—Joder, qué buena está la puta —dijo Chico al acercarse.
—¿Te la quieres follar mientras se despierta el otro?
—Yo no hago esas guarrerías, jefe.
—¿Tienes lengua? —le preguntó Chico a la gitana con una media sonrisa tecleando en sus dientes.
La Muda, los ojos muy abiertos, agitó la cabeza de arriba abajo. Como estaba muy nerviosa, tiraba hacia arriba del vestido para taparse lo más posible el escote y levantaba la faldita, sin querer, hasta la sombra del coño. Su culo hacía el gesto de arrastrarse en retirada pero sin éxito alguno, porque tenía una viga detrás.
—Los mudos no tienen por qué no tener lengua —dijo Jota acercándose desde atrás—. Doctorcito —apuntilló.
La Muda empezó a sollozar cuando sus ojos se adaptaron a la falta de luz y vio al Tirao boca arriba entre los escombros, con toda la cara empapada en sangre. El ruido de la lluvia era tan fuerte que los hombres hablaban casi a voces.
—¿No lo habrás matado?
—¿Con quién te crees que estás hablando, gilipollas? Ha sido sólo una hostia terapéutica. Te apuesto un cubata a que éste abre los ojos antes de que pasen dos minutos.
Como Chico, por lo que se ve, es más tonto que un haba, sonrió aceptando tácitamente la apuesta y activó el cronómetro de su teléfono móvil. Cuando la pantalla aceleraba sobre los ciento dos segundos y algunas décimas, detuvo el cronómetro y puso cara de desilusión: el Tirao había abierto los ojos.
—Me debes un whisky —dijo Grande sacando una jeringuilla y un frasco del bolsillo. Cargó la hipodérmica mientras Chico se sentaba sobre el vientre del Tirao y le golpeaba las mejillas.
Jota lo observaba todo, indiferente, apoyado en una viga maestra. Ojalá hubiera volado ese edificio algo mejor y se les hubiera caído encima. Grande se agachó en cuclillas sobre la Muda y le puso la hipodérmica en la carótida. Llovía tan fuerte que casi no se podía oír su voz.
—Si no me dices dónde vive tu Charita —le dijo al Tirao—, le meto a ésta el último chute.
—Tiene pinta de ser el primero —gritó Jota, elegantemente, desde más allá del ruido y la sombra.
—Mejor me lo pones. ¿Qué dices, gitano? ¿Matas a una o la matas a la otra?
—Rapidito, que hace mal tiempo y todos nos queremos ir a la cama —se le oyó decir a Jota.
El doctor Grande clavó la aguja y fue inyectando poquito a poco la heroína adulterada en la carótida de la Muda, que abrió todavía más los ojos. Hasta que se le quedaron transparentes. Entonces el enano dejó caer el torso muerto de la gitana, se limpió el traje a manotazos y preparó otra dosis.
—Ahora te toca a ti —dijo sin levantar ni siquiera las cejas.
El doctor Grande se sentó sobre el pecho del Tirao y enhebró la aguja hipodérmica en su carótida. Esperó un minuto. Después esperó un minuto más. Y otro. Y otro. Por fin habló Jota.
—¿Dónde vive tu otra novia? La Charita, la llaman, ¿no?
El gitano tenía la cara llena de sangre. Tan de repente como había empezado, la lluvia cesó y dejó de empapar mi espíritu ambulante.
—Respira, hijo, respira —le decía el doctor Grande al Tirao dándole palmaditas en la mejilla con la mano con la que no sostenía la hipodérmica—. No te me vayas a morir.
—Arakav tut —susurró el gitano casi sin aliento la vieja letanía romaní de su padre: ten cuidado.
—¿Qué ha dicho?
—Lo has desgraciado, doctor. Te has pasado con la anestesia.
—Lo has llevado hasta el nido el cuco —se rio Chico.
—¿Dónde vive la Charita, hijo de puta? —insistió el presunto doctorcito.
Las grietas del Formentera empezaron a filtrar goterones de la lluvia reciente. Una gotera pertinaz se clavaba justamente sobre el cráneo pelado de Grande.
—Me estoy hartando de ti —dijo inyectando una parte de la mezcla de morfina y heroína en las venas del Tirao.
—Métesela toda —ordenó Jota—. Lo has desgraciado, doctorcito. La hemos jodido bien.
—Arakav tut.
Sólo se oían las goteras, sobre todo la que caía sobre la calva del doctor, y el croar lejano de las ranas canoras de la charca, que se habían inspirado con la lluvia. El gitano, sin embargo, seguía sin cantar. El espíritu indócil de la Muda golpeaba la espalda de Grande y tiraba de su cuello. La pobre aún no se había dado cuenta de que estaba muerta. Pasa mucho.
—Clávasela toda —insistió Jota.
—Espera un poco. Los que han sido yonquis se ponen muy efusivos cuando se vuelven a meter. Yo sé de esto más que tú.
La Muda ya se empezaba a percatar de lo irreparable y ahora miraba su propio cadáver. Se agachó e intentó cerrarse los ojos como había visto hacer con sus abuelos. No sé por qué quiso hacer eso, porque los tenía muy abiertos y muy bonitos. El chute le había reventado el corazón sin dar tiempo a la piel para gestos o rictus extravagantes.
Y, de repente, estalló un tiovivo en medio de la noche. Una fiesta de luces y sirenas arriba de la loma, ya casi en Valdeternero.
—¿Qué coño es eso? —gritó Jota.
—Joder, jefe, creo que es la Mercedes.
—¿Cómo que la Merdeces, inútil?
—La alarma de la Mercedes.
—Mata al gitano y vámonos de aquí —ordenó Jota.
Pero, cuando Grande empezaba a vaciar la jeringuilla, el Tirao le dio un empujón y la jeringuilla medio vacía rodó hasta hacerse añicos, como por magia, sobre el cemento.
—Pégale un tiro y vámonos antes de que aparezca la pesta —Jota estaba fuera de sí.
—No hace falta —dijo el doctor con tranquilidad—. Le he metido suficiente para matar a un cerdo.
Los tres hombres salieron corriendo cuesta arriba, salpicando barro y resbalando, tropezando con sombras, latas vacías y nieblas. En lo alto, los cuatro intermitentes de la Mercedes Sprinter soltaban alaridos de luz sobre las ruinas del edificio Guanarteme, ese que yo había volado con sólo tres petardos muy bien colocados una madrugada de lunes. Chico fue el primero en llegar y desconectó la alarma del coche. El silencio de ranas y de muertos volvió a hacerse señor del paisaje.
Cuando llegaron los otros dos, Chico miraba la puerta trasera que habían reventado nada sutilmente la Petrona y el Lacio para llevarse el maletín cargado de jaco y de morfina.
—Teníamos que habernos quedado uno —dijo Chico con expresión de pesadumbre en el centro de su cara—. Ya os dije que este barrio está lleno de chorizos y cabrones.
—Se han llevado el maletín —confirmó el doctorcito.
—Da igual —ordenó Jota—. Pirándose de aquí, no vaya a venir la pasma a preguntar.
Chico se puso al volante, Grande a su lado y Jota detrás. Nada más sentarse, el doctorcito empezó a tocarse nerviosamente el culo. Yo, que lo había visto todo, me eché a reír.
—Joder. Hostia puta. La madre que me parió.
—¿Te ha picado una abeja muerta? —le preguntó Chico.
—La cartera. He perdido la cartera.
—Me cago en Dios —gritó Jota—. Ésta es la puta noche de los muertos vivientes. Mira bien, Grande.
—Que no está, joder. Que no está. Que me ha saltado el botón del bolsillo.
—Eso han sido los gitanos, Grande —dijo Chico, el único que parecía tranquilo gracias a su imperturbable bobaliconería—. Ya te he dicho que son unos delincuentes. Te han robado la cartera mientras los matabas. Son delincuentes hasta el final. Te lo digo yo. No tienen vergüenza.
El discurso de Chico acalló las histerias de los otros dos, que lo escuchaban embobados. Hubo un silencio de segundos largos como un camino de sed.
—¿Llevabas la documentación? —preguntó Jota con los ojos cerrados.
—¿Qué coño voy a llevar en la cartera? ¿Un kilo fruta?
—Bajad y encontrad la cartera. Yo me llevo la Sprinter, no vaya a venir alguien. Déjame el pistolón, Grande. No sean los demonios que te encuentre la pasma con hierro.
—¿Y si hay que matar a alguien?
—Mejor a mano que a máquina. Ya te he dicho que ésta es la puta noche de los muertos vivientes. Venga, zumba. Que se hace de día y papá se enfada si llego tarde a casa.
Chico y Grande bajaron. Jota saltó al asiento del conductor y la furgoneta desapareció por la esquina de García Arano sin encender las luces.
—¿Por qué corres? —le preguntó Grande a Chico cuando caminaban barrizal abajo—. Están muertos.
—Tienes razón, pero es que voy muy cabreado. Me joden mucho estos chorizos. Tener los huevos de limpiarte la cartera en un momento así. No escarmientan, joder. No escarmientan.
—Tranquilízate, hombre.
—¿Tú sabes que a muchos de estos chorizos los han pillado más de cincuenta veces? No lo digo yo, lo dice la prensa. Los cogen y los sueltan, los cogen y los sueltan. Eso sólo pasa en España. Éste es un país de bricolaje. Que no lo digo yo, que lo dice la prensa.
—Que llevas razón, hombre. Que llevas razón. Pero estate tranquilo, que no ha pasado nada.
—¿Cómo que no ha pasado, joder? Aquí es que una mitad de los españoles somos Paco Martínez Soria y la otra mitad, el Vaquilla. Con esa mentalidad este país no puede ir a ningún lado.
—Joder, eso está muy bien dicho, Chico.
—¿Qué te piensas? ¿Que soy gilipollas? También hay que joderse.
—No pienso eso —contemporizó con voz muy suave Grande acariciándole el culo a Chico, que se dejó—. Venga, hombre, que dentro de un rato estamos de vuelta en casa bebiéndonos un vasito de leche calentita.
—A ver si es verdad.
Llegaron al edificio Formentera y se colaron otra vez bajo el techo inclinado del garaje. Chico y Grande encendieron sus linternas y empezaron a proyectarlas a un lado y a otro en busca de su propia incredulidad. Rastrearon todo el garaje sin decir nada. Luego se iluminaron las caras el uno al otro y, al fin, Chico dijo:
—Joder.
Y Grande respondió, aunque no muy crédulo:
—No puede haber ido muy lejos.
Yo vi toda la película en el cinemascope de los ojos bellísimos de la Muda, que seguía allí muerta. Cómo, mientras el doctorcito le clavaba en la carótida la sobredosis, ella, con su mano derecha de prestidigitadora, le robaba el cocodrilo por la espalda y lo guardaba debajo de sus nalgas duras de hembra de buen joder. Cómo, después de que la alarma del Mercedes hubiera saltado y los tres asesinos hubieran zumbado cuesta arriba, el Tirao, con un pedazo de pedo más grande que su estatura, se había acercado hacia el cadáver de la Muda para abrazarla y llorar. Y cómo, sin querer, había tocado el culo de la gitana en su abrazo y había descubierto la cartera robada al cabrón de Grande. Ya no se pudo ver más baile. Los ojos de la Muda se volvieron a empañar y se terminó la función.
The End
.
Dejé a Chico y a Grande rastreando sombras con las linternas en busca del Tirao e hice un barrido hacia la escombrera en que se ha convertido la parte norte de la malograda Urbanización Paraíso. Dunas de basura que durante años se han ido acumulando allí sin que nuestros consistoriales hayan dicho o hecho nunca nada. Allí se arrojan animales muertos, escombro de obras ilegales, vaciados de pozo negro. Allí arrojan su basura hasta los yonquis, que apenas producen basura. Hasta allí sólo se acerca, por afición,
la niña de mis ojos
. Le pusieron así porque, de joven, cantaba mucho esa canción. No crean que en su casa. En los saraos de los payos, la cantaba. Después empezó a abusar del chinchón y se quedó muy mal del palomero. Vaga entre los escombros sin importarle el hedor ni las caricias en los tobillos de los rabos de las ratas, que ya no la muerden porque tienen su carne amarga muy conocida. A veces, algunas noches muy claras, he visto la silueta flaca de
la niña de mis ojos
sobre una montaña de mierda recostarse contra la luna. Pero es una loca legal que no tiene el sida ni le hace ningún mal a nadie. Cualquier día van a venir unos chicos y la van a quemar con gasolina, que ahora es costumbre entre la juventud aburrida de Madrid quemar a locos y a viejos cuando se cierra la disco.
El reptil en que se había convertido el Tirao después del chute en vena se arrastraba sobre una de aquellas montañas de porquería. Llevaba la cartera robada a Grande en una mano y en la otra el anillo de casada de la Muda, que no sé por qué lo había cogido. Pero uno con sobredosis de morfina y jaco es capaz de hacer cualquier cosa sin buscarle mucho significado ni derrochar demasiado entendimiento. Lo digo de ley, porque yo vi morir a dos de mis dos hijos de la vena. No tuvieron ellos tanto la culpa, el Miguel y el Tripao, mis dos niñitos. Lo que pasa es que les tocaron tiempos de mucho malvivir y yo no supe darles demasiada educación.
La basura bajo la barriga del Tirao, que trepaba como una lagartija borracha las laderas de mierda, estaba húmeda de lluvia. El Tirao se cortaba el ombligo y las tetillas con los filos de las latas oxidadas y los clavos de maderas podrecidas, y a él sí le mordían las ratas los tobillos, porque el Tirao llevaba vida muy sana, se lavaba en la poza todos los días y su carne no sabía amarga como la de
la niña de mis ojos
.
Si el Tirao lograba llegar a lo alto del primer montículo y se dejaba rodar basura abajo, tenía alguna probabilidad de que los asesinos no lo encontraran. Arrastrándose a velocidad de caracol reumático como estaba haciendo, calculé que le quedaban quince minutos de vida para reunirse con la Muda e ir a hacerse cocodrilos en el barrio de los ángeles o en el de los demonios, eso no soy yo quién para juzgarlo. Y los quince minutos se los concedía porque la niebla le estaba haciendo de punto. Por las noches, aunque no haya hecho calor, de las montañas de mierda que rodean la Urbanización Paraíso supura hacia el cielo una calígine de materia en descomposición muy blanca y muy fantasmagórica, como si vapores envolvieran los espíritus de vísceras podridas allí abajo. Y, si esa calígine que sube se junta a media altura con una niebla que baja, es imposible ver nada que no sea la silueta de
la niña de mis ojos
caligrafiada sobre la luna.
—Mira. —Grande alumbraba con su linterna el suelo.
—No veo nada.
—Se va arrastrando —avanzó unos pasos lentos con el hocico de su linterna sabuesa pegado al barrizal.
A medida que se aproximaban a la cordillera de mierda, sus narices se arrugaban y sus ojos se empequeñecían.
—Joder, huele como a bombona de butano muerta —dijo Chico sacando un pañuelo y colocándoselo sobre la nariz.
Grande tardó pocos segundos en hacer lo mismo. Se detuvieron ante la primera colina y alumbraron su elevación vertiginosa de excrementos innombrables, por describirlo finamente.