La balada de los miserables (27 page)

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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Pero ¿qué haces aquí?

—Hija, qué tonta eres. No será porque hoy tengo los cojones de aventura.

—Sole, que nos van a oír.

—¿Qué hace ahí la cómoda?

No pude evitar que la risa tonta regresara.

—Era para que no saliera el gitano —conseguí responder; Sole me miró con cara de confirmar estupidez ajena.

—Anda, apártalo y ayúdame, que hay que subir al gitano a la cama y atarlo antes de que se despierte.

Mientras apartaba la cómoda con dificultad, Sole me puso al corriente de sus disparatadas peripecias.

—Ay, hija. ¿Cómo te iba a dejar con este marrón? Pues, en cuanto llamaste, me vestí, le pedí a mi compañero de habitación, que es un viejo con Alzheimer, que se vistiera también y que me sacara en silla de ruedas. Al gitano le he metido adrenalina para reventarle los huevos a un caballo…

—Joder, Sole, habla bien.

—Le pincharon en el cuello, Ximena.

—¿Le pincharon?

—Lo han querido matar, niña.

Yo le revelé a Sole que estaba convencida de que el Tirao era el hombre que había entrado en mi casa con mi cámara robada y las fotos, aquella noche en que el loro de O’Hara, de milagro, no se murió de sed.

—O’Hara está convencido de que él es cómplice de los que se llevaron a la niña Alma.

—¿Lo has llamado?

—Sí, pero no me coge.

—Mejor. Empapelarían a este pobre y le cargarían todos los gitanitos muertos del mundo. Conozco a tus policías —concluyó con malicia—. Anda, ayúdame a quitarle los pantalones, que huele como un rayo del infierno después de haber destripado al gato Pirri. ¿Qué te pasa? ¿Te da vergüenza ver a un tío en pelota a estas alturas?

Me agaché junto a ella y dejamos al gitano totalmente desnudo a nuestros pies. Fui a buscar más trapos y empezamos a frotarle la piel para quitarle aquel olor a aquelarre.

—¿Quién es el gato Pirri?

—¿Y yo qué sé? Hija, te preocupas de cada chorrada…

Cuando le dimos la vuelta al cuerpo absolutamente inerme del Tirao, después de varios intentos, fuimos conscientes de la dificultad que iba a entrañar para una pija sin
fitness
y una monja coja subir aquellos cien kilos de carne aceituna a la cama.

—Y qué carne, niña. ¿Te has dado cuenta de lo bueno que está este gitano?

—Pues ya verás cómo te vas a poner cuando le colguemos las cadenas y los cueros, sor.

—Cuando le empiece el mono, se va a mear. Voy a traer una sonda del maletín.

Una hora más tarde, el cuerpo desnudo del gitano, desnudo salvo el tanga de cuero con abertura y sonda acoplada al sexo, descansaba sobre el colchón con dos pares de esposas atándole cada muñeca y cada tobillo a las barras metálicas del cabecero y los pies de la cama.

—¿Le sacamos una foto? —me preguntó, exhausta, Sole.

Y yo, sencillamente, me eché a llorar otra vez. Lloraba por mi nacimiento y por sus muertes, que ahora de vieja ya sé que nacimientos y muertes están muy mal repartidos. Lloraba por mi inocencia, que hasta entonces nunca hubiera imaginado a un hombre moribundo tendido en mi propia cama ensabanada sólo para hacer amores. Lloraba porque esta vez no podría recurrir a papá ni a mamá ni a O’Hara, fuerzas más o menos —lo siento, Pepe— equilibrantes de mi zodiaco. Lloraba porque estaba agotada. Porque aquella noche habían puesto
Historias de Filadelfia
en TCM y no la había podido ver. Y Archie, a aquellas horas de la madrugada, estaría ya radiante de las sonrisas dentifriquísimas de mis amigos entre sones bacaladeros, desengaños amorosos de Sabina y hips y hops. Lloré porque mis padres estarían entonces durmiendo poco abrazados y sin atreverse, en fin, a poner dos camas. Por los perros ladrando fuera. Por la luna reflejada en la piscina junto a la que, por primera vez, besé.

—Anda, hija. Deja de llorar y lávate la cara —me dijo Sole derramada sobre la silla del dormitorio y con su pierna escayolada y tiesa rayando el viejo parqué—. Lávate la cara y tarda un rato en arreglarte y, cuando termines, a ver si vamos a arreglar el mundo.

—Has leído
El Principito
—farfullé entre mocos y babas pero empezando a sonreír.

—Con todas las cosas que tú no sabes que yo he hecho, se podrían inundar galaxias, pequeña zorra. Anda, ayúdame a ir hasta el salón, que me duele la pierna. —Cruzamos el pasillo y la tumbé en el sofá—. Dentro de la cisterna hay otra botella de ginebra. Tráemela, anda. Y un vaso y hielo.

Sole se atiborró de calmantes y ginebra. Yo sólo tomé un par de ginebras, pero acabé borracha. Me dormí abrazada a ella, que me acariciaba el pelo, hasta que nos despertaron el amanecer y las primeras convulsiones del gitano.

XXX

—¡Ah!

—No grites tanto, que te van a oír los vecinos.

—Bufff. No me jodas, Chico. Bufff.

—Je, je, je.

—No te muevas tanto, bufff, que ya sabes que ahora me molesta, bufff.

La oscuridad es total. Sólo a veces un fragor de voces sin batalla altera la paz de la calle Leganitos.

—Cuando dijiste lo de darle pasaporte a Jota, sólo era un farol.

—Hostia, Chico, bufff. Que te he dicho que te estés quieto.

—Te pone cachondo cuando hablamos de matar. Lo estoy notando. Ha, ha, ha.

—Quieto, bufff, mamón.

—¿Lo dijiste en serio? ¿Lo de matarlo?

—Lo he pensado mejor. No le vamos a decir nada. ¡Ahhh!

—La pesta ya tiene que haber encontrado el cuerpo de la gitana.

—Pero el del gitano, ay, ah, no lo van a encontrar nunca.

—Eso si no ha salido a morirse fuera del vertedero. Era un gitano muy grande y no le metimos, todo.

—Con lo que le metimos ya es bastan…, bastante.

—Si lo encuentra la pesta con tu documentación, vas jodido.

—Vamos. Vamos jodidos.

—Tú no me harías eso. Te callarías la boca.

—Con lo bien que íbamos a estar en el talego tú y yo juntitos…

Cuando pasa un rato y los ojos de los muertos se acostumbran a la oscuridad de la habitación, se pueden distinguir los cuerpos de Grande y de Chico abrazados en trenecito sobre las sábanas de la cama enorme. Una imagen grotesca que a los muertos de muerte no natural no les provoca ninguna risa.

XXXI

Antes de salir de casa, dejé a Mercedes limpiando el salón con su runrún de gata buena recorriendo la alfombra. Me gusta ver cómo se menea de un lado a otro con sus redondeces plateadas, parpadeando en la oscuridad de la casa.

—Ahí te quedas, amor mío. Déjalo todo bien limpito. Yo vuelvo enseguida. Aunque, si tardo, no te preocupes. Ya sabes cómo es O’Hara.

La compañía es algo muy importante en la vida de un policía. No tanto el amor. Además yo, con mi cara, tampoco nunca pude aspirar con garantías a que me amara nadie. Ni siquiera mi mujer o mis hijas. Ya, de pequeñas, Merceditas junior, Marta y Laura se echaban a llorar en cuanto su papá llegaba a casa. Yo, entonces, prefería imaginar que el llanto de mis niñas era intuición de la suciedad, el asco y la muerte entre los que había pasado el día su papá, recogiendo tripas humanas de la M—30 y metiéndolas en bolsas oscuras; rescatando a bebés violados e intoxicados de heroína por unos padres más ignorantes que perversos; entoligando a putas menores que te ofrecían amor eterno a cambio de que las dejaras darse el piro; soportando las vomitonas de conductores borrachos; persiguiendo por las calles a jóvenes neofascistas musculados a los que sólo O’Hara era capaz de dar alcance y un par de hostias; levantando falsos suelos de bares para sacar un par de kilos de jaco cortado con estricnina… Esas cosas.

Muchos compañeros, con el paso de los años, acaban con la tripa llena de pus, los dedos hinchados de ganas de matar, la boca alentada de podredumbres, el corazón sistoleando racismo y la conciencia alcoholizada. He calculado a ojo, en noches meditabundas, que eso les ocurre a los compañeros bajo cociente intelectual 115 escala WAIS—3, la de Weschler. Por encima de este nivel, los guripas ganamos en comprensión con el tiempo y la quema; nos volvemos blandos pero implacables, humanistas de gatillo fácil que en la noche lloran a sus muertos; nos alcoholizamos y nos despreciamos, y un día huimos de nosotros mismos —después de que ya todo el mundo haya huido de nuestro lado— con el cañón de la Beretta en la sien, la botella de valor casi vacía sobre el escritorio y un último cigarro negro en la boca. Yo tengo un paquete en el escritorio, aunque no fumo. O’Hara siempre lleva tabaco encima.

Me metí en el Mirlitón, un bar de Lavapiés, casi orillita del Rastro, que desde hace un par de años lleva un matrimonio bosnio, ella con cara de haber sobrevivido chupando pollas a militares serbios y él con dureza en los ojos de haberse vengado muy cruelmente de cada uno de ellos. Pero ahora son buenos chicos. Sólo trafican unos menudos de caballo afgano cuando hay crisis. Nada que objetar si tu WAIS—3 está por encima de 115. Nos huelen, nos soportan y jamás nos cobran una copa, por mucho que yo insista (O’Hara, que nunca tiene pasta, no insiste jamás).

—¿Por qué nunca tienes pasta, O’Hara?

—Porque un caballero nunca escamotea a sus amigos el placer de invitarlo.

En el bar sólo estaban el matrimonio regente y tres parroquianos de sabe Dios qué aldea bosnia arrasada. Hablaban bajo, como todos los bosnios, con la confidencia de pueblo perseguido ínsita hasta en sus confesuales gestos y en sus ojos azulísimos de haber reflejado mucho horror. Eran jóvenes, fuertes y fibrosos. Con buenos cuerpos para trabajar, joder o matar. No tuvieron que bajar la voz cuando entré. Además, nunca se me dio muy bien el bosnio, el croata o el serbio. Son idiomas ideados para gente que se debe estar callada. Pedí una copa de
sljivovica
que traen de contrabando desde Bugojno en camiones oficialmente fruteros, donde también se esconden jovencitas que van sembrando por los prostíbulos de carretera desde Port Bou hasta el Madrid afuerino, donde los picoletos siempre rompen más los cojones que en otras carreteras de la ruta.

O’Hara y yo no habíamos quedado. Pero supuse que querría verme aquella noche. Me dio tiempo a jubilar tres copas antes de que llegara. Olía a whisky, a ginebra, a ron, a Martini, a no haberse duchado después de follar; respiraba con una piedra de farlopa aún atascada en la nariz y su ropa arrugada exhalaba tufillo a costo afgano.

—Tienes buen aspecto —le dije.

—Tú cada día estás más guapo —me dijo.

Se sentó y levantó la mano. Erika la bosnia acudió antes de que su marido intentara adelantarse. La mujer se limpiaba las manos en el mandil como si así se pusiera guapa para recibir a su galán. Los dos sonreían. Erika era bella, aunque la crueldad humana la había engordado y arrugado prematuramente. Tenía las manos rojas de fregar y en las mejillas un rubor eterno de mujer que ha sido mil veces avergonzada.

—La bella Erika —declamó O’Hara—. ¿Cuándo vas a tener un hijo que se me parezca?

—Ay, no, no, no. Yo no quiero un hijo que se parezca a
algún
policía —respondió ella riéndose y sin dejar de frotarse las manos en el delantal—. Ni siquiera a tú.

—Me lo tomaré como un piropo.

—¿Un priopo? ¿Qué es un priopo?

—Una errata muy acertada. Tus priopos son priápicos —añadí yo, recibiendo de O’Hara una mirada afectuosamente despectiva.

—¿Nos traes una botella de esa
sljivovica
tan rica que os metéis de contrabando y dos copas? ¿Qué tal Mercedes? —me preguntó cuando Erika se fue al otro lado de la barra.

—La dejé en casa, aspirando.

—¿A estas horas?

—Es muy silenciosa.

—¿La aspiradora o Mercedes?

—Las dos. ¿Traes algo nuevo?

—Una mujer.

—¿Otra?

—Una mujer rara.

Miré con escepticismo sus pupilas dilatadas que disimulaban las rojeces de sus ojos.

—¿Tan rara como los niños?

—La novia del Tirao cuida a un niño raro.

—¿Ya empezamos otra vez, O’Hara?

—Al llevarlo al colegio, los seguí y ella empezó a darle una manta de hostias. He dado instrucciones de que la suelten con cargos esta noche. Pero no he pedido una orden de registro de su casa. Voy a ir a pelo. Creo que, si voy sin mandato, se acojona más que si lo llevo. Algo nos contará.

—¿Tan fuerte fue la paliza que la podemos putear así?

—Fue una paliza rara.

—Joder, O’Hara. Estás perdiendo aquella gracia que tenías para adjetivar.

O’Hara bebía una copa por minuto. Mientras hablaba, rellenaba el chupito. Y durante mis réplicas apuraba la copa de un trago sin desclavarme sus pupilas saturnales.

—¿Tú qué tienes? —me preguntó.

—Quizá nada. Cruzando los datos de las mujeres, no hay muchos puntos comunes. Lo mismo con los niños esfumados. Pero hay un detalle.

Bebí un trago y pensé bien lo que le iba a decir, porque no hay nada peor que darle información desviada a un genio loco.

—La compañía de colocación.

—¿La compañía de colocación de quién?

—De las madres.

—De las madres raras que cuidan niños raros —dijo misterioso.

—Ya empezamos. —Bebí un trago, más para que O’Hara no siguiera bebiendo que por apetencia—. Todas fueron colocadas a través de distintas fundaciones humanitarias que operan en España. Más o menos una decena: Funinfancia, Vive, Integración, una tal Asociación de Padres de Todos los Niños…, y Sanitale.

—La furgoneta que quemaron los gitanos.

—La furgoneta que quemaron los gitanos —repetí.

—Para hablarme en repetido, podrías haberte traído al loro. ¿Qué más?

—Los donantes.

—¿Qué les pasa a los donantes?

—Todas las personas que han contratado a las madres gitanas que han perdido niños son donantes de alguna de estas fundaciones.

—Es normal. Son asociaciones integradoras de ex yonquis, ¿no?

—Sí, pero hay muchos donantes que dan cantidades razonables. Digamos seiscientos euros al año, trescientos, cien… Todas las familias de tus niños raros han tirado la casa por la ventana. No sólo han contratado a las gitanas huérfanas de hijo como limpiadoras o mucamas o como se diga ahora. Yo nunca he tenido. Han aportado una media de medio millón de euros por barba.

—Joder para las buenas conciencias —exclamó O’Hara atragantándose con el licor.

—Algunos quinientos mil pavos cada año durante tres o cuatro. Otros han llegado a tres millones de un envite. Eso sí, siempre a través de empresas y fragmentado, para que no cante mucho. Nunca personales. Pero, como no me estás jodiendo en el despacho, he tenido tiempo a rastrear el origen del dinero.

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