La cacería (15 page)

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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

Arrojo a Ben Gage un llavín. «Quite a Donagall los grilletes, y trabaje con él. No hay tiempo para esperar calmas.» Atrapando el llavín, el maestro carpintero desaparece por una escotilla, mientras la Intrépida, que mantiene sobre las aguas el combate, siente abrirse un nuevo frente en sus entrañas.

«Vi llegar a Ben Gage con el rostro desencajado y una honda arruga de preocupación en la frente, seguido por cuatro marineros tan demudados como él. Allá abajo, señor capitán, los cañonazos percutían de modo lúgubre, haciendo retemblar baos y varengas. Renegué de mi imprudencia, claro que sí, me arrepentí, recé, y pasaron por mis sesos las ideas más negras, seguro de que en cubierta se me había olvidado, o de que, para mayor castigo, se me impedía pelear junto a mis camaradas. La irrupción de Ben Gage y los muchachos me indicó, sin necesidad de palabras, que algo muy grave ocurría. "¡A pocas varas, la carlinga del mesana, de nuevo, por los profetas!", chilló Ben en mi oreja, mientras me quitaba los grilletes. Ésa fue la única vez que le oí; para entendernos entre tanto estruendo, debíamos pegar los labios a la oreja del compañero, y aun así, no había garantías. Con ademanes frenéticos, Ben me rogó que lo siguiera hasta la base del mesana, en torno a cuya mecha o espiga nos detuvimos, echando mano a las herramientas. A la débil luz de las linternas, que humeaban y quemaban mal el aceite, vi la carlinga, aflojándose y amenazando desprenderse de la sobrequilla; y si no poníamos remedio inmediato, el mástil quedaría sin su base, con riesgo de desarbolar.

»Los cuatro marineros, chapoteando entre aguas malolientes, procuraban atajar el desastre aguardando nuestra llegada. Ben Gage reforzó la carlinga con tacos ya cortados, mientras yo cepillé como pude el tramo de la sobrequilla que ofrecería mejor asentamiento para la espiga del mesana. Sólo Dios sabe de dónde sacamos fuerzas. La goleta pegaba constantes bandazos, privándonos de puntos de apoyo; y para comunicarnos, seguimos haciendo señas, porque al ruido del agua golpeando contra las tablazones del casco con rechinar de cuadernas, se unía el fragor del combate. Por unos momentos, imaginamos que los estampidos eran truenos, y la gritería, ulular de los vientos. Tormentas del mar o de los hombres: nos daba lo mismo. Venciese quien venciese, teníamos entre manos una guerra personal con las maderas, los costillares, los tendones y los músculos de la goleta. Era nuestro puesto, y descuidarlo hubiese merecido corte marcial. Más de una vez resbalé y caí, machucándome los codos y las rodillas; y lo mismo ocurría con nuestros ayudantes y con Ben Gage, quien abría la boca y movía los labios. Qué decía, sólo el diablo hubiese entendido. Pero conociendo al maestro carpintero, supongo que condenaría por su Biblia a aquellas maderas rebeldes, hijas de Satanás.

»Juzgue usted como quiera, pero allá abajo, en ese escondite incómodo y hediondo, llevábamos la carga más pesada del combate. Quien lucha contra otros hombres puede pedir cuartel; pero quien enfrenta averías como aquélla no obtiene cuartel ni misericordia. No nos batíamos contra cosas inertes, sino vivas y díscolas hasta un grado aterrador. Las maderas desconocen a sus amos; los zarandeos sorprenden y muelen, burlándose; y nuestros propios cuerpos se tornan enemigos, adoptando por fuerza posturas distorsionadas. Lo sabe usted: en ese sitio, la goleta forma ángulo agudo cuyo vértice queda a los pies y cuyos lados, curvándose, se abren gradualmente alejando los apoyos. Vi lágrimas en los ojos de los muchachos, que se habían puesto a las bombas para bajar el nivel y reducir la molestia de los charcos aceitosos y negros dándonos en los tobillos. También en mis ojos hubo lágrimas, nacidas de las contusiones, de la tribulación y de la rabia. Cuando teníamos sujeta la carlinga, un golpe de mar, o la trepidación provocada en cubierta por la artillería, sacudía la estructura de la goleta y removía una pulgada la carlinga, a derecha o a izquierda. Y otra vez a reanudar esfuerzos valiéndonos de macetas y cuñas. A nadie deseo un combate en esas condiciones. Deslomándonos para que la nave mantuviese su vitalidad sin desarbolar, nos creíamos en el interior de nuestro sarcófago, como quien repara su sepultura habiéndose metido en ella.

»Había un solo medio para maniatar la desesperación: concentrarse en el trabajo. Ben Gage dio ese ejemplo y gracias a su conducta logramos culminar con suerte el empeño. Desconocía yo si en cubierta nuestra gente peleaba con tanta nobleza como el maestro carpintero. Me hacía mucho bien verlo empujar, golpear, martillar con serenidad creciente. Su cara adoptaba la expresión de un padre cachaciento que pule en el taller juguetes de madera para sus hijos. Miraba fijamente la carlinga; luego, levantaba la cabeza y seguía con la vista el palo de mesana penetrando entre baos y mamparos; y calculando que el mástil, bien asentada la espiga, y sosteniéndose sin quebrantos en la fogonadura, se alzaba al aire con la firmeza de siempre, me inducía por señas a no volver a cubierta sin asegurarnos de que el trabajo había sido hecho a conciencia.

»Trepábamos por la escala, Ben Gage delante y yo en su seguimiento, tras encomendar a los marineros que vigilasen la carlinga hasta nuevo aviso, cuando advertí que el cañoneo había cesado. Percibí estampidos de fusil y un rumor de gargantas coléricas. Aceleró Ben Gage el ascenso, pero antes que yo pudiese prevenirlo, asomó su cabeza por el hueco de la escotilla. ¿Descuido? ¿Ansiedad de aire y luz? ¿Confianza en nuestra victoria? Ben tenía experiencia, me llevaba varios años, había intervenido en muchos combates; sin embargo, yo no habría salido a cubierta como él, sin buscar con qué ampararse. No oyó el estampido, no vio de dónde vino el disparo. Debió trepar la escala aturdido a fuerza de encierro, de semipenumbra, de cansancio. Sus manos se aflojaron, sus piernas se doblaron, y cayó sobre mí, arrastrándome hasta la base de la escala. Quedamos los dos enredados y tumbados en el agua que empezaba a teñirse de rojo. El balazo había penetrado por el ojo derecho de Ben, desfigurándolo y empapando de sangre la pechera de su camisa. También yo estaba cubierto de sangre, al pie de la escala, sin poder moverme, oprimido por el cuerpo de Ben Gage. Había muerto, nadie sobrevive con semejante impacto. Los marineros abandonaron las bombas, gatearon hasta nosotros, me quitaron de encima al infortunado maestro carpintero. Uno de los muchachos manoteó un bulto que flotaba cerca: era la Biblia de Ben, con manchas de sangre que el agua iba lavando. Desde la boca de la escala, sin echar una mirada escotilla abajo, el contramaestre Hoove vociferó reclamando nuestra presencia en cubierta, porque "ni siquiera las ratas", gritaba con júbilo, debían perderse el más sabroso plato que empezaba a disfrutar la tripulación de la Intrépida: la rendición del João VI.»

Cinco jornadas de navegación con mar en calma y viento próspero; ahora, esta marejada y estos cielos encapotados. «No son frecuentes en el Mediterráneo», comenta Clark observando el barómetro, cuyo indicador se mueve, inexorablemente, hacia el punto de mal tiempo. Los informes de Clark me dicen que pronto alcanzaremos la latitud de las costas valencianas. Pero no alimenta mis esperanzas de cruzarnos en breve con la goleta corsaria Argentino, al mando de Alfred Gattiery, y que opera en la zona desde hace diez días, según revelaron pescadores berberiscos tripulando teridas y jabeques. Kingsbury no da crédito a los musulmanes, y tal vez tenga fundamentos para desconfiar. Lewis Clayton los hubiera asustado con una salva de fusilería, con ostentaciones del versátil Long Tom, o con los alaridos de Simbad. Pero he aceptado esos reportes, dándolos por buenos hasta que los hechos —única autoridad irrefutable— los desmientan. Y he premiado la vocación de espionaje de los berberiscos con ropas y sobre todo con armas, que es lo que más quieren, y que nos han sobrado desde el apresamiento del João VI.

Mi mayor captura hasta hoy; el barco más sólido, si descuento al misterioso Espíritu Santo, del cual no tuve más noticias. Munición, pólvora, armas blancas y de fuego, todo en mi poder, más el bergantín conducido a Juan Griego por dos de mis oficiales de presa, con doce fusileros por custodia.

En contrapartida, el precio más alto que he debido pagar: cuatro hombres muertos —Ben Gage, Henry Dickinson, y Alian Park y John Macdonald, fusileros estos últimos, enrolados en la recalada en Baltimore; cinco veleros contusos, dos suboficiales rasguñados en la cabeza por las astillas, Simbad, con un brazo punzado por la misma causa. Y un estado de ánimo deplorable en tres de mis hombres: el citado Simbad, Peter Talsitt y Patrick Donagall. El artillero sigue irritable, enconado, sediento de irracional venganza, repitiendo, siempre que puede, las mismas palabras que vomitó cuando concluyó el combate. «Por qué no a mí, muerte injusta, muerte loca, vieja de mierda, por qué Ben Gage y Dickinson, no hacían mal a nadie, ya tenían bastante con su Biblia y sus pesadillas.» Y golpeteando el Long Tom, caliente todavía por los disparos, salpicaba el hierro con la sangre de su brazo lastimado.

Peter Talsitt, sombrío desde entonces, taciturno, con cara de murmurar, únicamente, su penoso vaticinio cuando, al limpiar con estopa la sangre del Long Tom, observaba el funeral: «No serán los únicos».

Y Patrick Donagall, recibiendo con indiferencia su ascenso al puesto de Ben Gage, sin esconder sus pesares, sin sonreír. He encomendado a Bob y a Lewis Clayton que vigilen con discreción sus movimientos y que le impidan —por medios suaves o duros— proveerse clandestinamente de alcohol. Sería su ruina. Aún me parece verlo recostado a los obenques del mesana, pálido, la gorra bajo el brazo, observando la ceremonia con que sepultamos nuestros muertos, y la que permití al capitán del João VI para con los suyos, que fueron muchos. Apretando los labios, Patrick miraba cómo envolvimos a Ben Gage, a Dickinson, a Park y a Macdonald con banderas que Learthy y sus veleros prepararon de prisa, cortando largas franjas de tela azul, roja y blanca, y cosiéndolas; cómo atamos balas en los pies y en las cabezas; cómo cayeron al mar, uno tras otro, con tétricos chasquidos, al tiempo que resonaba una salva de fusilería. Qué ocurría en su alma, nadie podrá saberlo. Se preguntaría, tal vez, qué sueños hallaría Dickinson en las profundidades, al comenzar su infinito y verdadero sueño; o qué esperanzas habría para Ben Gage de escuchar las trompetas convocándolo al juicio definitivo que conciliase, sin pontífices ni sectas, el Antiguo y el Nuevo Testamento. Kingsbury me dijo que, en su opinión, Donagall quedó vivamente impresionado viendo cómo los pabellones artiguistas rendían el último tributo a sus camaradas del mar, y en qué forma ese mismo mar tragaba una enseña que ha visto ensangrentarse, hace años, en la Provincia Oriental, No refuté a Kingsbury. Es probable que tuviese razón.

Cuando recorríamos el estrecho de Gibraltar, sorprendí a Donagall desbastando con la azuela chica una madera, ajeno a todo. «¿Qué hace usted, maestro carpintero?», le pregunté de golpe. «Un recuerdo», me contestó. Miré por sobre sus hombros y vi que tallaba, morosamente, una cruz de roble. Lo dejé en paz y al otro día, surcando la Intrépida las aguas transparentes del Mediterráneo, lo interpelé en mi cámara. Persuadido de que el aludido recuerdo tendría que ver con sus años vividos en el Plata, intenté hacerlo hablar acerca de aquella tierra, de sus hombres, de sus conflictos, de sus jefes rebeldes. En particular, del general Artigas. Quedó mirándome, perplejo, arrugando la frente, como quien se esfuerza por recordar. «Nunca vi a Artigas», me contestó al rato, «todos lo tenían en la lengua, unos para alabarlo y seguirlo hasta el sacrificio; otros, para arrancarle el pellejo. Por mi parte, sirvo en este barco y con esta bandera, ¿Qué puedo agregar?».

Nada más dijo sobre el punto; y como yo insistiera para que me retratase las tierras platenses, aunque fuese con la imprecisión de la distancia y los años, respondió con un largo párrafo: «Aquella tierra es la más hermosa. ¿Sabe por qué? Pues... porque no creo que vuelva a pisarla. Quiera usted volver a un lugar, y sospeche que no podrá, y verá qué hermosura se le clava en el corazón. Como las astillas en la garganta de Dickinson. Allá también había gente como Peter Talsitt, sabedores de la cara negra del futuro. Fue una mujer, se llamaba Inocencia, viví mucho tiempo con ella; y un día, al irme en el bote con que llegué hasta la Intrépida, me dijo: "No volverás". Ojalá que usted, ni nadie, oigan jamás el tono de tristeza y desconsuelo que había en aquel no volverás».

No mintieron los berberiscos: la goleta Argentino recorre la zona. Acabo de avistarla, aprovechando el cese de los chubascos y la luz del sol que asoma entre nubarrones cenicientos. También Gattiery me avista; y su goleta y la mía, acortando distancias, se ponen en comunicación.

«Telégrafo, el capitán Gattiery al habla», me informa el suboficial de señales. «Léalo de una vez», lo intimo. Siguiendo con su catalejo el movimiento de las banderas, el suboficial descifra: «Comercio activo en latitud de Barcelona. Buen momento para operar conjuntamente. Gattiery aguarda respuesta».

«Capitán Blackbourne ha entendido», ordeno responder. «Inicie navegación a Barcelona. La Intrépida escoltará.»

Varias presas caen en nuestras manos de ese modo. Batimos las costas catalanas, sin importarnos que los objetivos enarbolen pabellón portugués o español; a veces, atacamos uniendo nuestras fuerzas; otras, nos separamos y tendemos celadas. Transcurren dos o tres días, entre presa y presa, sin que sepa yo nada de Gattiery. Pero después navegamos sin que disten nuestras bordas más de un tiro de pistola. Soportamos calmas, atravesamos borrascas, nos refugiamos a menudo en caletas y ensenadas. Y cuando presumo que Gattiery ha colmado su capacidad apresadora, pues la mía está más que satisfecha, una mañana con amenazas de lluvia sugiero a Gattiery, por el telégrafo, retornar al Atlántico y aproar a Juan Griego. La voz algo alterada del suboficial, descifrando la respuesta de Gattiery, acelera mi pulso: «Nave portuguesa de guerra, auxiliada por embarcaciones menores, bloquea el estrecho. Pasaje improbable». El suboficial hace una pausa, traga saliva, completa el mensaje: «He sido informado por pescadores y caboteadores. Decida el capitán Blackbourne». Gattiery me pasa el fardo, y eso no me gusta. «Diga que necesito conferenciar. Abordaré Argentino.»

Ya en esa nave, me recibe su capitán, desmelenado, barbudo, mal hablado, colérico y nervioso. Tiene munición y pólvora sólo para sostener una escaramuza. Le pregunto si ha identificado al barco de guerra portugués. «Un brick», me responde bufando. «Patrulla la boca del estrecho desde el día primero de este año. Su nombre, Espíritu Santo; su capitán, Basilio de Brito, un perro de caza, un lobo del carajo, bien armado y...» De un puñetazo sobre la mesa de la cámara, donde parlamentamos, interrumpo una retahila que me subleva. «¡Apresar a ese individuo, no hay otra, y borrarlo del mapa! Ésta es mí respuesta, señor Gattiery, y ojalá valga como decisión: enviaré a su goleta munición y pólvora, navegaremos en conserva, hacia el estrecho, ¡y a a forzar la salida!»

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