La balada de los miserables (20 page)

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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

—No se te ocurra, Jota —dijo.

Pero Jota pasó a su lado y abrió la grandísima puerta de madera y entramos todos en una habitación más grande que la casa del Avivo Perro y la nuestra juntas, y muy lejos, muy lejos, al final de la habitación más grande del mundo y también del universo, estaba sentado un señor viejo de gafas y sin pelo, tan mayor como el Avivo pero más gordo y con gafas y sin pelo, que parecía muy pequeñito al fondo de la habitación tan grande, el hombre más pequeñito del mundo, pero, cuando nos acercamos, ya me pareció normal. Todos llevaban corbata menos papá, y a mí eso me dio un poco de vergüenza. Detrás del señor viejo y calvo y con gafas había una ventana preciosa como una pared y desde allí se veía muchísimo más trocito de Madrid del que te puedas imaginar, madre, y ese trocito de Madrid no echaba tanto humo como el trocito que se ve desde el Poblao; debe de ser que aquí la gente fuma menos o no hacen lumbres; eso ya no te lo sé decir bien.

—¿Qué coño haces aquí? —dijo el hombre viejo la palabrota—. Ya te dije que no pisaras por aquí, y menos con los gorilas.

—¿Cómo estás, Papi? Veo que no te alegras de verme.

—¿Quién es ése? —preguntó el hombre viejo señalando a papá.

—Es el que nos vendió la mercancía. Anoche apioló a su parienta. Pensé que tenías que saberlo. Dice que quiere más dinero. Que la cosa se está liando. Quiere que le saquemos a la muerta de un pozo donde la ha tirado y que nos deshagamos del fiambre. Yo he pensado que a lo mejor la solución es tirarlo también a él dentro del pozo.

—¿Es el padre?

—Es.

—Me cago en la madre que os parió a todos —dijo el hombre viejo, aunque al principio parecía tan bien educado—. ¿Por qué hizo eso el desgraciado?

—Dice que su mujer sabía todo.

—¿Cómo iba a saber eso?

—Dice que una de nuestras antiguas clientas se lo contó.

El hombre viejo y calvo se quitó las gafas y se levantó. Jota se sentó y todos los demás se quedaron de pie. Papá no decía nada.

—El pringao dice que se le fue la mano.

—No, si la mujer estaba loca y sabía todo, no había más remedio que hacerlo —dijo el hombre viejo—. Mejor que lo haya hecho él y no nosotros.

—Pues a mí ya me apetecía un poquito de rock’n’roll, Papi —dijo Jota.

—Eres un enfermo, hijo —le dijo el hombre de gafas, pero a mí no me pareció que Jota estuviera enfermo. Siento decírtelo, pero allí el único que parecía que estaba muy enfermo era papá.

—¿Qué hacemos, Papi?

—Hay que vigilar la casa de la mujer esa. ¿Cómo se llama? ¿Hace cuánto se metió en el negocio? ¿Dónde vive?

—Éste no sabe nada —dijo Jota—. Sólo que la llaman la Charita y que fue clienta nuestra hace cuatro años.

—Dadle veinte mil y que la localice. Alguien tiene que saber dónde anda.

—El Tirao lo sabe —dijo papá con una voz que casi no se le oye.

—¿Qué?

—Un gitano que era el maromo de la Charita esa —dijo Jota.

—Cogéis al gitano, se lo sacáis y vigiláis la casa donde viva y donde esté trabajando. Charita, Rosario. No sé cuantas Rosarios habrá trabajando en nuestras casas. Los gitanos se llaman todos lo mismo. A éste le dais veinte mil más y, si vuelve a meter la pata, lo tiráis al pozo. ¿Ha entendido usted?

Papá dijo que sí con la cabeza. Yo me reí con mis ojos invisibles. Que le iban a tirar a papá a un pozo. Qué tonterías dicen a veces los mayores cuando se creen que los niños no los oímos. Qué risa: «Papá se cayó en un pozo. / Las tripas hicieron cuaj, / arremoto, pitipoto, / salvadito tú estás».

—Que salgan estos tres, que quiero hablar contigo —dijo el hombre viejo a Jota.

Yo quise irme detrás de papá, pero mis ojos no se movían más, y oía todo mucho más bajito, como si le hubieran quitado la voz a la radio.

—¿Te has enterado de lo de la ambulancia? —dijo el viejo cuando nos quedamos solos los tres.

—Claro. Fue éste. —Jota señaló la puerta.

—¿Cómo que fue éste? Nos han echado los perros encima. La policía ha venido aquí. Y tenemos a la prensa pidiendo entrevistas.

—El Bellezas no podía negarse ante los suyos. Ya sabes que los gitanos llevan años oliéndose algo. La gente habla.

—Tú tienes la culpa de todo esto. La nieta de un patriarca. ¿A quién se le ocurre escoger precisamente a esa niña? Un día me voy a tener que librar de ti, hijo, y me va a doler.

—Me pediste una mercancía muy especial. Era la única niña con todo bien puesto. Ni un constipado.

Y me reí con los ojos otra vez, mamá, porque yo estoy segura de que estaban hablando de mí, que nunca he tenido un constipado. Y a lo mejor Jota, que es tan guapo aunque tenga la nariz torcida y una ceja rota y un ojo desteñido, ayuda a papá a que me encontréis. Pero, entonces, no sé por qué, a lo mejor por culpa de la risa, mis ojos volvieron al agua oscura. Y desde entonces no me he vuelto a reír. A ver si mis ojos se vuelven a escapar mañana, que esto es muy aburrido. O a lo mejor no es aburrido. Es sólo triste.

XXV

El Tirao anda mal de cuartos, pero, desde que dejó el jaco, se volvió señoritingo. Aunque apenas le quedan ciento cincuenta pavos, se coge un taxi desde Valdeternero, barrio por el que pasa uno cada dos o tres horas. Cuando el taxista lo deja en el
parking
de El Corte Inglés de Nuevos Ministerios, la cartera le adelgaza veintidós euros. No le queda otra que salir esta noche con la Muda a levantarle cocodrilos a los pijolas putañeros de Gran Vía. El Tirao no sabe exactamente lo que va a escuchar, pero la voz de su padre le repite, desde el eco del estómago,
arakav tut
, ten cuidado, como cuando salía a pillar jaco y a follarse modernitas en la noche de los ochenta a madrileños.

—Arakav tut.

—Háblame cristiano, viejo. O grábate otro disco y me lo mandas por correo, que estás chocho.

—Shatshimo romano.

El viejo se había vuelto loco desde la muerte de la madre y ya sólo se expresaba en romaní. Y se seguía volviendo más loco viendo a su hijo cada vez más enganchado. Kaén, el otro hermano, se había marchado y nunca más le volverían a ver. El viejo, empapado en vino malo y con la cara del color del hígado, aún se creía que su música iba a revivir a la madre y a recuperar a los hijos, y que pronto volverían los cuatro a rular cantando por los patios de Puerto Lope, Jayena, Ventas (la de Zafarraya, nunca la de Huelma), Brácana, Chimeneas, Riofrío… Hasta que una mañana, al volver de tomar doscientas copas en el Penta, barrio de Malasaña, el Tirao se encontró a su padre muerto en el salón. El Tirao estaba tan puesto que se quedó dormido al lado del cadáver. Se despertó a medio día por el mal olor.

—Arakav tut. Arakav tut.

—Shatshimo romano, khanamik. —La verdad se dice en romaní, padre: recitó el gitano para conjurar los ecos del estómago.

Tardó en ver a don Juan el Palomitas rengueando por el aparcamiento al aire libre. Se alegró cuando el viejo se acercó a él despreciando a un cliente con sus brincos impares. Y pensó que su vida estaba rodeada de seres incompletos, cojos de corazón, palpitando sístoles sin diástole, biografías tullidas por lo feroz como la suya misma o la de don Juan el Palomitas, la Charita, el Calcao, Gavroche, Patxi, el Nenas, la niña Alma, la Rosita.

—Buenas tardes, compañero —dijo el Tirao.

—Tenga usted, mi buen amigo. —El despojo humano ensayó una inclinación de cabeza sin dejar de brincar y casi se va al suelo—. Estoy levantando unos napos, que tuve mucho gasto estos días por unas inversiones.

—Cómo sois los financieros.

Se abrazaron. Nunca lo hacían. Pero, esta vez, se abrazaron.

—Por lo de la Charita no he visto sombras, ni de la pestañí ni de los secretas. —Sacó un cuaderno mugriento del bolsillo de la aviadora—. Nada de coches raros, pero, por hacer las cosas conforme es debido, he ido apuntalando las matrículas.

—No hacía falta.

—Pero sí ha tenido una visita.

El Tirao se quedó callado, observando cómo el viejo daba tiempo al suspense para encarecer el precio de su información.

—Hace dos tardes vino una gitana a verla.

—¿Cómo era la gitana?

—Iba muy limpia. De la edad de la Charita, disculpando. Ya sabes que con la edad de las mujeres no se juega. Bonita. Muy alta. Los ojos grandes. Muy grandes. ¿La conoces?

—Creo que sí.

—¿Amiga de la Charita?

—Desde chavalas —aclaró el Tirao para que el Palomo no siguiera preguntando.

—¿Quieres saber si llevas sombra?

—A ver. El Perro y la pasma me tienen con la mosca.

—Vamos.

Caminaron Castellana abajo, como siempre, en dirección opuesta al barrio de la Charita. El rengo miraba hacia atrás sin volver la cabeza, estudiaba los retrovisores y los reflejos de los escaparates, distinguía pisadas entre los taconeos de las aceras. Comenzaron su sólito zigzag callejeando por rumbos contradictorios. Patearon las calles Pensamiento, Algodonales, Genciana, Miosotis…

—Vas más solo que la novia de la muerte, Tirao. A ver cuándo aprendes a junar secretas tú solo.

—Hoy no te puedo pasar guita, Palomo. No ando nada sobrao.

—No me jodas, sobrino, que tú nunca debes nada. El otro día te portaste de farol.

—No tanto. Ya te compensaré.

Se abrazaron de nuevo. El despojo se tuvo que impulsar de puntillas para palmear paternalmente la mejilla del Tirao. El viento no movía los mechones solteros que rastrojeaban su cráneo pintado a manchas.

—A ti te pasa algo, Tirao. Tú no eres tú.

—Los muertos, Palomo, que ni descansan ni dejan descansar.

—Eso pasa, Tirao. Y, cuando pasa, ya no vuelves a ser el mismo.

—Ya lo sé.

—Aquí tienes siempre un vivo por si quieres darte de hostias con ellos.

—Ya sé que lo tengo, Palomo. Muchas gracias.

—A mandar. ¿Me quedo junando un rato?

—No hace falta.

Al Tirao no le extrañó que, aquel miércoles, la Charita no hubiera preparado nada para comer. Estaba sentada en el borde del sillón de pseudocuero barato del saloncito de su piso subvencionado para ex yonquis. La guitarra de Paco de Poniente, El Bracero, agonizaba pisoteada sobre la alfombra persa tejida en unos talleres chinos de Valdemoro. Las cuerdas se retorcían de dolor. Algunas astillas de madera empalizaban la alfombra como espinas hirientes de tiburones muertos.

—Hola, Charita —dijo el Tirao cerrando la puerta.

—Hola —ella ni siquiera le miró.

El Tirao ignoró la guitarra rota, se sentó a su lado y la intentó abrazar por los hombros. Charita se zafó empujándolo con el brazo.

—¿No estás enfadado?

—No.

La guitarra muerta en la alfombra le escupía música a los ojos: «Cuando me busque entre tumbas / mi gitana de Poniente, / yo le cantaré por rumbas / menos muerto que valiente».

—¿No me vas a pegar?

—No.

—La rompí para que me pegaras —dijo ella.

—Sólo vine a preguntarte qué le pasó a la Rosita.

—Nunca me lo habías preguntado.

—Pero ahora necesito saberlo.

—La Rosita desapareció. —Charita pisoteó el mástil de la guitarra—. ¿Por qué no me pegas? Quiero que me pegues.

—Ya lo sé.

—Tú tampoco eres hombre, como el Bellezas.

—Sí, mi amor. Tampoco soy hombre. Pero tienes que decírmelo.

—La Rosita desapareció.

El Tirao se levantó y empezó a revolver con cuidado, sin desordenar, los cajones del mueble del saloncito. Después se dirigió a la habitación y no tardó en encontrar la caja de zapatos donde la Charita había guardado las cartas mensuales de su hija. Como remite sólo aparecía un apartado de Correos. La dirección a la que habían sido enviadas durante los últimos cuatro años no correspondía con las señas del domicilio de la Charita, si no con el de la casa que limpiaba cada día, salvo viernes: calle Velázquez, n.º 56, Madrid. Un barrio rico.

El Tirao leyó varias de las cartas de la niña Rosita sentado en la cama de la Charita y se guardó dos: un texto escolar de 2004, poco antes de la desaparición de la niña, y una carta de 2008, la más reciente. El resto de papeles los colocó de nuevo muy como estaban. Volvió a atar la caja de zapatos y la regresó al cajón de la mesilla.

—¿Por qué te estás engañando? —preguntó el Tirao a la Charita antes de volver a sentarse a su lado.

—¿Por qué no me dejas en paz?

—Tú sabes que esas cartas no las ha escrito nuestra niña.

—Que me dejes en paz. Y no es nuestra niña. Es mi niña.

—Anteayer estuvo aquí la Fandanga.

—¿Por qué no me contaste lo de la niña Alma? —gritó ella—. ¿Ves cómo no eres hombre?

El Tirao se levantó del sofá y se alisó la chaqueta. Bajó la cabeza hacia la alfombra y respiró hondo para prepararse a decir lo que tenía que decir mientras escuchaba la voz muerta de la guitarra: «A los pies de los caballos / de los sargentos feroces / ni lloraremos vasallos / ni sentiremos las coces».

—Charita.

—¿Qué?

—Cuando sepa lo que le ha pasado a tu hija, voy a venir a buscarte.

—¿A buscarme para qué?

—Para que nos vayamos tú y yo juntos, a algún sitio lejos.

—Esto ya está muy lejos, Tirao.

—Más lejos aún.

—Yo no quiero irme contigo a ningún lado.

—Te vendrás.

Salió y bajó las escaleras de dos en dos. Como ya había oscurecido, no tardó en conseguir un taxi: las farolas de la calle no le alumbraban la raza.

Había conocido a la Charita quizá veinte años atrás, quizá la misma noche en que enterró al Chino bajo una capa de cemento en el garaje del edificio Guanarteme, el último paraíso pequeñoburgués de la Urbanización. El guarda nocturno del edificio era heroinómano. El Tirao le invitó a un par de chinos y a un pico bizarro, y le dejó soñando que era feliz bajo el techado de la primera planta. Sacó el cadáver del Chino del maletero del R—21, buscó un lugar cementado aquella misma tarde y cavó una fosa de poco más de un metro de profundidad y 1,70 de largo. El Chino era, gracias a O’Beng, muy bajito. Arrojó el cadáver a la fosa con cuidado —no se le debe hacer daño a los muertos, aunque sean unos hijos de puta— y preparó la mezcla de cemento y arena en una hormigonera manual. Cuando acabó de sepultar al amarillo, regresó al Poblao para pillarse su cena en polvo. Tenía treinta y cinco mil pesetas en el bolsillo. El Chino, al menos, había sido generoso después de muerto.

—¿Adónde vas, gitano?

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