La balada de los miserables (13 page)

Read La balada de los miserables Online

Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los cimientos no habían sido contratados con la mala calidad con que se había redactado el reclamo publicitario. Las vigas maestras habían aguantado las caries del tiempo y el abandono. Los solados de cada planta tenían boquetes, pero el Tirao supuso que, si andaba con tiento, no se despeñaría. Necesitaba un escondite. No se podía permitir el lujo de que la bofia, que de un momento a otro iba a aparecer por allí, lo trincara con un objeto robado. Y tampoco podía desprenderse de la cámara de fotos antes de devolverla a su dueña. Así que decidió subir a la azotea de las ruinas para ocultarse allí durante la noche. Conseguía, además, una perspectiva privilegiada para entender lo que había ocurrido en el Poblao. Observó el cielo antes de internarse entre los escombros. Acomodó los ojos antes de entrar en lo que hubiera sido garaje del edificio. Allí sólo permanecían aparcados los sueños de las familias pequeñoburguesas que nunca recuperaron el dinero de la entrada del piso ni del coche.

Gateó las estructuras empinadas de las ya nunca futuras escaleras del edificio, apoyando antes las manos para discernir los huecos donde el tiempo había fanado los peldaños. En la primera planta encontró grafitis, jeringuillas y bolsas de plástico. En la segunda ya sólo había alguna jeringuilla valiente y restos de una hoguera. De la tercera a la sexta, nadie se había atrevido a subir en aquellos veinte años, a juzgar por la ausencia de cualquier vestigio de presencia humana. Incluso encontró algunos materiales de construcción que los chamarileros podrían haber vendido por unos duros. Pero no era cuestión de jugarse la vida entre aquellas ruinas. Tardó un buen rato y llegó al ático jadeante pero contento. Allí nadie iba a ir a buscarlo.

Nunca había visto el Poblao, la Urbanización, Valdeternero ni Madrid desde aquella perspectiva. No necesitó aguzar demasiado la vista para comprobar que los gitanos la habían tomado con la Sanitale. Ya se lo había imaginado antes de subir. Miró la hoguera durante más de diez minutos, disfrutando del paisaje, del aire frío y de la soledad. Le extrañaba que, incluso a esas alturas, vaharadas pestilentes le anidaran la napia. Caminó por la techumbre desnuda midiendo su peso a cada paso, no se fuera a desfondar el cemento viejo.

Lo que descubrió ni siquiera se podía calificar de bulto. Apenas levantaría veinticinco o treinta centímetros del piso. A unos metros, parecía más largo de lo que realmente era, pero la falsa impresión era efecto de la delgadez de la carne momificada. Se acercó más. El jersey de cachemir falso estaba podrido y dejaba ver algunos huesos del tórax. La falda había volado. Unas bragas de nailon cubrían una pelvis donde ya sólo había hueso y mojama. La jeringuilla debía de haber rodado hasta el borde, porque no había rastro. La mujer debía de llevar tres o cuatro años muerta allí arriba. Su pelo rubio teñido cubría sólo a medias la cara momificada. La luna se dejó arropar por un manto nuboso para que el Tirao no tuviera que ver los ojos vacíos de la yonqui.

—Lo siento, compañera —le dijo.

Desenfundó de nuevo la cámara y fotografió el cadáver olvidado desde un ángulo que permitía colegir la situación del edificio respecto a Valdeternero. Después regresó al otro extremo del solar para evitar el tacto denso del hedor a muerte antigua. Pero ya estaba instalado en su nariz. Ya no lo olvidaría nunca. La luna volvió a alumbrar todo lo alumbrable.

También los ojos de Soledad. Los ojos de Soledad seguían abiertos mirando el techo del dormitorio una hora después de que los reproches y los gemidos (todos femeninos, todos de Ximena) cesaran en la habitación contigua. Hasta el loro se había dormido hacía rato, acurrucado en sí mismo sobre un perchero de pie donde no había perchas ni ropa, por lo que todo hacía pensar que Ximena lo había colocado allí para la noche en que se viera obligada a invitar a dormir a un loro.

La explosión se escuchó tan cerca que despertó al animal, y Soledad pudo ver cómo, por unos segundos, el pico, los ojos y el perfil verde del bicho enrojecían.

Soledad, avergonzada aún de haber acechado la intimidad de los amantes, esperó a escuchar los muelles de la cama en la otra habitación antes de levantarse y asomarse a la ventana. Entre las luces salpicadas del Poblao vio la hoguera. No reaccionó enseguida. Una rigidez muy íntima la paralizaba. Como si un dios que hubiera sospechado su pecado la hubiera convertido en sal. Por la posición de las llamas, una lengua de fuego negro diminuta desde allí, supo que habían volado su chabola, su refugio, su hogar, su hospital, su convento, su lazareto con ruedas. Supo que, definitivamente, se había hecho vieja. Que se había quedado sin nada.

—Joder, es lo de Sole —oyó decir a Ximena a través del murete de papel de fumar que separaba las dos habitaciones

Soledad se arrancó el camisón y se vistió medio a tientas, sin pararse siquiera a encender la luz. La luna alumbraba lo que podía, pero no consiguió evitar que se colocara el chal al revés, algo que esta vez no le iba a prometer ningún regalo. Ni siquiera esperó a que O’Hara y Ximena saliesen. Echó a correr primero escaleras abajo, dejando abierta la puerta del piso. Siguió por la calle García Arano sorteando charcos, socavones, basuras, ruedas quemadas y gatos petrificados, y bajó el terraplén hasta el túnel de la M—40 cayéndose media docena de veces pero sin notar el escozor de las heridas en las rodillas y en las palmas de las manos, sin ver otra cosa que las llamas cada vez más cerca pero también más difusas a causa de las lágrimas y el sudor.

Cuando llegó a la furgoneta incendiada, ya había perdido los dos zapatos y sangraba por las rodillas, los codos, las manos, la barbilla. Se detuvo a menos de diez metros del fuego, sucia de barro y de ira, resoplando espuma por la boca, llorando sin gemir.

Los habitantes del Poblao que no habían participado en el aquelarre se habían ido acercando en procesión muda después de oír la explosión. Soledad volvió la cabeza hacia ellos, medio centenar de desechos humanos que hacían corro a una veintena de metros de la camioneta ardiendo. Los niños, sus niños, en primera fila, fascinados por las llamaradas. Los mayores, silenciosos y estatuarios, ni siquiera se atrevían a intentar aplacar el fuego acercando cubos de agua, echando tierra, escupiendo, llorando, orinando. Soledad cogió aire. Enrojeció. Aspiró humo hasta que sus pulmones estuvieron a punto de reventar y clavó sus ojos, furibundos y desencajados, en la muchedumbre.

—¡Hiiiijos de la Gran Puta! —La voz de Soledad rebotó en eco contra un centenar de ojos de plata fría—. Cerdos, mulas, bestias. —Sólo la afasia y el crepitar de las llamas, a sus espaldas, respondía a los dicterios enloquecidos de Soledad—. Habría que dejar que os murierais todos. Habría que dejar que se murieran vuestros hijos. Habría que dejar que no nacierais. —Nadie se movía, como si la luciferina Soledad, envuelta en lumbre, estuviera representando una obra de teatro, no la puta realidad—. Me cago en Dios si fue él quien os hizo. Me cago en vuestras madres y en vuestra boca —siguió gritando, buscando maldiciones en lo más hondo de su humanidad.

Y no las encontró. Caminó alrededor de sí como una peonza desorientada, con los brazos ahuecados como un simio, y miró a la luna.

—¡Me cago en la niña Alma y en todos vuestros niños muertos! ¡Cerdos, salvajes, miserables!

Soledad se agachó y cogió una piedra. Se levantó como una mambanegra antes de atacar y la arrojó a la masa. Un pequeño movimiento de los cuerpos, y otra vez silencio y hieratismo de espectadores. Soledad les lanzó otra piedra. Y otra. Soledad perdió el equilibrio y se desplomó. Un niño, el Meli, seropositivo por herencia al que la monja había tratado desde el día de su nacimiento, se empezó a reír con sus pocos dientes. Soledad se levantó y, desde el suelo, le lanzó una piedra pequeña que rodó mansa hasta sus pies, y se quedó mirándolo con furia. Entonces, el Meli la recogió, adelantó dos pasos, disparó la piedra con pericia y acertó a Soledad en la frente. La monja se tambaleó, aturdida, pero no se cayó. La segunda piedra se estrelló contra la chapa ya calcinada de la furgoneta. La tercera le acertó al hombro y la cuarta en la boca, y entonces la risa del Meli se le contagió al resto de los niños y a algunas mujeres y hombres y todos empezaron a lanzar piedras y a reír, y Soledad acabó arrodillada en el suelo, de espaldas, cubriéndose la cabeza con las manos y recibiendo la lluvia de meteoritos hasta derramarse en el barro como un saco de estiércol.

—¡Bollera!, ¡puta!, ¡vieja loca!, ¡martyia!, ¡vuélvete a tu convento!, ¡bostari!

La llegada del Dogde Dart rojo de O’Hara con la sirena policial echando azules dispersó a la multitud. En menos de cinco segundos, el Poblao parecía un desierto de sombras huidizas.

—¡Sole! ¿Qué te han hecho, Sole?

Ximena, llorosa, se arrodilló junto a la vieja vencida. La monja estaba inconsciente y su chal del revés tenía más flores rojas de las que se había bordado.

O’Hara llamó primero a una ambulancia y después a sus colegas. A la prensa no la llamó nadie, pero también apareció. La luna estaba sobre la sexta planta del edificio Guanarteme, en el extremo de la Urbanización Paraíso. Pero ya no alumbraba la silueta negra e imponente del Tirao, sobre el tejado del edificio en ruinas, recortándose en el cielo. Mejor que no lo vea nadie.

XIX

Yo no sé por qué nos han diseñado como a un rey sol si nosotras, y nuestros portadores, somos, ante todo, transeúntes de las sombras. A veces, incluso, traficantes de sombras, como el propio inspector Pepe O’Hara. En la época del gallego cabrón, las placas policiales éramos aguiluchos que mirábamos, nada paradójicamente, hacia la derecha. No es que yo, personalmente, lo prefiriera, que de fachas está el mundo lleno. Pero, como símbolo, el pájaro veedor resulta mucho más oportuno, ponderado y cabal que el majestuoso astro. Las razones son obvias y algunos de ustedes no son imbéciles, así que voy a contenerme la facundia. Casi ningún policía es un águila; eso lo sabe todo el mundo. Pero es cristalino como el agua que ninguno de los que gastan fusco, placa y uniforme es ningún sol. Queda dicho aquí para que no se llamen a engaño las almas biempensantes.

Para poner un ejemplo práctico: lo que deseaba aquel sábado Pepe O’Hara a las cinco y media de la madrugada del 15 al 16 de noviembre, sentado en la sala de espera del hospital Ruiz Jiménez al lado de Ximena, no era hacer justicia ni proteger la propiedad privada o los valores constitucionales. No. Lo que deseaba Pepe O’Hara era coger su Dogde Dart rojo del aparcamiento, conducir con mucha calma hasta Valdeternero y después al Poblao, sacar allí la fusca y meterle un tiro en la boca al primer pringao que se le cruzase. A continuación, tras una pausa minutada por un winston y una anfeta, patearía la puerta de cada uno de los chabolos y rompería de un golpe de culata los labios de cada una de aquellas mujeres para que nunca más fueran besadas. Cuando sus maridos o novios salieran a pedir explicaciones, dispararía despacio a los perfiles de sus cráneos para que cada bala sirviera para matar a dos. Y, por último, obligaría a los niños a salir y a orinar sobre las llagas sangrantes de sus padres antes de quemar el Poblao con todos dentro. Después, se marcharía. La cólera y la furia de Pepe O’Hara arremolinaban su sangre y le hinchaban nudos en las venas de los antebrazos, que parecía que iban a explotar y escupir lenguas de hematíes venenosos contra los ojos de la gente.

Ximena, en cambio, sollozaba.

—Cállate, por favor.

—Te quiero, Pepe. ¿Por qué esta vida es una mierda?

—Porque vivimos poco. No tenemos tiempo de arreglarla. ¿Te quieres callar, por favor?

—Lo que tú digas.

Y Ximena dejó de sollozar. Paredes blancas sucias de hombros apoyados. Sillas de plástico. Mesas en las que ni los hambrientos comerían. Revistas viejas con toses de enfermos enturbiando los labios de las modelos publicitarias. Es una crueldad plantar relojes blancos con segunderos negros sobre las paredes blancas de las salas de espera de los hospitales: van muy lentos. A las siete y diecisiete de la mañana, cuando el segundero negro caminaba tan cansado que ya parecía ni moverse, un hombrón de bata blanca, gafas y papeles en mano se acercó hasta ellos.

—¿Son ustedes los familiares de… —leyó—… doña Soledad Ortiz Paredes?

—No, nosotros… —tartamudeó Ximena antes de que la voz impetuosa de O’Hara la interrumpiese.

—Soy su hijo. ¿Cómo está?

—Estable. La resonancia no ha revelado nada grave. Contusiones y rasguños, además, claro, de lo de la pierna. Ahora está sedada, pero si quieren verla…

Alumbró sus ojos de topo bajo las gafas.

—Yo me voy a matar a los malos, niña. Tú quédate si quieres —le dijo O’Hara a Ximena ignorando al médico.

—Yo voy contigo para recoger los cadáveres. ¿Pasamos antes por mi casa? Necesito cambiarme.

—Queda de camino.

Los ojos del médico perdieron, de repente, cuatro dioptrías. Cuando las recuperó, Ximena y O’Hara ya se habían metido en el ascensor.

—¿Por qué han quemado la furgoneta? ¿Por qué le han hecho esto a Soledad? ¿Tiene algo que ver con la niña? ¿Sabes algo por donde yo pueda empezar?

—No —respondió Ximena.

—Sólo intuición femenina —se lamentó O’Hara

—Ni eso.

—«La luna dijo a la pasma».

—«Mira que te lo he contao» —siguió recitando ella sus propios versos.

—Ni ella ni tú me habéis contado nada.

No dijeron nada hasta subir al Dodge Dart rojo de O’Hara. El policía abrió la guantera sobre las rodillas de Ximena y rebuscó hasta sacar un bote de viejas dexidrinas portuguesas y una botellita de veinte centilitros de Johnnie Walker.

—¿Sigues tomando esa porquería?

Él se tragó dos anfetas, las empujó esófago abajo con el whisky y arrancó el motor.

—Hoy era mi día libre —dijo.

—¡Qué contrariedad! —Ximena se puso histriónica—. Es sábado por la mañana. Hay controles. ¿Qué vas a hacer si te paran, inspector?

—Me la sopla.

—Nunca mejor dicho. —Ximena, cuando silabeaba, se convertía en la tía más impertinente del mundo.

—¿Por qué no vuelves a llorar?

—Porque ya sé que Sole está bien. Ahora sólo podría llorar por ti, y de eso ya estoy aburrida, Pepe. ¿De verdad que vienes para matar a los malos?

O’Hara no contestó. A tientas, mientras conducía por las calles resacosas de Madrid, buscó otra botellita de JW en la guantera y la apuró de un trago. O’Hara no es un buen tipo. Es demasiado inteligente para serlo. Trata mal a la gente porque la gente se siente fascinada al tenerlo a su lado. Aunque les haga daño, viven ese daño como un privilegio porque se lo ha infligido él. Sobre todo algunas mujeres. O’Hara, desde mi imparcial punto de vista, es un hijo de puta.

Other books

Sea of Terror by Stephen Coonts
The Disciple by Michael Hjorth
Vegas Surrender by Sasha Peterson
Neophyte / Adept by T.D. McMichael
Jericho Iteration by Allen Steele