Puto teléfono.
—O’Hara —la voz de Ramos.
—Hola, Pepe. ¿Por qué me llamas de número oculto, como una novia?
—¿Qué hacías? —como una novia.
—Escribía los cuadernos. ¿Sabías que con la crisis se mueren menos obreros del andamio?
—Leí los periódicos.
—¿Y qué te parece, Pepe?
—Me la trae floja. Los obreros en este país ya nacen muertos. Me la pela que se caigan o se descaigan.
Ramos, de joven, había militado con Carrillo, como todos los feos de su generación. La barba ortodoxa les escondía la fealdad y hacía destape con su ideología. Uno veía a un barbudo entrando al metro y ya se sabía de qué iba la cosa. Imagino al joven Ramos silencioso, atendiendo concentradamente las palabras de líderes más dióptricos que él en cualquier cineclub cucarachero de felpa y polvo mientras reojaba los escotes de las camaradas. Esos escotes que las camaradas nunca se dejaban destapar porque las barbas besuconas, sobre todo las de los troskistas, irritaban mucho los pezones. Y porque el feminismo no se ha inventado para follar más.
—¿Vamos a quedarnos así, sin hablar, como un par de gilipollas? ¿Dónde estás? —como una novia.
—Aquí, en el Parque de las Avenidas, haciéndole una sombra al Manosquietas. Creo que le hemos dejado sin jaco y que lleva un mono del quince. Se dio un garbeo por la Cañada. Pero supongo que no consiguió pillar. Después montó un dios en la Sanitale a punta de navaja.
—Joder. ¿Hubo heridos?
—No, no. Le dejé hacer. Y me ha traído aquí a las Avenidas. Llevo una hora en el buga, escribiendo los cuadernos.
—¿Quieres que me acerque?
Ramos nunca me preguntó de qué iba esto de los cuadernos, pero noto que es algo que le tranquiliza. Debe de ser porque intuye que, cuando escribo los cuadernos, no me pongo de nada, ni coca ni
hash
ni alcohol ni MDMA ni chinos ni setas ni pirulas. Es una manía que me da cuando empiezo con los cuadernos.
—No, vete a casa con Mercedes y las niñas —dije—. Aquí no va a pasar nada. Seguramente ha venido por unas dosis y ni siquiera lo voy a trincar. ¿Tú tienes algo nuevo?
—Nada. El jaco que le limpiamos al Manosquietas no es el mismo que mató a la Muda. El que mató a la Muda es un albanés de la hostia. Vena fina.
—¿Se sabe algo del Tirao?
—Nada. Perdido.
—¿Y del Bellezas y de su chica?
—Nada tampoco.
—Joder con los papás de la niña. ¿Cómo pudimos perderlos así? Va a haber que hablar con el Perro, Ramos. El viejo tiene que saber dónde se pueden esconder su hijo y su nuera, coño.
—Yo me encargo. Pero no te aseguro nada. Ya sabes cómo está el juez con el tema.
—Te cuelgo, Ramos. Que parece que hay movimiento en la casa.
Era una casa de doble planta, de las pocas que quedan en el barrio entre viejos edificios de protección oficial o erigidos para familias de militares. La calle Ruiseñor estaba tranquila y yo aparcado decentemente gracias a la pintura verde que había pintado en el suelo el alcalde, aunque no de propia mano. La puerta del número 13 se había abierto, había dejado asomar una cabecita escrutadora y se había vuelto a cerrar. Las puertas o se abren o se cierran. Las puertas a medio abrir siempre entreabren miedo o sospecha. Me bajé del coche desabrochando la sobaquera y me acerqué pegado a la pared hasta el portal 11. Encogí la barriga por si Manosquietas echaba el ojo otra vez antes de salir a la calle. Lo hizo con ruido y poco cuidado. Una bolsa de deportes que no llevaba al entrar le dificultaba los movimientos.
—Manosquietas, haz honor a tu nombre. ¿Qué llevas al hombro?
Intentó revolverse con una faca en la mano y le metí tal hostia que atravesó el umbral y se perdió su sombra en el corredor oscuro. Entré después de comprobar que nadie me había visto desde las aceras y los balcones. Tardé en acomodar las pupilas a la penumbra del zaguán. La navaja brillaba sobre el suelo de terrazo y la recogí después de cerrar la puerta detrás de mí. No se oía un ruido en el interior de la casa de los Soros. Me acerqué al Manosquietas, levanté su cuerpo blando, amartillé el fusco y caminé escrutando oscuridades con el guiñapo semiinconsciente haciéndome de escudo humano. En el salón, la tele iluminaba la nada con el sonido a cero. En la habitación de al lado, cuatro ojos demasiado abiertos no me hicieron preocuparme por el hecho de ser tres contra uno. Nunca me he acostumbrado al olor que dejan los recién destripados. Me recuerda a mi infancia en la aldea, cuando venía el matachín a la matanza del guarro. El muerto más cercano a mis pies era un chaval de unos quince años, grandón, con acné. Estaba boca arriba, aún intentándose sujetar los trozos de intestino entre los dedos. El que estaba más lejos era su padre, sin duda, más pequeño y estilizado pero con la misma exacta expresión. Siempre me ha sido muy difícil encontrarle parecidos a los recién nacidos con sus padres. Cuando están muertos padre e hijo, la cosa se simplifica, porque se les pone la misma cara. La cara de muerto idéntico debemos llevarla impresa en alguna cadena muy bien atada del ADN. El padre había caído de perfil, apiolado de un solo tajo en el cuello. Había sangre como para volver a rodar toda la filmografía de Sam Raimi.
Revisé la casa con el Manosquietas por delante y no me encontré a nadie más, ni vivo ni muerto. Me alegré de verdad. Me apetecía un rato de intimidad con Manosquietas.
—Ahora vamos a ver qué te llevabas en la cartera del cole, flamenco. —Abrí la bolsa y descubrí diez ladrillos de heroína sellados con una cabeza verde de papaver: yo ya había visto más veces la marca: jaco afgano cristalizado, tan rico y tan alcalino que, si no lo cortabas bien, te podías pasar de viaje en un descuido—. Esto no lo colocas por menos de a cuarenta mil el kilo, ¿eh, Manosquietas? ¿Cuánto hay? Cinco kilitos, ¿eh? Cuatrocientos mil pavos. Eres el puto rey del mambo, Manosquietas.
—¿Qué te pasa? ¿Que quieres que hable solo como los pirados? No, Manosquietas. Este cura no habla solo ni con Dios.
—¿De quién es el jaco?
—Yo no he sido. Yo me los encontré así, señor, de verdad se lo digo por mi madre.
—¿Tienes llaves de la casa? ¿O a lo mejor te abrió el chaval antes de que se le salieran las tripas solas?
—Yo tengo mis derechos, señor. Yo no voy a decir nada hasta que venga mi abogado.
—Esos dos también tenían sus derechos, Manosquietas. Mira qué cara se les ha puesto de tantos derechos que tenían. Nadie sabe que yo estoy aquí contigo. Solitos los dos, como dos maricones. ¿Quieres que te dé por el culo con este consolador que llevo en la mano?
—Usted es policía…
—Eso no quita que sea más hijoputa que tú. Más bien todo lo contrario. ¿De quién es el jaco, por si pregunta alguien en objetos perdidos?
—… —pero yo sonrío.
—… —y guardo, con esfuerzo, la sonrisa.
—Del Bellezas. Es del Bellezas. Él se dio el piro y me dejó colgao.
—Y tú viniste a por tu parte. Y estos dos se pusieron flamencos. Y fue en defensa propia, ¿no es así?
—Sí, así fue, señor. Los Soros nos estaban robando el pan de nuestros hijos, señor. Ya ve usted que yo colaboro, que a mí los payos nunca me han hecho mal ninguno.
—Ni tú a ellos.
—¿Cuántos años tienes, Manosquietas?
—¿Q… qué?
—Que ¿cuántos años tienes? Pregunta del Trivial.
—Treinta y uno, señor.
—Qué juventud. Aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria de las flores, no hay que afligirse. Porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo. ¿Conoces a Wordsworth, Manosquietas?
—Yo no tengo nada que ver. No hay ningún guiri en el negocio. Se lo juro, señor.
—No te preocupes por el guiri. Era de Cumberland. Ya sé que no estaba metido en el negocio. Escribía poesías.
—¿Ve cómo no le miento, señor?
—Treinta y un tacos, ¿eh?
—Sí, señor. El 11 de diciembre hago los treinta y dos, si es de su interés.
—Saldrás del tambo recién cumplidos los sesenta, si el Perro no se entera de que estás traicionando a su chaval.
—A lo mejor te podrían dar la condicional con cuarenta y cinco.
—Si te portas bien antes de que vengan mis compañeros a ponerte las pulseras…
—¿Me entiendes? Y nadie se va a enterar de que has sido tú el que se ha ido de chusquelona con la pestañí. Eso te lo garantiza este cura.
—… —Miro el reloj de pulsera que no llevo.
—¿Quiénes son los dos boquiabiertos? Por empezar a charlar de algo.
—Los Soros. El Bellezas los usa de mulas a veces y otras veces de almacenistas.
—¿Cuánto hay en la casa?
—Había seis… Lo demás está debajo de la cama.
—¿Por qué no te lo llevaste todo?
—Pesa mucho. Para mí hay bastante.
—¿De dónde sacó el Bellezas pasta para tanto jaco?
—No lo sé. Hace dos semanas me dijo que tenía el material y que lo ayudara a cargarlo hasta aquí.
—¿Pasta del Perro?
—El Perro no es de drogas desde hace años. Le traía al hijo más derecho que un guante. El Bellezas, hasta este golpe, había andado de kilo en kilo como mucho.
—¿Quién se llevó a la niña Alma?
—Por mis muertos que eso no lo sé yo.
Lo mareé durante un par de horas más sin sacar nada en limpio. El olor a sangre caliente me provocaba arcadas. Estábamos los dos sentados en la cocina, bebiendo whisky. También nos fumamos un chino con la heroína de los Soros. Manosquietas hasta se olvidaba, yo creo, de los dos muertos y de los treinta años de talego que le esperaban dentro de un rato.
—Lo último, Manosquietas. ¿Quién hostias quemó la Sanitale el otro día?
—Fue el Bellezas. Bueno, fue sobre todo el Perdigón, el que yo visité en la Cañada esta tarde, cuando usted me andaba detrás.
—Y ¿por qué?
—Bueno, los gitanos le echan la culpa de lo de la niña.
—¿De lo de la niña Alma?
—Sí, claro.
—¿Cómo que claro? ¿Y por qué le echan la culpa a las ambulancias? ¿A esa puta monja?
—Ay, a mí no me pregunte. Yo sólo soy un mandao. Pero se dice que son los payos…
—Lava estos vasos y vacía el cenicero en el váter.
Obedeció. Comprobé personalmente que el desagüe se había llevado las colillas de nuestros cigarros. El albal de los chinos lo envolvimos y lo arrojamos a la basura sin preocuparnos más.
—Bueno, Manosquietas. Hasta aquí hemos llegado. ¿Sabes si estos Soros gastaban hierro?
—Supongo.
—Pues vamos a buscar.
Buscamos un arma por toda la casa sin encontrarla. Sólo faltaba el cuarto de los fiambres, que levantaba ya un dedo de sangre del suelo.
—Venga, entra.
—¿Qué?
—Que entres a buscar si hay algún hierro escondido en la habitación.
Yo no podía mancharme los pies de sangre. Mis colegas hubieran saboreado mucha nata del pastel y no tenía ganas de que un dulce adelantara todavía más mi jubilación. Manosquietas chapoteó en el fango a medio coagular y encontró una Sig-Sauer en el cajón de la mesilla.
—Cógelo por el cañón y déjalo encima del fiambre viejo.
Se movía entre los dos muertos con la cautela de dibujo animado que tienen los padres jóvenes en las habitaciones de sus hijos dormidos. El chapoteo leve de la sangre, un sonido parecido al de los besos babosos de mejilla, me provocaba cada vez más náuseas.
—Ahora mete las manos en la sangre y mánchate la ropa y la cara. —Me miró con incredulidad—. Venga, joder. Que no tenemos toda la noche.
Obedeció.
—Ahora ven hacia mí, coge la bolsa de la heroína y camina en dirección a la puerta de salida.
Abrí y comprobé que ni en la calle ni desde las ventanas nos observaba nadie. Me planté a dos metros de la puerta.
—Acércate hacia mí.
Y, cuando estuvo a mi alcance, le solté otro guantazo. Levanté su cuerpo derruido y le llevé al umbral de la puerta.
—Recuérdalo. El Soro viejo tiró de fusco y los apiolaste a los dos. Estabas pasado, que es atenuante. Cogiste la heroína y yo me crucé contigo al salir y te di el alto. ¿Lo has entendido?
—Sí, jefe —me contestó sangrando por la boca y sonriendo con una sonrisa beatífica que no se me olvidará nunca. Saqué el móvil y marqué—. Oye, soy O’Hara. Tengo dos fiambres y a un fulano muy manchado de rojo. ¿No os parece un poquito sospechoso? Mandad a alguien. Calle Ruiseñor, 13. En Parque de las Avenidas. Os espero dentro de la casa. No quiero dar el espectáculo.
La voz dulce que inunda el blancor carece de entonación, de aliento, de resonancia humana, de eco, de sexo. ¿Te acuerdas, Tirao? Aquella voz… Trabajabas en el aeropuerto de Barajas. A jornada partida. El mejor carterista de Madrid.
—Por su seguridad personal, rogamos mantengan su equipaje a la vista en todo momento; recuerden los señores pasajeros que, diluidos en nuestra edénica civilización, hay gitanos con navajas, maleantes de toda laya, prostitutas, carteristas, sidáticos, ralea, inmundicia, turbamulta, izquierdistas, violadores de niños. La dirección del aeropuerto no se hace responsable de sus valijas hasta que hayan sido facturadas. Si los señores pasajeros desean presentar una queja o una reclamación, les agradeceremos que desistan: haber pensado antes en manos de quién depositan su voto, joder.
—Sole, está sonriendo.
El cabrón del Tirao se ha dado cuenta de que soy yo. Me conoce. Hemos pasado muchas horas juntos. Hemos asaltado muchas gasolineras juntos. Hemos enterrado a su padre y a su madre juntos.
—Bueno, ya lleva un par de horas sin convulsionar. No me extraña que sonría.
—Anoche te asustaste, ¿verdad?
—Quiero mucho a este gitano, niña. No lo conozco y no sé por qué, pero quiero mucho a este gitano.
—Huele un poco. ¿Quieres que le cambie yo el pañal?
—No, vete un rato al salón e intenta dormir un rato. Al Tirao no le gustaría que le cambiaras tú el pañal.
La planta de psiquiatría del hospital. Cuerdas. El colchón y las sábanas empapadas de sudor. Olor a vómitos, a diarrea, a orina concentrada de riñones resecos, a formoles, a últimos alientos sin últimas voluntades; no me cambies de tema, Tirao; no profundices; el terror se disipa si profundizas, si piensas, Tirao; no quieras pensar demasiado. Si piensas, nunca conseguiré que tu terror se transforme en horror, y entonces te venza para siempre. No te vayas contra las cuerdas, Tirao, cobarde. Si no logro convertir tu terror en horror, quizá seas capaz de salir a la calle y no apañarte otra dosis, y entonces ya no podré volver a habitar dentro de ti, y mi trabajo es habitarte, no tengo casa. No me mires así. Es lo mismo que hace el ser humano con los planetas, con los jardines, con los sitios.