La casa de Jacopo Galli había sido construida por uno de sus antepasados, y Galli estaba agradecido a aquel predecesor porque, al mismo tiempo, había iniciado una colección de esculturas antiguas que sólo cedía en importancia a la del cardenal Rovere.
Después de bajar por una ancha escalinata, Miguel Ángel se encontró en un atrio, cercado en tres de sus costados por la casa, y en el cuarto, por otra escalinata que daba al lugar la impresión de ser un jardín hundido, o, como pensó Miguel Ángel al mirar a su alrededor, un bosque hundido, lleno de estatuas, frisos de mármol y animales de piedra.
Jacopo Galli, que había sido educado en la Universidad de Roma y desde entonces había leído horas enteras todos los días, dejó un ejemplar de Aristófanes que estaba repasando y empezó a levantarse del sofá en el que se hallaba tendido. Parecía que no iba a terminar nunca aquel movimiento. Era un verdadero gigante de algo más de dos metros: el hombre más alto que Miguel Ángel había visto. Ante él, se sentía un pigmeo.
—¡Ah! ¡Viene a mí con un mármol en sus brazos! ¡Ése es el espectáculo que más me agrada en mi jardín! —dijo cordialmente.
Miguel Ángel colocó el Cupido encima de la mesa que estaba al lado del sofá y se volvió para mirar directamente a los azules ojos del dueño de la casa.
—Temo haber traído a mi Cupido a un lugar que no le corresponde —contestó Miguel Ángel.
—Creo que no —murmuró Galli—. Balducci, lleve a su amigo Buonarroti a la casa para que le den unas tajadas de sandía fría.
Cuando los dos regresaron al jardín unos minutos después, vieron que Galli había sacado un torso del pedestal donde estaba, junto a la pared baja que servía de balaustrada a la escalinata, y colocado en su lugar el Cupido. Ahora estaba echado nuevamente sobre el sofá. Sus ojos brillaban:
—Experimento la sensación de que su Cupido ha estado ahí desde el día que nací y que es un descendiente directo de cualquiera de esas esculturas. ¿Me lo vendería? ¿Qué precio podemos ponerle?
—Eso lo dejo a su criterio —respondió Miguel Ángel humildemente.
—En primer lugar, me agradaría que me cuente cuál es su situación.
Miguel Ángel relató la historia del año de inútil espera en el palacio del cardenal Riario.
—Así que terminó allí sin que se le pagase un solo escudo y dueño de un gran bloque de mármol, ¿eh? Bueno, ¿qué le parece si decidimos que el Cupido vale cincuenta ducados? Porque sé que necesita dinero, permitiré que mi avaricia le rebaje ese precio a veinticinco ducados. Pero como detesto todo lo que sea astucia en mis negociaciones sobre objetos de arte, tomaré los veinticinco ducados que acabo de rebajarle y los agregaré al precio original. ¿Aprueba mi trato?
—¡Señor Galli! —exclamó Miguel Ángel con los ojos empañados de emoción—. Durante un año he estado pensando cosas muy malas de todos los romanos. Ahora, ante usted, pido perdón a toda la ciudad.
Galli se inclinó cortésmente, pero sin levantarse.
—Y ahora —dijo—, hábleme de ese bloque de mármol que tiene. ¿Qué le parece que podría esculpir en él?
Miguel Ángel le explicó lo referente a sus dibujos para un Apolo, una Piedad y un Baco. Galli se mostró intrigado.
—No he oído decir jamás que se haya desenterrado por aquí estatua alguna de un Baco, aunque hay alguna traída de Grecia. Son figuras de hombres viejos, con barbas…, bastante insulsos.
—No, no, mi Baco sería joven, como corresponde a un dios de la alegría y la fertilidad.
—Tráigame los dibujos mañana a las nueve de la noche.
Galli entró en la casa y volvió con una bolsa, de la cual extrajo setenta y cinco ducados, que entregó a Miguel Ángel. Éste se fue inmediatamente a la banca Recela para devolver los veinticinco florines que había pedido.
A la noche siguiente se presentó de nuevo en el jardín de Galli, a la hora que Jacopo le había indicado. Galli salió de la casa y le dio la bienvenida. Poco después, la señora Galli, una mujer alta y elegante, no muy joven ya pero todavía bella y de aspecto patricio, se unió a ellos para la cena. Una fresca brisa movía las hojas de las palmeras. Cuando terminó la cena Galli preguntó:
—¿Estaría dispuesto a traer su bloque aquí y esculpir ese Baco para mí? Le podría destinar una habitación para vivir, y estoy dispuesto a pagarle trescientos ducados por la estatua terminada.
Miguel Ángel bajó la cabeza para que la luz de los candelabros no traicionase su enorme emoción. Acababa de ser salvado de un ignominioso regreso a Florencia y de una no menos ignominiosa derrota.
No obstante, a la mañana siguiente, cuando caminaba al lado del carro de los Guffatti que transportaba su bloque desde el palacio Riario al de Galli, con su pequeño lío de ropa a la espalda, se sintió como un mendigo. ¿Es que tendría que pasar años trasladándose de un dormitorio prestado a otro? Sabía que no se conformaría con eso. Y se prometió que un día no muy lejano, sería dueño de sí mismo y viviría entre sus propias paredes.
Se le mostró su habitación: un agradable dormitorio iluminado por el sol. Una puerta, en el extremo de la habitación, daba a un huerto de higueras. Al borde del huerto se alzaba un pequeño cobertizo para almacenar objetos y provisiones. Su piso era de tierra apisonada. Le quitó el techo de tablas, dejando que las higueras le dieran sombra. La construcción daba a una calleja por la que sus amigos podían venir a visitarlo y que servía a la vez para entrar los materiales necesarios. Fuera, arrimó un barril para llenarlo con agua del pozo. Le servía para lavarse por las noches, antes de vestirse para cenar con los Galli en el jardín.
Jacopo Galli no salía del banco a mediodía, por lo cual no se servía almuerzo más que los domingos y fiestas religiosas. Un servidor le llevó un ligero refrigerio en una bandeja, que él comió sin levantarse de su tabla de dibujo. Se alegró de no tener que cambiarse de ropa a mediodía ni verse obligado a suspender el trabajo para hacer vida social.
Recibió una carta de su padre, acusando recibo de los veinticinco florines. El comerciante había aceptado la seguridad de pago que le ofrecía Miguel Ángel, pero queda la mitad de los cincuenta florines que Ludovico le debía aún. ¿No le sería posible, por favor, enviarle otros veinticinco florines por el correo del sábado'?
Miguel Ángel suspiró, se vistió y llevó veinticinco florines al banco de Galli, en la Piazza de San Celso, al lado del banco de la familia Chigi. Balducci no estaba, por lo que se dirigió el escritorio de Jacopo Galli. Éste alzó la cabeza y no dio señal alguna de reconocerlo. Su rostro tenía una expresión severa, fría. Preguntó secamente qué deseaba.
Una transferencia de veinticinco florines para Florencia.
Depositó las monedas en el escritorio. Galli habló a un empleado que se hallaba cerca de él. La transacción fue realizada rápidamente. Y Galli volvió a enfrascarse en los papeles que tenía ante sí.
Miguel Ángel estaba asombrado. «
¿Qué habré hecho para ofenderle?
», se preguntó.
Era ya de noche cuando decidió volver a la residencia. Desde su habitación, vio luces en el jardín. Y abrió la puerta decididamente.
—¡Ah, ya está aquí! —exclamó Galli—. Venga a tomar una copita de este excelente Madeira…
Galli estaba recostado en su sofá. Preguntó si Miguel Ángel había instalado ya su taller y si necesitaba alguna otra cosa. Aquel cambio de actitud tuvo entonces una fácil explicación. Jacopo Galli, al parecer, no podía o no quería establecer un puente entre las dos mitades de su vida. En su banco se mantenía siempre rígido, hasta un poco brusco. Cuando llegaba a su casa, cambiaba totalmente y era alegre, indulgente, cariñoso. Allí no pasaba jamás por sus labios ni una palabra de negocios. Sólo hablaba de arte, literatura, historia, filosofía.
Por primera vez desde su llegada a Roma, Miguel Ángel empezó a conocer romanos interesantes: Pedro Sabinus, profesor de Oratoria en la universidad, a quien no le interesaba mucho la colección de esculturas de Galli, pero poseía lo que Jacopo calificaba de «
un increíble número de inscripciones cristianas antiguas
»; el coleccionista Giovanni Capocci, el primer romano que intentó excavar metódicamente las catacumbas: Pomponius Laetus, uno de los antiguos profesores de Jacopo, que vivía dedicado exclusivamente al saber y vestía casi como un pordiosero.
—Ha sido torturado por la Inquisición, porque nuestra Academia, como su Academia Platón de Florencia, era considerada hereje, pagana y republicana —dijo Jacopo a Miguel Ángel—. Y todas esas acusaciones estaban perfectamente justificadas. Pomponius está tan embebido de paganismo que el solo hecho de ver un monumento antiguo le hace llorar.
Miguel Ángel sospechaba que Galli estaba también empapado de paganismo, pues jamás había visto en su casa un hombre de Iglesia, a excepción de los hermanos ciegos Aurelius y Raffaelle Lippus, monjes agustinos que improvisaban canciones latinas e himnos poéticos al son de sus liras, y el francés Jean Villiers de la Groslaye, cardenal de San Dionigi, un hombre diminuto, de cuidada barba corta, que había comenzado su vida religiosa como un monje benedictino y, profundamente amado por el rey Carlos VIII por su devoción y saber, había sido ungido cardenal merced a su intención personal. Nada tenía que ver con la corrupción de los Borgia.
Miguel Ángel se hizo amigo de Jacopo Sadoleto, de Ferrara, un fino poeta de veintidós años y reconocido latinista, así como de Serafino, poeta ídolo de la corte de Lucrezia Borgia, que jamás mencionaba a los Borgia o al Vaticano cuando estaba de visita en la residencia Galli, pero leía sus poemas históricos acompañándose con su laúd, y de Sanimazaro, de cuarenta años, que no representaba, y que mezclaba en sus versos imágenes cristianas y paganas por igual.
Los Galli iban a misa la mayoría de los domingos y en los días de fiesta importantes. Jacopo confesaba que su anticlericalismo era el único gesto que podía hacer contra la corrupción de los Borgia y sus secuaces.
—Por medio de mis lecturas —dijo a Miguel Ángel— me ha sido posible seguir la aparición, desarrollo, decadencia y desaparición de muchas religiones. Eso es lo que le está sucediendo hoy a nuestra religión. El cristianismo ha tenido mil quinientos años para probar su valía ante el mundo, y ha terminado… ¿en qué? Asesinatos, avaricias, incestos, perversiones de los Borgia. Roma es peor hoy que Sodoma y Gomorra cuando fueron destruidas por el fuego celeste.
Todos los dibujos que había hecho para el Baco, el dios griego de la alegría, le parecían superficiales y cínicos. Había intentado proyectarse hacia la época de los dioses, pero estaba jugando con un mito, como un niño con sus juguetes. Su realidad actual era Roma: el Papa, el Vaticano, los cardenales, obispos y la ciudad sumergida en una tremenda ola de corrupción y decadencia. Sentía una total repulsión hacia esa Roma. Pero ¿podía acaso esculpir basándose en el odio? ¿Podía utilizar su puro mármol blanco, al que amaba, para representar en él la maldad y el hedor de la muerte que estaban destruyendo lo que otrora fuera la capital del mundo? ¿No existía el peligro de que su mármol se tomase también odioso?
Dormía inquieto. Iba a menudo a la biblioteca de Galli, encendía una lámpara y tomaba los materiales de escritura, como lo había hecho en el palacio Aldrovandi después de conocer a Clarissa. Entonces había sido el amor lo que lo inspiraba y lo llevaba a escribir líneas y más líneas de poesía «
para desahogarse
». Ahora era el odio, emoción tan ardiente como el amor, lo que lo impulsaba a escribir y escribir.
Aquí se hacen yelmos y espadas con los cálices, y la sangre de Cristo se vende por litros; su cruz y espinas son lanzas y escudos, y poco falta ya para que la paciencia se agote.
Y así cientos y cientos de líneas, con las que daba expresión a lo que le inspiraba la Roma de entonces.
Buscó afanosamente antiguas tallas en las colecciones de Roma. El único Baco que pudo encontrar tenía alrededor de quince años y estaba completamente sobrio. Por la manera en que sus manos apretaban un racimo de uvas negligente, parecía aburrido por el hecho de haber concebido aquella fruta, la más extraña de todas.
No. Su estatua tenía que ser jubilosa. Era necesario que él capturase el sentido de la fertilidad de Dionisio, el dios de la naturaleza, la potencia de la embriagadora bebida que permitía al hombre reír y cantar y olvidarse por un momento de las tristezas de su miseria terrenal. Y además, al mismo tiempo, quizá pudiese reflejar la decadencia que acompaña siempre a ese olvido y que él veía ahora tan claramente a su alrededor. El Baco seria la figura central de su tema, un ser humano antes que un semidiós, y además habría un niño, de unos siete años, de dulce rostro, mordisqueando un racimo de uvas. Su composición tendría también la muerte en sí: el tigre, que amaba el vino y era amado por Baco, representado por la piel y la cabeza más muertas que fuera posible concebir.
Se dirigió a los baños en busca de modelos, con la esperanza de que tal vez podría conseguir un Baco cuyas partes fueran compendio de muchos modelos distintos, como lo había hecho con el Hércules, que en realidad era el conjunto de muchos toscanos. Pero cuando, después de una cuantas semanas, fusionó las partes copiadas, el retrato no le resultaba convincente. Y se fue a ver a Leo Baglioni.
—Necesito un modelo vivo —le dijo—, joven, de menos de treinta años y perteneciente a una familia aristocrática.
—¿Debe tener un cuerpo hermoso?
—Que lo haya sido, pero que ya no lo sea. Un cuerpo corrompido por los placeres.
—¿Por qué placeres?
—Todos: el vino, la lascivia, la gula…
Leo meditó un instante, como si pasase revista en su memoria a las facciones y cuerpos de los jóvenes romanos que conocía. Luego respondió:
—Es posible que tenga al hombre que necesita. El conde Ghinazzo. Pero es rico, de noble familia. ¿Qué podemos ofrecerle como incentivo?
—¡Adulación, lisonja! Que va a ser inmortalizado como el gran dios Baco de los griegos, o el Dionisio de los romanos, como lo prefiera.
—Eso podría dar resultado. No tiene nada que hacer y puede dedicarle algunas horas de sus días…, o lo que queda de ellos después de despertarse de sus bacanales de la noche anterior.
El conde se mostró encantado con su nuevo papel. Cuando se hubo quitado las ropas y adoptó la postura que Miguel Ángel necesitaba, dijo: