La cacería (14 page)

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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

»Concluida la lectura, Learthy dobló el papel por sus pliegues, y conservándolo, se puso a escuchar a Simbad. No hubiera podido hacer más. Sueltas las velas de su memoria o de su invención (o de ambas a la vez) se enfrascó en la historia de sus viajes con palabras de tanta fuerza y tanto color, que erizaba la nuca la frialdad de las mojaduras; y él, sacando renta de nuestra atención, se ocupaba de que sólo hubiese una mojadura real: la de su garguero.

»En tres años, dijo, no le quedó mar por recorrer, ni muelle cuyas maderas no se hubiesen arqueado bajo su humanidad. Enfrentó peligros como para llenar veinte volúmenes, y siempre respondió a risotadas. Con tantas millas encima, el Mediterráneo le parecía batea; el Atlántico, lagunón insípido; y sólo el Pacífico le merecía consideración. Nos hizo sentir como patos de bañado ante una ballena colosal que hubiese paseado entre los polos y el ecuador desde que nació. Rápido para sondear auditorios, fijó sus relatos en los archipiélagos del Pacífico Sur, y se dedicó a hilvanar recuerdos de islas, ensenadas, caletas, formaciones coralinas de las que no teníamos idea. Ni Jack Learthy, con sus pacientes investigaciones, hubiese podido igualarlo. Nos contó con qué agallas rechazó el ataque de un pez martillo cuando se bañaba en una de las islas Salomón (Bouganville, era ésa, me parece) de un terrible puñetazo en el morro de la fiera. Asombró a Henry Dickinson, quien bebía sus frases como si fuese el ron más fino, relatando sus zambullidas ante las islas Marianas, "una fosa enorme, profundísima, quince mil varas, yo llegué a un cuarto, nada más, y todo era tiniebla, apenas aquí y allá luces fantasmales de peces malignos". Dejó picado a Hoove al exponer, morosamente, cómo combatió con los piratas malayos, chinos, neozelandeses ("los peores de todos") y cómo raptó, sin más ayuda que su kris y su valor, a una princesa de Java que había vivido esperando —con paciencia oriental— la dicha de ser robada por un membrudo y barbudo marino de Long Island.

»Pero las maravillas mayores estaban en los arrecifes de coral, sobre todo al oeste de las Fidji, donde echó el ancla en un mediodía de fuego. Allí descubrió el prodigio de los prodigios: la gruta de una sirena sabia, una mezcla de gitana de las costas ligures con las sibilas de los antiguos. Era casi una niña, pero muy bien formada, con piel de arena (por su color), pechos y garganta de alabastro, ojos de madrépora, dientes de perlas, labios de coral (una descripción de poetastro, pero en semejante lugar, ¿qué esperaban?). Era, además, atrevida, confianzuda, movediza, segura de sí misma como una neoyorquina, y tan coqueta y pagada de su hermosura que pasaba el día mirándose en el espejo de las aguas, arreglándose el pelo, lustrándose las escamas. Ningún navegante resistiría sus encantos. Salvo Simbad, es obvio. Halló enseguida el modo de dominarla: sentarse encima de su cola, y no despegar las nalgas por más que ella berrease. Así le arrancó el secreto que más ha codiciado un marino de la América del Norte con aspiraciones grandes después del crucero corsario de la Chasseur. Entre llantos, y tras limpiarse las narices, la sibila del islote coralino destiló su clarividencia: "Viajar es bueno; retornar con vida es bueno; hacerlo con la bolsa llena, también. Todo es bueno, mientras no llega lo malo".

»" ¡Estupenda recompensa, haber dado la vuelta al mundo para oír eso!", clamó Simbad. "Yo habría dado vuelta a la sibila para aturdirla a palmadas, pero me atajó chillando: 'Por el diablo, marinerazo, levante las mierdosas nalgas y váyase con el capitán Danels, o con el comandante Blackbourne. El primero es muy recomendable: ha depositado 200.000 dólares en un banco de Baltimore'."

»Y desenfundando de su bolsillo inagotable el recorte de un diario local, que recogía la versión de un colega neoyorquino con fecha del 23 de setiembre de 1818, Simbad confirmó, letra más, punto menos, el oráculo de la sibila coqueta.»

Bob ha callado otro dato: mi reciente depósito de una suma equivalente en el mismo banco. Prudencia de subalterno. O prejuicios. Lo congratulo por sus informes y, cuando traspone la puerta, le recuerdo, para que no se envanezca, qué trabajo tuvieron el teniente Kingsbury y el oficial Lewis Clayton, acompañados del temperante Clark y seis marineros sobrios, para acarrear, sudando como esclavos, a los parroquianos de El Ojo del Gato, hechos cubas, roncando ásperamente y durmiendo la mona sobre los hombros de sus acarreadores. Cómo hicieron para trasladar a Simbad es misterio denso o secreto juramentado. Clark, por lo pronto, no se ha atrevido a revelármelo.

Son las ocho y media de la mañana, no tengo prisa por presentarme en la toldilla. Kingsbury me subroga con fidelidad y sentido del deber. Puedo ocupar este intervalo con mis memorias, así como Simbad llenó con su vozarrón —y con sus quilos— la goleta. ¿Un peso adicional, capaz de provocar escoradas peligrosas? Por broma, o por recelo cierto, varios muchachos se hicieron esa pregunta. Pronto verían que la función de Simbad era buena para el equilibrio. No atendería a los cañones de las bandas, sino a su venerado Long Tom, colocado delante del palo mayor, cerca de la proa. Montado sobre un afuste metálico con un macho de roble rojo, la pieza giraría a voluntad, disparando a estribor y a los pocos minutos, hacia babor, o hacia los ángulos de amuras. Jack Learthy tranquilizaba a los veleros diciendo que no habría riesgos con los retrocesos ni las trepidaciones, porque la colocación de la nueva pieza respondía a cálculos estrictos de pesos y resistencias. Bob, en cambio, no temía al cañón sino a su servidor. «En cuanto este cachalote de barbas salga del eje de crujía», comentaba rascándose las motas, «nos hará dar una vuelta de campana».

Surgiendo según estila, como búho al acecho, el teniente Kingsbury se acercó al jamaicano. «Maestro cocinero», le dijo, «preocúpese porque el señor Simbad no nos deje las despensas vacías en menos de una semana». Rió Bob, al oír cómo mi segundo acentuaba «señor Simbad»; y reímos todos, viendo al impasible y circunspecto marino de humor excelente.

Con ese ánimo levamos anclas el 25 de setiembre de 1820. Me acodé en la borda, no lejos del Long Tom y de su artillero, y me puse a contemplar los muelles, los barcos fondeados, muchos de ellos abarloados, las irregularidades de una costa que exigía finezas del timonel y buen braceo de vergas, la silueta de Baltimore, tantas veces vista, y en la que acababa de vivir quince días que pasaron como un soplo. Mis sentimientos serían los de cualquiera cuando parte: pesar por no haber visitado una vez más los lugares queridos, y una melancolía ingobernable por abandonar una ciudad a la que, con seguridad, muchos no regresarían.

El vozarrón de Simbad transformó mi pesaroso adiós en una sucesión de epigramas vibrantes. «Hasta la vuelta, Fells Point, hasta pronto, muchachas de Thames Street, ténganme prontas una barrica de ron y una tina con agua tibia donde sus manos cariñosas me bañen.»

«¡Una tina de ocho varas de diámetro y con doble fondo de hierro!», le gritó Dan Armstrong, el timonel. «Mejor que mires por dónde vamos, hijo de perra. Ni el capitán ni nadie quiere estrellar las narices de esta muchacha contra las rocas de Locus Point», contestó Simbad. Y empezó a cantar saludando a las aguas de Northwest Harbor y de Patapsco River, en las que él se había zambullido tantas veces, como un delfín. Cuando rebasamos la bahía de Curtís, recordó a Francis Scott Key y a su himno, preguntó irreverente: «¿Sigue ahí la bandera, la de las barras y las estrellas?» y sólo cambió su cantinela al alcanzar la goleta la bahía de Chesapeake y poner proa al sur. Entonces profirió despedidas estentóreas, «¡adiós, Sandy Point!, hasta más ver, Kent Island, allí, en Bloody Point, yo tuve una amiguita, era tuerta, lo pude ver, dicen que era renga, no lo pude ver, siempre en la cama, ¿qué importa una pierna más larga que la otra?, camaradas, en media hora veremos la playa de Chesapeake, las mejores arenas, las más puras aguas, las más liberales señoras, si el teniente Kingsbury nos deja, los llevaría a aquel paraíso, oh sí, muy hermoso, adiós paraíso, adiós Chesapeake, adiós Baltimore de mi vida, ciudad de dos caras, una aristocrática, seria como una tía, y con morisquetas la otra, como la más condenada de las cantineras!».

A veces, con agilidad que nadie le hubiese concedido, trepaba sobre el Long Tom y desde allí alzaba los brazos, saludando el paso de goletas, bergantines y bricks con rumbo al puerto, tomando el pelo a las tripulaciones de los barcos que dejábamos atrás fácilmente, y preguntando dónde estaban los guardacostas de Baltimore que no detenían a la Intrépida, no investigaban qué pabellón verdadero llevaba ni la declaraban sospechosa de salir en corso contra una corona imperial a la que Monroe trataba con delicadezas de princesita.

No me molesté en imponerle silencio. Incluso atajé a Lewis Clayton, celoso de la disciplina, y a David Smith quien, como artillero jefe, se creía obligado a tapar la boca del gigantón. Había risas a bordo, algunos marineros coreaban las canciones; y eso no era malo al comenzar la singladura. La garganta de Simbad se cansaría y al fin se rendiría; y si demoraba en cerrar los labios, ya se encargarían de sellárselos la rutina, las campanadas señalando turnos, las aguas del Atlántico, que no consentirían burlas, y la tensión escrutando horizontes al cruzar las rutas comerciales portuguesas.

Otro acto de indisciplina. Han reñido Ben Gage y Patrick Donagall, y me enfurece. ¿El motivo? Discusión por asuntos religiosos, la peor forma de chocar un individuo con otro. Hubiera preferido el robo, los celos, la envidia, el mal humor. El informe de Lewis Clayton es escueto: Gage insultó al papado, Donagall a los puritanos; el primero arrojó su Biblia a la cabeza del irlandés; el segundo respondió con un puñetazo que partió el labio al maestro carpintero. Grilletes, y dos días de cala, para el muchacho, por agresión a un superior inmediato; reprimenda severísima a Ben Gage con obligación de redoblar tareas fregando con el lampazo la cubierta. Aprenderán que mi barco no es taberna, y la tripulación se llamará a sosiego, en especial el gigante Simbad, que acosa al cocinero, «Bob, ¿con qué porquerías me vendrás hoy?, Bob, esto es bazofia, mala hasta para los cerdos, Bob, ¿no encontrarás un día media galleta sin gusanos?». Antes encontraré, me parece, un lugar donde meterlo bajo arresto.

No lo hago, por fortuna. En esta inmensa soledad, tenemos desde hace una hora compañía. Un bergantín portugués, proveniente tal vez de las Azores, pugna por alcanzarnos desde nuestro través de babor. Si es por fuerza de velas, se quedará con las ganas. Pero la tentación es poderosa. El portugués pretende identificar mi pabellón, y se conformaría con ahuyentarme; y yo deseo apresarlo, pues voy viendo que es barco bueno, bergantín con ocho cañones, casco que valdrá mucho en cualquier venta, municiones y pólvora siempre bienvenidas, y, con suerte, cinco o seis marineros que podrían pasar a mi servicio. Ordeno a Learthy tomar manos de rizo en velacho y gavia, y esperar al bergantín. Cuando estemos a dos tiros de cañón, impondré el zafarrancho de combate.

Las baterías de ambas bandas no abrirán fuego. Tan sólo el Long Tom, manejado por Simbad, a quien asisten cuatro grumetes, tirará contra el velamen portugués. Kingsbury, Hoove y tres oficiales comandan a los fusileros, que se agolpan junto a las bordas, parapetados tras la amurada, el dedo en el gatillo. Detrás de ellos he repartido veinte marineros para la recarga. Con mar picado, poco efecto tendrá la artillería. Me acercaré a tiro de fusil y liquidaré el pleito con las armas portátiles.

Tripulado por gente marinera, de nombre João VI —como una provocación— el bergantín se muestra al principio escurridizo. Me obliga a viradas rápidas y a fijar la atención en el braceo de vergas y en el permanente cazar y filar escotas. No rompe aún el fuego, y no lo hará hasta tenerme en posición de blanco infalible; y como la Intrépida no le presenta sus bandas, mostrándole ya la popa, ya la proa, los cañones del João VI no hallan bulto apreciable contra el cual apuntar. La estrechez de la manga de mi goleta resulta, por ahora, la defensa mejor. Los únicos disparos parten del Long Tom; tres, para ser preciso. Simbad comprende que con tanta movilidad y tanto oleaje, su pieza, girando según el desplazamiento del enemigo, intimida, pero no daña.

Debo acercarme cuanto pueda, o cuanto me permitan los artilleros del João VI. Conservarme a distancia de tiro de fusil ya no sirve. A veces, mis fusileros tienen al bergantín bien visible, sobre la cresta de una enorme ola verdosa; pero no hay tiempo de apuntar —menos todavía de apretar los gatillos— porque en segundos la Intrépida, deslizándose por la concavidad de otra ola, queda con su horizonte cerrado, como un paseante perdido entre montañas, con la extraña sensación de ser el único barco en medio del océano.

Volvemos a divisar al bergantín y está tan cerca —un tiro de pistola, o menos— que observo, entre cabeceos y bandazos, parte de su cubierta, por donde corren de un punto al otro los oficiales, espada en mano, azuzando a los artilleros que nos tienen en sus miras, con las mechas encendidas.

Todavía no comienza el combate franco, y cuando esto ocurra, temo que mi barco lleve la parte peor. Me acerco a proa, donde Simbad gira su pieza, sin disponer de ángulo propicio, maldiciendo como un cazador al que se le vuela la presa. Todos fiamos en el corpulento artillero la suerte de estos primeros minutos. Un desgarrón en las gavias del bergantín, un reventón de sus obenques y estays, eso, nada más, y ya habríamos ganado los golpes iniciales. «¡Fuego a discreción, señor Oakway, fuego, por su vida!», le grito, con la esperanza de que esa arma potente infunda respeto al artero portugués. Atruena el Long Tom y responde, simultáneamente, el bergantín, rodándonos con una andanada de su batería de estribor. El humo nos ciega y el oleaje torna a escondernos en un valle profundo, privándonos de abrir fuego de fusilería. «¡Averías a popa!», me informa Kingsbury. Acudo allí y compruebo las consecuencias del impacto: la botavara del mesana golpeada, el mástil tambaleando, la amurada de la aleta de estribor con un boquete regular, convertidas en astillas letales sus maderas; y revolcándose sobre cubierta, con el cuello y la garganta flagelados por las astillas, un marinero manchado de sangre, con pegotes de la arena que los grumetes esparcieron para evitar resbalones.

«¡Es Dickinson!», aúlla alguien. Me acerco, reclamo la presencia del cirujano Hill. El infortunado Henry Dickinson jadea, ya sin voz, moviendo los ojos desorbitados y tratando de contener con sus manos la sangre de sus desgarraduras. En medio del humo y del olor de la pólvora, Hill, hincado sobre la arena sanguinolenta, conserva los nervios templados y atiende a Dickinson. Por los movimientos negativos de la cabeza del cirujano, advierto el desenlace; casi enseguida, Hill se incorpora, con sangre en las manos y en los antebrazos, sin decir palabra: Dickinson ha dejado de respirar. Como fogonazo pasa por mi memoria el relato de Patrick Donagall cuando lo hirieron en el barco de Leech, y se detiene en aquel animal que llaman carpincho, cazado a flechazos por los indios del Plata. «Así, como carpincho cosido por las flechas», decía Patrick, «quedamos cuando las astillas nos eligen de blanco. ¡Las muy putas!». Al mismo tiempo, oigo la voz de Ben Gage: «¡El mesana! ¡Su carlinga, otra vez! ¡Y con este mar!». Un vistazo me basta para saber que el mástil, bamboleándose como un borracho, reducirá la capacidad de maniobra a la mitad; y el João VI quedará dueño de la situación, si antes el viento no barre gran parte de nuestro aparejo.

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