Cuando se metió la mano en el bolsillo, sin levantarse, se me aceleró el corazón.
—No te lleves la mano a la faca que estoy sacando cincuenta napos para aliviarte —me dijo.
—Gracias —retiré la mano del bolsillo de atrás.
Me arrojó el billete a la mesa como se arroja la comida a los gorrinos.
—No tienes ni idea de dónde se ha guardado el Bellezas, ¿eh?
—Te juro que no lo sé —confesé—. ¿Has oído tú algo?
—Algo he oído.
—¿No se puede saber?
—Se puede, porque es historia de lengua que se lo ha oído al vecino del sobrino de su hijo, o cosa así. Chismes.
—A ver.
—Que se le vio con tres payos con facha de principales donde los Soros, y que se llevaron un kilito del jaco albanés para hacerse una fiesta particular. ¿Y sabes quién se dice que eran los principales?
—No.
—Del negociado de la monja gorda a la que quemaron el chiringuito. —Sonrió, el hijoputa—. No sé por qué la gente de ley pudo hacerle algo así a esa monja paya.
El hijoputa me miraba a los ojos con su sonrisita navajera, pensando aún si yo llevaba un micrófono o una grabadora para contentar a la pestañí. Recordé que el Perdigón se había trepado aquella noche por encima de la chepa cobarde del Bellezas para azuzarnos a todos a quemar la Sanitale. La madre que te parió, gitano falso. Cogí los cincuenta euros y me los eché a la faltriquera, que se dice.
—Bueno, Perdigón. Me tengo que marchar.
—Vete donde los Soros. Hazme caso. Ellos te darán lo que necesitas y te dirán lo que quieres saber. Y al Bellezas tampoco le vendría mal saber con quién se está jugando los cuartos. Como dicen esos tres del dedo en la nariz, los Soros tienen la larga muy lengua, Manosquietas.
—Te traigo la guita en unos días, Perdigón.
—Olvídate, hombre. Pero no me vengas por aquí, que tengo la mosca.
—Ya te veo. No te apures.
Fuera del chabolo llueve y hace calor, pero hace invierno. Me cago en la puta madre que parió al Perdigón y al Bellezas. No, no llueve. Es mi sudor, que me gotea el cuello de la camisa. Me cago en. Lo tenía que haber rajado de medio a medio. Los rumanos, como siempre, están sentados a las puertas de sus chabolos, como las viejas. Se protegen unos a otros. Se miran cuando paso. A éstos no les agencio yo ni un potito bledine. ¿Me conocéis? No. ¿No? Pues no mirar para mí, que me desgasto. Pero miran. Miran azules desde sus sillas de tijera plantadas en las puertas de las casas. Coches pasan despacio, buscando. El mío, ¿dónde está? Se me caen al barro las llaves del coche y los rumanos vuelven a mirar. Mierda puta. Con un chino me apañaba. Si el Perro no se hubiera cargado al tonto, todo seguiría igual, y ahora no me estaría pasando esto a mí, el Manosquietas, el chulo del Manosquietas. Nadie me veía mover la mano. Nadie. Sólo se enteraban de que la había movido cuando se les clavaba la chirla. Y la sacaba tan rápido que nunca el puño de la camisa se me ensuciaba de sangre. Por eso me pusieron Manosquietas, digo yo. Por eso me lo pusieron.
—Y, cuando el tío se dio cuenta de que le habían rajado la madre y se cayó de rodillas, el Manosquietas ya estaba en el bar de al lado pidiéndose su orujo con la faca limpia en el bolsillo de atrás.
Esas cosas se decían de mí. Esas cosas. Y no las decían mis compadres, ¿eh? Las decía la gente. La opinión pública, ¿eh? Y yo sin escucharles, con mi faca limpia en el bolsillo del culo, como un picador de Las Ventas. Y ahora este hijoputa del Perdigón que ha estado rebajándome. Delante de sus propios hijos. A ver, cuando se hagan grandes, qué cara tú pones cuando los entierres de mano mía, Perdigón. A los tres. Que quien calla no se olvida, Perdigón. Que no se olvida el que se calla.
—Del negociado de la monja gorda a la que quemaron el chiringuito. —Sonrió, el hijoputa—. No sé por qué la gente de ley pudo hacerle algo así a esa monja paya.
Si fuiste tú, hijoputa. Fuiste tú quien la liaste. ¿Dónde está mi coche? Allí, está allí. Hay que joderse, subir la loma. Tu puta madre, Perdigón, tu puta madre no darme nada. Yo que vi la noche de la Sanitale cómo te arrancabas una tajada de veinte centímetros de cocaína de la buena, cabrón, y tú eres el que me dice que no tienes para darme un chino, tú, cabrón, que lo que quieres es que yo y el Bellezas acabemos en el tambo como el Perro, no te jode, para ser el primer bostaris que se encarama a baranda, ¿eh? Que yo te huelo, Perdigón. Que yo te huelo. Pero tú no te llegas a lo más alto sin que antes mi mano sienta el calor de tus tripas, sin manchar yo mis puños de la camisa, que esta vez no me van a llamar el Manosquietas, Perdigón, que esta vez voy a ir yo muy despacio. Para dentro y para fuera de tus tripas asquerosas, muy despacio, Perdigón. Tú muy quieto y yo que voy a rajarte muy despacio.
—Un gato cayó en un pozo, las tripas hicieron cuá, arremoto pitipoto salvadito tú estás.
—Putos niños…
—Un gato cayó en un pozo, las tripas hicieron cuá…
—Que no me he caído, hostias. Que sólo me he resbalado.
Los niños salen corriendo mientras me levanto. No me he caído. Me he resbalado. Nada más que me he resbalado. Pero, si me hubiera resbalado, y si me estuviera levantando, el cielo no se vería ahí arriba, temblando; es el cielo el que está temblando; nubes de algodón pasan la bayeta a lo azul; hay una mujer invisible limpiando los azulejos del firmamento.
—Señor, aquí tenemos médicos. ¿Quiere que le ayude? Se le han caído las llaves del coche.
Dejo que los dos niños me ayuden a levantarme. El cielo ya no tiembla. Tiemblan las chabolas delante de mí. Hombres y mujeres que me miran como si no me pasara nada, como si estuvieran acostumbrados a ver lo que están viendo. Yo también estoy acostumbrado a ver lo que están viendo pero en otros. ¿Dónde hostias estás, Bellezas? ¿Dónde hostias estás? Sal de ahí y dame lo que me debes.
La Sanitale de aquí es más grande y más nueva que la que quemamos en el Poblao. Y los niños que hacen cola van más limpios que los del Poblao. Algunos no parecen gitanos. ¿Turcos? ¿Búlgaros? ¿Rusos? Joder, no sé qué hace aquí tanta gente.
—Suba. —La enfermera no es como la monja gorda, pero tampoco es un bombón—. Echadme una mano.
Mira hacia atrás y del interior de la Sanitale salen dos chicos jóvenes y fuertes que me sientan en una camilla.
—¿Qué tal se encuentra? ¿Tiene ficha con nosotros?
—Me duele mucho.
No sé por qué no puedo casi hablar ni por qué pienso tanto, qué hostia. Pensar tanto no debe de ser muy bueno. Me duele la cabeza. Me duelen los brazos. Las piernas están tan duras como cuando de chico me daban tirones de tanto correr con lo robado.
—¿Me entiende usted? ¿Tiene ficha con nosotros?
—Tenía ficha y polen, pero ya no tengo nada. ¿No me pueden dar algo? Me duele. Me duele mucho.
—Ahora le damos algo.
Hacía mucho que una chorba no me hablaba así. Las hembras hablan de otra manera. Las payas tienen una cosa que no es chulería, pero es muy parecida a la chulería. Puto chochito, si te pillara.
—A ver, esto le va a calmar.
Como a un viejo. Me está tratando la puta como a un viejo cuando me inyecta. Qué gusto. La metadona no es lo mismo, pero te da este momentito tan guay. La puta esta me limpia el pinchazo. Lleva guantes. ¿Qué se ha creído esta puta? ¿Que tengo la peste?
—Está con un mono del quince —le dice al payo joven, un guaperas. ¿Qué hace aquí un guaperas?—. No sé si deberíamos llamar.
—Espera un poco, ¿no?
—Me quiero ir —dice la voz de un chavo, el chavito que estaba sentado en la silla giratoria con tubos en la vena. Para que vaya aprendiendo. En la oscuridad de mis párpados veo colores jugando.
—Espera un poco, Miguel, que este señor está muy enfermo.
—Que Miguel se vaya. Desenchúfalo tú. —La voz de la pava fea, que se conoce que es la baranda de aquí.
—Joder, Malena, que este niño…
—No hace falta que me digas lo que le pasa a Miguel —contesta la fea sin gritar—. Hazme caso.
Noto que la fea se inclina sobre mí, su olor a hembra. Todas las mujeres huelen bien cuando tienes los ojos cerrados.
—Mira que si tiene una parada… Éste está para parada. ¿Me oye usted? ¿Se encuentra usted mejor?
Por mis cojones que te voy a decir yo algo, guarra. El Manosquietas se está calladito hasta que pueda levantarse y salir de naja, que se hace tarde y los chavales tenemos que irnos a dormir.
—¿Le cojo la documentación y le hago ficha?
—Todo tuyo —dice la fea, como si a mí se me pudiera regalar.
El guaperas se me viene encima y, antes de que me acerque la mano a la cartera que llevo en el bolsillo de la camisa, él ya tiene la punta de mi faca en el cuello. A mí nadie me toca ni la cartera ni los cojones.
—¿Qué hace? Tranquilo.
—Sois vosotros los que no os podéis poner nerviosos.
Los yonquis de la metadona no mueven ni el alma. Me miran con sus ojos de vena gorda sólo preocupados por su dosis. Cómo estarán mis ojos, me cago en Dios. Los chaveas también me miran pero no asustados. Esto es como una de esas películas que echan en el plasma, ¿eh? Yo soy el matachín.
Al salir de la Sanitale, la luz gris de la tarde me ciega un momento. Corro al coche y salgo echando leches. Primera, segunda, tercera, cuarta, quinta. No vendería este buga ni por todo el jaco de los Soros.
Los Soros son medio payos. Bostaris. Anduvieron de poblao en poblao buscando asiento, pero nadie los quería cerca. Traían mala leyenda de no sé qué pueblo de Badajoz. Y un bostaris no puede andar por ahí con malas leyendas. Menudean por el Parque de las Avenidas. La gente no se chotea de ellos porque la Sora es paya, y es de las que hacen sociedad con las vecinas. No es fea, la Sora. Ha sacado unos ojos negros como si hubiera sangre vieja de la nuestra en el pozo de su estirpe.
—Hola, Sora. Qué raro que te hayas salido tú a abrirme.
—¿Qué pasa, Manosquietas? El Luis se ha bajado a comprar tabaco y a beberse su anís.
—¿No me invitas a pasar?
Los Soros viven como los payos. Da gusto tanta limpieza. En el salón, un hombretón de catorce años, más largo ya que el Bellezas, mira en el plasma un programa de famosos.
—Éste es mi Luisito. ¿Quieres tomar algo mientras llamo al Luis y se te sube?
—A ver, pues un whisky. —Y, ahora, amparado detrás del ruido alto del plasma—: ¿Y no tendrás por ahí otra cosita, que ando algo malo?
Sus ojos de estirpe tienen miedo. Pero su voz, no.
—Se te sube el Luis en dos minutos, Manosquietas.
Y, en dos minutos, el Luis ya se ha subido.
—Coño, Manosquietas —me saluda sin mucho amor—. ¿Qué te trae?
—Negocios. Vengo de parte del Bellezas.
Al Soro se le ha borrado la sonrisa. Se le ha borrado hasta la boca. En esto se le ve bostaris. Es en estas cosas en las que se ve bostaris a los Soros.
—Luisito —le dice al hombretón de catorce años—. Zumba para tu habitación. Para tu habitación, ¿eh? Me has oído. Y dile a tu madre que vaya de recado donde la Caspa, que me la he encontrado en la bodega y ya tiene lo que nos debía.
El hombretón levanta su hamburguesa de noventa kilos sin nervio ni prisas. Que se quede en la habitación tu hijo, Soro, cobarde. Que a tu hijo le saco yo los kilos que le sobran por la tripa de un solo tajo si se os ponéis chulos los dos.
—¿Qué te trae, entonces, Manosquietas?
—Lo primero, déjame que haga un chino con lo que llevas encima, Soro.
Ahí le he dado, al cabrón. Se me pone tenso en la silla.
—Yo aquí no tengo nada, Manosquietas. Ya sabes que el Bellezas nos ha dicho que ni tocarlo.
—Venga, Soro. Que sabemos lo que sabe todo el mundo. ¿O te crees que nos hemos vuelto gilipollas?
—Déjame que me lo hable yo con el Bellezas.
—Guarda el puto teléfono. Guárdalo si no quieres que te lo guarde yo. Estás enganchado a línea, Soro.
—Compré tarjeta nueva ayer.
—Precauciones, Soro. Tú nunca has entendido eso de las precauciones, ¿eh, Soro? La pestañí te va detrás desde que empezaste a pasear el jaco el Bellezas por el barrio. Nuestro jaco. Ahora saca el material que llevas encima, que voy a probarlo.
El bostaris ha entrado en razón y saca del bolsillo una bolsa de papelas de a medio y un gramo. Le tiemblan las manos más que a mí.
—Joder, Manosquietas. Tú lo tienes que entender, colega. Aquí andamos con los seis kilos parados y eso parado no produce.
—El tema de la pasta ya estaba acordado.
—Pero, cada día que pasa, es más riesgo, Manosquietas. Y están pasando demasiados días. Eso cuesta.
—No me toques los cojones. El riesgo es que la pestañí ya sabe que estás menudeando cosa que no es tuya.
Mientras hablamos, caliento la base de la cuchara que he cogido de la cocina y, cuando se hacen las burbujitas, ya no me tiembla el pulso. La dosis ha sido cuidadosa. No hay que perder los papeles, que el autobús de la alegría no se te para dos veces. Sandiós, qué gusto.
—Está cortada con lo que tenía yo. De lo vuestro sólo hay una pizca de sal, para darle gusto.
—Ya. —Desclavé la hipodérmica y abrí los ojos—. El Bellezas me ha dicho que empezamos a mover. Hoy me llevo cinco kilos, Soro.
—Pero tú ¿andas desquiciado, Manosquietas? Eso no se mueve si el Bellezas no me lo cuenta a mí en persona.
—¿No te fías de mí, Soro?
—No es eso, Manosquietas. No me atosigues.
El plasma mudo enseña las tetas de una famosa en la playa. No sé qué playa será, si aquí es invierno.
—De acuerdo, Soro. Yo me vuelvo con el Bellezas mañana o pasado. Pero quiero ver el material. Quiero ver cuánto falta y adónde está guardado.
—No me jodas, tío. Tengo cosas que hacer.
—¿Te has quedado sordo de tanto meterte, o qué te pasa? ¿Dónde está?
—Aquí, en la habitación del chico.
Las cosas que se hacen bien se hacen rápido. Guardé cinco kilos en una bolsa de deportes que el chaval tenía debajo de la cama. Cerré con cuidado la puerta para no despertar a nadie. Era buena hora para conducir carretera de Toledo abajo, y hacia Polán, donde mi primo tiene el galpón. El rey del mambo tiene derecho a un buen chute y a un buen sueño. Los diez mandamientos lo dicen. O deberían decirlo. Además, necesitaba alejarme del olor denso de la habitación del Soro chico. Hay olores a los que uno nunca se acostumbra.
Al amor hay que echarle, incluso, más imaginación que al sexo, porque el amor es básicamente imaginario. Sin embargo, un coño es tan real que hasta sirve para sacarle vida de dentro. Es como la política de izquierdas. Hay que echarle más imaginación a la construcción del obrero que a la del socialismo o el comunismo. El obrero es tan real que hasta se le puede quitar la vida. Se caen de los andamios como frutas inmaduras de la historia y dejan que su savia aún fuerte y roja se la beban los solados que mañana pisarán las niñas monas con sus tacones. Y yo siguiendo tu taconeo en las aceras. ¿Alguna vez se ha caído del andamio el comunismo en persona?
He pensado en esto porque acabo de leer que la crisis económica ha traído, también, el descenso de las muertes por accidente laboral en España. Es una gran noticia. A partir de ahora los obreros no la van a palmar desde el andamio. Se van a morir al raso, de hambre, que es más limpio. Viva la democracia.