La balada de los miserables (9 page)

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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

—No sin permiso de sus progenitores. O judicial. Son confidenciales.

—Entiendo. No la molestamos más. De momento. Buenas tardes.

¿Sabes qué, Pepe? Me sorprendió la antipatía de Sole con la Guardia Civil. Es una monja roja de verdad. Y más bruta que un arado. Cuando llegamos a la Kangoo, me obligó a ponerme al volante y la desembarrancó a empujones. Yo creo que, si no la hubiéramos podido sacar del charco, habría sido capaz de llevarla a hombros hasta Valdeternero.

Con respecto a mi exclusiva, bienquerido diario, malquerido Pepe, la voy a conseguir. Y tú me vas a ayudar. Aunque no quieras. Es una cuestión de justicia poética, y ya sabes que para mí eso es lo más importante.

XIII

La luna dijo a la pasma:
«Mira que te lo he contao.
Lo que pasó en el Poblao
quita el aire como el asma».

—Definitivamente, Pepe, prefiero no follar a recibir cada tres días poemitas de una psicópata obsesionada con
Un globo, dos globos, tres globos
.

—Tampoco te pases, Pepe. Ya no barajamos esa hipótesis, ¿recuerdas? ¿Qué te parece a ti? ¿De qué irá esto?

El tercer Pepe del despacho soy yo. No dije nada. Me dejé caer con las alas semiextendidas hasta la papelera, donde Ramos había arrojado una hora antes un mendrugo de bocata jamonero.

—Este loro tampoco tiene ni puta idea, Pepe.

—Deja al loro en paz, que es el que menos cobra.

O’Hara se llevó el poema hasta la nariz y olió el papel. Se lo pasó a Ramos, que hizo lo mismo.

—Yo no huelo nada —dijo Ramos.

—Nenuco —dijo O’Hara—. Colonia Nenuco.

—No hagas publicidad de productos comerciales delante del loro, Pepe, que lo corrompes.

—¿Qué pasó en el Poblao, Pepe? ¿Eso es donde Valdeternero?

—Allí es.

Ramos descolgó el auricular y esperó un rato. Por alguna razón inextricable, la gente tenía una afición casi enfermiza a no cogerle a Ramos el teléfono. Quizás adivinaban su cara ofidia al otro lado del alambre y sentían repugnancia.

—¿Qué tal?, Sanjurjo. Tú andas ahora por el lado de Valdeternero, donde el Poblao, ¿no?

—¿Ha pasado por allí algo gordo estos días?

—De puta madre. Nada. Mándame un correo con los nombres de los implicados, testigos y lo que tengáis.

Ramos colgó. Hubo un silencio. He escuchado estos silencios bastante a menudo en los seis años que llevo trabajando con Ramos y con O’Hara. Significa que empieza el espectáculo, que vamos a pasar muchos días sin dormir, que el tiempo de los relojes ya no es para nosotros, que Ramos va a volver a beber y O’Hara va a reengancharse a las anfetas y a la coca, que a lo mejor nos matan a uno de los tres y todo este prodigio se acaba de repente. Pero ya no hay marcha atrás. O’Hara ya ha puesto esa cara de Huckleberry Finn a quien el Misisipi se le ha quedado chico:

—¿Me lo cuentas, Pepe, o te tengo que torturar?

—Despareció una niña gitana.

O’Hara empezó a mirar, abriendo mucho los ojos y girando el cuello como una rapaz, todos los rincones del despacho.

—Por mucho que miro, no encuentro el guindo del que te has caído, Pepe. Todos los días desaparecen niños gitanos.

—Todos los días, no. Y ésta era la nieta del patriarca. Y el patriarca mató a un gitano equivocado y está en el talego. Y a ti ya te han mandado dos hermosas poesías escritas con caligrafía femenina y que huelen a Nenuco.

—Ese patriarca tendrá cincuenta nietas, Pepe. ¿Qué más le da una más que una menos?

—Tienes la sensibilidad en el culo, Pepe —iba a decir yo, pero me callé a tiempo.

—No es una niña normal —prosiguió Ramos—. No es una caligrafía normal. No son dos poemas normales.

—La colonia Nenuco es muy corriente. Yo tenía un chochito que olía así…

—¿Y escribía poesías? —preguntó Ramos, vacilón.

—No paraba.

—Estás hablando en serio, Pepe. ¿Quién coño es?

—Una amiga tuya. Me llevo el loro.

—No jodas, Pepe, que ha sido ella.

—¿Quién iba a ser?

O’Hara se vistió la gabardina y me posó sobre su hombro. Cruzamos la comisaría. Nadie nos miró. Ya se dijo aquí que, salvo los novatos, todos están acostumbrados a que O’Hara, Ramos y yo estemos mal de la cabeza. Salimos al aparcamiento. La lluvia había dado una tregua, pero el viento navajero me obligaba a ahuecar las alas de vez en cuando para no perder el equilibrio y cagarme, sin querer, en la hombrera de la gabardina de O’Hara, como sucedió en funesta ocasión que hoy prefiero no evocar.

Me gusta que O’Hara me lleve a cruzar Madrid subido al salpicadero de su viejo Dodge Dart rojo de colección. Me encanta asustar a las señoritas que frenan en los semáforos al lado de O’Hara y me miran como si yo fuera un adorno: entonces les abro el pico, saco psicopáticamente la lengua hacia ellas y extiendo las alas. Sospecho que ya he interrumpido más de un ciclo menstrual con estas mañas. Me excita partir Madrid desde una altura a ras de hombre, porque a vista de pájaro sois decepcionantemente anodinos. También me gusta mirar hacia el cielo desde aquí. Si has nacido bajo los soles abrileños de Cuba y eres loro —en ningún caso se interprete esto como metáfora alusiva a régimen político alguno—, mirar este cielo anubarrado y jupiterino desde la protección del parabrisas del Dodge es un acto de rebeldía, un órdago de pájaro guerrillero a la tiranía del clima madrileñí, un escupitajo al cielo que ese sátrapa plateado nunca podrá devolvernos en la frente. Desde aquí las palomas y los gorriones, apostados bajo los aleros inclementes de los edificios, parecen, también, decepcionantemente anodinos. No sé yo si no me estaré volviendo demasiado humano por culpa de Ramos y de O’Hara.

—¿En qué piensas, loro?

No se lo digo. O’Hara es demasiado inteligente y podría comprenderlo, y sumirse en esa tristeza irremediable que lo lleva de bar en bar, de raya en raya y de puta en puta cada vez que cierra un caso, y tiene que digerir una nueva verdad sobre la terrible y anticoagulante naturaleza humana.

En Moncloa hay atasco y O’Hara pierde el tiempo hablando conmigo, que ya sé adónde vamos y para qué. O’Hara habla conmigo simulando que no le entiendo, como si temiera reconocer ante mí que está como una puta regadera.

—La luna dijo a la pasma: / «Mira que te lo he contao. / Lo que pasó en el Poblao / quita el aire como el asma».

Yo le miro a los ojos. Fijamente. Le miro con cara de cetrería, intentando parecer disecado a pesar de los vaivenes del Dodge. Que no quiera disimular conmigo, que me rebaja. O’Hara a veces se comporta con los amigos como un verdadero gilipollas. Dime más.

—Lo escribió ella, ¿sabes, loro? Pero yo sé dónde encontrarla.

La carretera de A Coruña está colapsada de entrada, pero nosotros vamos de salida. O’Hara clava los ojos en el horizonte. Nubarrones tupidos anticipan ya luz de anochecer. O’Hara no se vuelve para comprobar qué dice el cartelón que inaugura el desvío: La Florida. Él ya ha estado allí unas cuantas veces. Como dirían los horteras, una de las urbanizaciones más exclusivas de Madrid. A la entrada hay una garita de seguridad que protege el feliz sueño de los ricos. En La Florida todo suena a pasta. En La Florida tintinean hasta las hojas de los árboles cuando las mueve el viento. Es evidente que al centinela de la garita no le agrada que viejos Dodge como el de O’Hara pisoteen el asfalto de Carrara de los predios de sus pagadores. Pone incluso peor cara cuando O’Hara baja la ventanilla manualmente. Una ventanilla manual sí que ya es imperdonable, en La Florida.

—¿Adónde se dirige, por favor?

—¡Oh! Somos los primeros. —O’Hara ha encendido una sonrisa de dos mil vatios y me mira—. A lo mejor es una buena señal, Pepe —me dice y, con sonrisa excesiva de colgado, vuelve a dirigirse al guripa—. Venimos al concurso. ¿De verdad que somos los primeros?

—¿Qué dice? Baje del coche.

—Espere, espere. ¿No es aquí el concurso de loros contra señoras de la alta sociedad? Apagan la luz, colocan a un montón de señoras y a un montón de loros parloteando, y quien distinga a unos de otras gana un millón de euros en baratijas. Pepe es un
crack
.

—¿Se está usted quedando conmigo? Baje del coche. —Saca un
walkie
y llama a algún guripa remoto—. Tengo aquí a un pirado vacilón, Miguel. Acércate con un compañero.

Mientras, con habilidad de carterista, O’Hara ha sacado la placa y se la coloca al centinela ante las narices.

—Dígale a su compañero que no hace falta.

—Miguel, nada, falsa alarma —dice el guripa al
walkie
tras comprobar minuciosamente la autenticidad de la placa.

—Visita de rutina. ¿Me levanta la valla? No se preocupe por el loro. Hoy, por la falta de vocaciones, están poniendo muy bajo el nivel del examen de ingreso en el Cuerpo. No me quejo, ¿eh? Es más hablador que mi antigua pareja y se repite menos.

—Podría denunciarle por no haberse identificado inmediatamente.

—A los honrados, misericordiosos y ejemplares habitantes de La Florida no les gustan los altercados entre quienes velan por su seguridad. ¿No crees? ¿Me dejas pasar o te arranco la valla de un acelerón y te emplumo por entorpecer la labor de las fuerzas del orden?

A veces O’Hara se porta con la gente como un verdadero cabrón. Parece mentira en un hombre de cuarenta y cuatro años que aún llora. Se porta mal con los ricos pero, sobre todo, con los lacayos de los ricos. No sé de dónde le vendrá todo ese resentimiento social.

—Gilipollas —escupió para sí cuando aceleró junto a la garita y se internó en la urbanización.

—Gilipollas —consentí yo.

Bajo el túnel de árboles, camino de la ermita, olía a pájaros limpios, a gatos que no necesitan comer pájaros, a perros que no necesitan comer gatos, a la lavanda que destilan esos profesores de tenis muy particulares que nunca sudan. Olía también a señorita al viento y a risas de niños perennes. Me gustaría vivir aquí para hacerme amigo de algún gato. Cabalgaría en su lomo y la señora de la casa nos dejaría dormir en los sillones tapizados del salón. De verdad que sigo sin entender ese resentimiento tuyo, O’Hara, furibundo como las palmeras que fustigan el aire cuando hay ciclones en Key West. ¿Te dije alguna vez que viví un tiempo en Florida?

XIV

—No tenía ni idea —pensé en voz alta y el loro me miró como si quisiera leerme el pensamiento.

Aparqué delante de tu casa rompiendo la promesa que te hice hace cinco meses:

—No voy a volver a pisar tu casa. Me dais asco tú y tu gente. ¿No puedes entender eso?

Tú llorabas. Estás tan fea cuando lloras que dan ganas de abrazarte como se abrazaría el dolor de un fenómeno de feria. Tan fea te pones, y tan bella, como la mujer barbuda, como el enano sin brazos, como el cíclope humano de ojo impar, como los siameses mal avenidos, como el funambulista atlético al que un mal equilibrio convirtió en un saco de deformidades que los niños crueles pagan por mirar… Tuve ganas de limpiar tus lágrimas con un retal de carpa de ese circo, pero no lo hice y me largué.

Aquel día, cinco meses y una semana después de mandarte a la mierda, aparqué mi coche otra vez ante el portalón de la mansión de tus padres. Dejé al loro en el coche y me bajé dando un portazo. Tus perros sólo ladraron dos veces, hasta que reconocieron mi olor. La cámara de seguridad, alertada por los sensores de movimiento, me echó el aliento encima. Le sonreí y le guiñé un ojo. Pero esta vez no la engañé para que se girara hacia otros paisajes y nos permitiera una despedida como Mesalina manda. Supongo que ahora es el momento de reconocer que todavía te echo de menos, niña pija. El timbre de las puertas de los ricos nunca lo escuchan ni el que llama ni los señores. Es un privilegio de la servidumbre.

—¿Sí? —El acento inconfundible de Raluca, vuestra doméstica rumana.

—Quisiera hablar con la señorita Ximena Jarque Matas.

—La señogita Ximena no está.

—¿Y su madre? —Sabía que tu padre, a esas horas, nunca estaba.

—¿De pagte de quién?

—La policía. —Le enseñé la placa a la cámara de seguridad.

Raluca tardó casi cinco minutos en abrir el portalón. Supuse que la mitad del tiempo lo había dedicado a decirle a tu madre que te buscaba alguien y que ese alguien era la policía, y la otra mitad a reanimar a la dama con el frasco de sales. Raluca y yo nunca nos habíamos visto, pero sí nos habíamos oído mutuamente.

—Ximena, egues una fulana, tjaeg un hombje a casa cuando no están tus padjes.

Ahora estaba allí, frente a mí, con cara asustadiza de haber perdido sus papeles de residencia. Y detrás, pasada la franja de verde y el camino de gravilla que conduce al aparcadero de la trasera, tu señora madre, nerviosa pero señorial, vestida con un trapo de andar por casa que, vendido de segunda mano, debe valer dos veces mi sueldo.

—Mi padre se casó por amor y mi madre por dinero. A él cada día se le nota menos y a ella cada día se le nota más —me dices siempre.

Cuando levanté la vista, tu madre ya no estaba enmarcada en la puerta. Raluca recogió mi gabardina en el recibidor y me indicó que tuviera cuidado con los dos escalones de bajada al salón en los que me caí la primera vez que me colaste en tu casa y en tu cama.

—¿Señora de Jarque?

No se levantó del sillón en el que tú te quedaste llorando aquel día.

—¿Qué pasa con mi hija? —me esputó con sus dientes de oro blanco y la autoridad de quien puede mandar a Raluca al supermercado a comprar para la cena dos kilos de beluga y media docena de policías como yo—. Supongo que no tendrá inconveniente en que llame al abogado de la familia.

—No creo que sea necesario —me apresuré a decir, alegrándome de no haber seguido mi primer impulso de traer al loro al hombro para surrealizar aún más la escena. Saqué la cartera y mostré la placa—. Inspector José Jara.

—Tiene dos minutos para explicarme de qué va esto antes de que llame a nuestro abogado.

—¿Ximena no va a volver hoy? Podría esperarla en el coche.

—Ximena ya no vive aquí.

—Entiendo… ¿Y no habría forma de localizarla? Ella me conoce.

—Ya sé que Ximena le conoce muy bien, inspector Jara. —Frunció coquetamente una boquita de tres millones de pavos.

Perdí la mirada entre las cabezas de ciervos, leones, antílopes y ñus a los que la pulsión cinegética de papá había privado de morir en la cama.

—No estoy aquí para dirimir ningún asunto personal, señora. Digamos que hemos tenido información de que su hija ha entablado…, digamos…, una amistad peligrosa con un personaje de nuestro interés. Pedí encargarme personalmente del asunto…

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