Gattiery enrojece de rabia y se muestra vacilante. «¿Navegar juntos, en estas circunstancias? Seremos demasiado visibles, hay polacras y guardacostas, mierdas españolas que vienen desde Barcelona.» Rasca su melena borrascosa, mira las cartas de marear, extendidas sobre la mesa, manchadas de grasa y café, pone una mano velluda en un punto de la costa valenciana y me dice, algo confuso: «Tuve informes de que aquí, ¡con mil carronadas!, están al abrigo dos o tres presas con buena carga, un bergantín y un lucre, eso dicen... forzando enseguida el paso, tal vez perdamos más de lo que ganemos».
«¡Encuentre usted solución mejor!», le grito.
Tras asegurarse mis envíos de pertrechos de guerra, y con gestos de codicia contrariada, me mira en silencio, solapadamente; por fin, descargando sobre la mesa un puñetazo más sonoro que el mío, asiente, con otro bufido: «Correcto. Forzaremos juntos la salida».
«Tendrá usted lo que quiere», le respondo, «y más, si puedo. Pero dejaré de llamarme John Blackbourne si mi barco y el suyo no tiran al fondo del mar a ese portugués que me ha frito la sangre. Gracias por su hospitalidad; con su licencia, vuelvo a la Intrépida. Todo minuto que perdamos irá en nuestra contra. Tenga usted la más feliz de las suertes».
Me desea otro tanto Gattiery y al retirarme de su goleta, le oigo mascullar, rascándose la barba: «Fortuna, ¡por la puta vida!, sí, mil toneladas de fortuna para movernos en estas aguas; y más todavía, ¡por las carronadas!, para abrirnos paso».
Me sobresalta la voz desapacible del suboficial de señales, como un graznido de gaviota: «Telégrafo. Capitán Gattiery al habla».
«¿Qué quiere ahora?», pregunto, fastidiado, saliendo de la cámara, sin tiempo para abrocharme la casaca. «Carpintero herido, averías en tablazones de cubierta y en la arboladura. Necesita maestro. Con urgencia.» Avisando a Gattiery que retorne el auxilio en cuanto la reparación concluya, pongo la goleta al pairo. Otro tanto hace la Argentino, manteniéndose a doscientas veinte varas. Arriamos bote, destino al comando de los remeros a Hoove y comisiono a Patrick Donagall. No tengo a bordo ninguno mejor. ¡Si Gage viviera! Los ayudantes sólo son eso: ayudantes. Y sería abofetear a Gattiery remitirle muchachos inexpertos.
Entonces ocurre un episodio sorprendente. Patrick Donagall, calada una gorra de lana roja y azul, lleva con gesto amargo una mano a un bolsillo, extrae un envoltorio de lona y me lo arroja sin consideración alguna. «Mil disculpas, capitán», se excusa, «pero si alguna vez usted o los señores oficiales tocan puerto en Buenos Aires o en Montevideo, vayan hasta los campos de Colonia, busquen a Inocencia y entréguenle este recuerdo. Si vuelvo, olviden mi pedido. Si no, mi alma, desde el cielo o el infierno, les bendecirá eternamente». Y desaparece por la escala en dirección al bote.
Abro el envoltorio, veo una cruz de roble, ya terminada, tallada con esmero y marcado con arte el relieve del crucificado. Son frecuentes estos pedidos en jóvenes marinos cuando sienten —por la razón que sea— la precariedad del vivir. Cubro la cruz con la lona, guardo el envoltorio en el bolsillo interior de mi chaqueta, observo el avance del bote. Patrick Donagall, que va de pie, sobresale como un mástil entre los remeros; y el bote, luchando contra la mar gruesa, se oculta y se muestra alternadamente, entre las concavidades de las olas, foscas, sombrías.
No dudo del retorno de Patrick; en momentos como éstos, todo he de darlo por seguro, o no habría navegación. Mucho menos, campañas de apresamientos. James Lawrence, antes de morir, pudo gritar: «¡No entreguen el barco!». Yo modifico la consigna: «No entregarse a pensamientos funestos». He sustentado mi carrera en ese principio; y en aguas del Mediterráneo, en los primeros días de 1821, me aferró a él como náufrago a un madero.
Comparación trillada, es cierto. Pero no gasto mi oficio en originalidades, me conformo con las primeras palabras que se me ocurren. No es ocasión para exámenes de conciencia, ni para arriar bandera ante los presentimientos. Arriamos, en realidad, las velas mayores y quedamos con el foque y el sobrejuanete: el viento arrecia y nos obliga a reducir paño. Otra vez laboramos en cubierta empapándonos de agua salada y de lluvia. Procuro acortar distancia con la Argentino: no es posible. La lluvia, espesándose, nos cierra el horizonte. Dejamos de ver la goleta; Gattiery deja también de avistarnos. Las banderas de señales se pliegan, y así como están, pesadas por el agua, se arrumban en los pañoles. Refrescando desde el sudeste, el viento amenaza empoparnos y acercarnos excesivamente a las costas españolas. Orzamos con grandes trabajos y abriéndonos hacia el este, navegamos de bolina, maniobrando a la espera. En algún momento se nos dará la buena suerte de avistar la goleta. Gattiery habrá ordenado similares desplazamientos.
Aguardamos hasta bien entrada la tarde, en que el viento amaina y la lluvia se convierte en bruma ligera y helada. El mar, en cambio, sigue agitado, alzando la goleta y dejándola caer envuelta en espumas blanquísimas. El espectáculo de estas aguas de un verde transparente conforta en algo nuestros ánimos.
A pesar de la buena voluntad de los vigías, no descubrimos la nave de Gattiery. Una vela, tan sólo, entrevista contra la negrura de los nubarrones que difuminan, como lúgubres cortinajes, la línea del horizonte. Para algunos aquella vela responde a una corbeta; para otros, a una polacra. Discusión estéril, pues en cualquier caso corremos peligro. «Nave de guerra», sentencia Kingsbury, plegando su catalejo y sugiriéndome que convoque a reunión. Hay oficiales que aconsejan alcanzar la Argentino sin mirar en sacrificios: el enemigo no se atrevería contra dos corsarios juntos. Se oyen voces discrepantes: mejor será la dispersión, desorientando al perseguidor, obligándolo a recorrer largas distancias y colocándolo hora tras hora ante elecciones engorrosas. Opto por esta última vía, sin mucha convicción: no desconozco la fragilidad de estos planes. El barómetro indica tiempo variable. Y cualquier propósito podrá quebrarse por obra de chubascos repentinos, o aun por soles cegadores atravesando de golpe las nubes y acompañándose de una calma perversa y paralizadora. En estas circunstancias, hago lo sensato: consagrar tres días, con sus noches respectivas, a bordadas constantes, laberínticas, al amparo de un mar que se calma y de vientos moderados y favorables para la agilidad de la Intrépida. Con cada bordada, gano millas en dirección a las costas catalanas y valencianas. En cierto momento, nuestra posición marca 40° latitud norte, 2º longitud este. Hacia el sudeste tenemos las Baleares; directamente al oeste, el litoral de Valencia; al noroeste, las poblaciones de Torre Dembarra y Tarragona. Un día después, ya estamos lejos de la posición referida, arrimándonos con decisión a tierra. Durante todas las idas y venidas, ninguna embarcación enemiga se deja ver. Damos, en cambio, con un falucho pesquero, de cuyos hombres sabemos —untándoles previamente las manos— que también otra goleta da bordadas próxima a la costa.
Kingsbury confía en que ha de ser la Argentino; y yo, a medias esperanzado, a medias impaciente, decido juntarme. Ya sé quién es Gattiery, hombre de entraña revuelta y carácter explosivo, tan deseoso de fama como ávido de presas. Envalentonado con los pertrechos que le transbordé, y habiendo mordido a fondo, no aflojará sus mandíbulas. Dejarlo librado a su intrepidez, o a su fortuna, sería un desdoro para mi barco y para quien lo comanda. Y prolongar mi navegación sin maestro carpintero supondría un riesgo innecesario. Echo de menos la pericia de Donagall; y cada jimelga astillada, cada mastelero flojo, cada bao que cruje más de lo debido, me irrita y acrecienta su ausencia.
Promedia el 16 de enero. Se encalman los vientos y las aguas, desmayan nuestras velas y se reduce el andar. Día molesto, de semblante desapacible, de aire pesado, con relámpagos hacia el este. A la tarde, la goleta cabecea dormida, y dormidas están también las aguas, de un verde oscuro profundo, lamiendo el casco, abriéndose ante el paso tardo de la proa y formando delgadísimos ribetes de espuma que desaparecen en escasos segundos. El catalejo de Kingsbury, infatigable, ha vislumbrado algunas velas, que pueden ser corbetas españolas o pinazas de pescadores o contrabandistas. Damos todo el paño, sin resultados: el velacho y la gavia, lánguidos, frenan con su peso el deslizarse perezoso de la goleta. Pero no intento rectificaciones con la jarcia de labor; ni siquiera atiendo la sugerencia con que algunos oficiales encarecen la importancia de los remos. ¡Los remos! ¿Habrá oportunidad de emplearlos? Cada latitud, cada singladura, cada mar exigen determinados tipos de propulsión. Y las aguas en que nos atascamos rechazan cualquier arbitrio y ponen a prueba nuestra fibra, agobiándonos con la espera ansiosa del único elemento que nos serviría: el viento.
Llega la noche, con estrellas veladas por un aire húmedo y turbio. Y a eso de las nueve, sin luces de posición, con sólo el fanal de bitácora alumbrando el compás, absteniéndonos de fumar en cubierta, escuchamos estampidos lejanos. Simultáneamente, divisamos hacia el oeste relampagueos cárdenos, que contrastan con los latigazos de los lampos mostrándose en silencio por el cuadrante opuesto. Un combate se ha entablado entre la posición que ocupamos y las costas peninsulares, y la goleta de Gattiery no ha de ser ajena. ¿Cómo acercarnos? ¿Qué artes o qué magias someten a los vientos y los rinden a nuestra voluntad? Soplan ráfagas, es justo apuntarlo; y una de ellas, sostenida durante media hora, nos endulza. Pero es terral engañoso, a veces flojo, a veces fresco, que tira mar afuera y nos fuerza a bordadas tan sinuosas como las anteriores.
Despunta el alba, entramos en la zona donde se ha combatido. El terral nos trae olor a pólvora; y la marejada hace bailar ante la proa un número creciente de restos. Barricas con las duelas saltadas y las tablas abiertas, como escobillones flotando con la paja al aire; retazos de lona, boyando a flor de agua, visibles las cribas; vergas a merced de las ondas, y masteleros, aún con sus tamboretes; cajones de municiones, astillados y chamuscados; coys que han sido puestos de empalletados, reducidos a flecos; cubos de cuero como cocos vacíos; y centenares de varas de cabos, serpeando sobre la superficie que empieza a teñirse con los reflejos naranjas y dorados de la amanecida.
Un vigía denuncia embarcaciones navegando hacia la costa, en dirección sudoeste, como en busca de Valencia. Percibo, luego de largas ojeadas, una polacra que remolca un casco desarbolado. ¿Dar seguimiento? Decisión más que improbable. El terral sigue flojo; y aún no existe total certeza de que Gattiery haya sufrido apresamiento. Hay un modo de cerciorarse y lo ordeno sin dilaciones: arriar un bote, recoger restos, traerlos a bordo, examinarlos.
Debemos tomar una mano de rizo y disminuir el andar para que el bote no quede a la zaga. La polacra y su presa se perderán de vista, es asunto irremediable. Pero no reparo en eso, concentrado como estoy en lo que hacen los tripulantes del bote, quienes, por fin, gritando unos, llevándose otros las manos a la cabeza, extraen del agua, valiéndose de bicheros, un cadáver semisumergido. Y a unas treinta varas por delante de la proa del bote, vemos todos nítidamente, al resplandor del sol recién nacido, una cabeza que emerge, seguida de su cuerpo, tendido sobre un enjaretado, de una vara, o poco más, de ancho, como si fuese balsa, mientras los brazos se prenden como tenazas a las maderas.
Retorna el bote, lo izamos, corremos hasta él en compañía del cirujano. El hombre muerto, hinchado, desfigurado, hecho una pulpa horrible, las ropas en míseros jirones, pudo haber militado en cualquier rol. Las heridas, los peces, las aguas, le otorgan una macabra universalidad, Pero reconocemos enseguida al sobreviviente. La boca desdentada, la cara como de haber llegado al paraíso, las maldiciones, los «rayos y truenos» que deja escapar de tanto en tanto, son señas suficientes de identifcación.
«¡Gattiery, capitán Gattiery, un bravo a bordo! Pero empecinado y loco. No lo culpo, no señor. Mi madre no me parió insensato. He visto perderse a tantos por cobardía, que un hombre con valor de sobra justificaría mil celebraciones. Por favor, denme acá ese jarro, ¿a mí, vasitos de estaño? El jarro entero, con ron hasta los topes. Así va mejor. ¿Saben cuánto hay que echar en la bodega para lastrar al viejo Jonathan Hoove?»
Empleamos varias horas en recuperarlo, envolviéndolo en mantas, friccionándole pecho y muslos, haciéndole vomitar y cediendo al fin a su sed de alcohol. Alímento fuerte —y caliente— sería lo propio, según el cirujano. Pero tenemos tanta humedad a bordo, que Bob no logra encender el fogón; y el transido Hoove debe contentarse con queso rancio y pescado seco, conservado en sal. Eso aumenta su sed; y cada sorbo de agua —ya porque ésta empieza a descomponerse, ya porque repugne a Hoove— renueva convulsiones y vómitos. «¡Rayos y truenos! He tragado el Mediterráneo, con el Tirreno y el Adriático de propina, y ahora me embuten este jugo asqueroso. ¿Por qué atormentarme, caballeros? ¿Se les acabó el ron?»
Traigo desde la cámara una botella de brandy, todavía por descorchar, reservada para momentos excelsos. Paladea Hoove los primeros tragos, pide más, dice sentirse como en Baltimore, en la taberna El Ojo del Gato, «¡aquello era vida!» y, a medias incorporado en su basculante coy, me arrebata la botella y la coloca bajo su brazo. «No sé si volveré a ver los muelles de Fells Point, pero usted, capitán, no vuelve a ver a esta muchacha.» Sin esperar el vaso de estaño, aplica sus labios al gollete y bebe pausadamente, separándose de tanto en tanto de la botella para mirarla con ternura.
«¡Vi correr sangre por los imbornales!», grita de pronto, reanimado por el brandy «¡Españoles, mala perra los trajo a este mundo! Tuvieron suerte, mucha suerte, y no la tuvo Gattiery, se apagó la estrella de ese capitán, y un día se apagará la suya, señor Blackbourne, que Dios no me condene, ahora que lo pienso, no hay que achacar a la suerte las desgracias, ni las estrellas ni Dios andan escondiéndose tras nubarrones y oleajes para perder marineros, la desgracia de los hombres son los otros hombres, algunos tejieron una madeja de datos, chismes, noticias, y las vendieron, los españoles pagaron buen precio, ¿cómo sabían de la goleta corsaria, quiénes pasaron la voz de su posición? Si no, ¿qué español o portugués, o maldito sietemesino hubiera sido capaz de salir al cruce con tanta justeza?»
«Pero ¡por mis dientes!, todo andaba bien, más que bien a bordo de la Argentino. ¿Gracias a quién? Señores, ¿a quién dar gracias, sino a Patrick Donagall, carpintero con manos de ángel, que hubiera arreglado incluso el comedor despoblado que tengo por boca, y por el que sólo pasa su brandy, capitán, mejor dicho, mi brandy ahora. ¡Patrick Donagall, haya paz para él!»