La balada de los miserables (4 page)

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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

VI

Ser la polla de un tío al que llaman el Relamío tiene sus pros y sus contras. Entre los pros, que tu fama va de boca en boca. Porque al Relamío, mi jefe, no le llaman así porque sea excesivamente atildado y primoroso, sibarita y sofisticado, amariconado o
british
. Le dicen el Relamío porque sólo le gusta que se la chupen, que me laman, que me mamen, que me liben, que me deglutan. Todo esto la polla de un hombre —disculpen el pleonasmo, pero ustedes también dicen
persona humana
— lo agradece mucho.

Los contras: también le nombran el Relamío con ironía, porque no es ni atildado ni primoroso ni sibarita ni sofisticado ni amariconado ni
british
. O sea, que no se lava. Y, como dice el primer mandamiento del credo fálico: polla que huele, duele.

Contrariamente a lo que proclama el saber popular, no son tantos los hombres que viven descontentos con sus pollas. Lo que el vulgo ignora es la cantidad de glandes que recuelgan a disgusto de los hombres que los blanden. No hay nada peor que ser la polla de un capullo…

Pero yo no me quejo, porque sé que tarde o temprano llegará ella. Que dejará el dinero sobre la mesa del chabolo del Relamío antes de quitarse los harapos y descubrir su cuerpo exacto de curvas y vaivenes, sus pezones endrinos sobre las tetas cumbreñas de madre que será y su pubis ajardinado de nenúfares de pelo negro. El Relamío abrirá los ojos cuando ella se vuelva a poner el anillo de casada que dejó en el chabolo antes de irse a trabajar, y él se repantingará más en el sillón, ciego de cocaína y malos sueños, antes de que la Muda se arrodille y con su boca desdentada libe la sal mía del mundo. Y a mí no me importará que ella piense en la polla del Tirao cuando me esté succionando, porque, para la mujer que ama, todas somos la misma polla, la santa polla única, plural y trina, la varita mágica que transforma en príncipe de amores a cualquier sapo ceniciento. Que no otra cosa es mi jefe, el Relamío.

VII

Las ratas no soñamos. ¿Sabe alguien siquiera si dormimos? No lo sabemos ni nosotras. Sinceramente, nosotras no sabemos nada. Somos el ser menos inteligente de la creación, incluidas las amapolas y esos diamantes tan estúpidamente exactos por los que se pagan estúpidas fortunas, y por eso también somos los animales con el instinto de supervivencia más desarrollado.

Inteligencia y supervivencia son factores inversamente proporcionales. Nadie ha visto nunca a una rata balancearse de la rama de un almendro, con una soga al cuello, la lengua fuera y la erección del ahorcado. Ni cortándose las venas en una poza o bañera de agua guarra. Ni arrojándose hacia el éter desde un sexto suicida.

Las ratas tampoco estamos nunca ni contentas ni tristes, que es lo que ocurre a los seres a los que sólo nos importa vivir, continuar respirando, prorrogar un día más nuestra indigencia basurera. Las ratas parimos a piernabierta, como los pobres. Y tenemos los ojos chicos para desconfiar más, como los pobres. Y el pelo ralo, como los pobres. Y la prisa huidiza de sí mismos de los pobres.

Lo que no quiere decir que no existan excepciones. Yo siempre me he considerado una rata más inteligente que las demás, y hasta me he puesto un nombre: me llamo Tomillo, quizá para perfumarme este hedor innato a heces de hombre mal alimentado, a sobras de pescado putrefante, a lenguas sin besar de perros muertos.

Ahora, por lista, agonizo en el chabolo del Bellezas, al ladito de la cama de la niña Alma, con los intestinos fuera del culo por el golpe y las patas delanteras todavía temblequeando mi agonía, corriendo ligeritas a la muerte.

La Fandanga me observa sin tristeza, con el cayao de su suegro el Perro aún entre las manos. Sucio de mi sangre. La Fandanga me observa con asco sin agradecer que yo haya sacrificado mi vida para acunar su rabia de madre huérfana de niña, que me haya quedado quieta para que me aseste el golpe analgésico de su dolor. Pero la Fandanga me mira sin tristeza. Los ojos tan secos que con ellos se podría pulir el canto de un diamante. La baberola de blanco luto sucia de haberse revolcado por el barro cuando nadie la veía. Los mechones de pelo graso cruzándole la cara como latigazos de plata negra. Las ojeras pantanosas de lágrimas estancadas. Qué pena de mujer.

Al lado, en el chabolo del Perro, se escucha como brisa la voz acallada del Bellezas respondiendo las preguntas de la Guardia Civil. Y el Manosquietas también habla a veces. El Manosquietas se sabe más listo que el Bellezas, y se crece lugarteniente cuando el Perro está en la cárcel.

—¿Solía la niña andar sola por el páramo?

Y, cada vez que la Fandanga oye la palabra niña, suelta la mano derecha del cayao y se agarra un pecho con rabia, y tira de él como para arrancárselo y ponérselo otra vez a la niña Alma en su boca, y realimentar así su infancia ausente. Hasta que se levanta y me golpea otra vez con el cayao, y reviento ya del todo. Luego destroza la televisión de plasma delante de la que el Bellezas pasa las horas viendo el fútbol, y el equipo estéreo que nunca se pone, y la vajilla y las bombillas y las lámparas.

Hasta que entra el Bellezas seguido del Manosquietas y de la Guardia Civil y la abraza, y ella se aleja de su abrazo y le golpea también a él con el cayao, en toda la frente, y el Bellezas le da una hostia a la Fandanga en todos los labios que le astilla las encías y el ser, pero ella sigue luchando, y la Guardia Civil se interpone, y la Fandanga no llora nunca.

—Maaama, los otros niños me dicen que por las noches oyen a sus paaapas.

—¿Oyen a sus papas qué?

—Los oyen, maaama. Yo a vosotros nunca os oigo.

—Los niños dicen tontás, niña Alma.

—Yo creo que no, maaaama. Yo creo que no son tontás, que todos los niños dicen que los oyen.

Detrás del cortinón, partiendo la casucha por la mitad, está la cama nupcial del Bellezas y la Fandanga. Cuando se han ido todos, ella se busca un pañuelo para ponerse en la boca sangrante y se va dentro. El Bellezas se sienta en el sillón, delante de la televisión de plasma partida en dos, y entonces me ve.

—Me voy a cagar en la puta madre que te parió, japuta.

Se levanta y me coge con asco, del rabo, y me arroja a la lama. Y desde fuera yo sigo escuchando el silencio que oía por las noches la niña Alma, y es una manera de que la niña Alma, en cierto modo, siga viva. Empieza a llover sobre el Poblao y me alegro. Que la lluvia me lave el cuerpo y las tripas que me cuelgan. Y, si viniera un viento de tomillo desde los montes de Toledo, oliendo a verde, me sentiría incluso mejor. Es muy humillante formar parte de toda la basura que habría que enterrar para que el mundo pareciera un poco limpio.

VIII

—¿Sabes adónde vamos, novato?

—Sí, al Poblao. Más allá de Valdeternero. Donde los gitanos.

—¿Sabes ir?

—Más o menos. He mirado el mapa.

—Has mirado el mapa.

Lo peor del teniente Santos no es su desprecio o su sarcasmo. Lo peor del teniente Santos es que huele a ajo y a fascismo, como una beata a la que hayan inyectado una sobredosis de testosterona, un palillo entre los dientes y una fusca de matar revoltosos y poetas.

—Métete por aquí, gilipollas, que la M—30 a estas horas está de reventar y he quedado con Marcelo para el vermú.

Hago caso a lo que dice el cabrón, y cinco minutos más tarde estamos atascados en el túnel de Bailén con un charco de cinco centímetros de agua empantanada bajo las ruedas del Toyota. De aquí no nos saca ni el canto de la sirena. No hay por dónde meterse y me alegro. Su vermú se le acaba de meter a Santos por el culo.

—¿De qué te sonríes, paleto?

No puedo evitar que la sonrisa se me abra más aún.

—Al mal tiempo buena cara, mi teniente.

—Tú eres más gilipollas que la madre que me parió. —Y enciende un cigarro, aunque la ordenanza prohíbe fumar en el interior del vehículo.

Caen goterones del techo del túnel, como si la estructura de hormigón se nos fuera a venir encima con la lluvia. El ciempiés del tráfico avanza una decena de metros y se vuelve a detener. Parece que Santos se ha resignado a perderse el vermú y ahora se aburre.

—¿Sabes a quién vamos a buscar? —preguntó su voz pedernal de fumador ansioso. Una voz desagradable, entretejida de flemas.

—Rodrigo Monge, alias
el Tirao, el Dedos, el Maca, el Largo
, cuarenta y tres años, raza gitana. 1,89 metros. Noventa y dos kilos de peso aproximadamente. Residente en el Poblao, Valdeternero, Madrid, sin número. Sin profesión conocida. Heroinómano. No violento. Antecedentes: robo con escalo en 1984; por tenencia en 1983, 1985, 1989 y 1998; por hurto en 1997. En 2004 fue procesado y absuelto de un delito de proxenetismo.

—Guau, el mocoso recita ya los reyes godos. Los padres escolapios tienen que estar muy empalmados contigo, chaval.

—Laguna dice que es el mejor carterista de Madrid —proseguí mi letanía sabihonda.

—Y se ha documentado entre los veteranos —volvió a esputar mi teniente torciendo la boca con asco de mí—. Pero en esa ficha tan ordenadita que me has recitado falta lo más importante. ¿Tienes hijos?

Me extrañó ese rasgo de humanidad.

—Una niña.

No dijo nada más. Avanzamos una decena de metros. Un volumen inquietante de agua anegaba ya la cárcava del túnel. Algunos conductores empezaban a ponerse nerviosos con la batukada africanera de los goterones sobre los capós.

—¿Sabes nadar, maricón?

—No a estilo mariposa, mi teniente.

Supongo que no lo entendió. Se quedó un buen rato masticando lo que yo había querido decir. Salimos por fin del túnel. La lluvia amainó. Cogí el primer desvío a la M—30, sin consultarle, y Santos no rechistó. La M—30 tampoco estaba para probar ferraris, pero al menos avanzábamos.

—¿Te suena Heredia? —me preguntó el ronco mientras encendía otro pito.

—Antonio Vargas Heredia, rey de la raza calé… El delantero brasileño del Atlético de Madrid de los setenta… Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias… No se me ocurren más, mi teniente.

—¿Estás intentando darme por el culo?

—Ah, y Jesús Heredia Migueli, alias
el Perro
, setenta y seis años, baranda del Poblao y presunto asesino de Leao Mendes, alias
el Calcao
. ¿Está mejor así?

—Sí que estás intentando darme por el culo.

Llegamos a Valdeternero, pisos baratos oscurecidos de humedades, coches de antepenúltima mano aparcados en las aceras, mujeres con joroba de costurera tirando de carros de la compra con remiendos, pocos niños, muchos talleres y ferrallerías, contenedores de escombro, bolsas de basura destripadas beirutizando las calles, gatos tiñosos, bares cutres atendidos por las abuelas de nuestros antepasados… En Valdeternero las adolescentes te sonríen con una media de dientes menor a la de cualquier otro barrio de Madrid. Valdeternero es tan arrabales que aún no se ha instalado allí ningún chino. Debe de ser el único barrio de Madrid que aún no han penetrado los chinos con su sonrisa de limón insondable y sus bazares de gangas.

Tras los últimos edificios leprosos de Valdeternero, está la Urbanización. La Urbanización tuvo alguna vez un nombre, Urbanización Paraíso, pero nadie lo quiere recordar porque es el paisaje de la única guerra que los gitanos han ganado a los payos en Madrid y en el planeta entero.

A finales de los años ochenta, se empezaron a construir bloques de pisos proletas en el solar enorme que separa Valdeternero del puente de la autopista. Pero los gitanos del Poblao volaban con dinamita los edificios a medio alzar para proteger sus predios de la invasión paya. Se pusieron guripas privados, pero después el Ayuntamiento tuvo que reforzar la vigilancia con los de la Local y con nosotros, los picos. No había manera. Cualquier noche, reventaba un edificio. Lo milagroso es que nunca hubiera muertos. Era un boicot constante, cojonero, muy bien dirigido y sin chotas. El Poblao tuvo entonces mucha popularidad mediática. La izquierda más pitiminí se abanderó, por supuesto, en defensa de los calés. En el otro lado de la trinchera, los constructores ultramontanos azuzaban al Gobierno para desplegar al Ejército por los solares, a ver si sonaba la flauta guerracivilera y podían nombrar generalísimo de las Españas a un Jesús Gil o a un Paco el Pocero. Se detuvo a mucha gente, incluido el Perro, pero las colmenas inacabadas de hormigón seguían reventando de noche con las pirotecnias de aquella fiesta flamenca de guitarras sublevadas.

Yo era casi un niño y, cuando veía las noticias en la televisión del comedor, imaginaba a los saboteadores vestidos con faralaes de camuflaje y burlando, navaja albaceteña en mano, las delaciones lechosas de la luna —gitana apóstata de su raza, largona, chota, traidora—. Los guardias civiles, mientras, fumaban cigarros ciegos, hasta que la bomba estallaba, y un armazón de hormigones se arrodillaba asustándoles la espalda y haciendo volar tricornios como urracas con la onda expansiva.

Pero con los años se pudrieron mis quimeras bandoleras y me metí a guardia civil.

Al final no se construyó nada en el solar y, ahora, la Urbanización Paraíso es un barrizal sin nombre por donde deambulan los yonquis terminales que no se pueden separar del Poblao, los que duermen en las estructuras cojas de hierro y hormigón que permanecen allí como recuerdo goyesco de los desastres de la guerra.

Tras el puente de la autopista está el Poblao. Gitanos y algún rumano o turco de alquiler, que llegan a pagar seis mil euros mensuales al Perro por habitar una de las chabolas y traficar con lo que sea, poner un laboratorio de pirulas o esconderse un rato de una orden de busca. Vale la pena pagar. Es seguro. Ni nosotros ni la Local ni los pitufos ni los secretas entramos allí sin que, veinticuatro horas antes, sepa el Perro adónde vamos y a por quién.

El Toyota brinca en los lodazales en que se han convertido los caminos con la lluvia, y casi se atasca en el barrizal acumulado bajo el puente de la autopista, antes del remonte que sube hasta el Poblao y el páramo, que es una nada bastante extensa donde se diluye Madrid Este.

—Párate al lado de la medicalizada —me ordena Santos.

La caravana con la cruz roja y el afiche azul de Sanitale debe de haber llegado poco antes que nosotros, porque aún están los yonquis haciendo cola para la dosis de metadona y una sopa que a veces les dan de desayuno.

—Señora —le grita Santos desde la ventanilla a una mujer con bata blanca. La mujer se acerca sin importarle el barro.

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