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Authors: Felipe Botaya

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Bélico

Kolonie Waldner 555 (19 page)

August Stukenbrok también acababa de llegar al hangar y miraba algo en el interior de la carlinga de forma geométrica, mientras hablaba con un mecánico sentado en el puesto de vuelo. El helicóptero tenía un aspecto imponente a pesar de su relativo pequeño tamaño. Tenía una capa de pintura mimetizada verdosa oscura, con toques marronosos y ocres, así como unas rayas negras cortas en todo el conjunto, que le conferían un aspecto tropical. Entre las ruedas traseras, los mecánicos habían instalado dos depósitos suplementarios, que ampliaban el radio de acción. Una antena de radio sobresalía por un lateral, quedando algo por debajo del rotor principal. No llevaba distintivos de ningún tipo. Helmut se situó a una cierta distancia para ver el conjunto.

—¿Qué te parece? —Helmut sonrió a la pregunta de Schutz.

—Lo conseguirá. La máquina no fallará —Se acercaron hasta Stukenbrok, que se volvió hacia los recién llegados.

—Salgo en media hora como máximo. Tengo muchas ganas de hacer esta misión. Y sé que lo haré sin problemas. —Helmut y Schutz se miraron ante el optimismo de August.

—Excelente August —dijo Helmut—. Eres nuestro mejor piloto de helicópteros y pronto también de los discos voladores que estamos desarrollando. Tenemos plena confianza en ti y sabemos que eres consciente de la misión que debes efectuar. No sólo es importante que se lleve a cabo perfectamente, estamos hablando de la continuación de muchos de nuestros proyectos aquí. Cualquier error comprometería nuestra situación no sólo en Brasil, sino en toda Sudamérica y con ello la victoria final de nuestra patria. —Schutz afirmaba las palabras de Helmut.

—Soy consciente de lo que tengo que hacer y lo acepto voluntariamente. Lo he dicho esta mañana y lo tengo muy claro. —En aquel momento apareció Noemí. Parecía algo más tranquila o quizás lo disimilaba muy bien, pensó Helmut. Le entregó algo a su marido que este guardo en el bolsillo superior derecho de su equipo de vuelo. Besó a su mujer—. Gracias. Lo llevaré conmigo y te lo devolveré muy pronto. No te preocupes, volveré, te lo prometo. —dijo mirándola fijamente.

—Regresa —dijo lacónicamente Noemí.

El jefe de mecánicos Rudolf Wundt se acercó hasta el grupo.

—Nuestro trabajo ha terminado. He comprobado personalmente toda la instalación de radio y radiobalizas y está todo en perfectas condiciones. Hemos cargado el combustible, las baterías están al cien por cien. Ya sólo queda desear un buen buen viaje y rápido retorno. —Sonrió mientras dejaba el trapo con el que se limpiaba las manos en su bolsillo trasero del mono azul de trabajo. —Excelente Rudolf —dijo Helmut—. Creo que ya sólo queda sacar el helicóptero al exterior. —Schutz afirmó con la cabeza y llamó a varios mecánicos para que le ayudasen a empujar la nave fuera del hangar. Todos se sumaron al esfuerzo, aunque no resultaba difícil aquella superficie de hormigón totalmente plana. Una vez fuera ya sólo quedaba partir.

—Me gustaría decir unas palabras antes de la partida de nuestro compañero August Stukenbrok…, si nos dejan los mosquitos… —Todos sonrieron ante este comentario de Helmut, aunque mostraron interés por sus palabras—. Antes que nada felicitar a Wilhelm Schutz y al equipo de mecánicos que han conseguido en tiempo récord preparar el helicóptero para este largo viaje. Y sobre todo a August por su valentía ante una misión que puede cambiar muchas cosas no sólo en nuestra Kolonie Waldner 555, sino en el resto de bases operativas que tenemos repartidas por Sudamérica. De hecho, este viaje marca una nueva etapa para nuestras investigaciones y abrirá nuevos caminos que deben permitir a nuestra patria conseguir la victoria final con los mejores desarrollos científicos. —Todos le miraban con ansiedad y agradecimiento, sabiendo lo crucial de su trabajo. Con un vibrante—. Por nuestro
führer
¡Heil Hitler! ¡Sieg Heil!
—Helmut cerró su breve alocución con el brazo en alto.

August agradeció las palabras de Helmut, se ajustó el mono oscuro de vuelo y el gorro de cuero con las gafas de aviador. Dejó una bolsa con alimentos y un termo con café dentro de la carlinga y fue despidiéndose uno a uno de los presentes, que le desearon un buen viaje y retorno. Su mujer le abrazó y le susurró algo a lo que August sonrió. Todos tenían una sensación extraña mientras todo esto sucedía. Pensaron en sus familias. Helmut se preguntaba si esta era la mejor decisión. Recordaba sus épocas de trabajo en empresas privadas y grandes corporaciones con la toma de decisiones y los riesgos implícitos. Pero aquello era diferente. No sólo estaba en juego la vida de un hombre en una misión muy compleja, estaba en juego la propia continuidad de las operaciones científicas alemanas y la presencia de todo el contingente en tierras sudamericanas. Sintió un regusto amargo, aunque pensaba en la bravura y conocimiento de August y la excelente aeronave de que disponía. Hubiese sido mejor y más rápido un disco volador, pero era un riesgo aún mayor en aquel momento. No tenían la plena seguridad de su buen funcionamiento, aunque el motor ya estaba en su fase final de desarrollo. Además, seguía presente el accidente de Chile. Aún quedaban etapas para su correcto funcionamiento.

Capítulo 9
Muerte en Natal

Inicios de 1944

El doctor Edward Burton y sus dos acompañantes se acomodaron en el interior del bimotor DC3 Douglas Skytrain, de la compañía de aviación VARIG, que cubría el trayecto Manaos-Natal. Quería gritar, pero ¿quién le hubiese hecho caso? Sentía escalofríos. Además, pensaba en Rachel y su situación y terminó aceptando la terrible realidad. Se daba asco interiormente, había pactado con el enemigo y ahora se dirigía con dos esbirros a matar a su antiguo paciente, dentro de una base militar de su propia patria. Sí, ese paciente era un enemigo y de las SS, pero aquello era demencial.

—¿Le sucede algo doctor Burton? —le preguntó de repente el doctor Theodor Wolff, llamado para la misión John Wallace—, trate de descansar, tenemos mucho tiempo por delante. —Burton volvió a la realidad y fue consciente de que no podía evitar mostrar su agobio.

—Estoy bien, gracias doctor Wallace. No me gustan los aviones. Lo siento. —Wallace sonrió. Ahora debería ser más cuidadoso y tratar de ocultar sus sentimientos, por potentes que estos fuesen. La vida de su mujer dependía de lo que aquellos dos hombres le dijesen a Schelling. En el aeropuerto le habían llamado para informarle de que todo iba bien. Y volverían ha hacerlo al llegar a Natal. Cada paso que daban estaba totalmente controlado.

El avión despegó sin dificultad y Burton pudo observar a través de la ventanilla varios cazas norteamericanos estacionados en un extremo del aeropuerto, que parecía bajo jurisdicción militar. Recordaba haber oído algo de ese control aéreo en el hospital, pero no le dio más importancia, ya que él tenía otras preocupaciones entonces con sus pacientes. Ahora reconocía la amenaza que se cernía sobre el continente americano. Los motores rugían mientras el avión iba ganado altura poco a poco. Él estaba sentado junto a la ventanilla y Wallace a su lado. En la misma fila, pero al otro lado del pasillo estaba sentado el doctor Horst Pöttering, llamado Irving Wilcox en la misión. Este leía distraídamente un periódico local y se oía el ruido del pasar de las páginas. Le parecía curioso que se oyese tan bien el sonido del papel en medio del rugir de los motores.

El avión iba a media ocupación y ellos estaban prácticamente solos. Escuchaba voces en español en zona de cola, idioma que él entendía bastante bien. Parecían un grupo de turistas. Se había fijado en ellos en el aeropuerto, pero sin concederles más importancia. Eran dicharacheros y se oían risas ¡Qué diferencia con su situación! Levantó la mirada desde su asiento hacia atrás y vio al grupo que parecía encantado con el vuelo que les llevaría a las paradisíacas playas de Natal. Se acurrucó en su asiento de nuevo. Se sentía muy mal, cada vez peor. Wolff a su lado, parecía dormitar y Pöttering seguía ensimismado en su lectura. Era evidente que dentro de un avión no había que preocuparse demasiado por Burton. Sus guardianes parecían tranquilos. Su mente desarrollaba los más increíbles planes de fuga, pero de repente se acordaba de Rachel y se quedaba paralizado. Su tensión iba en aumento. Como médico se daba cuenta de ese cambio en su cuerpo. No dejaba de ser un aviso interno de su situación extrema. Era algo hipertenso, pero nada importante. Se tomó el pulso; ciento doce, aquello era demasiado. Trató de calmarse, pero fue peor, su cabeza no paraba de pensar y sus nervios estaban a flor de piel. No recordaba haber estado nunca así, ni siquiera practicando deportes en los Estados Unidos.

La selva aparecía claramente tras haber dejado atrás toda la zona portuaria de Manaos que recibía grandes barcos de pasajeros y las mercancias que daban vida a la ciudad. Ante la falta de carreteras, el sistema fluvial era la única opción rápida, segura y aceptable tras los aviones. El río Amazonas era como una lengua de plata bajo el sol. Formaba unas curvas y estuarios inmensos donde Burton pudo ver una gran cantidad de barcos de todos los tamaños, que surcaban sus aguas. El agua tomaba diferentes colores, podía ser marronosa, azulada, incluso amarillenta en algunos tramos. Dependía mucho de las sombras, la luz del sol o si el fondo estaba removido. Pareció tranquilizarse un poco con esta visión, que hubiese sido incluso romántica en otras circunstancias. Oía los ronquidos suaves de Wolff, con la cabeza ladeada hacia él. Pöttering había terminado su lectura y parecía querer dormitar un poco también. Le miró de repente y sonrió. Burton respondió a la sonrisa y volvió a mirar por la ventanilla.

Encendió un cigarrillo y aspiró con energía el humo hasta el fondo de sus pulmones. El tabaco brasileño era excelente y con todo su sabor. La ausencia de filtro ayudaba a disfrutar al máximo. La nicotina le fue tranquilizando, mientras miraba el paisaje bajo las alas. Sus acompañantes dormían. Le llamó la atención cómo una azafata le entregaba a un pasajero de las primeras filas un cojín para que estuviese más cómodo. De repente, pensó en que Brasil estaba en guerra con Alemania y eso era algo que podría desbaratar los planes de Schelling, sin que pareciese cosa suya, y salvar a Rachel después. La posibilidad de escribir una nota para los pilotos le pareció una buena opción. Sacó un papel de su bolsillo y escribió con su pluma estilográfica un mensaje aprovechando que sus cancerberos ya dormían:

Soy el doctor Edward Burton, del hospital Sâo José de Manaos. Soy prisionero de estos dos pasajeros alemanes en una misión de asesinato en la base americana de Natal. Van armados. Mi mujer está secuestrada como rehén. Avisen a la policía local de Natal para que los detengan al llegar al aeropuerto. Por favor no levanten sospechas, ni hagan nada extraño por ahora. Gracias.

Dobló el papel y se lo puso en el bolsillo superior de su chaqueta. Observó de nuevo a sus guardianes. Seguían durmiendo. La azafata apareció tras la cortina de la cabina de los pilotos y Burton levantó la mano, solicitando su presencia. Le pidió un refresco en voz baja, indicando que su compañero dormía. La azafata sonrió comprensiva y, de forma solícita, fue a prepararlo y regresó con la bebida. Burton bebió de un trago el refresco y le devolvió el vaso con la nota adjunta, de forma discreta. La chica no se dio cuenta al principio, pero cuando caminaba de nuevo hacia la cabina por el estrecho pasillo, vio el papel. Se detuvo un instante, mientras lo leía. Se giró con cara de circunstancias, como no entendiendo qué era aquello. Burton afirmó con la cabeza y le rogó silencio poniendo su índice cruzado sobre su boca. La azafata desapareció tras la cortina de la cabina. Nada especial sucedió durante los siguientes minutos. De nuevo los nervios se apoderaron de Burton, tras unos instantes de cierta tranquilidad. Ahora sólo quedaba esperar y que creyesen en su nota manuscrita.

Su cabeza pensaba qué iba a suceder. ¿Le creerían? ¿Harían lo que solicitaba? Es posible que los pilotos pidiesen por radio confirmación de la identidad de Burton en el hospital a través de las autoridades. Si era así, no habría problema, su historia tenía base, él era real. Le mataba aquella incertidumbre. La azafata no había vuelto a salir a pesar de que varios pasajeros solicitaban su presencia. Debían de estar discutiendo este asunto y su veracidad. Wolff movió la cabeza y abrió los ojos.

—¿Aún no duerme, doctor Burton? Se lo aconsejo, el viaje todavía durará unas horas. Relájese y duerma. —Burton sonrió.

—Ahora no, doctor Wallace. Me gusta ver el paisaje, aunque me dan miedo las alturas… —Wolff se acomodó hacia el lado del pasillo.

—Usted mismo, doctor. Yo voy a dormir. Usted sabe que el reloj biológico no perdona.

La azafata apareció en aquel momento mirando a Burton y afirmando con la cabeza de forma discreta, ante su atenta mirada. Luego se encargó de los pasajeros que solicitaban bebidas y otros productos de a bordo. Pareció tranquilizarse ante el mensaje recibido. Miró a sus centinelas, que seguían durmiendo. Su pulso había bajado hasta niveles normales. La relajación y un cierto cansancio por lo sucedido fue haciendo mella en su resistencia y el sueño se fue abriendo paso. En aquel momento apareció de nuevo la azafata que le entregó una almohada para que estuviese cómodo. Burton cogió la almohada y la apoyó contra la ventanilla y se acomodó. Notó un papel dentro de la funda. La azafata se retiró discretamente. Muy despacio introdujo la mano entre la funda y la almohada hasta notar un papel. Lo cogió y lo fue extrayendo sin prisas, sin llamar la atención, sin brusquedad. Estaba doblado, lo abrió:

Hemos comprobado su identidad doctor Burton. Hemos avisado a las autoridades en Natal que procederán a identificar a sus acompañantes al llegar. No se preocupe por ahora.

Sintió una enorme satisfacción tras la lectura de la nota. Sólo quedaba llegar a Natal y todo habría terminado. Luego la policía tendría que localizar a Schelling y a Rachel. Sin duda estaban en Manaos. La policía a través de sus confidentes daría con todos. Conocía la efectividad de la policía brasileña, aunque sus métodos fuesen algo bruscos y rudimentarios, sobre todo en el trato a detenidos y en los interrogatorios. Se recostó sobre la almohada y trató de conciliar el sueño. No le fue difícil a pesar de los momentos vividos.

—Vamos, doctor Burton. Despierte, estamos llegando a Natal —le dijo Wolff poniendo su mano sobre el hombro de Burton. Este se desperezó y miró a traves de la ventanilla. La fina línea costera aparecía antes sus ojos con toda majestuosidad. El atardecer era de una claridad espectacular. Veía el color blanco de las olas al romper y le parecía distingir gente en la playa. El avión inició un giro prolongado mientras iba perdiendo altura, enfilando la última etapa hacia el aeropuerto de Natal, que aparecía nítidamente hacia el noreste—. Bien, doctor Burton, todo en orden. Llamaremos a Schelling desde el hotel Cidade do Sol. Mañana por la mañana iremos a la base de Natal. —Pöttering también saludó a Burton.

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