Juicio Final (61 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Pasó por encima de escombros y cascotes, que le entorpecían el avance como las trepadoras en los pantanos. Vislumbró a Ferguson más adelante, abriéndose camino con idéntica dificultad a través de los desechos de aquel barrio marginal. Lo vio trepar a un montón de cajas y un frigorífico viejo; una farola lejana dibujaba su silueta. Sus miradas se cruzaron por segunda vez y Wilcox volvió a gritar impulsivamente:

—¡Alto! ¡Policía! ¡Quieto ahí!

Le pareció percibir una expresión de reconocimiento e incredulidad en Ferguson, que al punto desapareció de la escasa luz. Wilcox farfulló una sarta de improperios y siguió andando.

Saltó sobre unos ladrillos, pero rozó los de arriba y notó cómo el montón se desmoronaba bajo su peso. Cayó de cabeza con las manos extendidas para amortiguar el golpe. Logró evitar romperse el cuello, pero su mano derecha aterrizó sobre un trozo de metal oxidado que le hizo un corte en la mano, tres dedos se le doblaron brutalmente y la muñeca estuvo a punto de dislocársele. Soltó un alarido de dolor mientras luchaba por incorporarse y se sujetaba la mano herida con la otra. Notó el corte y la sangre pegajosa. De pronto los dedos y la muñeca le quemaron; rotos, pensó, y se maldijo: «Idiota y más que idiota.» Apretó el puño con fuerza, lo pegó al pecho y continuó, trepando por otra montaña de escombros.

Se detuvo para recuperar la respiración, ignorando el dolor de la; mano y la muñeca, cuidando de mantener el equilibrio sobre aquel nuevo montón de basura, y desde allí vio que Ferguson saltaba una alambrada metálica al final del descampado. Luego observó que corría hacia un callejón, que vacilaba un instante y a continuación se detenía delante de un edificio abandonado.

«Vale —se dijo—. Tú también estás cansado, ¿eh, cabrón? Recupera la respiración ahí dentro. Pero no escaparás.»

Sin hacer caso del punzante dolor de su mano herida, atravesó los últimos metros del solar y trepó por la alambrada. Llegó medio corriendo al edificio abandonado y miró la puerta fijamente, jadeando casi sin aliento.

«Vale», se dijo otra vez. Se llevó la mano al bolsillo y cogió el pañuelo para vendarse la herida lo mejor que pudo. Resultaba difícil ver en la oscuridad, pero supuso que tendrían que darle puntos para cerrar el corte. Meneó la cabeza. Probablemente también la inyección del tétano. Con el pañuelo empapándose de la sangre que manaba de la herida, intentó flexionar los dedos y la muñeca, lo que le provocó una punzada que le subió por el brazo. Se tocó la piel con cuidado, intentando detectar algún hueso roto. Se le estaba hinchando muy rápido y por un momento se preguntó si su seguro cubriría todo aquello. «En acto de servicio», pensó. Tenía que cubrirlo, claro que sí. Apretó los dientes y rogó que el médico simplemente le pusiera una escayola y no tuviera que someterlo a ninguna operación.

Miró a ambos lados de la calle. Escombros mojados por la lluvia inundaban aquel estrecho espacio. Paseó la vista intentando ver si había movimiento en algún edificio, pero no vio nada. Parecía una zona de apartamentos abandonados, tal vez almacenes, no resultaba fácil saberlo; la luz, escasa y difusa, provenía de treinta metros más allá.

Por un momento se quedó inmóvil. «Si apareciese la detective Shaeffer… —pensó—. O cualquier refuerzo.»

Se encogió de hombros para disipar sus dudas y sustituirlas por las testarudas bravuconadas que lo distinguían: «Bah, no necesito ayuda para atrapar a ese negro mariconazo —se dijo—. Me basto con una mano.» Estaba convencido de ello, así que subió hasta la puerta del edificio.

Tras la entrada precipitada de Ferguson había quedado abierta. El umbral aparecía como una franja más oscura que el tejido aterciopelado de la noche. Wilcox apoyó la espalda contra la puerta y se quedó escuchando.

Sacó el revólver de su funda pero no pudo empuñarlo con la mano herida, precisamente la derecha; era como coger una brasa ardiendo de una hoguera. Cerró los ojos con fuerza un instante y cambió suavemente el arma a la otra mano. Los abrió de nuevo y contempló el arma. «¿Eres capaz de disparar con la izquierda? —se preguntó—. De cerca, tal vez. Si tengo que hacerlo lo haré.» Se interpeló a sí mismo como si fuera otra persona: «¿Estás seguro? Imagina que va armado. Vale, de acuerdo, tú atrapa a ese capullo y después te curarán. Métele miedo. Hazle saber que tiene un gran problema y que ese problema eres tú.»

Repasó los ruidos, que definió, clasificó y analizó. Asignó una etiqueta a cada uno, atribuyéndole un origen, para saber así que no tenía nada que temer: el agua goteando provenía de un canalón que se filtraba por el tejado; el rumor sordo era el tráfico, a varias manzanas de distancia; el ruido áspero era su propia respiración. Al fondo del edificio oyó crujir el suelo de madera. «Ahí está —pensó—. Cerca. Dentro y cerca.»

Aspiró hondo y entró con cautela en el edificio abandonado.

Al principio tuvo la sensación de haber quedado envuelto en una manta. La luz tenue del callejón desapareció. Se maldijo por no llevar encima una linterna. En aquel momento deseó ser fumador, porque en ese caso tendría cerillas o mechero. Intentó recordar si Ferguson fumaba y le pareció que sí. Se agachó, aguzando el oído para localizar a su presa, esperando a que la vista se le acostumbrara a la oscuridad. No vería mucho, pero sí lo suficiente.

Avanzó sigilosamente. Había unas escaleras de subida a la izquierda y unas de bajada a la derecha. «Un viejo edificio de apartamentos en el que ya nadie quiere vivir.» Dio un paso y el suelo desvencijado crujió. Lo asaltó una nueva preocupación: podría haber un agujero, o las escaleras derrumbarse. Empleó la mano del arma para conservar el equilibrio, manteniéndola perpendicular al cuerpo, sin apartarse de la pared, apretando todo el tiempo la mano herida contra su pecho.

Fue hacia la derecha, escaleras abajo, porque lo asaltó un pensamiento: «Ferguson es una rata, una alimaña de tierra. Estará ahí abajo, en lo más hondo. Sólo ahí se siente seguro.»

Se detuvo para escuchar de nuevo.

Nada.

Continuó lentamente, palpando el suelo con los pies a cada paso. Lo crispaba el ruido que él mismo producía. Su propia respiración parecía arañar la oscuridad como uñas contra una pizarra. Cada pisada resonaba. Su progresivo avance hacia el interior del edificio parecía anunciarse con crujidos.

Contuvo el impulso de dar voces, prefirió esperar a estar suficientemente cerca para ordenarle a Ferguson que se entregara. Los escalones parecían resistir su peso, pero no se fiaba. A cada paso apoyaba tentativamente un pie, como un bañista indeciso internándose en el mar. Contó cada escalón; al alcanzar los veintidós llegó al subsuelo. Lo recibió una sensación de humedad pegajosa, más fría que el aire. Notó un suelo de cemento y pensó: «Bien. Esto será más silencioso.» Al siguiente paso metió el pie en un charco de agua que le anegó el zapato. «¡Mierda!»

Se agachó y escuchó de nuevo. No estaba seguro de si la respiración que oía era la suya o la de Ferguson. «Está cerca», se dijo. Cogió aire y contuvo la respiración para localizar el sonido. «Cerca. Muy cerca.»

Volvió a coger aire y percibió un olor denso y nauseabundo que lo sobrecogió. El olor le resultaba familiar, pero no logró ubicarlo inmediatamente. Se le erizó el vello de la nuca y pensó: «Aquí hay algo muerto.» Miró alrededor tratando de distinguir alguna cosa, pero la oscuridad era absoluta.

El miedo y la exaltación lo estremecieron. Se incorporó y dio tres cortos pasos, manteniendo aún el contacto con la pared con la mano del arma. Estaba húmeda y suave al tacto. Pensó en ratas y arañas y en Ferguson.

No pudo contenerse más.

—Ferguson, chico, sal de ahí. Quedas arrestado. Ya sabes quién soy. Levanta las putas manos y sal de ahí. —Las palabras resonaron brevemente y luego se extinguieron.

No hubo respuesta.

—Maldita sea, Bobby Earl. Venga, acaba ya con esta mierda. Todo este lío no vale la pena. —Dio otro paso—. Sé que estás aquí, Bobby Earl. Maldita sea, no me lo pongas tan difícil.

De pronto una duda lo asaltó. «¿Acaso no estás aquí, hijoputa?» Los músculos se le agarrotaron por la tensión, el miedo y la rabia.

—Bobby Earl, ¡te voy a sacar los putos ojos de un tiro como no salgas de ahí ahora mismo!

Oyó un chirrido a su derecha. Intentó volverse rápidamente en esa dirección, apuntando hacia el ruido. Su mente no lograba procesar qué estaba ocurriendo, sólo acertaba a entender que aquello estaba oscuro como boca de lobo, y que no estaba solo.

Durante una fracción de segundo fue consciente de que una figura se abalanzaba sobre él, consciente de que alguien había emergido de la oscuridad y lo atacaba. Wilcox trató de retroceder y levantar su mano herida para parar el golpe. Disparó una vez presa del pánico, sin apuntar a nada excepto al miedo; la detonación iluminó el recinto por un instante. Entonces un trozo de tubería le golpeó el hombro y la oreja. De pronto, Bruce Wilcox vio una cegadora luz blanca y a continuación se despeñó a un abismo de negrura. Sacudió la cabeza, sabiendo que no era momento para quedarse inconsciente. Sintió el cemento húmedo bajo su mejilla y comprendió que había caído al suelo.

Alzó la mano para desviar el segundo golpe, que llegó tras un silbido similar cuando la tubería de plomo cortó el frío aire del sótano. Dio contra su brazo, ya roto, lo que hizo que unas rojas vetas de dolor atravesaran la oscuridad de sus ojos.

No sabía ni dónde ni cómo había perdido su revólver, pero ya no lo tenía. Extendió el brazo izquierdo para buscarlo y sus dedos encontraron algo. Se arrastró, oyó un rasgón, luego notó que un cuerpo se abalanzaba sobre el suyo.

Los dos hombres se enzarzaron en una pelea a ciegas, sus alientos mezclándose. Wilcox intentaba encontrar su cuello, sus genitales, sus ojos, algún punto débil donde cebarse. Rodaron por el suelo lleno de charcos y chocaron contra una pared. Ninguno de los dos hablaba, salvo gemidos y gruñidos.

Pelearon en la negra oscuridad, unidos por el dolor.

Wilcox alcanzó por fin el cuello de su atacante y apretó con todas sus fuerzas, tratando de estrangularlo. Su inútil mano derecha ascendió y se sumó a la izquierda, completando un círculo mortal. Wilcox gimió por el esfuerzo. «Ya te tengo, cabrón», pensó.

Luego el dolor se le clavó en el estómago.

No sabía qué lo estaba matando ni quién lo estaba matando; sólo que algo le había rajado el estómago y ascendía hacia el corazón. Sintió un arrebato de pánico previo a la agonía; sus manos se desprendieron del cuello del asesino, desplomándose sobre su cintura, donde asieron el mango del cuchillo que tenía clavado. Un débil gemido escapó de sus labios y se derrumbó sobre el suelo mojado.

Él no lo supo, ya no podía saber nada, pero transcurrieron casi noventa segundos antes de que exhalara el último aliento y muriera.

24
La caja de Pandora

Su soledad era absoluta.

Andrea Shaeffer escudriñaba las calles desiertas, sus ojos escrutaban la penumbra y la neblina en busca de algún rastro de su compañero. Desanduvo el camino por décima vez, o eso le pareció, tratando de razonar con lógica ante aquella desaparición, pero cada paso la sumía un poco más en la desesperación. Se negaba a pensar en lo peor y desahogaba su impotencia profiriendo improperios, como si no encontrar a Wilcox sólo fuera un molesto inconveniente, en lugar de un auténtico desastre.

Se detuvo y se apoyó contra una farola para tratar de calmarse.

Habría recibido con los brazos abiertos a un coche patrulla de Newark, pero no apareció ninguno. Las calles continuaban desiertas. «Pero ¿qué está pasando aquí? —pensó—. No es tarde, aún no es de noche. ¿Dónde se ha metido todo el mundo?» La llovizna la iba empapando cada vez más. Cuando al fin vislumbró a una mujer que hacía la calle en una esquina, casi se sintió agradecida de ver a otro ser humano. La prostituta estaba encogida contra una fachada, tratando de protegerse de la inclemencia y con escasas esperanzas de conseguir otro cliente en aquella noche húmeda y fría. Shaeffer se acercó con cautela, enseñándole la placa desde unos tres metros de distancia.

—Señorita. Policía. Quiero preguntarle algo.

La mujer la miró y comenzó a alejarse.

—Eh, sólo quiero hacerle una pregunta.

La mujer siguió andando, a paso cada vez más ligero. Shaeffer fue tras ella.

—¡Maldita sea, deténgase! ¡Policía!

La mujer paró y se volvió con una mirada de absoluta desconfianza.

—¿Me está hablando a mí? ¿Qué quiere? Yo no he hecho nada.

—Sólo una pregunta. ¿Ha visto pasar a dos hombres corriendo por aquí hace unos quince o veinte o quizá treinta minutos? Uno es blanco, un policía. El otro negro, con una gabardina oscura. El poli perseguía al otro. ¿Los ha visto pasar por aquí?

—No. No he visto nada. ¿Ya está?

La mujer retrocedió, tratando de ganar distancias.

—No me ha escuchado —le dijo Shaeffer—. Dos hombres corriendo. Uno blanco y otro negro. El blanco perseguía al negro.

—No he visto nada, ya se lo he dicho.

Andrea sintió una oleada de rabia a punto de desbordarla.

—Oiga, señorita, ya basta de jueguecitos. Conmigo se puede meter en un buen lío. Ahora dígame si los ha visto. Dígame la verdad o la detengo ahora mismo.

—No he visto a ningún hombre corriendo. No he visto a ningún hombre en toda la noche.

—Tuvo que verlos —insistió Andrea—. Han tenido que pasar por aquí.

—Por aquí no ha pasado nadie. Ahora déjeme en paz. —La mujer se volvió, negando con la cabeza.

Shaeffer se dispuso a seguirla, pero la detuvo una voz a su espalda.

—¿Por qué va por ahí molestando a la gente, señorita?

Andrea se volvió nerviosa. La pregunta la había hecho un hombretón que llevaba un largo abrigo negro y una gorra de béisbol de los Yankees. Las gotas de lluvia se le habían acumulado en el borde de la visera. Se encontraba a unos tres metros de distancia, y avanzaba hacia ella. Todo en él resultaba amenazador.

—Policía —dijo ella—. Manténgase alejado.

—Me da igual quién sea usted. Ha venido aquí a molestar a mi chica. ¿Por qué?

Shaeffer sacó la pistola y apuntó al hombre.

—No se mueva —dijo fríamente.

El hombre se detuvo.

—¿Va a dispararme? No lo creo. —Abrió ligeramente las manos y esbozó una sonrisa socarrona—. Creo que está en el lugar equivocado, señorita policía. Creo que no tiene refuerzos, que está sola y se ha metido en un buen lío.

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