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Authors: Felipe Botaya

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción, #Bélico

Kolonie Waldner 555 (20 page)

—Al final ha dormido. Nos irán bien a todos estas horas de sueño. Tenemos muchas cosas que hacer en Natal… —Sonrió de forma cómplice y se recostó en su butaca. Wolff se giró hacia Burton.

»La verdad es que me hubiese gustado hablar con usted sobre sus experiencias médicas en el hospital Sâo José, pero supongo que tendremos tiempo durante este viaje hasta que regresemos. —Burton sonrió.

—Sí, la verdad es que puede ser muy interesante. Ustedes también deben de tener experiencias interesantes. Alemania tiene un alto nivel médico, siempre lo ha tenido. —Wolff se sintió halagado por esas palabras.

—Nuestra patria ha dado siempre una gran importancia al bienestar y a la salud de nuestros compatriotas. La guerra también ha acelerado muchos productos y medicinas que hemos podido desarrollar con nuestros soldados. La guerra también tiene su lado bueno.

El avión encaró la pista de aterrizaje y se notó como los alerones de freno entraban en acción, deteniendo la velocidad del avión hasta el punto óptimo de aproximación y altura. El tren de aterrizaje salió de debajo de cada uno de los dos motores con un ruido seco. El sonido de los motores era diferente, como más ronco. Las aspas de las hélices brillaban con el Sol que iba bajando poco a poco. La sombra del avión se dibujaba sobre la copa de los árboles de forma variada. La pista apareció de repente por debajo y el avión tocó sin brusquedad el cemento, siguiendo la línea amarillenta de orientación dibujada en el mismo. La pequeña terminal quedaba justo al final hacia la izquierda. El avión se fue aproximando hasta detenerse totalmente, parando los motores frente a un guía en tierra que portaba unos señalizadores manuales con los que le indicaba al piloto el punto exacto de parada. Una vez totalmente detenido, unos ayudantes en tierra procedieron a calzar el avión, mientras un camión cisterna y una camioneta para los equipajes y la escalerilla, llegaban al mismo tiempo.

El pasaje se puso de pie y comenzó a recoger sus cosas de las redes portaobjetos sobre sus cabezas. El grupo de cola estaba entusiasmado con la llegada y lo expresaban con risas y comentarios de los días que iban a pasar. Cuando Pöttering cogió su pequeña maleta, la pistola que portaba al cinto apareció claramente a la vista de Burton. Sin decir palabra y tras abrir la puerta, todos comenzaron a salir al exterior donde una bocanada de calor húmedo casi les asfixia. Burton notaba como el nerviosismo se iba apoderando de él ¿Qué iba a suceder a partir de ese momento? Llegó a pensar que quizás se había equivocado y Rachel sufriría las consecuencias. Mientras bajaba tras Pöttering, observó que a la derecha de la estrecha escalerilla había cuatro policias y dos hombres de paisano, así como un furgón policial y un coche sin distintivos, que Burton no había visto hasta ese momento. Sin duda, aquel era el «comité de bienvenida» pensó con un cierto toque de humor. Cuando Pötering pisó el suelo de la pista, los policías se aproximaron a él haciéndole situarse a un lado mientras los demás pasajeros iban bajando. Hicieron lo mismo con Burton y con Wolff. ¿Cómo habían sabido quiénes eran? Pensó Burton. Se fijó en que la azafata estaba arriba de la escalerilla y había indicado discretamente a los policías de quienes se trataba.

—¿Qué sucede agente? —preguntó Wolff, con un acento norteamericano excelente. Los policías no entendían el idioma y uno de los agentes de paisano se acercó y en un inglés aceptable, le contestó.

—Deben acompañarnos a nuestra comisaría del aeropuerto. —Wolff miró a sus compañeros con cara de duda, luego se dirigió al agente de paisano.

—Debe tratarse de un error, agente. Somos doctores norteamericanos que nos dirigimos a la base de Natal, con una orden directa del gobierno brasileño. —El policía siguió con lo suyo.

—Deje que comprobemos lo que dice y luego podrán marcharse sin problemas. —Les indicó la furgoneta policial con un ademán con el que les invitaba a entrar.

—Me quejaré de esto ante el embajador americano y el gobierno de Brasil. —dijo Pöttering con enfado, pero con un excelente acento también. El policía se mantuvo en silencio. Burton observaba lo que iba pasando, manteniéndose a la expectativa. Los dos alemanes no podían figurarse lo que había sucedido y seguían tranquilos y con ánimo de resolverlo rápido, mientras los dos vehículos policiales se dirigían a la terminal.

Tras llegar y muy educadamente, se les invitó a bajar y a acompañarles por el pequeño edificio, hasta que llegaron hasta la comisaría de policía que también hacía las veces de control de aduanas para los vuelos transoceánicos o que venían de otros países de Sudamérica. Portaban sus bolsas de mano, que era el único equipaje de que disponían. Les hicieron entrar en una salita, donde les hicieron esperar.

—Ahora vendrá el comisario jefe. —les dijo el agente que hablaba inglés. Se miraban con incredulidad. En voz baja, Pöttering que se mostraba algo más nervioso que Wolff, dijo.

—Es imposible que sepan algo de lo nuestro. Debe ser un error o una confusión. —Burton le miró y con hipocresía dijo.

—Debe ser eso. Creo que todo se ha llevado con la máxima discreción. No pueden saberlo. —Wolff afirmaba con la cabeza y mirando al suelo las palabras de Burton.

—Es una confusión o un error. No hay otra opción. Pronto estaremos fuera y acabaremos lo que hemos venido a hacer. Tranquilos. —Les miró con resolución—. Dejad que yo me encargue de hablar con ellos.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció un hombre de paisano, acompañado por el agente que hablaba inglés y tres policías.

—Soy el comisario Alves Agostinho. Les ruego que dejen sus armas sobre la mesa. Ahora. —dijo con autoridad y en un inglés muy aceptable. Los policías de uniforme sacaron sus armas y controlaron que se cumpliese la orden del comisario. Pöttering y Wolff depositaron sus pistolas Walther sobre la mesa. Burton iba desarmado y lo indicó.

—Yo no llevo armas, comisario. —El comisario miró al grupo con cierta distancia.

—Pistolas alemanas Walther nueve milímetros, excelentes —dijo señalando las dos pistolas bruñidas que descansaban pacíficamente sobre la mesa—. ¿Qué clase de médicos son ustedes? ¿Por qué van armados? ¿Qué vienen a hacer a Natal? —Wolff tomó la voz cantante, mirando a sus compañeros y con decisión.

—Usted sabe igual que yo, comisario, que ir armado por Brasil no es nada extraño. Mucha gente lleva una pistola para evitar atracos o ataques. Es lamentable, pero es así. En nuestro país, los Estados Unidos, también solemos llevar armas. Es una tradición legal desde la época de la Frontera. —Luego se dirigió a su bolsa de viaje—. Si me lo permite, déjeme enseñarle la carta del gobierno brasileño autorizando nuestra presencia en la base aérea de Parnamirin. —El comisario Agostinho le dio permiso para ello—. Queremos ver a un paciente que nos fue arrebatado por la fuerza y sin explicaciones por el general Robert White, de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos y llevado hasta esta base militar. —Entregó la carta al comisario, que la leyó con interés. Wolff siguió—. Y eso va contra el código deontológico. Sigue siendo nuestro paciente y por lo tanto nuestra responsabilidad —añadió con convicción—. Es lógico que queramos conocer su estado actual, ya que no hemos tenido noticias desde entonces.

—Bien, caballeros, de todas maneras quiero interrogarles uno a uno. Puro formulismo burocrático, un trámite rápido. No se preocupen. —Wolff mostró su contrariedad por el contratiempo inesperado y que no entendía a qué podía deberse. Todo había estado bajo control hasta ese momento.

—Lamento importunarle comisario, pero lo que está haciendo va en contra de una misión oficial y la vida de un paciente puede estar en peligro. Me veré obligado a dar parte de su actuación y de la retención a la que estamos sometidos, cuando no hemos cometido ninguna infracción. Le ruego que lo reconsidere. —Agostinho miró al grupo y luego a Wolff concretamente.

—Yo le ruego, doctor, que no me dé lecciones sobre mi trabajo o lo que debo hacer o no. Tenemos algunas dudas sobre su presencia en Natal y debemos corroborar que está todo en orden. —Wolff no se daba por vencido, pensaba en la posibilidad de que si interrogaban a Burton, este «cantase», aunque su mujer estaba retenida y eso podía ser positivo para su misión.

—Le he mostrado la carta oficial del gobierno de su país, ¿qué más necesita, comisario? Somos países aliados en esta guerra…

—Agostinho cortó a Wolff de forma abrupta. Parecía no preocuparle una posible queja a nivel diplomático.

—Creo que lo mejor es empezar cuanto antes. —Se giró hacia Burton—. Dígame su nombre. —Burton estuvo un instante en silencio.

—Soy el doctor Edward Burton, del hospital Sâo José de Manaos —respondió sin titubear.

—Empezaremos por usted. Coja su bolsa de viaje y acompáñeme. Ustedes dos esperen aquí su turno. Será por poco tiempo. —No permitió ninguna queja de Wolff y Pöttering y, acompañando a Burton, desapareció de la sala en compañía de uno de los policías de uniforme.

Wolff y Pöttering se sentaron sin poder hacer nada a cambio y con la esperanza de que todo se debiese a un error o confusión. En poco tiempo podrían estar fuera y al día siguiente cumpliendo con su misión. Tampoco podían ponerse en contacto con Schelling ya que no se les permitía ninguna llamada y hubiese sido contraproducente en aquellas circunstancias. El agente de paisano y el policía que estaban con ellos les ordenaron abrir sus bolsas de equipaje y mostrar el contenido. No había nada de particular excepto los medicamentos y jeringuillas para la supuesta diabetes de Pöttering. Tras comprobar todo lo que portaban, les indicaron que podían cerrar de nuevo las bolsas y permanecer a la espera.

—Explíqueme qué sucede, doctor Burton. Y sobretodo, no se preocupe por nada, nosotros le protegeremos. —Agostinho le mostró el papel que había escrito y entregado a la azafata durante el vuelo. Burton explicó toda la historia mientras un taquígrafo mecanografiaba su declaración. La explicación iba desde la entrada del paciente August Stukenbrok, el anillo de la calavera, el profesor Da Silva, su secuestro, Schelling y los dos médicos alemanes que le acompañaban, la misión en Natal, hasta su mujer secuestrada como rehén de intercambio por su colaboración. También indicó su absoluto desconocimiento de dónde había estado retenido, aunque dio algunos detalles del interior de la casa. Tras el relato pormenorizado, el comisario se puso en pie y caminó por la pequeña sala de interrogatorio.

—Brasil está en guerra con Alemania desde 1942 y por lo tanto esos dos médicos son enemigos nuestros. Sabemos de la todavía potente presencia alemana en nuestro país además de los brasileños de origen alemán. —Se volvió hacia Burton—. Ahora hemos de localizar a Schelling primero y luego a su mujer en Manaos. Seguramente Schelling debe ser el jefe de alguna célula de espionaje de las muchas que hemos desactivado en todo este tiempo. Creo que vamos a solicitar la ayuda del FBI que nos ayuda en Brasil contra la estructura alemana desde hace años.

Burton pensaba en su mujer y en las posibles consecuencias de sus actos. De todas formas, creía que era lo mejor y que todo acabaría bien.

—Comisario, sí puedo confirmarle que August Stukenbrok es alguien importante o con información muy relevante. De hecho, diría que pertenece a otra rama de la presencia alemana en Brasil. No creo que sea un simple espía o confidente. Toda esta operación se ha montado para eliminarle antes de que pueda hablar, que es lo que quería conseguir el general White en Natal. Lo que pueda decir, si sobrevive, debe ser del más alto interés y peligro para el desarrollo de las operaciones militares aliadas en Brasil y, como consecuencia, en Europa. —Agostinho sonrió.

—Está usted muy al día. Ha hecho un análisis muy interesante. —Burton le miró.

—Estoy en todo esto a la fuerza, aunque empezó siendo un asunto de pura curiosidad. He tenido tiempo para pensar muchas cosas y creo que es así.

—La curiosidad mató al gato —dijo riendo el comisario. Burton afirmó con la cabeza el famoso dicho—. Pero repito, no se preocupe. Ahora nos haremos cargo nosotros de todo. De momento y para ganar tiempo, estos dos deben de llamar a Schelling y nosotros debemos localizar la llamada entrante en Manaos. A partir de ese momento y en cooperación con la policía de Manaos y el FBI, daremos con toda esta estructura. Tenemos dos posibilidades para solucionar rápidamente este asunto: una a través de la llamada telefónica y su localización y la otra a través de la confesión de estos hombres sobre dónde está Schelling en Manaos. Vamos a preparar el interrogatorio, la llamada de los alemanes para que su mujer siga con vida y que la policía de Manaos esté al tanto cuando llamemos, con todo su equipo de localización. Es posible que sólo con el número de teléfono ya sepamos dónde está ese tal Schelling.

—Qué puedo hacer yo, comisario? —preguntó Burton, ante las acciones que indicaba Agostinho y en las que él no aparecía.

—Usted ya ha hecho mucho con su testificación. Deberá firmarla y ya está. No tenemos nada contra usted. Si le parece puede atender, desde uno de nuestros falsos espejos, el interrogatorio de estos hombres. Como he dicho, ellos saben dónde se encuentra Schelling en Manaos y hemos de interrogarles adecuadamente. —Burton pensó a qué se refería el comisario con «adecuadamente», pero le parecía bien. Se lo merecían.

—Atenderé la confesión, comisario, pero la verdad es que quisiera regresar a Manaos lo antes posible, ver de nuevo a mi mujer y volver a mi consulta en el hospital.

—De acuerdo doctor Burton. Ahora, acompáñeme por favor. —Salieron al pasillo y entraron en una pequeña sala en la que había varias sillas ante una especie de ventana con cortinilla. Sólo parecía haber luz eléctrica en esa estancia. Uno de los policías movió una pequeña palanca y la cortinilla dejó ver un cristal que permitía ver la habitación de al lado. Era una estancia espartana con una mesa y dos sillas. En aquel momento entró Pöttering, esposado, y se le hizo sentarse en la silla que quedaba delante del espejo. Se veía su rostro perfectamente y es posible que él intuyese que aquel era un espejo falso. Como un chispazo mental, Burton pensó por qué no habían norteamericanos en aquel interrogatorio ya que Brasil formaba parte de los aliados desde hacía tiempo y ese era, sin duda, un asunto muy importante. No necesitó ninguna respuesta. El comisario Agostinho le estaba apuntando con una pistola.

—El juego ha terminado, doctor Burton.

Burton se movió hacia atrás instintivamente.

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