No veo a Patrick Donagall, trabajará junto a la base del mesana, secundado por cuatro o cinco grumetes, procurando, tensos los músculos, sudados los rostros, que el palo no zafe. Veo en cambio a Ben Gage, al pie del mesana, rezando para sus adentros, con cara de asombro, porque el mástil soporta sin quebranto visible la presión de la cangreja, henchida por un viento que, entre tanto contratiempo, es lo único que nos ayuda.
Me consagro entonces a estudiar las evoluciones del perseguidor y bosquejar un retrato del capitán enemigo. No hay cursos donde esto se aprenda, ni manuales que lo consignen; uno ha de arreglarse escrutando cualquier detalle, procurando descubrir si quien me ataca es arrojado o prudente, impulsivo o frío, confiado en su barco o receloso. No he averiguado siquiera el nombre del brick, pero voy viendo que su comandante no es novato, ni quiere lucir galones ante sus subordinados, como cualquier guardamarina recién salido de una academia naval. Prevé mis maniobras, y admitiendo que mi goleta es más rápida, no fuerza inútilmente su barco. Según su óptica, yo soy corzo o gacela; y él, sabueso que, con la lengua afuera, no perderá el rastro de su presa. Tampoco creo que me juzgue desanimado, sin elementos para aceptar combate; sospecha que sufro alguna avería, aunque no logre determinarla; y ve crecer la distancia entre mi barco y el suyo con aplomo, sin inquietarse por cederme el barlovento. «Capitán veterano», me digo, «más difícil de lo que sugiere su brick, de obra muerta elevada. Lo que pierde en agilidad, lo gana en robustez».
Clark, chillando como endemoniado, me reclama desde la cámara. Con las cartas desplegadas, señala sobre la costa brasileña una cadena de islotes que serían refugio soberbio y en cuyas aguas el brick, por calar más que nosotros, no podría seguirnos. Pero navegamos con rumbo este neto; y los islotes se hallan al noroeste. Para alcanzarlos debemos abatir el rumbo de modo que se acortará distancia con el brick, que viene desde el noroeste. «¡A los islotes!», ordeno, a pesar del pasmo de Clark. «Señor Armstrong», grito al timonel, «enséñele a los imperiales cómo viran estas goletas, y que rabien viendo cómo se les escapa la presa que estimaron segura».
Tuve siempre a Dan Armstrong por timonel de primera. ¿Pero qué capitán imaginaría tan limpia maniobra, con mucho de burla patética, como quien camina junto a un abismo sin que le tiemblen las rodillas? Por un momento, ambas naves enfrentan sus bandas de estribor, el brick navegando todavía al sur, sin tiempo para maniobrar, y la Intrépida al noroeste, manteniéndose alejada del alcance de la artillería. Observo de proa a popa a mi enemigo, cuento sus piezas: tres en la banda que me encara. Tres más en la opuesta. ¿Pocas? ¡Por el cielo! Han de ser de mayor calibre que las mías o yo no sé ver; y el maderamen de esa nave, reforzado, resistente. En combate franco, nadie se animaría a predecir en qué manos quedará la victoria.
Logro leer, catalejo medíante, en el espejo de popa: Espíritu Santo. No es mal nombre; si el capitán lo eligió, está revelándome otro costado de su fisonomía: hombre que se larga a marinar con una banda apoyada en su sabiduría, y la otra en poderes invisibles, imaginados por su fe. Así suelen ser los portugueses, no muy diferentes, en esto, de los españoles. Me gustaría preguntarle cuándo me alcanzará, o si piensa descubrirme entre los islotes. Allí llegaré, ganando la mano, y me esconderé hasta que recobre su salud el mesana.
Diez horas de trabajo corrido han llevado las reparaciones, haciendo turnos Gage y Donagall, y bajando y subiendo los ayudantes cubos con agua, alimentos enviados por Bob, voces de aliento de los oficiales. Puse a disposición de los carpinteros los hombres más vigorosos y cuantos fanales soporta la seguridad de las entrañas del barco; y como hemos dado con aguas que, por lo plácidas, parecen lacustres, contaron con la estabilidad que reclamaban y remataron con fortuna su labor. Gage sostiene que el mesana está más firme que antes, y que ni los huracanes del Caribe nos desarbolarán; Donagall mantiene silencio, enjugándose el sudor del rostro y del pecho, bebiendo la merecida ración doble de grog, sentado al pie del reconstruido mesana, y apoyando en él sus espaldas con calma absoluta, deleitándose ante el paisaje que nos rodea, y transmitiéndonos una grata sensación perezosa. Es el atardecer, no circulan ráfagas de aire entre los islotes cónicos que guarecen la goleta; las aves se refugian entre la tupida vegetación que cubre dichos islotes y que llega hasta las aguas. Sería imposible desembarcar allí; y en rigor, no lo necesitaremos. La costa es una ondulante línea de playas, quebradas aquí y allá por abruptos roquedales; y en las arenas mueren sin ruido las ondas. Los islotes, en número crecido, formando entre ellos lagunas, caletas, canales y estrechos, cierran el paso al oleaje; y mientras en sus riberas orientadas hacia el levante bate el océano, en las que miran al poniente sólo se percibe una quietud húmeda, quebrada de tanto en tanto por el aletear de los pájaros.
Cuando llega la noche, y una luna llena, majestuosa y límpida, ilumina el ambiente, creemos vivir momentos de magia embellecedora. Las aguas, verdosas de día, cobran una coloración azul, de un azul oscuro, enigmático. Hay más de cuarenta pies, dice Clark probando cada media hora con el escandallo; y las corrientes profundas pueden agrandar la medición, porque llevan de un lado al otro las arenas movibles del fondo. No quiero importunarlo exigiéndole que me brinde con exactitud la posición; me contento con oírlo decir «26° de latitud sur, 49° longitud oeste», de memoria, como quien recita una lección y descuenta que las cifras deben entenderse con elasticidad. Al norte tenemos Iguapé; al sur, la isla de Santa Catarina y el puerto de Desterro; al noroeste, distando cuatro jornadas de navegación con todo el trapo, Río de Janeiro. De esos puntos pudieron salir en nuestra búsqueda naves portuguesas; y alertadas por el Espíritu Santo, tendríamos una red difícil de atravesar.
Kingsbury y Clayton lo han considerado, pero les hago ver que el litoral brasileño no cuenta con barcos en condiciones; que buena parte de la flota lusitana ha de hallarse en Montevideo, bloqueada por nuestros colegas, quienes a estas horas bloquearán también Río de Janeiro, Pernambuco y Natal; y que hay, por ahora, un peligro concreto: el brick. Como no quiero que mis oficiales forjen ideas erróneas, insisto en mi convicción de que ese barco ha de estar aguardándome fuera de la línea de los islotes. Clayton reflexiona, dubitativo, y Kingsbury, impávido, fumando su pipa, arroja sobre mí la mirada incrédula de sus ojos grises. Les recuerdo que el Espíritu Santo está comandado por un viejo zorro, que mi estrategia es rehuir la lucha abierta, en beneficio del crucero, en sus comienzos; y que haré hablar a los cañones cuando lo crea conveniente, no cuando se le antoje al enemigo. Y viendo muy redonda la luna, muy clara la noche y favorable la marea, ordeno levar anclas con el mayor silencio posible, y soltar sólo las velas altas, aferradas de firme las grandes. Tras apagar los fanales, incluso los del sollado y la bodega, arrojar al agua los cigarros (y guardar su pipa Kingsbury) se desliza la goleta, rebasa el islote que nos ampara y desemboca en la ancha salida al océano.
En la proa, montado casi sobre el bauprés, soy el primero que confirma la sospecha, apenas la goleta ha traspuesto hasta su mitad la masa encubridora del cono del islote. Con todas sus luces también apagadas, al pairo más afuera, lejos de las rompientes, muestra su inconfundible silueta el Espíritu Santo. Hago llegar a Armstrong la orden de virar por avante y deshacer el camino andado, y a Learthy, que oriente las velas altas de modo de aprovechar el terral que está soplando, y que será fuerte enemigo de mi enemigo. No necesito imaginar las maniobras del brick para comprender que me seguirá las aguas, porque los lechos arenosos se han vuelto más profundos, y podrá surcar tras mi estela sin temor de encallar. Pero el terral, soplándole de proa, lo obligará a orzar; y en ese punto sí quisiera verlo. Perderá tiempo, avanzará en zigzag, su marcha se hará lenta; y cuando llegue, tardíamente, al punto que ahora ocupo, sólo hallará aguas mansas y desiertas, rieladas por la luna.
Un destello de incertidumbre asoma en los ojos de Kingsbury; está a punto de preguntarme «¿se puede?», pero se contiene, procurando que ninguno de los hombres alce la voz. Lo disculpo, no es para menos. Si la maniobra que he proyectado sale bien, habremos burlado del modo más fino al capitán portugués. Pero hay que lograrla. ¿Cómo meternos por el estrecho entre dos islotes, apenas más ancho que la manga de la Intrépida y movernos sin ruido, sin que los hombres apoyen los bicheros en los ramajes, para que la goleta avance, y sin que los ramajes se enreden en las vergas y descalabren el aparejo? Cómo, no sé; pero ha de intentarse.
Reitero a Learthy «sólo velas altas», y dirijo en persona y por señas otra maniobra: poner las vergas casi paralelas con el eje longitudinal de la goleta, de modo de hurtarlas a la agresión de los ramajes. Miro a los extremos de ambos mástiles: allá arriba, dos velas pequeñas, sólo dos, reciben, inflándose, el terral; y eso alcanza para avanzar suavemente. Lewis Clayton, desde proa, escruta el paso, banderín en mano, secundado por Clark, quien tantea como un ciego el camino, valiéndose del escandallo; y haciendo Clayton con su banderín señas al timonel, la goleta, que parece más alargada que nunca, como si fuera un huso, va esquivando rocas traicioneras y raigones sumergidos. Con ademanes enérgicos, impongo silencio a bordo: los cerros de cada islote pueden agrandar los ecos o alborotar a los pájaros dormidos, y alertar para nuestra desgracia a la gente del brick. Tal vez sean visibles nuestras velas altas; tal vez no. Si lo son, el viejo zorro portugués pensará que sueña o que sólo está viendo un casal de garzas blancas que vuela en reclamo del océano.
Cuando llegue a la boca del estrecho, luego de luchar a puño limpio con el terral, verá el angosto pasadizo tan vacío de goletas como en el primer día de la creación; y si alcanza el océano antes de la madrugada, ya seré para él un mal recuerdo; o a lo sumo, un velamen recortándose en el horizonte, inabordable y libre.
Suelo quedarme a veces, sobre la toldilla, mirando hacia popa, observando, primero, la estela; después los catavientos de roja estameña, el catalejo bajo el brazo, recorriendo a simple vista los horizontes, las celajerías de los crepúsculos, matutinos o vespertinos. Ben Gage querrá venir a mi lado, creyéndome en oración, para desenfundar su Biblia y leerme algún salmo, en recia traducción inglesa del texto de Lutero. Lo detendrá Kingsbury, diciéndole que vigilo los mares porque el capitán de la Intrépida piensa —y sus oficiales con él— que el Espíritu Santo lo visitará, asomando entre las nubes bajas de los confines, pues no es lógico que aquel perro de presa se resigne a perder un hueso sabroso, que estuvo a dos pulgadas de roer.
No habla por hablar mi segundo; sus palabras contienen una parte de certeza. Pero sólo una parte. Mis continuas apostadas en la toldilla responden al deseo de darme tregua, de ordenar mis pensamientos y de ver cómo hago para acomodar tanta gente como hay ahora en la goleta. Veinticuatro individuos más, sumados a los ochenta y uno de mis hombres forman número crecido; y mis oficiales deben echar el resto para que no estallen trifulcas por razones de espacio. Veinticuatro prisioneros, hechos en tres apresamientos: la lancha Itacuruçá y las sumacas Bom Fim y Pará. Embarcaciones viejas, que destruí gastando poca pólvora. Nada valían y nada hubiera ganado intentando venderlas ante los tribunales. Pero sus cargas no eran desdeñables: azúcar, arroz, café, maderas, fardos de corcho, lienzos finos. Cualquier juez declarará todo eso buena presa; y el cálculo más cicatero arrojará varios miles de dólares. Los prisioneros constituyen capítulo aparte. Muertos de miedo al principio, levantaron las manos al cielo viendo cómo los cañones de la Intrépida hacían volar en astillas sus embarcaciones. Alegaron inocencia, juraron no saber nada de la guerra que Portugal hacía al general Artigas y terminaron amenazándome y augurando en mi contra los castigos que merecen los ladrones y salteadores. Para acallarlos, hice comparecer a Patrick Donagall quien, por saber español, se entendió con algunos de ellos y les soltó una andanada más terrible que las de mis cañones. Habló de las tropelías de Lecor, de las carnicerías de sus generales, asesinando, violando, saqueando, emboscando columnas patriotas de doscientos hombres con ochocientos infantes, apoyados por la caballería riograndense y la artillería. «¿Quién roba, quién mata?», exclamó Donagall. «¿Un ladrón Artigas, un bandido? ¿Por qué? ¿Porque detesta ver a su gente con cadenas y a su tierra arrasada? Viví con los patriotas once años; me dieron techo, me dieron de comer y me tuvieron por uno más de ellos; y nunca metieron sus manos en mis bolsillos, ni en los de nadie.» Lo hice callar; se excedía, inflamado, crispados los puños. Quizás no haya hecho entrar en razones a los prisioneros; pero ha obrado provechosamente sobre mis hombres; y eso es lo que, por encima de todo, yo buscaba. Si no fuese porque Ben Gage considera indispensable el concurso del irlandés a su lado, pensaría seriamente en promoverlo; tendría en él un oficial de presas aguerrido y con conocimiento de primera mano. Tal vez no esté lejos el día en que deba leerle el reglamento de corso y las letras patentes para redondear su formación. Tiempo al tiempo.
Jornada de alivio. He pasado varias horas con relativa comodidad en la cámara, proyectando qué cartas remitiré alguna vez a mi amigo Charles Weimberg para su periódico de Nueva York, escribiendo en mi diario, actualizándolo y poniendo regocijo indisimulado en la jornada presente: «20 de noviembre de 1819. Avistamos por la mañana un bergantín de buen porte. Le disparé un cañón de aviso. Se puso al pairo. Por la bocina le pedí bandera, nombre, datos del capitán. Bergantín portugués de cuatrocientas toneladas; Bom Suceso, su nombre. Capitán: Antonio Gonçalves. Envié a Jim Gray y a Jeremy Adler con diez fusileros remolcando la lancha con los prisioneros que custodiaba en la goleta, y de quienes, gracias al cielo, me he desprendido. Mis dos oficiales están autorizados para declarar prisioneros al comandante y a la dotación, y a requisar la carga y el barco. El Bom Suceso, con su precioso transporte de herramientas, licores, sedas, arenque ahumado y café, será llevado por Gray y Adler a Juan Griego; y los prisioneros de la Intrépida, sumados a los del Bom Suceso, puestos en libertad en puertos amigos, sin que haya obligación de pensar, exclusivamente, en Juan Griego. Habrá otros destinos a propósito, pues esos cuarenta y cuatro sujetos, entre los que figuran oficiales portugueses y marineros nacidos en la colonia del Brasil, podrán ser trasbordados al primer barco neutral con que se cruce el Bom Suceso, si así lo juzgan conveniente Gray y Adler. Un cabo y dos fusileros retornan con la lancha a la goleta. El cabo informa a Kingsbury que uno de esos fusileros merece arresto, por quebrantar mis normas de conducta con los prisioneros. Aprobé el arresto; y mañana muy temprano, examinaré el caso. Tal vez deba adoptar medidas más duras».