—Es imposible que haya subido por aquí —dijo Chico—. De hecho, yo creo que es imposible que esto exista. Ahora nos vamos a despertar y nos vamos a dar cuenta de que esto no está pasando, ¿verdad?
—No sé si esto existe o no, Chico. Lo único que sé es que ahí arriba hay un gitano que tendría que estar muerto y que lleva en su bolsillo mi cartera. Y, si caigo yo, caemos todos.
—O sea, que hay que subir. Mira que yo creía que hoy íbamos a tener la noche tranquilita, con lo bien pensado que lo llevábamos todo.
—Las cosas más sencillas son las que más se pueden complicar, camarada. ¿Vamos?
—Habrá que ir.
La niña de mis ojos
se había refugiado en la hondonada que se forma entre esa primera montaña de mierda, que ya subían Grande y Chico, y la segunda, en el fondo de una axila entre basuras donde ni siquiera la luz de la luna se atreve a bajar.
La niña de mis ojos
, aunque ida del platanero, sabía que una linterna antecediendo a un hombre no presagia nada sano. Como poco, un policía.
La niña de mis ojos
aguardó allí en cuclillas sin preocuparse de no respirar, porque sabía que entre la niebla y el vaho de la putrefacción era imposible que el hálito blanco de su aliento la delatara. No es que yo sea adivino. Es que
la niña de mis ojos
, de tanto estar sola, lo piensa todo en voz muy alta. Ella cree que su voz es sólo pensamiento.
—¡No seas paleta! —gritó—. Puedes respirar. ¡Respira! ¡Que esta niebla te borra el aliento!
—¿Has oído eso? —preguntó Grande deteniéndose y buscando el origen de la voz.
—No he oído nada.
—Parecía una mujer.
Grande tropezó con el motor de alguna máquina incomprensible, que rodó colina abajo emitiendo ruido de hojalatas. Con el pedo que llevaba, ni siquiera el Tirao sabrá si aprovechó el momento o sencillamente había decidido ya dejarse rodar por la pendiente. Pero por la coincidencia ni Chico ni Grande escucharon cómo su cuerpo daba vueltas ladera abajo hasta quedar boca arriba a los pies de
la niña de mis ojos
.
Laniña de mis ojos
, cuando piensa, lo hace en voz alta. Ya se ha dicho. Y, cuando habla, por compensar, lo hace sin abrir la boca, sólo con las arrugas de su frente herida por dentro. Pero yo, aun en mi poquedad de muerto desletrado, me atrevo a aventurar que
la niña de mis ojos
, al ver al Tirao allí inconsciente, herido, chutado y boca arriba, le dijo con la arruga occipital que yo sí vi inclinarse:
—Joder, Tirao. ¿Eres tú? Y ese par de putos guripas no vendrán a por ti…
—Sí vienen. —Debió de escuchar
la niña de mis ojos
del silencio inerte del Tirao.
—¿Y por qué no corres? O mejor. ¿Por qué no subimos los dos y los matamos a hostias? Tú sabes matar a hostias, Tirao. Que yo te he visto —continuó la despojo sin mover los labios.
—Porque me estoy muriendo, Niña. Porque me estoy muriendo. ¿Es que no lo ves? —dijo el Tirao, otra vez, desde lo hondo de su silencio.
La niña de mis ojos
se tapó con las dos manos el ojo bueno que le quedaba y apretó sobre él los puños como si quisiera arrancárselo. También se tiró de los pelos, aunque le quedaban pocos, y apretó los dientes, aunque le quedaban menos. Entonces se puso a pensar y ya sí que pude escucharla, yo y todo el barrio, porque, cuando piensa, grita al cielo como un perro aullador y contagiado de rabia:
—A ti no. A ti no. La Niña está aquí y a ti no te va a pasar nada. A ti no te mete nadie debajo de la tierra.
Y empezó a coger basura de la axila que hiede entre las dos montañas de mierda y a depositarla dulcemente sobre el cuerpo cadaveriforme del Tirao, que ya debía de estar subiendo a los paraísos de la heroína porque sonrió levemente. Sepultó al gitano bajo latas de aceite, plásticos, caquillos de bombilla rota, compresas sucias, barros, condones, trapos, vísceras desechadas hasta por las carnicerías del barrio, balones desinflados, cartones, tablas, dos gatos muertos con pinta de haberse matado entre ellos, zapatos impares, pelucas con canas, neumáticos. Y
la niña de mis ojos
, que no tiene más que piel en hueso, hasta levantó, sólo apoyada en sus húmeros pelados, en sus cúbitos pelados, en sus radios pelados, un motor de motocicleta de más de cuarenta kilos, que depositó sobre el estómago del Tirao. Mientras ocultaba bajo escombros el cuerpo quizá muerto del gitanazo, no paraba de gritar:
—A ti no y a ti no. A ti no que eres más limpio que el agua de la poza en que te bañas —seguía gritando—. A ti no, que un día me cogiste en brazos para salvarme de la lluvia. A ti no, que tienes esos ojos. A ti no, que tienes esa boca. A ti no, que tú fuiste mi hijo cuando aquéllos de los dientes me pegaban. Nunca confíes en los que tienen dientes, amor mío. Aunque tú tengas tus dientes. A ti no. A ti no, que tú me diste a mí dinero, y el dinero vale tanto…
—¿Qué pasa ahí?
—Y ahora me bajo las bragas.
Gritó
la niña de mis ojos
bajándose las bragas mientras las linternas de Chico y Grande, que ya se deslizaban colina abajo y estaban a menos de quince metros, le deslumbraban el ojo sano.
—Y ahora voy a hacer pis, para que nadie te sepa, porque a ti no.
Chico y Grande se detuvieron a cuatro pasos del despojo en cuclillas y la alumbraron de arriba abajo, hasta el reguero de orina que se filtraba entre humus y otras cosas hacia las profundidades basureras donde debía de encontrarse la cara sepultada en escombros del Tirao. Yo esperaba ver de un momento a otro su alma muerta elevarse sobre el asco, pero el Tirao es mucho mulo.
—Joder, Grande —dijo Chico alumbrando al despojo—. Ya te dije que estamos dormidos. Ya te dije que esto no es verdad. Que hoy es la puta noche de los muertos vivientes. Jota tenía razón.
La niña de mis ojos
movía el occipital, el parietal, el frontal y otros huesos de nombres más arcanos. Gracias a Dios, ya no pensaba. Por eso no abría la boca. Y no delató al Tirao, totalmente cubierto de escombros bajo el coño viejo y arrugado de la Niña.
—Si la matamos, le hacemos un favor —dijo Chico.
—No llevamos fusco —contestó Grande—. Si quieres matarla a mano… —y sonrió.
—Calla. Creo que voy a vomitar sólo de pensarlo.
Cuando los vio perderse entre los pliegues de aquellos Alpes de mierda,
la niña de mis ojos
sonrió y dejó de mear. Se cayó de espaldas, porque su coartada había sido mear y mear y se había deshidratado. Empezó a llover y bebió agua de lluvia. Y seguramente por eso no se murió. Y después desenterró al Tirao de entre la mierda, con manos cuidadosas de arqueóloga exhumando tanagras antiquísimas.
—Cuando yo me muera, no sé quién va a cuidar de ti, Tirao —dijo con su pensamiento estridente—. Hace frío. Hace mucho frío. No he traído la ropa adecuada, pero por suerte esta noche no hay baile. Tampoco hay baile mañana. Ni pasado. Ni al otro. No creo que haya baile hasta que yo me muera, y entonces los chicos ya no vais a querer ir. Qué tristeza. —La vieja esqueleta sacudió los últimos barros del rostro del Tirao, que vomitó casi sin abrir la boca; ella empezó a limpiarle las mejillas con su falda húmeda—. Toda la vida limpiando niños. No como esas señoronas que no los limpian, pero siempre dicen la tontería esa de que son tan guapos que se los comerían. —Levantó la cabeza hacia un trozo de luna que se había deslizado entre las nubes y gritó—: ¡Y a veces se los comen!
Las linternas de Chico y Grande baruteaban dos colinas de mierda más allá, buscando un cuerpo enorme demasiado muerto como para haber llegado tan lejos. Y volvieron un instante las linternas en dirección a la voz loca de la esqueleta.
—Hijos de puta —gritó, pensando que pensaba,
la niña de mis ojos
—. Ésos vienen a por ti, amor mío, pero yo te voy a esconder hasta que amanezca y no se vea nada. Entonces ya podrás dormir tranquilo —siguió gritando—. O morirte. Lo que tú quieras, que ya eres mayorcito.
Y amaneció.
La niña de mis ojos
consideró que ya estaba lo suficientemente oscuro —esto es difícil de explicar— para que los asesinos no dieran con el cuerpo inerte del Tirao, cuya única señal de vida en las últimas horas había sido un vómito sincopado que se repetía a cada rato sin mucha convicción ni demasiado caudal.
—Ay, m’hijo. Con lo grande que es, qué poco echa.
Y registró sus bolsillos. Y se encontró dos carteras. La del Tirao la devolvió intacta al bolsillo del gitano. La otra la dejó abierta ante sus ojos, que jugaban a ser espectadores de un partido de tenis entre la fotografía del carné y los ojos del Tirao, de los ojos del Tirao a la fotografía del carné. Después comprobó que había más de ocho mil napos en el cocodrilo y abofetó al Tirao.
—No te he educado yo para que seas un chorizo.
También encontró el anillo de casada de la Muda; lo besó como si fuera un crucifijo y lo guardó en uno de los bolsillos del Tirao.
Y se marchó de allí con la cartera y el billetaje del doctor Grande, dejando al Tirao inconsciente entre la basura. Yo me disipé en la niebla. En cuanto sale el sol, los fantasmas debemos ser discretos, no vaya a ser que la gente se dé cuenta de que la muerte es algo tan cercano. Se asustarían. ¿Y para qué asustarlos, si la mayoría ya viven muertos de miedo?
Yo soy la ciudad, y por eso me van a perdonar que no arroje mucha luz sobre el asunto. Eso es cosa de ustedes. Yo soy el mar y ustedes la marea, así que no exijan de mí caudillismos ni consejos. Yo no les he pedido que se queden. Y tampoco voy a pedirles que se marchen, porque me gusta ver su cara de horror, qué quieren que les diga. Si el horror lo están siempre reinventando ustedes. El horror en el espejo es tu propia cara. Mis cánceres, mis metástasis viajan en tus coches, en tus autobuses, en tu metro.
Sólo te diré que ya hay una niña muerta más.
Ay, sí, pongan esa carita de horror colectivo que tan bien disimulan.
¿Por qué me va a importar a mí más una niña que una rata, banda de marimoñas sentimentales? ¿No han sido las viejas sucias que despreciáis también niñas no hace mucho? Sois tan graciosos que dais ganas de llorar orines.
Si mañana me hacen ciudad olímpica, seréis los primeros en olvidaros de la puta gitanilla muerta.
¿No es verdad, señor alcalde?
Ya os dije que no iba a arrojar mucha luz sobre el asunto.
Que os follen.
A mí todo esto de las niñas muertas, las niñas violadas, las niñas esclavizadas, las niñas desclitorizadas o, incluso, las niñas escolarizadas me ha dado siempre un poco igual. A mí me habéis alimentado de muerte y barbaridad desde el día en que los primeros cuatro matrimonios pleistocénicos pusieron casa en Chamberí y me hicieron ciudad. Así que a tocar los cojones a otra parte.
Ximena Jarque Matas, presunta periodista, lo escribió el otro día en un periódico gratuito para pobres,
El Quinqué
, ignorando seguramente que los pobres no leen porque ni quieren ni saben leer; quieren comer y aprender a comer. Transcribo textualmente el artículo desde un folio arrugado que recogí de mis sumideros por su importancia documental y almaria:
¿DÓNDE SE HAN ESCONDIDO ESTOS NIÑOS?
XIMENA JARQUE MATAS
La ciudad inhumana ha perdido en sus alcantarillas a 62 niños gitanos inocentes en los últimos ocho años. Un dato con el que se recogen sólo las denuncias cursadas oficialmente en Madrid desde febrero de 2000. Todos sabemos que la oficialidad nunca ha sido curso natural de las denuncias de la raza gitana española desde que el
marqués de Ensenada emprendiera la Gran Redada de 1749. Es un perdono pero no olvido pronunciado desde toda una sangre. Y por eso los madrileños debemos hacernos una pregunta: ¿por qué la tasa de niños gitanos desaparecidos en nuest ros poblados deduplica el ratio de niños de otras razas que desaparecen en Madrid?
Y bla, bla, bla… Se nota que la periodista es joven, idealista, rica de cuna, blanca de raza y gilipollas: la ciudad inhumana, escribe. ¿Qué hay más humano que la ciudad, un golpe al paisaje asestado por un millón de miedos sólo dispuestos a fabricar la soledad del otro y mil basuras? Un arca de Noé de chismorreo y medias tintas. Espero que no te hayan pagado el artículo, niña. Esos articulitos suelen escribirse de gratis y publicarse en la revista del instituto. A las buenas intenciones indocumentadas se las debía gravar con impuestos. Se lo debería decir al alcalde. Pero no me oye. Yo sólo soy la gran ciudad. Ese cáncer no menguante. Pero sois vosotros quienes tendéis ropa sucia en mis ventanas.
—Charita, ¿has terminado ya de tender la ropa?
—Sí, Remedios.
Ahora es cosa muy moderna que las señoronas se tuteen con las criadas. Por mucho que les civilicéis el nombre y hasta se lo alarguéis con generosidades semánticas, vuestras empleadas de hogar siguen siendo sólo eso: criadas. La izquierda es incapaz de emprender la revolución social si no le desempolva antes los libros la criada.
Las señoras sí han cambiado. Remedios, Meditas en casa de papá, no se merece el apodo de señorona. A sus cuarenta y pocos años, sigue leyendo el
Vogue
con la misma lozanía lánguida con que lo leía a los dieciséis, sigue teniendo el mismo culito duro de entonces, y los mismos ojos limpios de niña veraneante que otea horizontes desde el yate de treinta y cinco metros del abuelo oligarca. Pasa las páginas del
Vogue
deslizada en la
chaise longue
con la tranquilidad que da saber que a tu marido lo ha metido ya papá en cuatro o cinco consejos de administración, y que llegará tarde.
Desde los ventanales de su ático de quinientos cincuenta metros, en Velázquez, la polución de Madrid se engalana para parecer un elemento más del enorme salón decorado en ocres. El
Vogue
se le agota a Meditas, que nunca ha sido niña de mucha letra, y Meditas se levanta y camina por la pasarela de su salón dispuesta, aunque todavía muy lánguidamente, a cumplir con sus obligaciones de esposa y madre.
Los pasillos del apartamento son anchos y umbríamente confortables. Meditas puede contonear a gusto toda la contundencia hembra de sus caderas embutidas en vaqueros sin miedo a destrozar ningún jarrón. Es un alivio. Son unos jarrones carísimos y uniquísimos, como diría ella. Meditas es de esas mujeres que, cuando pasea por mis calles, hace volverse con deseo y admiración incluso a los registradores de la propiedad, esos señores tan poco ensoñadores que parece que se duermen en un catre cutre arrinconado en una plaza de garaje. Meditas entra en una cocina llena de luz, y parece que es con ella que toda esa luz ha entrado.