La balada de los miserables (15 page)

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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

—A ver. Pues la Parrala.

—Como os había dicho, Mayka, el mutismo es absoluto. Parece que nuestra testigo ocular prefiere ocultar su nombre.

—Que nooo. La Parralaaaa.

—Bueno, lo estáis viendo. Pero…, pero aquí la tenemos. Vamos a ver, vamos a ver. —La reportera tuerce su bello perfil hacia la gitana—. Estaba usted anoche aquí cuando quemaron la Sanitale y agredieron…

—A la sor. A la sor, fue… A pedraás. Los muchachos. —La Parrala se pone testigo y mira fijo a cámara.

—¿Quién dice que fue?

—Los muchachos.

—¿Algún nombre? ¿Alguna identificación? ¿Los conoce usted?

—Anda no los voy a conocé.

—Bueno, bueno. Mayka. Mantenemos la conexión, mantenemos la conexión. Ya estás viendo que tenemos un testigo dispuesto a hablar. —Se vuelve de nuevo hacia la gitana—. Bien, señora. Eh… ¿Podría usted, y por favor esté segura de que nuestra cadena garantiza su seguridad…, podría usted decirnos los nombres y apellidos de las personas que
infringieron
este atentado?

—Lo del tronío, no. Aunque me lo barrunto. Lo del tronío de la ambulancia…, me parece a mí…, que ésos han sío los de siempre. Los de siempre. Un tronío.

—¿Quiere decir usted que un trueno…?

—¡Noooo! ¡Un tronío, coño!

—Pero, a ver, relátenos usted lo que vio exactamente.

—Un tronío mú…, mú grande, mú grande fue el tronío.

—¡No! ¡Mayka! Aguarda un minuto… Como me digas. Sí. Bueno. De momento despedimos la conexión. Desde el campamento chabolero del Poblado, Almudena Riofrío para Telemadrid. —La reportera sonríe a cámara, borra su sonrisa y masculla—. Me cago en Dios.

O’Hara dio la espalda a la estrella de la televisión antes de que la despidieran de su minuto de gloria chabolera ante millones de espectadores. Marcó el número de Ramos.

—¿Pepe? Dile al gran jefe que necesito en Valdeternero a los de la Brigada Central de Desaparecidos y una ambulancia o un coche fúnebre con sarcófago. —Escuchó a Ramos—. Nada especial. Lo del sarcófago es porque tengo un cadáver momificado y lo que se nos viene encima a nosotros son un par de asuntos aún más jodidos. No, no es material para los picos. No les cabría en el tricornio. Sí, nos metemos […]. Somos dos contra uno. El loro está conmigo. Que te follen, feo.

Ximena había escuchado la conversación y sonrió. Ya tenía a O’Hara en marcha. Cómo son las mujeres. Perfectas. No me gustaría ser placa de mujer policía. Hay ciertas sonrisas que no soporto. La sonrisa distrae de los verdaderos objetivos. Si en ese momento yo hubiera podido palpitar dentro del bolsillo de la chaqueta de O’Hara, si hubiera podido encenderme hasta quemarle el pecho, arrojar un grito, hacer cualquier señal, ahora quizá no me estaría oxidando en la paz estúpida de estas humedades. Si hubiera podido, como cualquier metal, invocar a los rayos de la tormenta y atraerlos hacia su pecho, O’Hara no se hubiera quedado observando idiotamente la sonrisa perfecta de Ximena, nacarada de deseo, su frente colegiala.

Si yo hubiera podido atraer hacia el pecho de O’Hara ese rayo, quizá se hubiera dado cuenta de que en el Poblao, a espaldas de su rostro alelado por una sonrisa, estaba sucediendo algo que en aquel suburbio infecto no había sucedido antes nunca y que jamás volvería a suceder: una moto del servicio de Correos atravesaba los lodazales brincando malamente sobre baches, charcos, piedras, cadáveres de gatos y troncos muertos.

O’Hara habría reparado en el motorista, que tuvo que detenerse ante una de las primeras chabolas para preguntar cuál era la de Santiago Heredia, alias el Bellezas, y tal vez pudiera haber pospuesto la apertura de algunos sepulcros. Si el rayo de esa tormenta, al que ya no puedo invocar, hubiera despertado a O’Hara, habría visto cómo el cartero, sin despojarse del casco, llamaba a la puerta del chamizo, y cómo la Fandanga, ida y ausente, había recogido sin chistar la primera y última carta certificada que llegó nunca al Poblao. Y a lo mejor, como es un genio, podría haber deducido que los gritos que empezaron a escucharse como un bramido de la tierra en el interior de la chabola del Bellezas tenían algo que ver con la desaparición y muerte de la niña Alma, y de todos esos niños que vagan buscando trozos de sí mismos ante puertas blindadas y verjas altas como lanzas que nunca se les abrirán.

—¿Qué son esos gritos?

—La madre de la desaparecida, que se ha vuelto loca.

Enseguida llegó el coche con los dos agentes de la Brigada Central de Desaparecidos. O’Hara los guió hasta el edificio de seis plantas sobre el que se había dormido la momia en bragas de nailon fotografiada por el Tirao. Después localizó el paraje donde el ladrón de cámaras había fotografiado las roderas de un vehículo entre los alerces. Acordonó el terreno y sólo encontró una marca que había pasado desapercibida al cámara: un
The End
escrito torpemente en el barro con la puntera de un zapato femenino.

XX

Cuando el subcomisario Olmedo nos dijo a Bermúdez y a mí que nos bajáramos a Valdeternero a ver qué gilipollez se le había ocurrido ahora al pirado de Pepe O’Hara, me dieron ganas de abrazarle. Hacía años que quería coincidir con O’Hara o con Ramos en una investigación o en un bar. Había escuchado demasiadas historias sobre ellos. Como eran pura leyenda entre los novatos, los mandos hacían lo imposible por denostarlos en público. Pero yo aún era joven e impresionable, y hacía bastante tiempo que nadie de mi grupo o ahora, en la brigada, me había impresionado.

Todo sucedió exactamente como me lo esperaba. Es decir, nada de lo que pude ver aquel día a través de los ojos del inspector detective O’Hara tenía explicación. ¿Cómo había dado con el cuerpo momificado de la yonqui?

—Subí al sexto piso a echarme un cigarro para ver el entorno y me encontré a la piba —me mintió sin el menor rubor.

¿Qué interés tenían unas huellas de ruedas como cualquiera otras en el bosque de alerces? Las parejas se esconden a follar en los bosques de alerces. Los puteros, respetables padres de familia, buscan los lugares más recónditos para beneficiarse a sus furcias.

—No hay condones en el suelo —se limitó a contestarme—. Ni colillas. Y un padre de familia no raya su coche por esconderse con una puta en un páramo. Además, no son ruedas de coche. Son de furgoneta. Una furgoneta blanca. Grande y pesada. Quizá con una carga de obra. Las huellas de las ruedas están muy hundidas.

Yo tomaba notas y correteaba detrás de él entre los arbustos y los cardos. Algunas setas enfermizas se pudrían entre los alerces. Más abajo, O’Hara se sentó sobre una piedra y colocó las manos bajo las mejillas sin dejar de mirar al suelo. Entre sus piernas pude leer escrito en la tierra:
The End
. Seguimos las huellas de unos bastos zapatos femeninos. Se perdían enseguida. Lo interesante lo encontramos al rebobinar la subida de la mujer desde el Poblao.

—O’Hara —dije—, las huellas de subida son mucho más profundas.

—Ya me he dado cuenta.

—Como si la mujer llevara un peso encima que después soltó.

O’Hara se agachó. Algunas de las huellas femeninas dirigidas hacia lo alto de la loma se hundían casi diez centímetros en el barro.

—Una mujer que calza un treinta y cinco no sube este cerro corriendo con un peso encima.

—¿Entonces?

—Se la estaba tragando la tierra antes de muerta —respondió O’Hara con tranquilidad—. Por eso corría. A los gitanos les pasa a veces.

—No entiendo.

—Yo sí. Por eso has oído decir que estoy loco. Porque yo entiendo estas cosas. Esta mujer corría para que no se la tragara la tierra antes de tiempo.

Miró hacia el cielo nimbado y me sonrió. Volvimos al Poblao. Hicimos los honores a los picos. No se acercaban curiosos. Nadie quería ser preguntado. Sólo una gitana joven y muy bonita que se quedó mirando a O’Hara. Él le sonrió. Ella devolvió el gesto. La chica no tenía dientes. Con O’Hara, ya me habían dicho, nada podía ser nunca enteramente normal.

XXI

Queridos papa y mama yo estoy bien en casa de hestos señores, como estais tú y papa, aquí todo es muy bonito y la casa muy grandísima, y me dan muchos jugetes y como cosas muy ricas que vienen dentro de plasticos como las gosolinas haunque no son gosolinas

Un veso para ti y para papa y para el abuelo y para la señorita Sole

Alma Heredia

Yo soy el mar. Yo soy la madre. Madremar. Fuerza de la naturaleza que no decide si revienta a sus hijos contra las rocas o los acuesta sobre la playa. Yo soy la sangre que te empuja en oleadas. Yo soy tu madre, niña Alma, mi niña muerta. ¿Me escuchas? Soy este olor a sal y algas que erosiona la vida y la muerte enterrando mensajes en dunas poco profundas. Soy la palabra de madre que no tiene vocabulario para gritarte esto. De madre que, como tú, nunca vio el mar. Soy ese olor extraño que esta mañana percibieron, sin entender su belleza, el Remí, la Ruli y la Parrocha.

—¿T’has dao cuenta qué olor a pescao muerto viene hoy al Poblao?

Porque ellos y ellas tampoco han visto ni olido nunca el mar.

Tampoco percibió el tifón de salitre que inundaba el Poblao desde mi cuerpo y desde tu casa, mi niña, José Ruiz Martínez, el único cartero que en la historia llevó carta certificada alguna hasta las chabolas, porque la mala combustión de su Vespa lo embreaba de pestazo a gasolina. Abrí la puerta del chabolo antes de salir del sueño en vela que desduermo desde que te fuiste, y lo vi allí con su casco amarillo de Correos como el portador de un mal chiste.

—¿Don Antonio Heredia? Carta certificada.

—Es mi marido. Ahora no está. —Me costó decir marido; me gustó decir no está.

—¿Es usted su señora? Sólo tiene que enseñarme el carné y firmar aquí para acreditar la recepción.

Obedecí no sé por qué. Quizá porque nunca había hablado con un hombre con el casco puesto. Escribí mi nombre en el cuaderno del cartero: Almudena Martagón. Aprendí a escribir mi nombre cuando tú aprendiste a escribir el tuyo, mi niña. Y le sonreí al hombre del casco con orgullo. Mi primera sonrisa desde que te fuiste, amor.

—Esta niña va a aprender a leer y a escribir. Esta niña no va a ser como nosotras.

—Por mucho que la leas y la escribas, va a ser como nosotras. Y como tú, Fandanga. Porque, a ser como nosotras, no se aprende ni se desaprende. Sólo se nace.

Queridos papa y mama yo estoy bien en casa de hestos señores, como estais tú y papa, aquí todo es muy bonito y la casa muy grandísima, y me dan muchos jugetes y como cosas muy ricas que vienen dentro de plasticos como las gosolinas haunque no son gosolinas

Un veso para ti y para papa y para el abuelo y para la señorita Sole

Alma Heredia

Y aprendiste a escribir y a no ser como ellas…

Y yo también aprendí a leer y a escribir contigo, y por eso he empezado a gritar al leer tu carta. Porque tu carta no es tu carta. Porque no se desaprende a escribir cuando te has muerto. Grito y nadie acude porque ya todos saben que estoy loca. Y el Bellezas no entra a callarme con dos hostias porque se largó de madrugada después de quemar la Sanitale: no quiere que los civiles vean su coche nuevo, su dinero nuevo, su casa nueva. Grito hasta que ya no grito más, porque el mar no grita, madre mar, que sólo ruge, y porque tengo que salir de aquí antes de que los civiles vengan a preguntarme dónde está el Bellezas, y te juro, niña, por mis castas, que a partir de este momento no voy a gritar más. Nunca más. Voy a rugir como un mar azuzado de nordés.

El Poblao me mira cuando lo cruzo. Lavada y peinada, camino a buscarte. No se hacen a la idea de por qué me he lavado y me he vestido después de una semana exacta de mearme y cagarme encima. Llevo el pelo negro brillante como las endrinas. Y me asoma hasta los dientes la sonrisa que te di, mi única herencia. No se atreven a preguntarme dónde voy tan apañada. Me miran. ¿Nunca habíais visto el mar? Y, sin torcer la mirada, barruntan sus adentros:

—¿Adónde va la Fandanga?

A romper contra las rocas, hatajo de hijos de puta. A eso voy.

Ya no sé ni mirar los autobuses, tantos años encerrada. Pero subo al primero que pasa y atravieso los madriles porque sé a quién voy buscando y soy las olas: llegaré. En el bus ya no soy una gitana, como antes de encerrarme en el Poblao. ¿Cuántos años pasaron? Siete o nueve. O diez. Ya ni me acuerdo desde cuándo estoy casada. Ni con quién estoy casada. Ni de qué año es. Pero ahora ya no soy la más morena. Nadie ya me mira raro. ¿Será que Madrid entero ya vio el mar alguna vez? Las ancianas se sientan a mi lado sin que vea yo desconfianza ni ellas furia. Me cambio de autobuses y voy leyendo los nombres de las calles cuando puedo. Si son nombres muy largos, no lo consigo, aunque pongo el dedo en el cristal como cuando leemos en tus libros, mi hija. Qué bonitos los nombres de aquí fuera cuando vives en un sitio que no bautiza las calles: Pensamiento, Algodonales, Azucena, Miosotis, Estrecho, Tiziano, Panizo, Tablada. Si las calles del Poblao se llamaran con estos nombres, o con otros, a lo mejor no te tendrías que haber muerto.

No he olvidado que en una ocasión ya recorrimos estas calles, mi niña. No quieras hacerte la lista conmigo porque leas ya mejor que yo. Pero yo aquel día aún no era el mar. Tú no tenías ni un añito y yo era sólo la Fandanga. Te traje en taxi arrugando mi cara contra tus arropes para que el conductor no viera mi rostro deformado por las hostias del Bellezas. Fue el día en que supiste que él no era tu padre. Pero ese día yo tenía los ojos encharcados de dolor, y no pude recitar para ti los nombres de las calles, Alma mía. Además de que aún no sabíamos leer ninguna de las dos, todo hay que decirlo.

Reconozco esto. El barrio. Las tiendas. Aquí nos bajamos. Cógete a mí con tu manita, que son muy altos los escalones del autobús, tan altos que hasta pueden tropezar los niños muertos y arañarse las manitas en la acera. Cuántas cosas construidas pueden hacer daño a los pobres niños. A los niños pobres. Cógeme de la manita, mi amor. Mira cómo no nos miran. Esta gente de Madrid no se entera si ve el mar.

Aquí está. El portal no lo han cambiado. Qué raro debe de ser vivir tan en lo alto, hija, tan por encima del ras de las sepulturas. Era el cuarto piso, ¿te acuerdas? ¿Cuántos metros crees que hay por encima de tu tumba? Suéltame un momentito, anda, que voy a llamar. A ver si la encontramos en casa. Si no, nos quedamos en esta calle tan bonita y con su nombre propio, viendo pasar a la gente y los coches y los autobuses. Hasta que ella llegue con su hija y su tristeza.

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