La balada de los miserables (18 page)

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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

—No, con la pasma en casa no se hubiera acercado tanto. Te apuesto a que no es payo.

—¿Es demasiado listo? —pregunté.

—No seas racista. ¿Por qué allanó una propiedad y no se limitó a dejarnos la memoria de la cámara en el buzón de Ximena?

—Por el riesgo de que alguien la robara —razoné sin convicción.

—En los buzones de los pisos pobres no roba nadie.

—¿Te la tiraste?

—No aproveches la
brainstorming
para hurgarme la bragueta, Ramos. —O’Hara se rio abriendo los ojos por primera vez en toda la conversación—. Ese gitano ladrón quiere cantar cancioncitas, pero lo faltan huevos para venirse de randevú.

—Y sabe nuestro modus operandi —proseguí yo—. Sabe que los picoletos nunca iban a rastrear el páramo y a hacer pruebas de ADN en cada retama aplastada.

—Y considera que conocer el modelo del coche y la carga son importantes para nosotros. Por eso tanto empeño en fotografiar las roderas al detalle.

—Esa noche quemaron una furgoneta pesada en el Poblao, O’Hara.

—Me has quitado las palabras de la punta de la polla, Ramos. Las roderas en los alerces son de un vehículo pesado, así que…

—¿Resumiendo, Pepe? —pregunté.

—Elemental, querido Pepe. —O’Hara levantó las manos sobre los hombros como un predicador a punto de revelar a sus feligreses la Verdad—. No tenemos nada.

—Te toca calle —dije yo, como siempre.

—Y a ti oficina —contestó O’Hara, como siempre.

—No te pases con las anfetas. ¿Vas a recorrer la lista entera? Son más de cincuenta direcciones. Y hasta mañana no vamos a saber cuántos flamencos se han cambiado de casa. Y ésos no son caracoles. Vas a tirar gasofa en balde.

—¿Cuántos niños son? —me preguntó.

—¿Sólo los gitanos? Serán unas sesenta y dos visitas.

—El subcomisario, ¿está de acuerdo?

—Dice que, cuanto más tiempo estás en la calle, menos tocas los cojones aquí.

—¿Textual?

—No, disculpa la imprecisión. Dijo huevos, no cojones.

O’Hara encendió un cigarro. Por supuesto, estaba prohibido fumar en la comisaría incluso antes de que la ley antitabaco castrara nuestras justificadas ansias de suicidio lento. Pero a O’Hara le daba igual. Su indisciplina le había impedido ascender, a pesar de una hoja de servicios muy guapa, de las que gustan a los políticos. Su compañía también me frenó a mí en el escalafón, aunque yo no haya sido nunca indisciplinado y mi hoja de servicios no tenga nada que envidiar a la suya. Pero O’Hara era mi amigo y nunca me hubiera perdonado la desfachatez de convertirme en su jefe.

—Una cosa más —añadí—. ¿Sabes quién fue ayer a visitar al Perro en el tambo?

O’Hara me clavó sus ojitos ratoneros con una sonrisa gamberra crucificada en el cigarro.

—¿Por segunda vez? ¿Y otra vez en domingo?

Asentí.

—Ese Tirao empieza a ponerme cachondísimo —dijo O’Hara—. ¿Vis a vis, careo otra vez o locutorio?

—Vis a vis, Pepe. Sin grabación.

—¿A este Tirao se le conocen hazañas?

—Sí, Pepe. Pero son hazañas muy viejas —le contesté abanderando delante de mis narices los antecedentes de Rodrigo Monge, alias
el Tirao,el Largo, el Dedos, el Maca
.

—¿Y no podemos apretar al Perro hasta que ladre?

—El juez no te va a dejar ni mandarle flores. Ha confesado y está portándose como un angelito.

—¿Quién era el juez?

—Ya lo sabes. No le puedes chantajear —le corté antes de que continuase—. El delito más grave que ha cometido el juez Javier Gómez en su vida es hacerse socio del Atlético en época de Jesús Gil. Exactamente, en 1995.

—Mierda. El año del doblete.

—Peor me lo pones.

—Gilipollas —graznó el loro, que era atlético.

—Dame alguna mala noticia con respecto a esta investigación, Ramos.

—Tienes suerte, Pepe —le dije a O’Hara—. Está aún calentita. Me llegó esta mañana, pero quise dejártela de postre. —Cogí uno de los doscientos papeles que otoñizaban mi mesa de despacho con una sonrisa, aun a sabiendas de que mi sonrisa recuerda a la raja del culo de un oficinista albino—. Las marcas de ruedas del lugar donde desapareció la niña no corresponden a las de la furgoneta quemada de Sanitale.

O’Hara resopló.

—Entonces ya está resuelto. No ha sido nadie. —Se sentó sobre el canto de mi mesa y me miró como si yo fuera guapo—. Me voy al váter a meterme un tiro, Ramos. Esta vida es un puto infierno.

—Pégatelo aquí, si quieres.

—No, Ramos. Es un tiro de los otros.

O’Hara se levantó y salió de la pocilga. Yo ya sabía que se refería a un tiro de los otros. La cocaína era el catalizador que refrenaba las tendencias suicidas de su cociente intelectual de 191, uno de los más altos de los registrados en el mundo según unos pardillos del CTI de Massachusetts. Todos los años enviaban invitaciones varias facultades de Psicología estadounidenses para que O’Hara se prestara a hacer de conejillo de Indias ante sus afamados doctores. Algún ministro de Interior había intentado personalmente que Pepe diera su conformidad a estos experimentos para sacarlo en la prensa y cantar las excelencias de nuestros Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Cuando, al otro lado de la línea, una voz siempre femenina le decía a O’Hara: «Aguarde un minuto. El ministro Acebes —u otro— desea hablar con usted», O’Hara colgaba. Décimas de segundo más tarde, o quizás algo más, un subdirector general llamaba recriminándole su mala educación. O’Hara, a pesar de que el teléfono no enseña gestos, ponía cara inocente y declaraba haber considerado la llamada una broma. ¿Cómo me va a llamar el ministro, a mí? Nadie podría reprochar que la disculpa no fuera razonable.

La única vez que O’Hara cogió el teléfono a un ministro, hace ya unos cuantos años, le suspendieron de empleo y sueldo durante dos semanas y provocó un conflicto internacional.

—Disculpe, señor ministro. Ya les expliqué a los americanos que se trata de un error. Mi CI sí es de 191, pero en la escala de Ritcher, no en la de Weschler.

El ministro, quizá escaso de conocimientos en psicología y sismología, le transmitió textualmente las palabras de O’Hara a los americanos, que no tardaron en filtrarle a
The New York Times
y al
Chicago Tribune
que al responsable español de Interior le retemblaba el seso no en escala Weschler, que evalúa inteligencias, sino sólo en la Ritcher, que mide terremotos. Pocos días después, para encortinar el desliz del ministro, los americanos se bajaron los pantalones y difundieron una foto del presidente español con los zapatos sobre la mesa del jefe del universo en actitud colonialmente laxa o relajada. Se lavó así la afrenta diplomática, pero a O’Hara nadie le restituyó las dos semanas de sueldo que le costó su natural inclinación a cachondearse de ministros y otras gentes conspicuas.

—Necesitamos seis tíos para seguir al Tirao durante las veinticinco horas los ocho días de la semana —dijo O’Hara reentrando en la pocilga como un vendaval de mandíbulas batientes.

Yo no dije nada. Odio a los suicidas. Sobre todo cuando los suicidas son mi sangre adoptada. Hacía tiempo que a O’Hara se le había ido la olla. A veces me daba asco ver cómo le sudaban cocaína las narices y procuraba no mirarle a la cara.

—¿Me has oído? —me dijo sorbiendo como un guarro.

Yo seguí sin decir nada. Por joderle.

—¿En qué piensas, Ramos?

—Pensaba en cuando te da por montar conflictos internacionales.

—¿No crees en esto, verdad?

—Eso no se le dice a un amigo. Límpiate la nariz, anda. —Me levante, llamé al loro gilipollas y cogí a O’Hara de un brazo—. Vamos a ver al subcomisario y a pedirle seis hombres para buscar a una niña gitana.

—Ése es mi Ramos —sonrió; O’Hara era fácil de alegrar, como un niño no demasiado inteligente—. No nos va a dejar seis hombres, ¿verdad?

—Ni de coña —contesté—. Pero supongo que no nos pondrán ningún problema si nos lo comemos solitos y en horas muertas.

Recorrimos los pasillos sin soltarnos del brazo. Pepe se tambaleaba un poco. Quizá no había dormido. Yo amenazaba con mi cara ofidia los ojos de curiosos envenenables. Entramos en el despacho del subcomisario Márquez sin llamar, porque O’Hara se me adelantó a dos pasos de la puerta del jefe sin prevenirme. Por suerte, Márquez era uno de los pocos mandos que aún conservaba ese prurito caballeresco que antaño distinguía a los investigadores de las ratas de uniforme que basurean sólo en despacho.

—Pero ¿quién cojones os habéis creído que sois? ¿No sabéis llamar a la puerta?

—Señor, necesito seis hombres para un seguimiento —dijo O’Hara sentándose sin permiso y enseñando una sonrisa arcangélica.

—Si me explicas para qué quieres seis hombres, te doy doce, O’Hara. Cuatro de ellos, tías.

O’Hara puso cara de listo y explicó nuestras conjeturas sobre el secuestro, rapto o asesinato de la niña gitana. Ni siquiera yo entendí una palabra de lo que dijo.

—De acuerdo, O’Hara —resopló muy tranquilamente el viejo Márquez apoyando la barbilla en un puño—. Pero seis me parecen pocos.

—A mí también me parecen pocos —dijo O’Hara rascándose los rizos—. Pero ya sabe cómo anda el bolsillo del contribuyente.

—¿No te sientas, Ramos?

—No, gracias —contesté sabiendo que, cuando notas la caricia fría de la vaselina en el culo, es que algo te va a doler.

—Como quieras. —El subcomisario Márquez sacó una carpeta de un cajón del escritorio que estaba demasiado a mano como para ser casualidad—. O’Hara, estás loco. Acabas de meterte una raya de medio metro; eres adicto a la cocaína, a las anfetaminas y al alcohol. Tienes las pupilas como un eclipse de luna y te atreves a venir a mi despacho vacilando.

—Váyase a tomar por el culo —se disculpó mi compañero.

—Tengo aquí tus análisis de sangre y tu informe psiquiátrico. No eres apto para el servicio. Hace una semana que has recibido la carta donde que te comunican que pasas a segunda actividad y ni siquiera la has abierto.

—Sí la he abierto —contestó O’Hara—. Lo que pasa es que la volví a cerrar.

Debería habérmelo dicho. Soy su compañero. Le mandaban a segunda actividad. Jubilación con sueldo. El limbo de los desechos policiales.

—Lo siento, O’Hara. ¿Quieres que te lea tus informes psicológicos y psiquiátricos?

—Si a usted le entretiene, lea —contestó O’Hara recostándose relajadamente en la silla.

—Hay varias palabras que no entiendo —rezongó Márquez.

—Yo se las traduzco.

Entonces sí, sin que nadie me dijera nada, me senté.

—Ciclotímico —recitó Márquez.

—Me cambia el humor a cada rato. Unas veces cuento chistes malos y otras, chistes buenos.

—Muy gracioso. Trastorno límite de personalidad. Antisocial. Paranoide —siguió rapsodiando el subcomisario con el informe psiquiátrico de O’Hara pegado a las narices—. ¿Qué es tricotilomanía?

—Lo más grave. Me enredo los rizos.

—Me deja el despacho lleno de pelos, jefe. Da asco —dije yo.

—¿Es eso verdad? Vaya chorrada. Seguimos: ansiedad, hipertimia… ¿Qué significa hipertimia?

—Andar acelerado.

—Verborrea, distraibilidad, descarrilamiento…

—Eso es porque las tías dicen que estoy como un tren.

—… Hipersexualidad patológica, deshinhibición, ritmo circadiano alterado, hiperestesia, inquietud, hiperactividad, acatisia…

—Lo de mover todo el tiempo las piernas, jefe —explicó O’Hara sin dejar de chocar, como siempre, una rodilla contra otra.

—Síndrome de Tourette, tics, coprolalia…

—Lo del síndrome no tengo ni puta idea. Coprolalia es hablar siempre con palabras innecesariamente malsonantes.

—¿Por ejemplo? —preguntó el subcomisario Márquez.

—Chúpame la polla, subcomisario —replicó O’Hara.

—¿Todavía quieres seis hombres para seguir a un gitano?

—No hace falta, Márquez —contesté yo poniéndome en pie. Pepe no se levantó.

—Lo siento, O’Hara —dijo Márquez.

—¿De verdad que mi informe psicológico dice todas esas gilipolleces?

—Si sólo fuera el informe psicológico, O’Hara, te salvaría el culo.

—¿Y por qué no me lo salva?

—Por el toxicológico. Tú sabías desde octubre que te iban a someter a los análisis. Yo mismo te lo dije. Y tú sabías lo que me estaba jugando yo avisándote de algo así.

—Claro que lo sabía. Y le di las gracias, jefe. ¿O no se las di?

—¿Y por qué no te desintoxicaste un poco, como hace todo el mundo?

—Es que no me habían dicho que eso funcionaba —protestó O’Hara como un niño de tres años, abriendo los ojos bajo un caos de rizos—. Tú sabes que aquí se enfariña la mitad de la gente. Y no mandas a nadie al asilo porque se meta unas lonchas. Excepto a mí. Menos Ramos, aquí todo el mundo se mete.

—Ellos sólo son viciosos, O’Hara. Tú estás enfermo. Muy enfermo. Ya no eres un genio. Ya no piensas. Se te ha ido la pinza —se calentó Márquez—. Has aguantado hasta ahora porque Ramos te ha venido salvando el culo, compañero. Vas a estar mejor en casa.

—¿Di muy positivo? —O’Hara se había tranquilizado de repente y preguntaba como si aún pudiera aprobar los análisis en segunda convocatoria y pasar de curso.

—No es que dieras positivo, O’Hara. Los análisis revelan que eres un alijo de coca y pastillas que camina. Lo que no se explican los médicos es cómo aún no traficas con tu sangre. Una gota, un viaje.

—Qué bien hablas, Márquez.

—Tengo un amigo que tiene una constructora y necesita un jefe de seguridad. Ganarías el doble que aquí.

—Prefiero ponerme en la puerta de una discoteca. Por dentro.

—La gente evoluciona.

—Yo no, jefe. ¿Me traspapela esos análisis hasta que encuentre a la niña gitana? No quiero dejarle a Ramos este marrón. Se lo está comiendo solo por mi culpa.

—Claro, O’Hara. Traspapelaré tu informe un par de veces más. Con eso ganarás unas semanas. Pero con los seis guripas ni sueñes. No hay presupuesto.

—Qué se le va a hacer. Pero gracias, compañero —dijo O’Hara levantándose.

—Que te follen, Pepe —se despidió el subcomisario.

O’Hara se volvió y habló muy despacito.

—Joder, tíos. De pequeñito me echaron dos veces del colegio. De bares…, pfff…, me han echado mogollón de veces. —Pensó unos segundos rascándose los rizos sobre los párpados arrugados—. Me han echado de timbas ilegales de póquer. De bailes de salón me echaron también. De entierros. De charlas de alcohólicos anónimos. De muchas camas. —Elevó sutilmente la voz—. No estoy orgulloso de nada. Pero tíos, ¡joder! Que me vayáis a echar de la policía, eso sí que es caer bajo.

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