La agonía y el éxtasis (48 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

Miguel Ángel miró a su buen amigo con cariño:

—Estoy seguro que este contrato lo ha escrito en su casa y no en el banco —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Galli.

—Porque se ha expuesto a un riesgo. Supongamos que, cuando termine la obra, el cardenal diga: «
He visto mejores esculturas en Roma
». ¿Qué pasará entonces?

—Muy sencillo, le devuelvo al cardenal sus ducados, y en paz.

Miguel Ángel se puso a recorrer las marmolerías del Trastevere y los muelles en busca del bloque de mármol que necesitaba, pero una pieza de dos metros diez de ancho por un metro ochenta de alto y noventa centímetros de espesor, de buen mármol, se extraía muy pocas veces de las canteras para venderla entera. En dos días recorrió todos los patios de las marmolerías: no había nada que se aproximase ni de cerca al bloque que él necesitaba. Al día siguiente, cuando había decidido ya ir a Carrara por su cuenta, Guffatti llegó hasta él corriendo y exclamó:

—¡Acabamos de descargar una barca! ¡Ha traído mármol, y entre los bloques hay uno del mismo tamaño que busca! ¡Fue cortado para una orden religiosa de Lucca, pero, como no lo pagaron, se vendió para Roma!

Su bloque para la Piedad había llegado a casa.

IX

Hizo desaparecer todo cuanto se refería al Baco y se dedicó a la obra que debía ejecutar. Pero el Baco se había tornado una figura de controversia. Mucha gente iba a ver la escultura. Galli llevaba a los visitantes al taller o enviaba a un servidor para preguntar a Miguel Ángel si podía ir un momento al jardín. De pronto, se vio sumergido en un mar de explicaciones y defensas, sobre todo ante los entusiastas partidarios de Bregno, que atacaron la obra calificándola de «
perversión de la leyenda de Dionisio
». Cuando llegaban admiradores, Miguel Ángel tenía que describir su concepto y su técnica. Galli quería que cenase con él todos los días, incluso los domingos, para que pudiera hacerse la mayor cantidad posible de amigos, lo que le allanaría el camino para nuevos encargos.

Los Rucellai, Cavalcanti y Altoviti estaban orgullosos de él. Todas esas familias dieron fiestas y recepciones en su honor. De todas ellas Miguel Ángel despertaba cansado a la mañana siguiente. Ansiaba terminar con el Baco de una vez, borrar de su mente aquella escultura pagana y llevar a efecto la necesaria transición a la espiritualidad que precisaba para pensar en la Piedad. Después de un mes de fiestas, fue evidente que no iba a poder concebir o esculpir una Piedad en tales condiciones, y que, con su consagración como escultor profesional, había llegado el momento de establecer su propia vivienda y taller en un lugar donde le fuera posible vivir con entera tranquilidad, aislado, para dedicarse a su labor día y noche si así lo deseaba. Había crecido. Era ya capaz de mantenerse por sí solo. No había otra alternativa.

Jacopo Galli le preguntó, al darse cuenta de aquel estado del joven:

—¿Hay algo que le tiene preocupado Miguel Ángel?

—En efecto.

—Dígame qué es.

—¡Que tengo que cambiar de ambiente! —contestó—. La vida con usted y su excelente familia es demasiado agradable… Siento la necesidad de trabajar en un ambiente mío, como un hombre, no como un muchacho y eterno huésped. ¿Le parece una locura?

Galli lo miró afectuosamente un instante y luego replicó:

—Yo deseo únicamente verlo feliz y esculpiendo los más hermosos mármoles de Italia.

—Para mí, ambas cosas son iguales e inseparables.

Visitó varias casas cuyas plantas bajas estaban desocupadas, pero todas ellas eran demasiado caras. Al tercer día, en la Vía Sixtina, frente a la Hostería del Oso y al borde del Campo Marzio, encontró una espaciosa habitación con dos ventanas, una hacia el norte, con luz sostenida, y la otra al este, que le proporcionaría la viva luz solar que necesitaba algunas veces. Contigua, había otra habitación pequeña con una chimenea.

Pagó unos cuantos escudos por el alquiler de dos meses, desenrolló la tela aceitada y montada en marcos de madera que cubría las ventanas y estudió aquel humildísimo ambiente: el suelo de madera, gastada en algunas partes, rota en otras, el cemento que se desprendía de entre las piedras de las paredes, el techo de cal, que caía en grandes trozos y dejaba al descubierto evidentes señales de ruina y humedad. Metió la llave en el bolsillo y volvió a casa de los Galli.

Encontró a Buonarroto, que lo esperaba. Estaba jubiloso. Había llegado a Roma con una caravana de mulas, por lo cual el viaje no le costó nada. Volvería de la misma manera.

Miguel Ángel miró a su hermano con cariño. Hacía un año que no lo veía.

—¡No podías haber llegado en un momento mejor! —exclamó—. ¡Necesito ayuda para arreglar mi nueva residencia!

—¿Así que ya tienes casa? ¡Bien, entonces me alojaré contigo!

—Antes de decidirte, espera a ver mi palacio —respondió Miguel Ángel sonriente—. Ven conmigo al Trastevere. Necesito una provisión de argamasa, cal y lejía. Pero antes que nada voy a enseñarte el Baco que he esculpido.

Buonarroto se quedó un largo rato contemplando la estatua. Luego preguntó:

—¿Le ha gustado a la gente?

—A la mayoría, sí.

—Me alegro. ¡Me alegro mucho, Miguel Ángel!

Eso fue todo. Miguel Ángel pensó: «
No tiene la menor noción de lo que es la escultura. Su único interés es que a la gente le agraden mis obras para que yo pueda sentirme feliz y obtenga otros trabajos… ninguno de los cuales él comprenderá jamás. Es un verdadero Buonarroti, ciego a lo que las artes significan. ¡Pero me ama entrañablemente!
».

Cuando Buonarroto entró en la habitación alquilada por su hermano no pudo reprimir una exclamación de asombro:

—¡No me digas que piensas vivir en esta… pocilga! —dijo—. ¡Se está cayendo a pedazos!

—Tú y yo vamos a dejarla como nueva —respondió Miguel Ángel, decidido—. Es espaciosa y me conviene por eso.

—Nuestro padre se horrorizaría si viera esto.

—Entonces, no se lo digas. Y ahora, vamos a raspar el techo.

Cuando el techo estuvo raspado y cubierto con una capa de argamasa y cal, comenzaron a trabajar en las paredes, y después a reparar el lastimoso piso. Por fin se fueron a trabajar al patio que correspondía a las dos habitaciones. La única puerta que daba a él estaba en la habitación pequeña.

Balducci apareció en la nueva vivienda cuando Miguel Ángel y Buonarroto habían terminado ya las reparaciones. Conocía a un hombre que tenía una casa de compraventa de muebles en el Trastevere. Allí fueron, y tras no poco tira y afloja, Miguel Ángel compró una cama, un colchón de paja, una mesa de cocina, dos sillas de paja, una cómoda, unos cuantos cacharros, platos y cubiertos. Cuando, una hora después, llegó el pequeño carro arrastrado por un burro, los hermanos armaron la cama bajo la ventana que daba al este, donde Miguel Ángel sería despertado por las primeras luces del amanecer. Bajo la ventana del norte colocó una mesa armada con cuatro tablas sobre caballetes para dibujar y armar sus modelos de cera y arcilla. El centro de la habitación más grande lo dejó libre para el mármol. En la habitación más pequeña instalaron la mesa de cocina, dos sillas, los cacharros y la «
vajilla
».

Balducci volvió después de haber explorado la vecindad.

—Hay una «
nena
» gordita que vive detrás de esta casa. Es rubia, tiene unos quince años y un cuerpo perfecto. Creo que es francesa y tengo la impresión de que podría convencerla para que fuese tu sirvienta. ¡Piensa lo agradable que sería terminar el trabajo a mediodía y encontrarla en tu cama! Ésa es una parte del trabajo de las servidoras, y en esta cueva vas a necesitar un poco de calor natural.

Miguel Ángel y Buonarroto rieron ante aquella salida de Balducci. Si le dejaba, correría inmediatamente a tratar con la muchacha.

—Mira, Balducci —exclamó Miguel Ángel—. Si necesito a alguien, seguiré la tradicional costumbre de los artistas: tomar un muchacho como aprendiz y enseñarle a cambio de sus servicios.

Por el momento, Buonarroto ayudó a su hermano a instalarse, cocinar y limpiar las habitaciones. Pero en cuanto partió, todas esas tareas quedaron marginadas. Sumergido en su trabajo, Miguel Ángel no se tomaba el tiempo necesario para cocinar o ir a un restaurante. Perdió peso, así como las habitaciones su apariencia. Jamás se preocupaba de hacer la cama, lavar los platos y cubiertos, que dejaba sobre la mesa de la cocina, ni de barrer el suelo. Las habitaciones se llenaron de tierra de la calle y de cenizas de la cocina. Al finalizar el primer mes, se dio cuenta de que aquel sistema no resultaba práctico. Y hasta comenzó a lanzar miradas a la «
nena
» descubierta por Balducci, que pasaba ante su puerta con mayor frecuencia de la que Miguel Ángel consideraba necesaria.

Buonarroto le solucionó el problema. Miguel Ángel salió a la puerta una tarde al oír que llamaba alguien y se encontró con un muchacho de unos trece años, con señales evidentes en su ropa de llegar de un largo viaje, que le tendía una carta en la que Miguel Ángel reconoció la caligrafía de su hermano. La carta le presentaba a Piero Argento, que había ido a Florencia en busca de un escultor que lo tomara como aprendiz.

Lo hizo entrar, lo observó mientras el muchacho le hablaba de su familia, que tenía una granja cerca de Ferrara. Su voz era serena y sus modales tranquilos.

—¿Sabes leer y escribir, Argiento? —le preguntó.

—Sí. Ahora lo que necesito es aprender un oficio o profesión.

—¿Y crees que la escultura es una profesión buena?

—Quiero servir un aprendizaje de tres años. Con un contrato legal ante el Gremio.

Le impresionó aquella manera franca de expresarse del muchacho. Lo miró con más atención.

—¿No tienes parientes ni amigos en Roma? ¿Ningún lugar adónde ir?

—No. He venido a verlo a usted —respondió el muchacho firmemente.

—Yo vivo modestamente, Argiento. Aquí no encontrarás lujo alguno.

—Soy
contadino
. Lo que haya para comer, lo comeremos.

—¿Qué te parece si probamos unos días? Si no resulta, nos separaremos como buenos amigos.

—De acuerdo.
Grazie
.

—Toma esta moneda y vete a los baños que hay cerca de Santa María dell'Anima. A tu regreso, ve al mercado, y trae algo para cocinar.

—Sé hacer una rica sopa de verduras. Mi madre me enseñó antes de morir.

El padre había enseñado a Argiento no sólo a contar, sino a ser escrupulosamente honesto. Salía de casa antes del amanecer para recorrer los mercados y llevaba siempre un pedazo de carboncillo de dibujo y un papel. Miguel Ángel se emocionaba ante la forma en que el niño volvía con las anotaciones detalladas de cuanto compraba. Y resultó que era un despiadado regateador de precios, así como un afanoso buscador de gangas.

Establecieron una sencilla rutina. Después de su almuerzo de plato único, Argiento limpiaba las habitaciones mientras Miguel Ángel se iba a dar un paseo de una hora por los muelles del Tíber. Cuando regresaba, Argiento estaba ya durmiendo la siesta en el catre de la cocina. Miguel Ángel tenía entonces otras dos horas de tranquilidad en su banco de trabajo, antes de que el muchacho despertase. Al levantarse, Argiento se lavaba ruidosamente en una palangana y se acercaba a su patrón para recibir la instrucción diaria. Aquellas pocas horas de la tarde parecían ser toda la enseñanza que deseaba el niño. Al anochecer estaba otra vez en la cocina. Y cuando ya oscurecía, se acostaba de nuevo en el catre, tapada la cabeza con una gruesa manta. Miguel Ángel encendía entonces una lámpara de aceite y volvía a su trabajo.

El arreglo parecía prometer resultados satisfactorios, a pesar de que Argiento no revelaba poseer ni la más pequeña capacidad para el dibujo. Más tarde, cuando comenzase a trabajar el mármol, enseñaría al chico a manejar martillo y cincel.

Por las lecturas de la Biblia, Miguel Ángel tenía ya anotados, como presentes en el Descenso de la Cruz, a María, su hermana, María Magdalena, Juan, José de Arimatea y Nicodemo. Por mucho que leyó y releyó, no le fue posible hallar en la Biblia algo que se refiriese al momento en que María pudo haber estado sola con Jesús. Siempre había con ellos otras personas que lloraban la muerte.

En el concepto que él se había formado no podía haber presente nadie más que María y su hijo.

Su primer deseo fue crear una madre e hijo solos en el universo. ¿Cuándo podía María haber tenido ese momento para recostar a su hijo en su regazo? Tal vez después de que los soldados lo hubieran tendido en tierra, mientras José de Arimatea estaba ante Poncio Pilatos pidiéndole el cuerpo de Cristo, Nicodemo recogía su mezcla de mirto y áloe y los otros se habían retirado a sus casas para llorar a Jesús crucificado. Quienes vieran su Piedad ya terminada, reemplazarían a los testigos bíblicos. No habría halos ni ángeles. María y Jesús serían dos seres humanos a quienes Dios había elegido.

Se sentía identificado con María por haber pasado tanto tiempo concentrado al comienzo de su viaje. Ahora, ella estaba intensamente viva, angustiada; su hijo estaba muerto. Aunque más adelante sería resucitado, en aquel momento estaba muerto, sin lugar a dudas, y en la expresión de su rostro se reflejaba claramente todo cuanto había sufrido en la cruz. Por lo tanto, en su escultura no sería posible que Miguel Ángel proyectase nada de lo que Jesús sentía hacia su madre, sino sólo lo que María sentía hacia su hijo. El cuerpo inerte de Jesús sería pasivo y sus ojos estarían cerrados. María tendría que ser el único medio de comunicación humana. Y esto le pareció bien.

Fue un alivio que su mente pasase a los problemas técnicos. Puesto que su Cristo iba a ser esculpido a tamaño natural, ¿cómo iba María a recostarlo y tenerlo en su regazo sin que pareciese desmañado? Su María iba a ser una mujer esbelta de miembros y delicada de proporciones, a pesar de lo cual tenía que sostener a este hombre, ya completamente desarrollado, con seguridad y de manera convincente, como si fuera un niño.

Empezó por dibujar unos cuantos bosquejos para dar soltura a sus pensamientos y a fin de que las imágenes apareciesen en el papel. Visualmente se aproximaban a lo que él sentía dentro de sí. Al mismo tiempo, comenzó a recorrer las calles, observando atentamente a cuantas personas se cruzaban con él, almacenando en su mente nuevas impresiones de cómo eran y cómo se movían. En particular miraba a las dulces monjitas, recordando sus expresiones, hasta que llegaba a su casa y las reproducía en el papel.

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