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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

La cacería (13 page)

Golpea el piloto la puerta, entra, me saluda en su limpio acento de Nueva Inglaterra. «Rumbo oeste-sudeste», comunica, «latitud, 34° norte; longitud, 30° oeste; mar gruesa; viento fresco de la amura de babor; velocidad, catorce nudos». Para no responderle con un autoritario silencio, menciono el día que comienza —15 de octubre—, comento distraídamente que hace veinte que zarpamos de Baltimore y reitero mi propósito de rebasar por el sur las Azores, donde han de concentrarse las rutas de Portugal al Brasil. «Habrá apresamientos grandes, no cambiaré ese destino aunque el clima empeore», le digo, dándole permiso para retirarse.

Pasados diez minutos, irrumpe Bob con una refacción: té caliente, bizcochos. Querrá hablarme otra vez de un artillero de babor, recién enganchado en Baltimore. Se llama Peter Talsitt, tiene una larga cicatriz de sable en la frente, ha combatido contra los ingleses, pero nunca cuenta eso, sino cosas de la pesca de caña —su pasión— y de su familia —otra pasión— que lo aguarda en Fells Point con el corazón en la boca. Quizás por esa reticencia, y esa falta de fanfarronería, lo incluí en mi rol. Bob, en cambio, está impresionado por motivos distintos. «Ave de mal agüero», susurra. Y enseguida se explica. Hace dos días, el señor Sam Oakway, limpiando el Long Tom, cantó en voz alta un himno de alabanza a su arma y deseó que «el pobre angelito» nos dejase oír cuanto antes sus truenos celestiales. Peter Talsitt, que estaba cerca, advirtió al cocinero: «Una imprudencia. No es mal hombre Oakway. Pero quien larga en el mar un deseo semejante, atrae la desgracia».

Pido a Bob más té, más bizcochos. El aire mañanero del océano me ha abierto el apetito, poniéndome de buen humor. Cuando Bob retorna, le pregunto cómo conocieron en los muelles de Fells Point al señor Oakway. Me dará respuesta larga, pero no importa. Todo está en orden a bordo, navegamos en rutina, y dispongo todavía de un rato de libertad. «¿Que hable de Sam?», repite abriendo los ojos y atrapando el jarro de estaño y el tarro de bizcochos para que no bailen sobre la mesa con los cabeceos. Sé bastante de Sam Oakway, artillero de experiencia; pero quiero saber más, para convencerme de que he embarcado dos bestias de igual poderío: el cañón giratorio y el cíclope que lo atiende. No necesito insistir. Bob empieza a parlotear, estirando los labios, haciendo gestos de asombro, de admiración y de familiaridad cachacienta. «¡Cómo olvidar cuándo lo vimos por primera vez!», exclama, «fue en la taberna El Ojo del Gato, a pocas yardas de Thames Street, entre las calles Lancaster y Shakespeare. La taberna daba a Bond Street, una vía más reposada, por donde nos llevó Jack Learthy, dándoselas de sabedor, tomando bajo su protección a Patrick Donagall, por incauto, no fogueado en esos cruceros terrestres, y aconsejando al irlandés: "En el mar, una mano para el barco, otra para ti; en tierra firme, medio dólar para ron y faldas, el otro medio para ti, salvo que quieras terminar de mendigo en Thames Street". Un antro decente, aseguraba Learthy, "mi ciencia lo ha comprobado". Allí nos metimos Ben Gage, Dickinson, Hoove, Donagall y este cocinero que tiene el honor de servirlo, señor. Dimos todo el paño al ron y a las ostras; y a la cuarta o quinta vuelta, no pudimos sujetar nuestra fibra combativa y competimos por ver quién mentía más, y mejor. Gage se escandalizó, juró por su Biblia que jamás mentía, y celebramos con otra vuelta tamaña mentira. Me hicieron hablar, dije que con mis cocidos nadie se había indigestado a bordo, y me taparon la boca argumentando que era mentira previsible, y que cualquier tripulante de la Intrépida me desmentiría más fácilmente que si formara un nudo de lasca. Saltó Learthy al ruedo, soltó no sé qué cosas, inventos que tenía en la cabeza y que pondría en libros cuando se retirase del corso; y que así eclipsaría la fama de capitanes como Cook, Bougainville, Malaspina. Lo interrumpió Dickinson, marinero tan callado a bordo, salvo en el coy, y tan hablador en la taberna, caldeado por el ron. "En mis sueños no he mentido", roncó, "porque yo fui buzo antes de tripular la Intrépida, y bajé al fondo del mar. ¿Saben qué encontré allá abajo? ¿Monstruos? Nada de eso. Ni el kraken, ni la serpiente marina, ni el calamar gigante. Tampoco barcos hundidos, tesoros o huesos de náufragos metidos bajo diez palmos de lama o cascajo. Puros disparates, paridos por cabezas ignorantes que no resisten ni el olor del ron. Encontré sueños, sí señores, los sueños de todos los marinos, flotando entre dos aguas, como medusas, o reposando como al descuido sobre alguna roca submarina, yendo tranquilamente de acá para allá, en medio de una atmósfera verdosa y callada, quebrada apenas por las voces de esos sueños, que no se cansan de jurar por la Biblia, como Gage; de gastarse en afanes de hombre de ciencia, de viajero explorador, como tú, Jack Learthy; o de anunciar desastres, 'cuidado, corsarios', escuché allá en los fondos, 'cuidado, los portugueses aprenderán y los mandarán aquí, con plomo en las tripas, para que sueñen por toda la eternidad'».

«"¡Basta!", le gritó Ben Gage, "¿profecías bajo el agua? No las leí en Isaías, en Habacuc, en... quien diablo sea. A cerrar el pico, Dickinson, o te clavo mañana mismo como mascarón en la proa de la Intrépida".

»Intervino Hoove, y fue una suerte, porque apartó a Gage y a Dickinson, con ganas de tirarse los jarros de ron por la cabeza. Creímos que contaría sus campañas con el comodoro Preble, o con Stephen Decatur, un caballero, el más elegante sobre toldilla alguna, melena al viento, casaca azul, pantalones de casimir, botas altas y lustrosas. Pero nos llevó a 1805, a la altura del cabo Trafalgar, donde estaremos pronto si estas ráfagas continúan, y nos metió en un navio francés que se había liado a cañonazos con el Victory de Nelson, como dos marineros borrachos dándose puñadas en cualquier esquina de Thames Street.

»Hoove era aún grumete, pero ya su alma guerrera se disparaba sin que nadie la atajase. "Modestia aparte", advirtió Hoove, "cometí una hazaña. Con toda sencillez, en medio del jaleo, me nació, de golpe, una idea; y en la punta de la idea, vi arder el fuego de mi gloria. Nelson nos cañoneaba, Nelson nos batía, Nelson nos arruinaba, ¿qué rumbo tomar? Era claro: suprimir a Nelson. No digo matarlo, es expresión de salteadores. Suprimirlo, repito, quitarlo del teatro del combate, con todo pesar, ¡un marino como él! Mi navio se arrimó al Victory, primero a tiro de fusil, después de pistola. Yo estaba en la cubierta superior, asomándome sobre la borda, encargado de guiar los tiros y recargar el arma de un fusilero de puntería dudosa. Era un marsellés gallardo, animoso a pesar de ser tuerto, lo que le impedía apuntar como Dios manda. Pero el marsellés tenía a su flanco otro dios, dicho sin pedantería, que vio a Nelson sobre la toldilla del Victory, observando la batahola como desde un palco, ¡grande Nelson!, pero como todo grande, algo distraído, con cara de tocar el violín a la luz de la luna, ofrecía blanco majestuoso galas de almirante, pelo lacio, rostro como la cera, ¡por el infierno!, ¿cómo desperdiciar la ocasión? El dios del marsellés indicó el ángulo, guió la mira, gritó: 'Ahora, haya tiro', y hubo tiro. Y ya no hubo Nelson".

»¿Quién era aquel dios, aquel Marte, sino Jonathan Hoove, combatiente número uno, experto en táctica, estrategia, puntería, disparos? Los principales jefes del mundo lo consultaban, como Napoleón, enseguida después de Trafalgar, año tras año, y aun, cuando lo metieron preso, desde Santa Elena le llegaban preguntas, "por el nombre de mi madre, ¿qué espera el temible Jonathan Hoove para librarme de este islote de mierda?". Y hasta del más allá recibía mensajes. Una noche de tormenta a bordo del United States, el fuego de San Telmo descendió de verga en verga, se columpió en los penoles, tal vez para desperezarse, se deslizó por el estay de mesana usándolo de tobogán, tomó la forma del finado Joshua Barnes, campeón de corsarios en nuestra guerra revolucionaria, y le explicó, como dómine a su alumno, en qué banco bostoniano depositar el oro ganado en el corso.

»Quedó para Donagall la mano. El irlandés se venía preparando con mucho ron. Todos, y él más que todos, sabíamos que aún se mantenía virgen el gran tema. También lo sabe usted, capitán, ¿o es indispensable que lo aclare? Patrick se despachó a gusto hablando de mujeres, así de simple. A esa altura, tanto nos daban ya mentiras o verdades. Contó que al desertar de la escuadra de Popham en Maldonado, fue recogido por la esclava negra de una casa de campo, y que aprendió dos cosas: que mi raza es sabia cocinera, y que "las hembras oscuras" —son sus dichos— también saben hacer feliz a cualquier hombre. "Tuve que irme de ese lugar, la Provincia Oriental ardió en revoluciones, se sacudió de encima al español, y yo, escapando de encima de la negra ardiente, marché a Montevideo."

»"Allí cambié de costumbres, y de gustos, hospedándome en el hogar de un comerciante escocés, que me explotaba sin disimulo, casado con una criolla de extramuros que me llevaba a la cama, también sin disimulos, cuantas veces el marido abandonaba la ciudad."

»"Vida dichosa, vida placentera, de no ser por los celos de una jovencita que, no tolerando compartirme con la esposa del escocés, se cansó de enseñarme la lengua española, me retiró su confianza —y su lengua, que me enloquecía— y me delató acusándome de ladrón. Tal vez lo fuese, aunque no como ella lo dio a entender; y me salvé de las cadenas en la Ciudadela porque me engancharon en la escuadra española, en guerra contra los republicanos del Plata. ¡Castigo perverso! Aquellos marineros nada sabían del oficio; pasaban el día en el puerto, bebiendo y jugando a las cartas. Y para mover los barcos con esos piojos portuarios, los oficiales inventaron un artificio extravagante. Pintaron en grandes cartones figuras de la baraja, los cosieron a las velas, y en lugar de ordenar: '¡arriba la cangreja!', '¡icen el juanete!', '¡mano al foque!', gritaban: '¡Fuerza con el as de bastos!', '¡cacen la cola del caballo de espada!', '¡aferren el dos de copas!'. ¡Tiempos revolucionarios! Todo salía de quicios, y yo salí de ese atolladero gracias a una viuda cuarentona, con hijos crecidos que ansiaban pelear con los patriotas, y que me refugió largos meses en la pieza del fondo de su casa. Cumplió con todos los requisitos: me daba de comer, me daba ánimos, y viéndome joven y desamparado, me daba primero un pecho, después el otro, y mucho más, demostrándome qué absurdo es perder la cabeza por una quinceañera teniendo tanto para ganar con quien, viuda hacía cinco años, era tan fogosa y fingía ingenuidades con arte irresistible. ¿Para qué quieren que les diga más? Me fui a Buenos Aires, me alisté en el rol de Leech, me hirieron, me llevaron a Colonia; y como pedí a gritos por Inocencia, que así se llamaba la viuda, algún patriota, de quien nada supe y que ojalá el cielo siga amparando, trajo a la enamorada hasta mi jergón, donde me quemaba la fiebre y me retorcía el dolor. El buen patriota creyó que Inocencia era mi madre, o mi madrina, porque si bien conservaba ella el pelo negro, con pocas canas que nunca logró esconderme, tenía la piel ricamente perfumada (aún guardaba esencias de los tiempos de la invasión de los ingleses herejes) y blanca, más que blanca, de nácar, transparente, tersa, en aquellas zonas donde el sol no le daba, porque en contacto con la luz, su piel... ¡Dios mío!, ¿cuánto ron me quiere hacer tragar? No sigo, camaradas, aquí, en Thames Street no he encontrado ninguna piel parecida. ¡Por los druidas de mi Hibernia lejana! Aquí hay sólo chicas llenas de gracia (y por desgracia, de liendres) que nos ponen en riesgo de que el cirujano Hill, una vez a bordo, nos administre sus curaciones dolorosas. Pero nadie imagine que mantuve fidelidad a Inocencia. ¿Qué piensan? Con tantas revueltas, invasiones, guerras, la sangre que se calienta, incluso sin motivo, la sensación de morir en cualquier momento, llegó el día..."

»Un alarido retumbó en la taberna, señor capitán, y enmudeció a Patrick Donagall.»

Alzo una mano, para que Bob también enmudezca, siquiera por un momento. Salgo de la cámara, pregunto: «¿Todo en orden, teniente Kingsbury?». Oigo su respuesta, monótona, fría: «En orden, mi capitán». Retorno, y aunque sospecho quién atronó con el alarido, ordeno a Bob que prosiga.

«¡Pierdan toda esperanza de beber!

»Abiertas de un manotón, las puertas de la taberna cedieron el paso a una torre de ciento veinte quilos, melena alborotada y barba de ogro. Tras el alarido, resonó una carcajada con ecos de cubil de matarife, y con tanto empuje que rajó (sin exageraciones) el telón del humo cigarrero que nos envolvía.

»Una manaza con dedos como cabillas y uñas alquitranadas se adelantó señalando la mesa, mientras un trueno disparado a través de la barba nos aturdió: "Donde entro yo, no hay garganta que pueda mojarse, salvo la mía. ¿De qué hablaban? Mentiras, ¿no es así? Como todos los marineros del mundo. ¡Pues se acabó!".

»Atrapó una silla con una sola mano, como si fuese una viruta, la arrimó a la mesa, trató de sentarse (una sola de sus nalgas bastaba para cubrir el asiento), lanzó otra carcajada, se presentó como artillero, recién enrolado en la Intrépida por trato directo con Joseph Kingsbury, el segundo. "Llámenme Simbad", indicó.

»Dispuso una vuelta de ron a sus expensas; y viéndonos con las mandíbulas caídas, extrajo un papel pringoso y lo entregó a Jack Learthy, por descubrirle, tal vez, cara de lector, diciendo: "Mi hoja de servicios".

»Leyó Learthy y alzando los ojos dijo desabridamente: Aquí sólo consta que usted es natural de Long Island, pescador de profesión y que no pasó de cinco millas mar adentro en las costas de Nueva Escocia.

»Otra carcajada del ogro barbudo estremeció el local. Haciendo una guiñada, hundió sus dedazos en un bolsillo interior de su chaqueta, sacó un pulcro papel plegado en cuatro, lo desplegó con cuidado y se puso a leer: "Sam Oakway, artillero de la goleta Chasseur, a mis órdenes. Combatió como bueno al igual que todo el personal de mi nave, en 1814, ante las costas de Inglaterra, para oprobio del Almirantazgo. En 1815 retornó a Baltimore". Dejó de leer y agregó: "La firma es del capitán Thomas Boyle, un león marino que ningún hijo de este país puede olvidar".

»"¡Orgullo de Baltimore!", bramó mientras Learthy leía el nuevo papel. "Señor gaviero, ¿quién desconoce que así nombraron a la Chasseur? Orgullo por el barco, y por nosotros, no he engordado para ocultarlo. Sí, estoy orgulloso, y lo estaré hasta que reviente. Ese orgullo me trajo a Fells Point y me hizo divisar a la Intrépida y hablar nada menos que con su segundo comandante. Un hombre de bien, ¡vamos!, como todos ustedes. ¡Y qué goleta! Fue verla y decirme: Simbad, ahí navegarás, o el cielo se partirá en cuatro. Varias vueltas al mundo darás en ella, y viajarás hasta que los mares se sequen, como artillero, o marinero, o estibador, o lo que carajo sea, pero viajar es mi gusto. ¿Por qué creen que me dicen Simbad? ¿Mis tías inventaron el mote? No, camaradas, lo gané en las cubiertas, bajo los solazos del trópico, en medio de las brumas del Báltico, costeando Madagascar, viendo bailar a los caníbales de Nueva Guinea en noches con luna tan grande como mi cabeza."

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