Una lenta calada al canuto. El Tirao, como algunos niños y adolescentes demasiado tranquilos o demasiado grandes, parecía que era el dueño del tempo de las cosas, y de ahí su autoridad. Se levantaron y dejaron a cuenta los litros de calimocho al Palermino. Y el grupo salvaje atravesaba Alcalá hacia el barrio del Carmen cortando el tráfico con su andar seguro de macarras de vaquero tubo, y las tres niñas dibujándole a Madrid banderas pobres con sus minifaldas siempre chillonamente rojas o amarillas. Siempre, todas, rojas o amarillas. El Tirao era un maestro del gancho y desbloqueó la puerta del Zequis en treinta segundos.
—Joder, tío, eres la máquina.
Desactivó la alarma en menos tiempo aún y cortocircuitó el puente bajo el volante del buga en menos de lo que se enciende un porro. Todos arriba. Y el chirlazo a ciento treinta por hora abriendo venas a Madrid y escuchando a toda alma a los Chichos, los Chunguitos, los Calis: «Heroína, el diablo vestido de ángel, / yo busco en ti y sin saberlo lo que tú sólo puedes darme. / Hace tiempo que te conozco. / Tienes penas y alegrías. / Más chutes no, ni cucarachas impregnadas de heroína. / No más jóvenes llorando noche y día, / solamente oír tu nombre causa ruina…».
Luego la putada de tenerle que vender el loro al Palomitas para costearse unos chinos, porque lo de menos eran las letras.
—Venga, jefe. —El jefe, entonces, aún era don Juan el Palomitas—. Danos tres talegos, que es un Pío.
El Palomitas sopesó el Pionneer como si al peso pudiera calibrar la calidad del radiocasete.
—Tirao, no me jodas. —Abría la boca, que ya entonces tenía sólo dos dientes pero mucha más autoridad—. Te doy dos cinco porque eres hijo de tu padre.
Y luego el regateo con el camello para pillar una buena dosis de jaco, eso cosa del Patxi. Y al final los seis en el coche a orillas de una obra cualquiera, ellos con la bragueta abierta y ellas con el sostén y las faldas rojigualdas acumuladas sobre los ombligos, y mucho humo y mucho papel plata arrancado de tabletas de chocolate Dolca que dormían en el salpicadero, y cuya dulzura niña no se comerían nunca.
Un grito enorme y coral emergió de debajo de la tierra, proveniente de las bocas muertas del Patxi, del Nenas y de las tres vanessas rojigualdas. Cinco que protestan desde el infierno: los que no quieren ser recordados hacen mucho ruido cuando se les contradice.
El Tirao despertó de sus evocaciones adolescentes delante del portal de la Charita y miró a su alrededor por si alguien más había escuchado el aullido. Nada. Indiferencia, lluvia y prisas. Madrid, Madriz, Madrí.
Llamó al timbre de Abrojo, 71 y el portal, como siempre, cedió en silencio al abracadabra. Era miércoles, la rutina, él, sin hora fija. Regustos a los primeros cocidos del invierno se filtraban a traves de las puertas expugnables de los pisitos, todas adornadas con placas de alpaca intentando prestar relumbrón a los tristes apellidos de un obreraje triste, agrisado, vencido y envejecido, húmedo de rutinas y humores que no han gloriosamente ardido, salva sea su ideología, ni en el franquismo ni después. Y que además, tras tanto acarreo mulero en cualquier verdinegra oficina hasta los sesenta y cinco años, no gozaban de ascensor.
El Tirao subió hasta el quinto goteando sobre las escaleras una tormenta de Brassens sin esperanza de vecina. Adecuando su rostro perfileño de gitano carcelario y duro a los meandros de un gesto de dulzura dedicado a su hembra, a la Charita, a la madre de su no hija. Buscando palabras especiales a sabiendas de que diría lo de siempre. La puerta del piso, ya entreabierta, esperándolo.
—Hola. ¿Hay alguien? —y entrando—, ¿qué tal estás?
—Bien.
La Charita estaba en la cocina, retirando el pisto del fuego para que los huevos se escalfaran lentamente. El Tirao no oyó lo que la mujer había contestado, pero sabía que había respondido que bien, porque la Charita respondía siempre lo mismo.
—¿Qué tal la vida?
—Bien.
—¿Qué tal el trabajo?
—Bien.
—¿Qué tal el tiempo?
—Bien.
—¿Qué tal de salud?
—Bien.
—¿Qué tal la muerte, la putrefacción y el olvido?
—Bien.
Colgó el abrigo en la bañera para que siguiera vomitando su borrachera de tempestades en lugar contenido y se sentó en el salón. Desde allí podía contemplar todo el piso. Cincuenta metros de seguridad pequeñoburguesa subvencionados por un programa de los servicios sociales de la comunidad de Madrid para ex drogadictos. Trescientos euros de hipoteca al mes durante treinta años. Sin derecho a devolución de lo invertido en caso de impago o recaída. Saloncito, habitación, cocina y baño.
—He hecho pisto.
—Ya lo huelo.
—¿Te apetece?
—Mucho.
—¿Dos huevos?
—Tres. Tengo hambre.
—Nadie toma tres huevos.
—Yo sí.
Veía su espalda trajinar entre la cocina y el fregadero. Jersey deformado de lana gorda blanca hasta el bajo culo y pantalones vaqueros ceñidos a unas piernas en el límite de la anorexia. Zapatillas vulgares de felpa. El pelo negro recogido en una coleta insuficiente. El Tirao sintió urgencias de que se volviera para ver otra vez su bonito rostro aceitunado, y sus ojos rasgados sobre unas ojeras pintadas mitad de nacimiento y mitad del abuso de la coca y el jaco (antes) y de trankimazines y somníferos (ahora). Ni siquiera la maternidad y las drogas habían conseguido deformar su cuerpo exacto de belleza fría, casi matemática. Por fin se despojó del mandil y se volvió. Y entró en el salón con una sonrisa de invierno.
—Hola, pequeñaja.
—Hola, grandullón.
—¿Me das un beso?
El Tirao se levantó y abrió los brazos. Ella no lo besó, pero adecuó su cuerpo mínimo al abrazo y dejó que su mejilla parasitara el pecho del hombre durante un buen rato. El gitano, sin querer, lloraba. Se limpió disimuladamente los ojos con el pretexto de levantar un brazo para acariciar el pelo de la chica.
—Estás empapado.
—Vine a patas.
—¿Para hacer hambre y comértelo todo y no tener que decirme lo mal que cocino?
—Para eso.
—Ya me lo imaginaba yo.
Comieron casi en silencio, intercambiando miradas. El Tirao con voracidad, aunque no tenía hambre. Ella jugueteando con el calabacín y el pimiento como una niña en su primer día de comedor escolar.
—Mamá, ¿por qué no le has querido dar un beso a Rodrigo? ¿No ves que hoy está muy triste? —preguntó la niña desde la sombra del cortinaje.
—Estaba muy rico —dijo el Tirao recostándose precariamente en aquella silla mucho menos ruda que su espalda.
—Él a mí siempre me daba besos y me acariciaba —insistió la hija, y las cortinas de cretona alentaron un poco.
—Siempre dices lo mismo —contestó la Charita—. Todo está siempre rico. No te creo.
—Y, cuando tú estabas muy malita por las inyecciones y te dormías sin darme las buenas noches, él venía a mi camita y me daba calor. ¿Por qué no le das un beso, que yo no puedo?
—Tú también la has oído —dijo la Charita levantándose y recogiendo los platos.
—Yo no he oído nada.
—Siempre vuelve los miércoles. Como tú.
—Sólo yo vuelvo los miércoles.
—No, tú nunca vienes solo.
—He conocido a otra niña… —dice la voz infantil.
La Charita dejó los platos en el fregadero y después se encerró en el cuarto de baño, como todos los miércoles. Y como todos los miércoles el Tirao aprovechó para abrir todos los cajones de la casa y buscar. Trankimazines, diazepanes, yurelax, analgilasa, noctamid, neurontín. Nada raro. Lo de siempre. Y el tiempo pasando sin que ella saliera. Y, como cada miércoles, él descolgó la guitarra de su padre de la pared y le arañó algunos punteos, y le arrancó una taranta balbuceada mientras escuchaba cómo la cisterna sonaba dos, tres, cuatro veces. La Charita salió y dijo lo de cada semana.
—¿Por qué no te llevas la guitarra?
—Ahora hay mucha humedad en el chabolo. Se echaría a perder.
Era la explicación de invierno. En otoño el problema para la guitarra del padre muerto son los cambios bruscos de temperatura. En verano, la humedad relativa. En primavera, la alergia del bordón al polen de la amapola o cualquier otra estupidez. Pero la guitarra se queda aquí. La guitarra es mi ancla entre tus pechos, Charita.
—¿Por qué paras? Sigue tocando —como cada miércoles.
—No —igual que cada miércoles.
—Por favor —lo mismo de cada miércoles.
Y el gitano, como siempre, se fue por caleseras, como para invitarla a un viaje guiado sin estribillos.
—No lo parece, pero es muy triste —dijo ella como cada miércoles.
El gitano colgó la guitarra de su padre y obligó a la Charita a sentarse a su lado en el sofá de falso cuero. Y la abrazó como cada miércoles, y como cada miércoles ella parecía un gorrión alquilado en un nido enorme de cigüeñas. Estuvieron así hasta que atardeció.
—No me toques más. Vete —como en los malos miércoles.
El gitano la desabrazó y se levantó. La Charita lo siguió, más pequeña pero más fuerte que él. Antes de cerrarle al Tirao la puerta en la espalda, le dijo con odio:
—Un día voy a romper la guitarra de tu padre —como en los miércoles terribles.
—Deja ya de moquear, que te juro por mis muertos que tu niña está aquí antes de una semana y el que se la ha llevado está comiendo tierra.
Que no te distraigan las voces de papá ni del Manosquietas, hija mía. Que él no tiene ni muertos ni vivos ni mentira ni verdad ni valor ni cobardía. ¿Los oyes, hija? Todo el día metiéndose y hablando y hablando de cómo te van a volver a traer, de cómo van a desentrañar los cimientos de Madrid para encontrarte, amor. Pero nunca se levantan de la mesa, del whisky y del perico, que han echado otros cinco gramos encima de tu libro de Matemáticas que te forró la Ximena, y que es lo único limpio que hay en esta casa y por eso lo usan para el vicio. ¿Sabes?
Esta tarde estaba recogiendo todos los cabellos tuyos que se quedaron en el cepillo del pelo y me los comí para tenerte dentro otra vez, como cuando eras menos que una niña. Mis entrañas querían expulsarte, gritándome por dentro cosas biliosas como cuando a la Raquel le hicieron el exorcismo gitano, tú no habías nacido y no te acuerdas, pero yo sólo escupí bilis y sangre, y te dejé dentro de mí, niña mía, doliéndome más la madre que lo que me dolía el coño aquel día de marzo en que te parí, hijita de la primavera.
Esperé. Aguanté. No quería que fueras hija del invierno, y aguanté los dolores delante de tu padre y del Avivo Perro hasta que dieron las doce, hasta que ya fue 21 de marzo y escuché las campanas de la media noche, las campanas lejanas, que en el Poblao no hay iglesia, y entonces ya era primavera y me dejé desmayar para que las abuelas hicieran el trabajo entre mis piernas y, cuando me desperté, tú estabas lavadita como una estrella de mar y te pusieron en mis brazos, llorona, cómo llorabas, cántaro inagotable de la primavera, que la primavera sin la lluvia no es nada, que las flores no florecen si los charcos no reflejan la cara azul y nublada de barbas del Dios del cielo.
Y lo primero que te dije, mientras llorabas esas lágrimas gordas que parecía que no podían salir de unos ojos tan chicos:
—Esta niña va a aprender a leer y a escribir.
Y todas las abuelas se rieron, con sus risas de sima y a dos dientes por barba, por encima de tu llanto y de mi determinación.
—A leer y a escribir, que esta niña no va a ser como nosotras —protesté, ¿te acuerdas?
Y la Vulpa estiró el bigote como un sargento de la Guardia Civil.
—Por mucho que la leas y la escribas, va a ser como nosotras. Y como tú, Fandanga. Porque, a ser nosotros, ni se aprende ni se desaprende, sólo se nace.
Y yo me quedé callada, porque era una verdad más grande que la tierra, y las otras viejas se volvieron a reír, y yo me empocé en tus ojos y en tu carita mocosa y fea hasta que te dormiste, y entonces entró el Bellezas, con las pupilas más dilatadas que las panderetas que sonaban en la fiesta del Poblao por tu nacimiento, y dijo:
—Quiero ver a mi hija.
—Se ha dormido. Déjala.
—Que la quiero ver.
Y te cogió con manos temblequeras de perico y vino.
—No se parece a mí.
—Un aire tiene. —Le tomé el pelo: al fin y al cabo, aunque él no lo quisiera saber, la niña llevaba su sangre.
La santa compaña agorera de viejas salió del chabolo con una triste letanía de frusfrús refajones y silencios. El Bellezas, mi hombre, ja, te miró chulescamente a los ojos alzando tu cuerpecito. Te miró como si fuera a tirar de faca. Como se mira a los pringaos que no cotizan y a los que hay que dar un consejo de chirla en la mejilla, con cuidado de que la sangre no te salpique el virus.
—¿Dónde me tiene ésta el aire? —preguntó como con asco.
Y tú le soltaste un pedito para responderle con tu primera verdad. «Ahí salió todo el aire tuyo que ella tiene dentro, jode la gran puta». Pero no lo dije. Porque tenía miedo por ti, tan blandita, tan huérfana ya ante tus padres, tan muerta, muerta, muerta como estás ahora, porque yo sé que estás muerta, hija, muerta, muerta, muerta aunque nadie te ha matado, que es mi forma sorda de gritar que te han matado casi todos.
Si algún día lees esto y sacas la conclusión de que soy más tonta a los veinticinco que a los veinticuatro, ten en cuenta en mi descargo que llevo tres noches sin dormir. Sole no ha querido quedarse en el hospital y ronca en mi habitación (y cómo ronca, Pepe, más que tú). Son las seis de la mañana. Hace veintidós horas que me levanté para ir a buscar los periódicos de ayer. Ansiosa como una tonta. Había enviado las fotos y el texto a una hora decente. Mi primera gran exclusiva, Pepe: la nieta de uno de los grandes patriarcas gitanos de la droga desaparecida, el patriarca encarcelado por el asesinato de uno de los sospechosos.
Yo estaba allí cuando pasó y tenía fotos del cadáver del Calcao. De la madre de la niña. De las amiguitas de la niña. De ventas de drogas, de trapis, de coches de sesenta mil euros parados frente a las chabolas. ¿Y sabes qué me encontré en los periódicos? Nada. Tardé más de media hora en revisar todos. Primero sólo las grandes fotos y los titulares a cuatro. Después, por si acaso no les había dado tiempo a incluirlo como gran historia a causa de las urgencias del cierre, los faldones inferiores de las páginas. Después los breves. No busqué mi gran exclusiva en los anuncios por palabras porque ya no era capaz, con tanto llanto en los ojos, de leer esa letra tan pequeña.