amargura—. Conocía a su madre, ya murió, y a su padre. Trabajaban como esclavos para el señor Blanco y siempre se creyeron mejores que nosotros. Mentira. Recuerdo que cuando era pequeño robaba naranjas de los árboles de los blancos. Ahora que es policía se cree que es el gallo del gallinero. Pero no es mejor que mi nieto, ¿me oye?

Se apartó de la ventana.

—Adelante, señor periodista blanco. ¿Qué va a buscar? Aquí no hay nada, ¿es que no lo ve? —Agitó los brazos—. Nada de nada.

De eso ya se había percatado. Echó un vistazo en derredor y pensó que Wilcox estaba en lo cierto. No tenía la menor idea de qué estaba buscando ni dónde buscarlo. De repente le vino la imagen de Sullivan riéndose de él.

—¿Dónde está la habitación de Bobby Earl? —preguntó.

La anciana señaló con el dedo.

—A la derecha.

Cowart avanzó lentamente por el pasillo que atravesaba la casa. Echó una mirada rápida al dormitorio de la anciana. Vio una Biblia abierta y una vieja cama de matrimonio cubierta con una colcha de punto. Frío y austero. Su única comodidad era la lectura de aquellas páginas, y con eso debía de bastarle. Pasó de largo un pequeño cuarto de baño, apenas mayor que un armario, con un lavamanos y un retrete. Los tubos de la instalación relucían como si fueran nuevos. Por fin, entró en el cuarto de Ferguson.

También éste era un cuarto vacío como la celda de un monje. Un único ventanuco en lo alto de la pared dejaba filtrarse algo de luz. Había una cama de hierro, una mesa de madera tallada a mano, un pequeño mueble con unos pocos cajones y una silla. En la pared había una vieja tabla a modo de estante, con una modesta colección de libros de bolsillo.
Manchild in the Promised Land
y
El hombre invisible
al lado de varias novelas de ciencia-ficción. En la esquina había un par de cañas de pescar y una caja de plástico con avíos de pesca.

Cowart se sentó en el borde de la cama y comprobó que los muelles eran suaves. Dejó vagar la vista entre los escasos objetos en busca de algún indicio. «¿Qué tiene de especial la habitación de un asesino?» No lo sabía. Siguió observando, sin dejar de pensar en Ferguson cuando le decía que Pachoula, cuando uno viene de Newark, es como un club de campo, un paisaje como sacado de una novela de aventuras. «¿A qué demonios se refería con eso?», pensó mirando las paredes desnudas y el impersonal mobiliario.

¿Por dónde empezar? No podía aceptar que algo tan serio como una prueba de homicidio estuviera a simple vista, de modo que se decidió por los cajones. Se sentía estúpido, consciente de estar buscando en un lugar que ya había sido registrado a fondo. Examinó un par de mudas sin dar con nada que pareciera relevante. Palpó detrás de los cajones para ver si había algo escondido. «Pareces un detective», pensó. Se arrodilló para hacer lo propio con la cama. Palpó el colchón. A continuación las paredes, en busca de un hueco. «¿Para esconder qué?», se preguntó.

Se encontraba palpando el suelo a cuatro patas cuando la abuela de Ferguson se asomó a la puerta.

—Eso ya lo comprobaron —dijo—. La otra vez. ¿Aún no se da por satisfecho?

Cowart se levantó lentamente, casi con vergüenza.

—No lo sé.

Ella rió.

—Pues termine ya.

—Antes tengo que hablar un momento con los detectives.

Ella soltó otra risita socarrona y lo acompañó hasta el porche. Cowart cruzó el mugriento patio en dirección a los detectives.

Tanny Brown habló el primero, pero sus ojos no miraban a Cowart sino a la anciana.

—¿Y bien?

—No hay indicios de nada que no sea miseria.

—Ya se lo dije —le recordó Wilcox, y en un tono algo más conciliador preguntó—: ¿Ha entrado en el cuarto de Ferguson?

—Sí.

—No hay gran cosa, ¿no?

—Unos libros, cañas de pescar, una caja con aparejos de pesca, algo de ropa en los cajones y poco más.

Wilcox asintió con la cabeza.

—Así la recuerdo. Y eso es lo que me mosqueaba. Entras en la habitación de un desgraciado cualquiera, rico o pobre, no importa, y algo ahí dentro te dice cómo es. Pero en ese cuarto no hay nada. Y tampoco en el resto de la casa.

Brown arrugó el entrecejo.

—Coño —dijo—, me siento un idiota, soy un idiota.

Cowart salió de su ensimismamiento.

—El problema está en que no sé qué hicieron cuando vinieron la otra vez ni si hay algo cambiado. Quizás he pasado por alto algo que a mí no me dice nada pero sí a ustedes.

El calor reinante parecía haber aplacado un poco la animosidad de Wilcox.

—Me imaginaba que pasaría algo así. Mire, quizás esto le sirva de ayuda.

Rodeó el coche y abrió el maletero. Dentro había varias carpetas clasificadoras, un fusil antidisturbios, un par de chalecos antibalas y una palanca. Rebuscó entre las carpetas y extrajo una serie de cuartillas grapadas. Se las entregó.

—Es el inventario del anterior registro. Lea, a ver si le sirve.

Lo primero era una lista de objetos incautados en la casa y su localización. Había varias prendas de ropa, y figuraban como «Restituidas tras las pruebas. Análisis negativo». También habían sido incautados algunos cuchillos de la cocina, que también figuraban como «Restituidos».

El inventario indicaba asimismo en qué parte de la casa habían sido encontrados y describía el método empleado para registrar cada una de las habitaciones. El cuarto de Ferguson había sido registrado a fondo con resultados negativos.

—¿Hay algo que no haya visto? —le preguntó Wilcox.

Cowart negó con la cabeza.

—Tanny, estamos perdiendo el tiempo.

Cowart levantó la vista de las cuartillas y advirtió que el teniente miraba fijamente a la anciana. Ella aguardaba bajo el porche y le sostenía la mirada; sus ojos parecían no poder separarse.

—¿Tanny? —preguntó Wilcox.

El teniente no respondió.

Cowart observó al detective y la anciana escrutarse mutuamente. Advirtió el sudor bajo su camisa y la humedad que le pegaba el pelo a la frente.

Brown habló al cabo de un momento, sin apartar los ojos de la anciana.

—Vuelva a mirar —dijo—. Creo que estamos pasando por alto algo elemental.

—La hostia, Tanny… —empezó Wilcox, pero el teniente lo cortó.

—Mírela. Ella sabe algo y sabe que no sabemos qué coño es. Siga buscando, maldita sea.

Wilcox se encogió de hombros y murmuró algo. Cowart volvió a hojear las cuartillas procurando analizarlas con la misma minuciosidad con que Wilcox había analizado la casa tiempo atrás. Repasó el inventario habitación por habitación, leyéndolo en voz alta para Wilcox.

—«Primera habitación: huellas dactilares, inspeccionados todos los objetos, ninguno incautado, tablas de suelo levantadas, paredes palpadas, detector de metales; habitación de la abuela: registrada en busca de objetos ocultos, no se encontró nada; despensa: incautados objetos cortantes, trapos de limpieza, toalla, tablas del suelo levantadas; habitación de Ferguson: incautadas prendas de vestir, paredes y suelo examinados, registrada en busca de restos de pelo; cocina: cubiertos inspeccionados e incautados, examinadas las cenizas del horno y remitidas al laboratorio, sótano de ventilación inspeccionado…» Parece hecho a conciencia…

—Joder, estuvimos de sol a sol en esa casa, revisamos hasta el último clavo —contestó Wilcox.

Brown no dejaba de mirar a la anciana.

—Yo diría que todo está como estaba —dijo Cowart—. Sólo que al parecer ha convertido la despensa en un cuarto de baño. ¿Era el cuartito que hay entre su dormitorio y el de Ferguson?

—Sí. Aunque a decir verdad tenía más de armario que de despensa —contestó Wilcox.

Cowart asintió.

—Pues ahora hay un retrete y un lavamanos.

—Me han dicho que los instaló Ferguson. Lo pagó con parte del dinero de un productor de Hollywood que se ha interesado por su historia. Incluso hasta aquí llega el progreso.

En ese momento, el sol pareció redoblar su intensidad, y el repentino estallido de calor absorbió todo el aire del patio.

—Y antes ¿dónde…?

—En la letrina exterior, en la parte de atrás.

—¿Y?

—¿Y qué?

—Que no está en la lista —dijo Cowart, y notó una súbita palpitación en las sienes.

Brown dio la espalda a la señora Ferguson y clavó los ojos en su compañero.

—La registraste, ¿verdad?

Wilcox asintió con escasa convicción.

—Eh… sí. Bueno, la orden era para la casa, así que no sabía muy bien si podía hacerlo. Pero uno de los analistas entró, eso sí lo recuerdo. Pero nada.

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