—Madre, no señora. Soy religiosa, agente. Clarisa. —Sonríe.
—Pues a mí me dice teniente, madre, que agente me suena a poco.
—De acuerdo, teniente.
—Buscamos el chabolo de Rodrigo Monge, si nos puede decir.
—Alias
el Tirao
—añado yo.
—Ah, ya. ¿Por lo de la niña? ¿Se sabe algo?
—Sí, el Tirao vive en aquella primera casa —la religiosa la señala—, remontando el camino.
—Gracias, madre.
Arrancamos el Toyota. Una chica con una cámara profesional al hombro se acerca a la monja y se nos quedan mirando. Los yonquis también nos observan con los ojos agigantados por el mono y su miedo menestral a nuestros uniformes. El chabolo de Monge parece sólido. No hay basura alrededor. Santos me señala una choza más miserable que se destartala treinta metros más arriba con la lluvia y el viento.
—Allí debe de ser donde el Perro apioló al retrasado.
Monge, alias
el Tirao, el Dedos, el Maca
, ha oído las puertas de nuestro coche y ha salido a la lluvia a ver quiénes somos. Es un gitano grande y morlaco, con muy buena forma física, sin coágulos en los ojos.
—No parece un yonqui.
—Con los tanos nunca se sabe. Hay algunos que aguantan mucha vena. Es la raza. Son de arteria dura. —Sube la voz para dirigirse a Monge—. Arréglate, Tirao, que te llevamos a dar un garbeo por Madrí.
—¿Puedo entrar un momento?
—Claro —contesta Santos mientras enciende otro pito.
El gitano vuelve a entrar en el chabolo y cierra la puerta en nuestras narices, pero con suavidad.
—¿No entramos con él, mi teniente?
Santos se ríe de mí.
—Eh, Tirao —grita hacia dentro de la casucha—. Que mi amigo el primavera no se fía de que tengas una recortada y quiere entrar —después se vuelve a dirigir a mí—. No abras mucho y cierra rápido la puerta cuando estés dentro.
No entiendo la orden, pero obedezco. En la penumbra del chabolo, tardo en distinguir a Monge acercándose a un canario suelto que hace equilibrios en el reborde de la cabecera de la cama. Todo está limpio y huele bien. Hay un armario grande, una cama de noventa hecha por una santa madre de las de antes, una mesa con una cafetera y libros, más libros por el suelo, la jaula del canario, una sola silla, un generador de gasoil y una estufa de leña. Todo sobre un solado de cemento irregular. Ni televisión ni radio. Pero lo que más me impacta es el aguamanil con espejo y su aljofaina dibujada de flores. Parecen exhumados de otro siglo.
—Ven aquí, bonito. —El gitano se acerca despacio al canario, que acaba volando a su mano. Lo mete muy lentamente en la jaula, llena los depósitos del pienso y del agua, cubre la jaula con un paño sedoso, se pone un abrigo oscuro y de marca, sale sin mirarme y se sube al coche incluso antes que mi teniente.
Volvemos hasta Valdeternero sin hablar. Hasta que Santos enciende otro cigarro ya en la M—30.
—Escucha, Tirao. Mi amigo el primavera no sabe quién eres. ¿No le quieres decir quién eres a mi amigo?
Espío la cara del gitano por el retrovisor. Ni se inmuta. Tiene la mirada clavada en algún lugar de la carretera.
—Venga, explícanos lo importante que eres, Tirao —insiste Santos.
—No tiene usted que explicar nada hasta que lleguemos, señor Monge —digo yo.
—Explícale por qué, cada vez que desaparece una niña, te llevamos y traemos en coche oficial como a las grandes personalidades, Tirao. Con escolta. Si te viera tu padre, te escribía una copla.
Yo no comprendía nada de lo que Santos estaba diciendo.
—¿Por qué te gustan tanto las niñitas, Tirao? ¿Es que es verdad la regla de la ele y la tienes muy pequeña?
Busco la reacción del gitano en el retrovisor. Piedra. Sus ojos siguen clavados en un horizonte que los míos no alcanzan.
—El señor Heredia ha pe…
—El Perro… —esputa Santos.
—El señor Heredia ha pedido como favor personal su comparecencia amistosa ante el juez.
—Me cago en la gramática —lirifica Santos.
—Por supuesto, es voluntario. Hemos creído que no le parecería inconveniente que le acompañáramos. No está acusado de nada. Ni siquiera necesita la presencia de un abogado —recito todo lo que legalmente hubiera tenido mi teniente que decirle al Tirao antes de subirle al coche.
Santos se ríe de mí. Un semáforo interminable nos detiene.
—Que te puedes largar, Tirao —berrea Santos—. Que el primavera te dice que te puedes bajar del coche y volver a tu queli. Todavía no vamos a por ti. Pero san Martín guarda fechas para todos los cerdos.
—Es cierto y, si tiene algún inconveniente en venir, estaríamos dispuestos a acercarle de nuevo a su casa, señor Monge. Insisto en que se trata de un traslado voluntario.
—Pero, aunque te bajes ahora, gitano cabrón, por mis muertos que el marrón de esta niña te lo vas a comer tú. Por mis muertos.
El gitano tampoco se inmuta ahora. Un gitano que se calla, otorga. Santos bufa y me escupe desprecio. Durante el resto del camino, ninguno de los tres vuelve a abrir la boca.
(
Por supuesto, nada de esto consta en el expediente de traslado 431/10/2/82/2008 del ciudadano Rodrigo Monge, libre de cargos, a los edificios de la Audiencia en la Plaza de Castilla, Madrid. Mi nombre es Ignacio López Martín, número 130 564; mi pareja el 11—11—08 se llama Francisco Santos Bahamonde, número 201 175, en la actualidad en situación de reserva activa
).
Claro que me acuerdo. Aquello trascendió mucho. Los defensores del patriarca Heredia intentaron utilizar el careo con Monge el Tirao para deslegitimar el proceso entero. Sandeces de picapleitos. Varios guardias civiles habían visto a Heredia asesinar al pobre hombre aquél, que no me acuerdo ni de cómo se llamaba. Fue Heredia quien pidió a través de su abogado hablar personalmente con el juez. Poco frecuente pero no irregular. Sólo me dijo una frase:
—Me declaro culpable o lo que señoría me diga, pero tráigame aquí al
Tirao
Monge para encarearnos delante de su excelencia. Se lo pido de favor, señor juez.
O quizá dijo su ilustrísima. Se notaba que había meditado la frase en su celda palabra por palabra. A solas. Sin consultar con su abogado. Y, aunque lo dijo con mucha educación (dentro de que el hombre era analfabeto, claro), supe que me hablaba un patriarca, no un menesteroso.
—Lo que le voy a decir no lo ponga, joven, que, si lo pone, se me enfadan por un lado los jueces y por otro los gitanos. Yo sabía que aquel hombre al que llamaban Perro era un traficante y un asesino. Pero, desde su punto de vista, aquel hombre al que llamaban Perro me hablaba, a mí, de igual a igual: él era la justicia en el Poblao, yo lo era en Madrid. Heredia tenía setenta y seis años y había desaparecido su nieta. Su única nieta. Había matado a un hombre equivocado a la vista de la Guardia Civil y sabía que se iba a morir en la cárcel. No podía negarle algo tan sencillo de conceder. No me arrepentí nunca de haberlo hecho. Un general vencido le pedía al vencedor una merced antes de ser ejecutado.
»No, ni siquiera entonces me arrepentí, cuando dos años después empezaron a sacarme fotos y a destrozarme la vida por no haber indagado en el pasado de Monge, alias
el Tirao
. Cuando un juez es joven, a veces se pregunta cuántas veces puede haber equivocado sus decisiones. Cuando empiezas a hacerte viejo, la pregunta es cuántas veces has acertado. Y yo ya estaba en lo segundo, que ya hace más de quince años y he cumplido los ochenta. Y sigo pensando que, esa vez, fui justo. Aunque quizá me faltó información. Había un gran colapso de la Justicia entonces. No podíamos limar todas las aristas. No había tiempo.
»Qué va… ¡Si no es que tenga buena memoria! Pero hasta el nombre del pobre hombre aquél me acabará saliendo… Leaooo… Sí… Medio portugués, era. Leao no sé qué, ¿Mendes? Era medio retrasado y le decían Calcao de alias, a lo mejor porque se parecía a alguien. Cómo me voy a olvidar. Si quisieron expulsarme de la carrera judicial por aquella instrucción. Consulte usted las hemerotecas. Me crucificaron. Fui primera plana muchos días, muchos meses seguidos. Después de conocer aquella historia macabra y tremenda, la sociedad quería culpables. Cuantos más culpables, mejor. Es la forma que tienen las masas para olvidar su complicidad en las atrocidades. Culpables, culpables y más culpables. Y allí, en el medio, estaba yo.
»Yo, con la perspectiva, no lo veo así. Es que usted es demasiado joven… Tenía usted catorce años, o trece, en 2008. Aquello de la politización de la judicatura era una vaina. La justicia es política. Considere usted que en aquella época sólo se metían a políticos los nuevos ricos o los viejos pobres. Aficionados. Como no supieron politizar la judicatura, la mediatizaron, que es peor. ¿Qué iban a politizar nada? Lo único que les importaba era el dinero. No demasiado. Un gambito alternativo de privilegios moderados es lo que era aquello, no sé si usted juega al ajedrez. Y nosotros teníamos que dictar las sentencias según las empresas de sondeos; de lo contrario, un millón de viejos pobres de izquierdas o un millón de nuevos ricos de derechas, dependiendo, se te echaba a la calle exigiendo tu dimisión o tu cabeza.
»No se ría. Ahora hace cierta gracia pensarlo porque han pasado quince años. Pero póngase usted en mi piel, joven. Un hombre de sesenta y cinco años entonces, con mujer, hijos y nietos… Insultado así… Aunque ya no me queda rencor, porque, cuando uno es realmente viejo, ya no necesita el respeto de nadie. Le da igual. Pero un hombre que se está empezando a hacer viejo, como me ocurría a mí en el año 2009, cree que lo único que le va a quedar en muy poco tiempo es el respeto. «Mon panache!», como gritó Cyrano al morir. No escriba esto tampoco, no sea que la posteridad me califique de arrogante.
»Aunque mi mujer fue la que lo pasó peor…
»Sí, sí, sí, disculpe. Sé que no tiene usted todo el día. Lo que a usted le interesa es aquel primer careo. Era noviembre de 2008. Lunes, 11 de noviembre de 2008. Yo no le di mayor importancia. Se estaba buscando aún a la niña y a lo mejor el tal Monge podía aportar algo. Salvo mi tiempo, no había nada que perder.
»Sí que los había leído. Una hoja normal, con hurtos y asuntos de drogas. Pero en su ficha no constaba que había sido investigado por otra desaparición cuatro años antes.
»Se equivoca. No creo que nadie de mi entorno me lo ocultara voluntariamente. Después sí leí los informes de aquel caso. Fue la propia madre de la niña desaparecida la que proporcionó a Monge la coartada. Se quedaron sin sospechoso y se archivó el asunto. Como se archivaban casi todas las desapariciones de niños marginales. Muchas de ellas no se llegaban a denunciar. Otras se denunciaban con quince días de demora, lo que hacía imposible investigar rigurosamente. En aquella época no había garantías de igualdad. Los marginados no querían tener nada que ver con la Justicia. Muchas veces con razón.
»¿Es sencillamente eso? Va a tener usted suerte. Conservo una grabación. Yo era un maniático de la tecnología. Ahora ya no entiendo lo nuevo, pero, si me llama en media hora…
Juez: Cuando ustedes quieran.
Heredia: Me han dicho que te llevaste al Calcao a la faena, Tirao, aquella tarde.
Monge: Conmigo estaba.
Heredia: ¿Toda la tarde?
Monge: Y toda la noche, Perro. Se volvió de amanecida.
Heredia: Si estuvo contigo, ¿cómo es que no llevaba cuartos?
Monge: Cuando pasaba por las obras, se lo quitaban todo las fulanas del caballo.
Juez: ¿Qué quiere decir, señor Monge?
Monge: Las putas le hacían promesas y le quitaban el dinero.
Juez: ¿Cómo conseguían el dinero? ¿En qué trabaja usted?
(Silencio).
Juez: De acuerdo. Prosigan.
Heredia: ¿Tú crees que la niña Alma está viva, Tirao?
Monge: No vas a volver a ver a la niña, Perro, hijodeputa. Mataste a mi compadre por nada.
Juez: Señores.
Heredia: Ya voy a pagar, Tirao. De aquí no salgo.
Monge: Es que, si sales, te abro yo el alma, Perro. Sin chirla. Con las manos. Y a todas tus castas se la abro.
Juez: ¡Señores!
Heredia: Usted se calle, autoridad. Que su trabajo es escuchar a los hombres.
Fiscal: Pero quién se ha creído que…
Defensor de Heredia: Esto es intolerable. Exijo…
Juez: Cállense los dos. Prosigan ustedes.
(Silencio).
Monge: A todas tus castas.
(Silencio).
Heredia: Ya no me queda casta ni ná me queda, Tirao. Pero, si a la Fandanga o al Antoñito se les rompe por casual un dedo, te mando matar.
Defensor de Heredia: Un momento, señoría (ruido de silla). Creo que mi cliente no es enteramente consciente…
(Golpe en el suelo).
Heredia: ¿Que me está llamando tonto mi abogao? Que, yo siendo alfabeto, señorita, me compro tres de estos abogaos con la corbata y tó y los mando desbravar en el curro los caballos para ver si me se callan.
Monge (casi ininteligible): Párate, Perro. Que aún no me has dicho lo que me tenías que decir y, si hay más bronca, estos principales nos despachan.
Heredia: ¿Se va a estar usted callao?
(Carraspeos. Ruido de una silla).
Defensor de Heredia: Disculpe, señoría.
(Se abre y cierra una puerta).
Fiscal: Señoría.
(Susurros ininteligibles).
Juez: ¿Desea seguir a pesar de la ausencia de su abogado?
Heredia: Seguimos, señoría. Si el Tirao dice lo cierto, y lo dice que es gitano de ley, aquí me nombro yo culpable de haber matado al Calcao sin razón ni fundamento, y que la justicia paya me lo haga pagar en su debido.
Juez: Será.
Heredia: Pero tengo que demandarle a señoría una mercé, que es la de cambiar aquí con el Tirao unas palabras.
Juez: Tendrá que ser en nuestra presencia.
Heredia: En su presencia pues, y disculpando. Mira, Tirao, tú sabes que mi hijo no anda muy fuerte de seso, y la Fandanga se ha quedado ausente. Yo te doy lo que tú quieras si me aprendes lo que le ha pasado a la niña Alma, que tú lo puedes saber mejor que nadie.
Monge: Ten cuidado con lo que dices de mí y de mis cosas aquí delante, Perro.
Heredia: Lo que tú quieras, Tirao.
Monge: Yo no quiero nada.
Heredia: Algo querrás. ¿Dónde anda la Charita? ¿Se ha salido ya de puta?
Monge: Ten cuidado, Perro.
Heredia: Guárdate tú, Tirao. Que, si no tengo noticias tuyas, me voy de largón con los principales y te miran lo tuyo.
Monge: Ten cuidado, Perro.
Heredia: Que te guardes tú, Tirao. Que, si yo quiero saberlo, encuentro a la madre de tu hija.
Monge: Me cago en tus castas.
Heredia: Lo que tú digas, Tirao. Señoría, ya he dicho lo que tenía que decir.