»Caballeros, ahora que lo pienso, no mencionó leones. Perros salvajes, "cimarrones", eso es, como en el Plata, o como el mastín del herrero que peleó contra Cuchulain, gritó. Un dios irlandés, ¿ustedes saben? Usted, señor Clayton, que puede leer, ¿me aclararía esto?
»¡Qué más diría Patrick, y qué había de oír yo! Dos retumbos, distintos pero terribles, nos sacudieron de pies a cabeza. Pero antes de los retumbos hubo otra cosa, ¡maldición!, me entrevero, déjenme calentar el corazón con brandy, un sorbo ligero, apenas uno, seguido de dos, así está bien... Les decía: antes de los retumbos, se iluminó de pronto el escenario. Los españoles tiraban fuegos de artificio, como quien enciende luminarias en un palacio, y empuñaban antorchas como invitándonos a una zarabanda. No querían bailar a oscuras con nosotros, pretendían vernos las caras, ¿por qué no los tragó el infierno? ¡Y los retumbos! El primero fue una andanada que la polacra disparó a quemarropa contra nuestra banda de estribor. Cayeron varios, entre artilleros y servidores. A la luz de las antorchas vi cuerpos despedazados, sangre brotando a borbotones, una cabeza arrancada de cuajo que rodó hasta el centro de la cubierta y sólo se detuvo al chocar contra la saliente de una escotilla. No soy novato, ni fue ése el horror mayúsculo de mi vida, por cierto. Pero ¿quién miraba, sin que se revolviesen las tripas, aquella cabeza con sus ojos todavía espantados y su barba rubia entreverada con huesos y cuajarones? Como una piedra rodando sobre la nieve: así me pareció la cabeza del infeliz dando volteretas y trazando surcos sobre la arena echada minutos antes para que no resbalásemos en la sangre.
»El segundo retumbo fue un crujido de maderámenes, seguido de un sacudimiento de la goleta capaz de hacernos rodar sobre la arena junto con la cabeza del artillero. "¡Nos abordan!", rugió Patrick. Y abriendo su navaja, la hizo brillar al resplandor de las antorchas, de las luces de artificio y de los fogonazos generalizados de fusiles y pistolas.»
«Patrick, infeliz, gritaste con intención de alertar o de revelar algo que todos veíamos venir. Si Gattiery demoraba o vacilaba, entonces sí, caballeros, se inundaba de españoles la goleta, como de piojos y ratas cualquier sentina. El asunto era ganar la mano, invadir a hachazo limpio la polacra, descargar la fusilería. Dicho así, parece fácil. Muy fácil, ¡por los huesos de mi suegra! ¿Qué imaginan ustedes? ¿Qué sucedió? ¡Maldita sea! Atiendan: andanada española, primer retumbo, cabeza arrancada, rodando como un melón. Una rociada tan de cerca, ¿fue con salva, por ganas de hacer cosquillas? No, caballeros, fue el origen del descalabro. Silenció nuestros cañones de estribor, abrió claros entre los fusileros y dejó espacios libres en la amurada, sobre la cual se prendieron los garfios, como zarpas de osos, para irritación de Tricolor, que se revolvía con gallarda cólera, blandiendo su cuchilla. Tal vez Gattiery no esperó arremetida tan rápida; o pensó que sus hombres largarían primero los garfios. ¡Cosa rara! El sacudimiento nos sorprendió, nos aturulló, desplazó dos pasos hacia atrás a los fusileros, que se mezclaron con los hombres dispuestos al abordaje, cuchilla al aire. Además, la disciplina ante todo: ¿qué hombre de la goleta abordaría al enemigo sin órdenes de los oficiales? ¿Y qué oficial ordenaría nada sin...? En fin, lo conocen de memoria, la cadena del mando, en cuanto se tranca, genera lío. Los hubo en la goleta, ¡y de qué forma! Los españoles se adelantaron, saltaron las dos bordas juntas, nos empujaron como una ola bramadora hasta recostarnos contra la banda de babor. Embestida tremenda, hay que admitirlo; pero ¡por el cielo!, imprudente, lo notó Gattiery enseguida. Los invasores se alejaron demasiado de su base, quiero decir de la polacra y pronto su vanguardia quedó cortada. Desde popa y desde proa, los oficiales de la Argentino dirigieron un contraataque envolvente, nos aliviaron de la presión que sufríamos, y obligaron a los españoles a refugiarse en su barco, desesperándolos en una defensa que nada les gustó. Bastante caro les salió el intento de abordaje: cinco o seis de ellos no verían el próximo amanecer, tendidos en la cubierta corsaria, partidas las cabezas y tajeados los cuellos por nuestras cuchillas. Y por la destreza de Tricolor y la navaja de Patrick.
»Sí, habrán de creerme, o reventaré de amargura. Un español yacía herido asquerosamente, la garganta abierta, el pellejo levantado hasta el mentón, zanjada la cara de oreja a oreja, huella más que cierta de un navajazo furibundo. Vi a Patrick mover su terrible acero a diestra y siniestra, como una tromba, perdido el control, borracho de sangre. Un homicida de punta en blanco, si no fuese porque tenía las manos, los brazos y la pechera de la camisa enrojecidos. No oyó las órdenes, ni el toque de trompeta mandando a los hombres de la Argentino que se reunieran a babor. Gattiery soñaba con un ataque en regla, decisivo, más impetuoso y a la vez mejor coordinado que el de los españoles. ¡Dios mío! Escapó al capitán el punto clave, escapó a sus oficiales, y a mí, y a Tricolor y a Patrick. Nosotros sumábamos setenta, todo lo más ochenta; los españoles llegaban a ciento treinta. ¡Suerte perra, por qué no lo supimos entonces! Si los barcos no hubiesen estado pegados con los garfios; si la goleta hubiese tenido un soplo de libertad para derivar, virar, ganar el barlovento, el panorama habría cambiado, y no habría pesado el número, sino la mejor fusilería del corsario. Pero con las dos cubiertas cosidas, como si fuesen una sola, y pudiendo pasar de una a otra sin más trabajo que alzar media vara los pies, ¡rayos y truenos!, ustedes comprenderán.
»Además, ¿qué ojos tuvieron tiempo de contar enemigos? De las entrañas de la polacra brotaron españoles como gusanos en nuestras galletas. Ya la gente de Gattiery había traspuesto ambas bordas, ya se afirmaba en el barco realista, ya se pensaba que el abordaje corsario lograría lo de siempre: la victoria. Yo no lo pensé, lo juro por esta botella de brandy, que es el juramento más grave que puedo hacer. Había muchos hombres de Gattiery entusiasmados, profiriendo hurras. Entre ellos vi al sanguinario violinista y a Patrick, poniéndose éste en primera fila, vociferando más fuerte que nadie, atacando únicamente con su navaja a un pelotón de hispanos que remolineaban sables de reja, de cazoleta, sables moriscos, ¡estaban bien pertrechados esos secuaces del narigón Fernando VII! Y me dio un vuelco el corazón. Tuve un presentimiento negro, un disgusto a lo bruto, guerrear así no era guerrear. ¡La cabeza fría, caballeros! ¿Verdad? La temeridad es pésima consejera. Y como soy hombre de guerra y lo seré hasta el fin, conservé mi cabeza como un témpano, y calé aquel negocio. No necesité evocar la frialdad de Napoleón, ni la flema de Nelson, ni la calma de Bainbridge ni de Decatur. Tampoco el ardor reflexivo de John Danels, ¡ah, Danels! Algún día habría que escribir una larga historia sobre capitán tan bien plantado. Me alcanzó con ser este Jonathan Hoove que les está hablando y que nunca olvidará la muchedumbre saliendo de todos los rincones de la polacra, con camisas claras, parejos todos, un verdadero ejército desplomándose sobre nosotros, hiriéndonos a varios, haciéndonos retroceder, forzándonos a repasar las bordas y a defendernos en la cubierta de la goleta, llena de astillas, de cadáveres mutilados y de arena sanguinolenta.
»Si digo que combatimos en la Argentino durante una eternidad, me quedaría corto. ¿Qué significan veinte minutos, media hora, tres cuartos? ¿De qué puta sirve? ¿Con qué agallas calcular? Tratábamos de salvarnos, eso era todo. Peleábamos en desventaja franca, uno contra tres. Nos dispersaban, impedían a los fusileros emplear sus armas, nos llevaban en oleadas de una banda a la opuesta, acorralaban a un grupo de cuchilleros entre la cámara de popa y la base del palo mayor, metían gente a empellones por las escotillas tajeando espaldas y abriendo el cuero cabelludo del último en aquel descenso endemoniado; y arreaban a otros hacia proa, donde yo había quedado aislado, sin que valiera a los nuestros hacer base en torno al mástil, porque de allí los despegaban, como torrente que rodea un árbol y arrastra cuanto encuentra a su alrededor. Muchos se encaramaron al bauprés, con el afán de recargar los fusiles y tener un punto más alto desde el cual disparar. ¡Desdichados! Cayeron al agua, abatidos con tiros precisos desde la polacra; y los pocos que, trepando por los obenques, resistieron en las cofas, sufrieron igual mortandad!
»Arrinconado en la proa, logré contener a dos españoles. ¿Me asistió un dios personal? ¿Mi temple? No, señores, la cuchilla, de acero excelente y hoja ancha, que respetaban mis enemigos. Intenté ver por dónde andaría Patrick; procuré distinguir a Tricolor, cuya cabeza inconfundible había sido punto de referencia importante para mí. No vi al violinista, y supuse que lo habrían dejado seco tras arrancarle a sablazos sus memorias de los grandes lagos y sus melodías danzarinas. De mis remeros, ni noticias; o les habían partido los cráneos, o se habían arrojado al agua para preservar sus vidas aferrándose a algún madero de los que flotaban cerca del casco.
»Pero el irlandés, ¿dónde respiraría, si es que aún respiraba? Me había parecido oír su vozarrón junto al mástil, lugar en que hervía con mayor violencia el tumulto asesino. En cierto momento, recostado en la base del bauprés, protegidas mis espaldas por el ángulo de la proa —un sitio a modo de trinchera alta, pues sólo se me podían acercar de a uno— frené a mi adversario haciendo zigzags con la cuchilla. Volví a oír los bramidos de Patrick, miré hacia el mástil y desde esa semialtura vi sobresalir su corpachón entre tres o cuatro españoles que lo cercaban, hostigándolo con espadas y conminándolo a rendirse. La partida se perdía, no había remedio; y no queriendo perder a mi amigo, pues no saldría sano del trance, me tocó el turno de arrojar por la borda la frialdad y permitir que un arrebato de furia me dominase. Empuñé la cuchilla con las dos manos, propiné a mi contrincante más próximo un hachazo potente en el antebrazo, y para repeler la carga del otro español, hallé uno de esos recursos que la fiereza inventa. Sostuve en la mano derecha la cuchilla, y con la izquierda atrapé el moco de la cebadera, partido por los cañonazos y arrimado —por la intervención de Dios o del diablo— al lugar que yo ocupaba; y manipulando aquel resto de la verga, aún con un cabo en un extremo, atropellé al español sorprendiéndolo con un látigo improvisado, y haciéndolo rodar por el declive de la cubierta. No lo había herido; y como amagaba incorporarse buscando apoyo en sus compañeros, corrí hasta él y le di un puntapié en el cráneo. ¡Ruindades del mundo! Aún escucho el crujido de sus huesos quebrados por mi patada. Pero Dios me perdonará, en combate vale cualquier arma, y la situación de Patrick disculpaba mi brutalidad. Cuatro españoles lo rodeaban, como tiburones en torno a un cachalote. ¡Cuatro, maldita suerte! Frente a tres, y con mi auxilio, habría esquivado Patrick la desgracia. Pero el cuarto, emergiendo de atrás, al amparo de la penumbra creciente porque las antorchas se extinguían, pilló a mi amigo antes que yo llegase y le dio un par de tajos en la nuca y en un hombro. Rechacé a los atacantes a cuchilladas y a chicotazos con el moco de la cebadera, del que no me había desprendido, y socorrí a Patrick, caído de rodillas, inerme y sangrando muchísimo. Tenía dos heridas, una de ellas de cinco pulgadas, espantosa de ver. No era tajo de espada ni de sable, sino de navaja, manejada por el español de las sombras con habilidad de cirujano. Venganza, gritarán ustedes, ¡cólera de Dios!, no tenía oportunidad de venganzas, ni de otra cosa, salvo sostener a Patrick tras largar mis armas. El español del navajazo se había escabullido, retrocediendo hasta alcanzar a los suyos; pero otros individuos, con galones de oficiales, nos rodeaban, apuntándonos con sus pistolas. Entonces estalló en la goleta el alarido triunfal de los vencedores. Gattiery, deshecho por la fatiga, ensangrentado, herido tal vez, diezmados sus oficiales y reducida su tripulación a veinte o treinta marineros que apenas se tenían en pie, rendía la espada ante el capitán español.»
Calla por un rato Hoove, somnoliento, y tan cansado, que no se ocupa siquiera de la botella de brandy. Exhortados por el cirujano, lo dejamos en paz, pues habrá tiempo para informarnos de los restantes detalles. Una pausa necesaria, que aprovecho para glosar fragmentos del parte que el capitán español ha dirigido a sus autoridades y que la prensa valenciana publicó. Siempre oí decir que un espíritu ecuánime atiende a dos campanas. Con estos fragmentos, logrados no por gestiones diplomáticas, sino de fuentes que me pidieron reserva y remitidos por esforzados patrones de lanchas, repicará la campana que falta, y ayudaré al entendimiento de los hechos.
El alférez de fragata Antonio Riquer, al mando de la polacra San Antonio, fecha su parte el 19 de enero de 1821; y siempre que se refiere al barco enemigo, emplea la fórmula «goleta pirata». Después de registrar sus maniobras y sus contactos de información, verificados desde el día 11 con mucho pormenor, y cerciorado de la inminencia del combate, mandó que «la tripulación se pusiese un pañal de camisa para que estando al arramblage, y siendo de noche, no se confundiera con los contrarios». Anocheció; refrescó algo el viento; continuó Riquer en derechura al encuentro de la goleta; «mas ésta, cuando llegó a tiro de fusil, me rompió un vivísimo fuego de cañón y fusilería con grande gritería de urra».
Hombre sereno Antonio Riquer. Sin contestar al fuego, sólo trató de consumar el abordaje; y «siendo como las ocho y media de la noche, lo llamé cinco veces con la bocina, mas viendo que nada me contestaba, antes bien seguía con mayor viveza el ataque contra mí, le rompí el fuego con el cañón de la amura de estribor de proa y la fusilería y lo abordé».
Habla de lucha reñida, y de su duración: tres cuartos de hora largos. Y expresa con frase sencilla su «satisfacción de rendir dicha goleta». Transcribo íntegramente el pasaje que narra las vicisitudes posteriores al combate, porque surgen diferencias con el testimonio de Hoove, sobre todo en el cómputo de los heridos españoles. ¿Quién se acerca más a la verdad? Líbreme el cielo de dar sentencia; que cada cual, llegado el caso, forme su opinión. «Su cubierta y la mar», dice Riquer, «estaban sembrados de cadáveres, porque su resistencia fue de una temeridad sin igual; pero la tripulación de mi mando, sin que pueda exceptuar a uno sin hacer injusticia, se portó con tanto valor y serenidad, que no encuentro expresiones bastantes para participarlo a Vuestra Señoría, pues cuanto más se empeñaban los contrarios en resistirse, tanto más redoblaba el ánimo de los míos contra ellos; de modo que más de setenta hombres de que sin duda se componía su fuerza total, sólo treinta y un marineros salvaron la vida, aunque la mayor parte muy mal heridos, añadiendo a tanto valor la suerte de no haber habido por nuestra parte más que dos heridos, el uno llamado Antonio Correa, traspasado el muslo de una bala de fusil, y el otro Francisco Rivas, guardián de mi buque, de un fuerte sablazo en la cabeza; concluida la acción mariné la presa, la cual llevaba un cañón en colisa a la proa del calibre de dieciocho, cuatro obuses de doce; y dos pedreros de bronce, con muchos fusiles, dejando cerrados por aquella noche los prisioneros bajo las escotillas de la misma, y con una fuerte guardia hasta el amanecer del día siguiente que los trasladé a mi bordo, y puse a la barra; después de curados los que estaban heridos, me dirigí en derechura a ésta a fin de acelerar la satisfacción que me cabe presentar a Vuestra Señoría un pirata que tanto daño ha causado a estas costas».