Despunta el día, con cielo claro y viento suave, del este-sudeste. Hace rato que estoy viendo un barco de buen porte, orzando malamente y dando bordadas lentas. Ha salido de Bahía, intenta acercarse a la goleta, y no para traerme mensajes de paz. Kingsbury insiste en que fue error —o provocación— quedar al pairo a pocas millas del puerto, con los fanales encendidos. Tal vez lo sea. Dejo que descargue sus reproches y que consulte a Learthy sobre la fuerza del viento. «¿Qué probabilidades de irnos más afuera?», preguntará, «¿de agrandar la distancia?». Vigilará las evoluciones del barco, como ahora, con excesiva frialdad. Así encubre su desconfianza. No le gusta apostar a la velocidad; a mí sí. Y seré yo quien ordene la arrancada.
Persisto en el examen del barco. Sus bordadas sacian mi curiosidad y confirman mis sospechas desde que lo descubrí. Tengo grabada en la memoria aquella silueta de obra muerta alta, panzona cada vez que me presenta la proa, aquellas crucetas de sus mástiles, y las portas siempre abiertas, donde acecharán, mecha en mano, los artilleros. No trae cuatro piezas por banda, sino seis. Aumentó su potencia de fuego, o pintó dos portas en cada banda, para hacer creer que es más temible. ¿Correrá ese riesgo? El viejo zorro del Espíritu Santo merece que lo imagine con un grado mayor de astucia. Tal vez lleve a bordo carpinteros como Gage o Donagall y haya añadido cuatro piezas de madera, de imitación, pintadas arteramente, como una diestra utilería de teatro. He encontrado más de un capitán que procedió de ese modo; y ninguno de ellos fue torpe, ni iluso. Conseguían disuadir, hacerse respetar, y a veces desorientar al enemigo. Este portugués desea ahuyentarme, levantar el bloqueo o forzarme a disparar antes que él, tanteando cuánta pólvora y bala me queda. Mañas de la veteranía, asentadas en el más robusto sentido común. ¿Qué edad tendrá? No será pollo que se ablande con el primer fuego ni pescado que se fría en la sartén sin trabajo. Ha de ganarme en diez años, por lo menos, y en miles de millas náuticas recorridas. Lo tiene todo para ser marino relevante: experiencia, paciencia, tenacidad, fertilidad de recursos; todo, menos un barco como el mío. Con la Intrépida, ya estaría a veinte brazas, desafiándome, burlándose y hasta gritándome por la bocina «adelante, yanqui del diablo, artiguinha ladrón, ¿qué se hicieron tus cañones, que están mudos?».
Los tendré mudos durante un rato largo. Si hay algo que escasea a bordo, es munición y pólvora. Las naves del convoy son testigos de que no ahorré nada, de que fui generoso por demás, y de que ahora debo mostrarme tacaño. Y el capitán del Espíritu Santo, hombre que saca muy bien las cuentas, lo sabe.
«Teniente Kingsbury, ordene arrancada.» Mi voz circula fluidamente por la cadena de mando: de Kingsbury a Lewis Clayton, de Clayton al contramaestre, de Hoove a Learthy, y de éste a los veleros. Sueltan velacho y gavia, tienden foque y sobrefoque, izan pericos y juanetes, mueve Armstrong la rueda y arranca la Intrépida, a pesar de las rachas caprichosas y flojas. Gano con facilidad el viento, sin quitar los ojos del Espíritu Santo, comprendiendo cómo ha de sentirse su capitán. Otra vez mi goleta se escabulle logrando un barlovento que parecía imposible, por ser tan pobres las corrientes de aire. Pasa el tiempo, crece el calor, luce alto el sol, burbujea el alquitrán de las junturas, trabándonos los pies, impregnando nuestras narices con su olor acre. Y en las mismas aguas donde el día anterior la Intrépida cortaba el grueso del convoy como un cuchillo que partiese manteca, hay ahora sólo dos barcos —brumosa y muy lejana la línea de la costa— que se mueven con pereza sobre una superficie mansa, como si estuviesen jugando, procurando uno acercarse, permitiéndole el otro avanzar hasta tener visibles los perfiles del casco; y dando un viraje en firme ceñida contra el viento, alejarse de nuevo, incitando la furia del perseguidor.
¿Será así, realmente? No creo que el capitán portugués se enceguezca con la furia; antes lo tildé de viejo zorro, y en esos momentos pienso que me equivoqué, que soy yo quien hace el papel de zorro, hostigado por un lebrel curtido, por un sabueso que no pierde la pista. Cada maniobra, cada virada, cada yarda que adelanto, o cada braza que él pierde, me van bosquejando su carácter, ayudándome a verlo, a imaginarle algo encorvado de hombros, sin acudir al catalejo, estudiando mis desplazamientos y, a la vez, atendiendo todo lo que ocurre en su barco, las manos en los bolsillos de su casaca, o quizás fumando un charuto bahiano, o haciéndose servir café en la toldilla por un paje de piel retinta, diciendo para su camisa: «Ayer no pude, ahora parece que tampoco, pero mañana...». Me complazco en adivinar su fisonomía, no tan rígida como la de Kingsbury, tallada por la doble acción del obedecer y el mandar, delineada por un concepto honorable de la disciplina y por una resignación largamente aprendida en contacto con las marejadas veleidosas y con los vientos inconstantes. ¿Qué seré para él, además del ladrón o el pirata con que me designará en sus partes y en sus arengas a la tripulación? Se esforzará —igual que yo— en dibujar, desdibujar y volver a trazar mis rasgos, pensándome un día como un loco aventurero, puesto a capitanear por el voto de mis hombres, para sospecharme al otro día como discípulo de los capitanes de la Unión que humillaron hace menos de cuatro años a la mejor marina del mundo, la de su vieja aliada Inglaterra. Cuando vio, en la pasada madrugada, mis luces de posición, puesta descaradamente al pairo la goleta ante Bahía, se habrá negado a reconocer descaros o temeridades, y se habrá dicho filosóficamente «averías o heridos y enfermos a bordo»; y ahora, soltando el paño de su brick con propósito de apresarme, murmurará a sus oficiales: «Poca bala, poca pólvora, si el viento se encalma puede ser mía la goleta». Y en esto último, habrá acertado por partida doble: estoy escaso, y los velámenes y los rojos catavientos empiezan a desmayar por la calma.
«Téngalo siempre a popa, señor Armstrong.» El timonel, obedeciendo, bandea suavemente a estribor y a babor; y el Espíritu Santo queda a nuestra popa, sin riesgo de que empareje las marchas y nos rocíe con una andanada. La distancia, sin embargo, se acorta; Learthy no logra extraer de los veleros más rendimiento que el permitido por esas ráfagas, tibias y mortecinas; y veo languidecer, una a una, nuestras velas grandes, que comienzan a estorbar con su peso muerto, y los juanetes, pericos y sobrepericos, pendiendo de sus vergas como ropas empapadas puestas a secar. Tuerzo el cuello, observo a popa, sin catalejo, para qué, a simple vista distingo los negros agujeros de los escobenes del Espíritu Santo, las dos anclas sobre las serviolas, los destellos que el sol calcinante arranca de los hierros, los marineros que se mueven en la proa del brick, el atrevido oficial que, a la jineta en la base del bauprés, asesta su catalejo sobre mi popa, con impudicia que me hace sonreír, y que ofusca a Jonathan Hoove y a Patrick Donagall. He pedido a este último que se mantenga cerca de mí, pues en cualquier momento echaré mano de un subterfugio que muy pocos a bordo conocen aún. Muchos de mis hombres se sorprenderán; pero mi placer no surge de eso, sino de la cara que pondrá el capitán del Espíritu Santo cuando dé la orden convenida con Patrick. ¿Chillará? ¿Maldecirá? ¿O se mantendrá levemente impasible, repitiéndose que no hay nada en los mares que pueda asombrarlo?
El viento es una pura y absoluta ausencia en la zona. Ambos barcos se mueven por inercia, o casi no se mueven, envueltos en una atmósfera de horno, como si un velo gaseoso nos hubiese atrapado, aislándonos del mundo, difuminando los horizontes, haciendo de mar y cielo una misma plancha brillante, hirviente y, por momentos, enceguecedora. Permito que mis hombres se quiten las camisas y que refresquen sus troncos sudados volcándose agua de mar que extraen con cubos de cuero; casi enseguida, varios se ponen otra vez las camisas, porque la resolana desuella sus hombros y espaldas. La distancia que nos separa del brick todavía es mayor que la de un tiro de fusil; pero observo con impaciencia que el Espíritu Santo, ya por su mayor tonelaje, ya por el empuje de las corrientes, deriva con más fuerza que la Intrépida, y descuenta espacio pulgada a pulgada. Brilla una luz en la proa del brick; oigo el estampido de un cañón de bajo calibre; y siento el silbido del hierro que vuela por encima de la goleta, sobre la banda de babor, que arranca los obenques del mesana y se pierde en el mar con un chasquido lejano.
«¡Maldición!», ruge Kingsbury, «bala encadenada, señor capitán». La goleta, movida por el estallido de los obenques, bandea de estribor a babor, y el mesana, que con tan buena mano repararon Gage y el irlandés, vuelve a resentirse, desequilibrado su apoyo. No es grande el destrozo, porque el cañón del portugués, siendo de proa, no alcanza calibre pesado. Pero si repite el obsequio, puede amargarnos la jornada, y aun dispararnos con bala roja y regalarnos un incendio. La goleta, salvo la obra viva, refrigerada por el agua, es leño ardiente bajo la acción del sol. Cualquier roce con un cuerpo caldeado la convertiría en una hoguera.
Dispongo que los fusileros, sin empleo por el momento, echen agua en cubierta y remojen vergas y velas; y llamando a Patrick, le digo: «Ahora, señor carpintero, baje al pañol con seis hombres y traiga lo acordado». Vacila, observa el brick, luego los obenques destrozados. El disparo con bala encadenada le ha despertado recuerdos estremecedores. Me habla de un arma que los patriotas y los indios de la Provincia Oriental arrojaban a las patas de las cabalgaduras del enemigo, volteándolos y provocando estragos entre la caballería riograndense de Lecor, y cómo, otras veces, reventaban cráneos y hundían costillas. Dos o tres piedras, atadas con tientos, eran el arma fatal. «Nunca pude con ellas», me confió, enardecido, «pero en manos de los criollos, hubieran desarbolado de cuajo cualquier barco, sobre todo ese pestoso portugués, que ojalá traguen los Fomores, dioses pérfidos del mar».
«Al pañol», le grito, «¿o tiene ganas de convivir con las ratas en la cala del brick?». Se cuadra, se da vuelta, corre a la escotilla seguido por seis marineros. Coloco a Clayton, a Hoove y a dos grumetes con fusiles sobre la balaustrada de popa, apuntando hacia las amuras del Espíritu Santo. «¡Sáquenme de en medio a cuatro portugueses, en cuanto brille de nuevo la mecha de su prodrido cañón!», bramo en sus nucas, aguardando el regreso de Patrick. Al fin emerge de la escotilla el irlandés, con los seis marineros pisándole los talones, cargando pesados artefactos envueltos en lonas y provocando chillidos de admiración, silbidos, risotadas. «¡Al trabajo!», vuelvo a bramar, «¡fuerza, señores, si quieren mañana gastar sus pagas en El Ojo del Gato, con el mejor ron servido por las cantineras! ¡Duro, duro, adelante, o arrancaré el pellejo al que afloje!».
Luis de Miranda reparte sus miradas entre la goleta, que escapa en medio del aire caliente, brumoso, y el rostro de su capitán. Esperó una explosión, insultos, órdenes de continuar cañoneando con bala encadenada; y sólo está viendo a un Basilio de Brito con el pie derecho sobre un cabo adujado, un codo apoyado en la rodilla, el mentón reposando en la palma y la vista clavada en la goleta empequeñeciéndose con cada brazada de los remos, como si fuese bote descomunal, alucinación creada por la resolana, la calma, la fiebre.
«Los artilleros quieren saber si siguen disparando con bala encadenada, o con roja», informa Manuel Pinto acercándose. «Con nada», responde el capitán, quien vuelve a su silencio, siempre apoyado el mentón sobre la palma, observando sin necesidad de catalejo cómo estira distancias la goleta. ¿Gastar pólvora y munición porque sí? No está en el temperamento del capitán ser dispendioso; mucho menos, atronar el aire con aparatos de despecho. Pasará un rato largo en esa posición, sin cansarse, sin fruncir el ceño, sin aceptar un jarro de estaño que, con vino hasta los bordes, le ofrece un grumete. ¿Qué importan la sed, el calor? Los remos de la goleta continúan batiendo las aguas bruñidas, donde se refleja un cielo lechoso, con ritmo parejo, sostenido, como el de su corazón, que bate la sangre acompasadamente. ¿Para qué irritarse? Reiría, si no se supiese observado de reojo por De Almeida y Pinto. Imagina, por un momento, que es capitán de la goleta: ¿habría inventado esa forma de huir? La desesperación aconseja arbitrios insólitos, más de veinte años en el oficio se lo habían enseñado; pero la fuga emprendida por aquel yanqui le habla de una profesión tan bien aprovechada como la suya. Quisiera colocar en la toldilla de la goleta a un capitán con su propio rostro, sus mismos años, su mismo cabello ralo, sus entradas profundas, su frente; y enseguida borra ese pensamiento: ningún veterano habría salido al mar en cruceros de esa especie. Aquel recurso del remo era invento de jóvenes, muchachos todos ellos, empezando por el insolente que los comandaba. Insolente, quedaba fuera de discusión; también, previsor, mañoso y hombre de mar, de pies a cabeza. No se compran esos remos en los puertos; se hacen a bordo, siempre y cuando se tengan buenos carpinteros; y sólo un sujeto al que le haya crecido la barba en el mar sabe quién es el carpintero que mejor le sirva. La mala suerte le roba el apresamiento, eso es todo. Si el viento se levantase, caería sobre la goleta; y de nada valdrían remos y otros artefactos. La desarbolaría haciéndole llover bala roja con sus seis baterías en cada banda, la incendiaría y terminaría en veinte minutos con quienes sólo eran, al fin y al cabo, piratas.
Palabras más, palabras menos, eso esperaba que dijese abiertamente el oficial asesor incorporado a su rol, y cuyos auxilios —en dinero y en consejos— mejoraron el aparejo del brick, ampliaron el armamento y le dieron un respaldo que venía reclamando desde que le llegó a Desterro la orden de ponerse en campaña. Las autoridades de Bahía, más sinuosas que las de Santa Catarina, habían indicado: «Zarpe el señor capitán Basilio de Brito en cuanto lo juzgue conveniente, en misión de guerra total contra el corso de los artiguinhas, en justa represalia por las tropelías contra el convoy indefenso procedente de Lisboa». Y para que levase anclas con cara menos avinagrada, añadieron a la orden el oficial solicitado, de nombre José Freire da Nóbrega, diez años menor que él, pero lleno de empaque y de orgullo. Nacido en São João del Rei, a doscientos kilómetros al noroeste de Río de Janeiro, hijo de padre enriquecido por explotar minas de oro, y de madre devota, Freire da Nóbrega mezclaba —para extrañeza de De Brito— el fanatismo de un monarquista absoluto con la racionalidad de un enciclopedista. No le incomodaba que tuviese muchas letras, ni que se pasease a menudo por cubierta con un libro bajo el brazo, casi siempre el mismo: el poema «Uruguai», de Basilio da Gama. Su oficial se entretenía leyendo las hazañas de un antepasado, el general Gomes Freire de Andrada, que había brillado, al parecer en la guerra que Portugal y España —aliándose— llevaron en 1756 a las Misiones Jesuíticas. Tenía su lado divertido ver a Freire da Nóbrega repitiendo a media voz, como un alucinado, las glorias de un hombre que necesitó la complicidad de España para reventar a la indiada guaraní. Fuera de ese amor por los versos, curioso en un colega, Freire da Nóbrega se mostraba disciplinado, consciente de su papel subalterno en el Espíritu Santo. Y por más orgullo que tuviese, no cometería tonterías ante un capitán que demostró, al levar anclas, que no se dejaría manosear el tricornio por ninguna rapaz.