La agonía y el éxtasis (96 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

—Todos los florentinos han quedado libres de Alessandro… menos yo —se lamentó a Urbino—. Ahora ya ve para lo que sirve un escultor: para proveer tumbas a los tiranos.

La repugnancia y el dolor pasan, como pasa la alegría. Cada rudo golpe recibido mantenía a Miguel Ángel alejado de la Capilla Sixtina por espacio de una o dos semanas.

Cada buena noticia, como por ejemplo el casamiento de su sobrina Cecca con el hijo del famoso historiador florentino Guicciardini, o la elevación al cardenalato del confesor de Vittoria Colonna, el padre Reginaldo Pole, lo que daba un gran impulso a la facción reformista, lo devolvía al taller con renovadas energías, para pintar el compacto grupo de los santos. Empleaba sus fuerzas restantes en aplacar al indignado duque de Urbino, haciéndole un modelo para un caballo de bronce, así como un salero ricamente decorado. Lo consolaba el hecho de que Cosimo de Medici, descendiente de la rama Popolano de la familia, un joven de diecisiete años, humilde, decente, estaba en el palacio Medici y que muchos de los desterrados regresaban ya a sus hogares: los hijos de sus amigos, que acudían a su taller para despedirse afectuosamente de él.

Recibió un rudísimo golpe cuando los hados malignos, que habían comenzado a envolver a Florencia desde el fallecimiento de Lorenzo
Il Magnifico
, se presentaron inexorablemente para infligir a la ciudad-estado la culminante tragedia: Cosimo, aunque de conducta moralmente intachable, se estaba convirtiendo en un tirano, y procedía a reducir a la impotencia a los Consejos que acababan de ser elegidos. Los jóvenes de Florencia organizaron un ejército, adquirieron armas, apelaron a Francisco I de Francia para que les proporcionase tropas con las que derrotar a los partidarios de Cosimo. Carlos V no quería que se estableciese una república en Florencia y puso su ejército a disposición de Cosimo, que consiguió aplastar el levantamiento. Los cabecillas del mismo fueron ejecutados.

—¿Cuál fue su pecado? —exclamó Miguel Ángel—. ¿De qué fueron juzgados para ser asesinados a sangre fría? ¿En qué clase de jungla vivimos, que puede cometerse un crimen tan brutal como insensato con toda impunidad?

¡Cuánta razón había tenido él en pintar sobre aquella pared un fiero e indignado Jesús en el Día del Juicio Final!

Dibujó de nuevo el rincón inferior de la derecha de su composición, frente a los muertos que se levantaban de sus tumbas, a la izquierda; y por primera vez pintó un grupo de seres ya condenados, a los que Caronte transportaba en su barca a la boca del Infierno. Ahora el hombre parecía sólo otra forma de vida animal, que se arrastraba sobre la superficie de la tierra. ¿Era poseedor de un alma inmortal? ¡De bien poco le había valido! No era sino otro apéndice que tendría que llevarse al Infierno consigo.

También Vittoria Colonna atravesaba días difíciles. Giovanni Pietro Caraifa, que desde hacia tiempo sospechaba de las actividades de la marquesa en su carácter de investigadora de las nuevas doctrinas y enemiga de la fe, había sido elegido cardenal. Verdadero fanático religioso, el cardenal Caraifa inició sus esfuerzos tendentes a introducir la Inquisición en Italia para exterminar a los herejes y…, como en el caso de Vittoria Colonna, a aquellos que trabajaban fuera de la Iglesia para obligar a ésta a reformarse en su seno. Manifestó claramente que la consideraba peligrosa, lo mismo que al grupo que la rodeaba. Aunque muy pocas veces había presentes más de ocho o nueve personas en las reuniones, entre ellas había un delator. Y los lunes por la mañana el cardenal Caraifa tenía un informe completo de cuanto se había discutido en las reuniones de los domingos por la tarde.

—¿Qué significará esto para usted? —preguntó Miguel Ángel a Vittoria, con profunda ansiedad.

—Nada, mientras algunos de los cardenales estén a favor de la reforma —respondió ella.

—Pero ¿y si Caraifa consigue dominar la situación?

—Entonces, el exilio.

—¿No le parece que debería poner mayor cuidado? —preguntó él, palideciendo.

Su voz había tenido un tono agrio. ¿Había formulado la pregunta por temor a lo que le pudiera pasar a ella, o temiendo por sí mismo? Vittoria sabia cuán importante era su presencia en Roma para él.

—No ganaría nada —respondió ella—. Y podría hacerle la misma advertencia a usted. —También su voz tenía un asomo de acritud—. Caraifa —agregó— no oculta que no le agrada lo que está pintando en la Capilla Sixtina.

—¿Y cómo puede saberlo? ¡Siempre la tengo cerrada con llave!

—De la misma manera que sabe cuanto hablamos aquí.

Aunque no había permitido la entrada en su taller más que a Urbino, Tommaso y los cardenales Niccolo y Giovanni Salviati desde que dio comienzo a la tarea de ampliar su boceto, y a nadie más que a Urbino en la Capilla Sixtina, lo cierto era que el cardenal Caraifa no era el único que sabía lo que él pintaba en la pared. Comenzaron a llegarle cartas de toda Italia, elogiando su obra. La más extraña de todas estaba firmada por Pietro Aretino, a quien Miguel Ángel conocía por su reputación como inspirado escritor y redomado pillo, que vivía del chantaje y obtenía los más asombrosos favores de orden material y moral, hasta de príncipes y cardenales, mostrándoles cuánto daño podía causarles si inundaba Europa de cartas contra ellos. Por el momento, era un hombre importante en Venecia, intimo amigo de Tiziano y allegado a reyes.

El propósito de la carta de Aretino era informar a Miguel Ángel, con toda exactitud, de cómo debía pintar su Juicio Final.

Después de indicarle lo que él consideraba que debía pintar, Aretino terminaba la carta diciendo que, aunque había jurado no volver jamás a Roma, su resolución flaqueaba ante el deseo de rendir personalmente homenaje al genio de Miguel Ángel.

Éste contestó con ironía, creyendo que así podría librarse del intruso: «
No modifique su resolución de no venir a Roma por el sólo hecho de ver mis trabajos. ¡Eso sería pedirle demasiado! Cuando recibí su carta, me regocijé, pero al mismo tiempo me entristecí porque, como ya he pintado una gran parte del fresco, no me es posible utilizar su brillante concepción del Juicio Final
».

Aretino desató una andanada de cartas. Una de ellas decía: «
¿No merece mi devoción hacia usted, el príncipe de la escultura y la pintura, que me obsequie uno de esos dibujos que arroja al fuego?
». Y hasta llegó a enviar misivas a los amigos de Miguel Ángel, decidido a conseguir su ayuda para obtener algunos de los dibujos que luego podría vender. Miguel Ángel contestó con evasivas hasta que por fin se cansó y no volvió a responderle.

Fue un error. Aretino guardó su veneno hasta que el Juicio Final estuvo terminado, y entonces atacó con dos pronunciamientos, uno de los cuales casi destruyó sus últimos cinco años de pintura, y el segundo, su carácter.

VII

El tiempo y el espacio se tornaron idénticos para Miguel Ángel. No podía decir con seguridad cuántos días, semanas o meses habían pasado mientras 1537 daba paso a 1538, pero ante sí, en la pared del altar de la Capilla Sixtina, era capaz de decir con toda precisión cuántas figuras tenía pintadas a uno y otro lado de María y su Hijo. Cristo, con un brazo levantado sobre la cabeza en indignada acusación, no estaba allí para escuchar ruegos especiales. De nada valía a los pecadores que implorasen piedad. Los malos estaban condenados ya y el terror poblaba la atmósfera.

Todas las mañanas, Urbino extendía la necesaria capa de
intonaco
, y al ponerse el sol Miguel Ángel había llenado aquel espacio con un cuerpo que se precipitaba de cabeza hacia el Infierno o los retratos de los ahora maduros Adán y Eva. Urbino se había convertido en un experto en la tarea de unir el
intonaco
de cada día con el del siguiente, de manera que no se advirtiesen las líneas de unión. Todos los mediodías, él y Caterina, la criada, llevaban la comida caliente, que él recalentaba en un brasero antes de servírsela a Miguel Ángel en el andamio.


Mangiate bene
—le decía—. Necesitará su fuerza. Es una torta como las que hacía su madrastra: polio frito en aceite y picado después para mezclarlo con cebolla, huevos, azafrán y perejil.

—Urbino, ya sabe que estoy demasiado preocupado como para comer a mitad del trabajo —protestaba él.

—Sí… Y demasiado cansado para comer al finalizar el trabajo.

Miguel Ángel sonreía y, para no disgustar a Urbino, comía algo y se sorprendía al sentir el grato sabor.

Cuando Miguel Ángel comenzó a adelgazar, después de meses de intenso trabajo, fue Urbino quien lo obligó a quedarse en casa, descansar y distraerse preparando los bloques de mármol para el Profeta, la Sibila y la Virgen destinados a los Royere. Cuando falleció el duque de Urbino, Miguel Ángel sintió un enorme alivio, aunque sabía que tendría que confesar el pecado de regocijarse por la muerte de otro hombre. No pasó mucho tiempo sin que el nuevo duque se presentase en el taller de Macello dei Corvi. Miguel Ángel le lanzó una mirada, y en el hombre detenido en el hueco de la puerta vio la cara del anterior duque. «
¡Dios mío!
», pensó, «
¡tengo que heredar también los hijos de mis enemigos!
»

Pero estaba equivocado respecto al nuevo duque.

—He venido a verlo —dijo el joven— para poner fin a la lucha. Nunca he estado de acuerdo con mi padre en que el hecho de que jamás haya cumplido su contrato con nosotros para la tumba de Julio II sea culpa suya.

—¿Quiere decir que desde ahora puedo llamar amigo mío al duque de Urbino?

—Amigo y admirador. A menudo le dije a mi padre que, si se le hubiera permitido continuar su trabajo, ya habría completado la tumba de Julio II, como completó la Capilla Sixtina y la sacristía para los Medici. Desde hoy, no volverá a ser hostigado.

Fue tal la emoción que experimentó, que tuvo que dejarse caer sobre una silla.

—Hijo mío —dijo—, ¿sabe de qué infierno acaba de liberarme?

—Pero al mismo tiempo —agregó el joven duque—, comprenderá fácilmente nuestro serio deseo de ver terminado el sagrado monumento a mi tío el papa Julio II. Por la reverencia que sentimos hacia el papa Pablo III, no lo interrumpiremos mientras esté trabajando en su fresco, pero una vez terminado el mismo, le pedimos que se dedique al monumento, redoblando su diligencia para remediar en lo posible la pérdida de tiempo.

—¡Con todo mi corazón lo haré así! ¡Tendrá su monumento!

Durante las largas noches de invierno hizo dibujos para Vittoria: una Sagrada Familia, una Piedad exquisitamente concebida, mientras ella correspondía obsequiándole un ejemplar de la primera edición de sus poemas titulada Rimas. Para Miguel Ángel, que ansiaba volcar toda su pasión, aquélla era una relación incompleta, a pesar de lo cual, el amor que sentía hacia ella y su convicción de que Vittoria correspondía a su afecto, mantenían su poder creador en un elevado nivel.

Sus hermanos, su nuevo sobrino Leonardo y su sobrina Cecca le mantenían al corriente de los asuntos familiares. Leonardo, que se acercaba a los veinte años, conseguía los primeros beneficios en la tienda de lanas de la familia. Cecca lo obsequiaba con un nuevo sobrino cada año. De vez en cuando, tenía que escribir cartas irritadas a Florencia, como, por ejemplo, cuando no se le acusaba recibo del dinero que enviaba, o cuando Giovansimone y Sigismondo disputaban por el trigo de una granja.

Cuando Leonardo le enviaba excelentes peras o vino Trebbiano, Miguel Ángel llevaba una parte al Vaticano, como obsequio para Pablo III. Se habían hecho íntimos amigos. Si pasaba un periodo largo sin que Miguel Ángel lo visitase, el Papa lo llamaba al salón del trono y le increpaba, herido:

—¿Por qué no venís a yerme con más frecuencia?

—Santo Padre, vos no necesitáis mi presencia aquí. Creo que os sirvo mejor, quedándome a trabajar, que otros que vienen a importunaros a todas horas del día.

—El pintor Passenti viene todos los días.

—Passenti tiene un talento ordinario, que puede hallarse sin necesidad de linterna en todos los mercados del mundo.

Pablo estaba resultando un excelente Papa. Designaba honorables y capaces cardenales y estaba dedicado a la reforma dentro de la Iglesia. Aunque comprendió la necesidad de oponer la autoridad de la Iglesia contra el poder militar de Carlos V, no provocó guerras ni invasiones. Era un decidido protector de las artes y el saber. No obstante, su herencia del régimen de los Borgia persistía y lo convertía en blanco de ataques. Tan sentimentalmente apasionado por sus hijos y nietos como el papa Borgia lo había estado por César y Lucrezia, no había acto de intriga que considerase despreciable si contribuía a la fortuna de su hijo Pier Luigi, para quien estaba decidido a crear un ducado. Designó cardenal a su nieto de catorce años, Alessandro Farnese, y casó a otro nieto con la hija de Carlos V, viuda de Alessandro de Medici, para lo cual lo convirtió en duque, arrebatando el ducado de Camerino a su legítimo dueño, el duque de Urbino. Por esos y otros actos, sus enemigos lo calificaban de ruin y despiadado.

Al finalizar 1540, cuando Miguel Ángel había completado las dos terceras partes superiores de su fresco de la Capilla Sixtina, contrató al carpintero Ludovico para que bajara el andamio. El Papa se enteró de la noticia y se presentó ante la cerrada puerta de la capilla sin previo aviso. Urbino, que contestó a los golpes dados en la puerta, no pudo negarse a admitir al Pontífice.

Miguel Ángel bajó del nuevo andamio, saludó al Papa y a su maestro de ceremonias, Biagio da Cesena, con toda cordialidad. El Papa estaba frente al Juicio Final. De pronto, avanzó rígidamente hacia la pared sin apartar la mirada. Cuando llegó al altar, cayó de rodillas y oró.

No hizo lo mismo Biagio da Cesena, que estaba mirando el fresco con gesto adusto. Pablo III se puso en pie, se persignó, bendijo a Miguel Ángel y luego a la pintura de la pared. Por sus mejillas se deslizaban lágrimas de orgullo y humildad.

—Hijo mío —dijo—. Habéis creado una cosa gloriosa para mi pontificado.

—¿Gloriosa? ¡Vergonzosa, diría yo! —clamó Biagio da Cesena.

El Papa se quedó asombrado.

—¡Y enteramente inmoral! —añadió el maestro de ceremonias—. ¡No me es posible distinguir quiénes son los santos y quiénes los pecadores! ¡Sólo veo centenares de figuras completamente desnudas! ¡Vergonzoso!

—¿Considera vergonzoso el cuerpo humano? —preguntó Miguel Ángel.

—En un baño, no. En la capilla del Papa, ¡escandaloso!

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