La cacería (12 page)

Read La cacería Online

Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

Freire da Nóbrega cerraba la boca. Pero por breve momento. Enseguida reanudaba en voz alta sus pensamientos, recordando cómo enseñaban los corsarios a sus apresados aquellas letras patentes. «Se las refriegan por las narices, chillan que hacen guerra legítima, llaman la atención sobre la autenticidad de sus papeles, meten por los ojos el sello de lacre con el emblema artiguista y la leyenda Libertad republicana.»

Esa leyenda carcomía el hígado del oficial, «como el buitre olímpico las visceras de Prometeo», según enfatizaba. Su retórica hubiera enardecido a otro hombre que no tuviese el estoicismo de Basilio de Brito. «Me valió la firmeza que heredé de los Freire», arreciaba. Con firmeza o sin ella, era evidente que el oficial podía pegar en cualquier momento alaridos más fuertes que los del titán picoteado.

El capitán estaba convencido de que Freire da Nóbrega había tragado un conjunto normativo de respeto inflexible por el derecho de gentes, por más que le repugnase admitirlo. «No hay forma de escupir al cielo», explicaba el oficial. «Mi obligación es sincerarme conmigo mismo. Y la cumplo. Que me ahorquen, pero sólo premiosas razones de guerra justifican disfrazar la realidad y llamar, a estos corsarios, piratas.»

Al evocar esas conversaciones, Freire da Nóbrega se ve a sí mismo, en tierra, durante sus diligencias y sus acopios de información, cuidándose mucho, sabiendo que el pez por la boca muere, y echando candado en sus labios para no sacar a la intemperie sus conclusiones. Pero en la cámara del capitán, a miles de millas de Bahía, ha echado por la borda los escrúpulos. «Si me cree imprudente, es cosa suya», cavilaba, «por lo menos, demuestro confianza absoluta en quien comanda este barco». En ningún momento ha cortado De Brito con brusquedad sus discursos; y no tiene, al parecer, intención de hacerlo, salvo pasajeros desvíos, o pausas oportunas. «Mi palabra le servirá, en cualquier latitud, y frente a cualquier contingencia, siempre», murmura mientras reanuda sus paseos por cubierta, observando el aparejo del brick y dejando ir sus miradas hacia las estrellas. Después se acerca al timonel, quien poniéndose tenso al oírlo llegar, vuelve hacia él su cara iluminada desde abajo por el fanal de bitácora, única claridad en medio de las sombras.

De retorno hacia el combés, Freire da Nóbrega alimenta su insomnio, recordando que el capitán tiene por cosa buena verlo apretar las mandíbulas al final de cada charla, y oírlo mascullar su esperado, su frenético «acorralar a los corsarios como a perros, o tiburones del infierno. Y que suelten dentelladas. Acorralarlos hasta que, por fin, sientan en sus hocicos el rigor de nuestros cañones».

(Del libro de bitácora del capitán De Brito)

Setiembre 1.° de 1820.— Tercera semana de buen viento. Estado de salud de la tripulación: satisfactorio, aunque han amanecido dos marineros con fiebres. El cirujano atribuye los malestares al influjo de la zona tórrida. Posición 25°32' latitud norte; 20° longitud oeste. Rumbo: nortenoreste. Atravesamos el trópico de Cáncer.

Hace tres días rebasamos, a babor, las islas de Cabo Verde, con la costa africana a estribor. Hubo marejada fuerte y rachas frescas. Salvo el perico desgarrado, no se consigna otra novedad.

Setiembre 8.— Deja el Espíritu Santo las Canarias a estribor. Velocidad: ocho nudos y medio. Rumbo sostenido norte-noreste. Proa a Madeira. Sin novedad.

Setiembre 20.— Rebasamos Madeira, por estribor. Era visible, sin ojear con el catalejo, el pico Ruivo quebrando el horizonte. Mar gruesa. Algunos chubascos pasajeros. De tarde, cielo despejado y sol intenso. Un par de velas, por la amura de estribor.

Setiembre, 21.— De las dos velas, una es bricbarca mercante inglesa; la restante, goleta de gavia. He mandado al segundo, señor Luis, seguir las aguas de la goleta. He alertado a los vigías. Una mención en favor del cirujano, por haber atendido con eficacia a los dos marineros.

Setiembre 22.— La bricbarca inglesa acató mis señales, identificándose. Es la Demeter, rumbo a Trafalgar, con carga desde las Indias Orientales. La goleta de gavia ha desacatado mis señales. Aproando al oeste, hace fuerza de velas y con todo el trapo, intenta huir. Doy también todo el paño. Llevo velocidad de diez nudos. Si el viento refresca, alcanzaré los once. Latitud 34°2' norte; longitud, 10° oeste.

Merece distinción especial el teniente de corbeta, don José Freire da Nóbrega. Sus cálculos sobre presencia de naves sospechosas en la zona se confirman. La goleta que huye tiene líneas similares a las últimas naves corsarias con las que establecía contactos semanas atrás. El oficial Freire da Nóbrega aconseja persistir con la persecución, consejo que valoramos y ponemos en práctica.

Setiembre 24.— Rumbo oeste, tras las aguas de la goleta, cuya proa apunta hacia Casablanca. El Espíritu Santo no puede alcanzar los once nudos. Considero nueva sugerencia de Freire da Nóbrega, de soltar lastre para aumentar la velocidad. Pero la desestimo, por estar picadas las aguas y necesitar el brick todo su contrapeso.

Los oficiales Pinto y Miranda han examinado, con catalejos, a la goleta. No iza pabellón y en nada difiere de las embarcaciones piratas. El oficial Freire da Nóbrega se suma al examen y declara que las características de nuestra perseguida no coinciden con los datos que ha copiado en sus carpetas. Mi segundo Luis de Almeida aporta su experiencia asegurando que vamos tras un corsario. A riesgo de estirar la distancia, mantengo a la goleta entre la costa africana y el rumbo del Espíritu Santo, de modo de impedirle perderse en el océano.

Setiembre 28.— A la vista de Tánger. Los vientos favorecen al Espíritu Santo que se conserva en seguimiento de la goleta fugitiva. Por dos veces disparé los cañones de proa, sin bala, en señal de aviso, exigiendo detención inmediata. El viento esparció las nubes de pólvora, y el capitán de la goleta fingió no advertir los avisos.

Nueva mención para el oficial Freire da Nóbrega, convertido en apoyo invalorable para este comando. Ha trazado, con mi anuencia, un plan irreprochable, por lo menos en teoría: acorralar la goleta perseguida, obligándola a mantener su velocidad, sin darle tregua, y a buscar la boca del estrecho de Gibraltar para empujarla al Mediterráneo. «De ese mar no saldrá», expresa el oficial, «y deberá enfrentarse con embarcaciones menores berberiscas, que nos suministrarán informes precisos, con guardacostas españoles, y eventualmente, con nuestros propios cañones».

Apruebo su diagnóstico, aunque no le digo todavía que me resistiré a interferir, por razones diplomáticas, con las naves españolas operando en sus aguas.

Setiembre 30.— La goleta perseguida ha embocado por el estrecho, aproando al Mediterráneo. El plan de Freire da Nóbrega ha funcionado en casi todo. Un marino de ley. No ha logrado identificar al corsario. Pero jura, por su honor, que no es la goleta Intrépida, comandada, hace poco tiempo, por John Blackbourne y responsable de cuantiosas depredaciones en el litoral brasileño. Luis de Almeida coincide con este último parecer.

Octubre 7.— Patrullo la boca del estrecho, desde el cabo Espartel hasta la altura del cabo Trafalgar. Arrecian las ráfagas. Chubascos persistentes, formando cortinas tupidas y empobreciendo la visión. Dispongo refuerzos de guardias y exijo a mis ojos todo el celo de que sean capaces. Reduzco mis turnos de descanso de cuatro horas a dos y recorro el horizonte oceánico con el catalejo, en previsión de velas sospechosas. «No sería de extrañar que los bandidos formasen flotillas», ha observado Freire da Nóbrega. Hasta ahora, sólo he divisado movimiento de embarcaciones menores navegando a media milla de las costas, o el tránsito ordinario de naves inglesas y españolas, que responden claramente a mis preguntas con el telégrafo de banderas.

Octubre 10.— Han surgido dificultades a bordo. Seis marineros negros, nacidos en Pernambuco y enrolados en Bahía, promovieron desórdenes, negándose a obedecer a los contramaestres y dando señas evidentes de ebriedad. Alegaron, en descargo, que tienen al señor Freire da Nóbrega por embrujado, por víctima de sus dioses malos, con designios de acarrear desgracias sobre el brick. Creen que el oficial no come ni duerme, ojeando el día entero con el catalejo, a despecho de lloviznas, rociones y cielos encapotados, buscando demonios sobre los mares. La ignorancia, los cultos heredados o el alcohol han perturbado sus cerebros. El responsable es el cirujano, intemperante para su desdicha, quien ha abusado de los licores con el pretexto del tiempo borrascoso y del frío. Pondré rumbo a Albufeira, renovaré allí parte de la tripulación, daré de baja a Paulo Silva, el cirujano, y buscaré sustituto. En caso de no hallarlo, encomendaré esa función al capellán Araújo, con práctica en este rubro. Y compensaré de ese modo sus servicios, pues fue él quien, vigilante siempre ante supersticiones y vicios, descubrió la indisciplina de los marineros y la responsabilidad de Silva.

Noviembre 16.— Vuelvo al mar, tras buena escala en Albufeira. El reverendo Araújo cumple su doble cometido de capellán y cirujano. Cinco mozos portugueses, robustos, hechos a la caza de la ballena con patrones azorinos, reemplazaron a los indisciplinados, y todos hemos ganado.

El patrullaje se reanuda con bríos, ánimo firme en mi plana mayor y adecuada disposición al trabajo por parte de la marinería.

Noviembre 17.— De mañana, antes de las ocho, se amadrinó al Espíritu Santo un jabeque berberisco. A gritos, haciéndose entender con mucho esfuerzo, dijeron que aguas adentro, en el Mediterráneo, con rumbo a las costas de Málaga y Valencia, merodeaba una goleta pirata llevando a bordo gente de mala catadura, descortés y sin duda feroz, pues les dispararon con fusiles en cuanto arrimaron el jabeque a la banda de la goleta. Los berberiscos se desamadrinaron pasada media hora, se deshicieron en zalemas y se hicieron con una gruesa recompensa que de su propio bolsillo sacó a relucir el oficial Freire da Nóbrega.

Noviembre 22.— Dos saetías, por la tarde, canjearon más informes por ropas, algunas armas blancas y otra suma en monedas proporcionada por Freire da Nóbrega, quien demostró particular habilidad en esa clase de tratos. Los tripulantes de las saetías, todos ellos de raza negra y religión musulmana —para escozor del jesuíta Araújo—, insistieron en que una goleta con ladrones yanquis, no contentos con haber perjudicado el tráfico marítimo de los reyes de Argel y de Trípoli hace ya algunos años, apresaba embarcaciones ante las narices de los valencianos.

Causó risa a Freire da Nóbrega oír cómo los musulmanes de las saetías entreveraban datos, metiendo en la misma bolsa al pirata que azotaba Valencia con los comodoros Preble y Decatur de la marina de guerra de los Estados Unidos. Y causó satisfacción en mis oficiales confirmar la noticia de que la goleta que perseguimos está a sólo cuatro o cinco jornadas de navegación, sin puertos que le brinden refugio, condenada a navegar a perpetuidad, pudriéndosele las aguas en las pipas o diezmada su tripulación por las fiebres y el escorbuto, sin retorno al Atlántico. Y a nuestro alcance.

Noviembre 23.— Apenas amanecido este día, cruzamos un balandro. Su patrón, que anima a sus hombres cantando con hermosa voz de barítono, se muestra dispuesto a canjear informes por casi nada: galletas, pescado seco, un barrilito de aguardiente, «soy servicial», explica, «no ambicioso». Dice haber nacido en las Baleares, donde practica viejos comercios, heredados de padres y abuelos —«el contrabando», acota por lo bajo Luis de Almeida— y observa que los musulmanes sangran a todo el mundo, mienten comunicando la verdad a medias, son mañosos para el doble juego. «No es cierto que haya una sola goleta pirata», grita mostrándonos, desde su movedizo balandro, el índice y el mayor de su diestra extendidos, mientras encoge los otros dedos: «¡Son dos!».

Invitamos a bordo al practicante del honorable y viejo comercio, nos ponemos al habla al pie del palo mayor, lo escuchamos. «Dos malditas goletas», agrega, «iguales en líneas, en codicia, en destreza para dejar al pobre trabajador de la mar en pelota, pues por donde ellos navegan, todos huyen, como peces ante los delfines, y arruinan el comercio. Las vi de cerca, con estos ojos que ojalá nunca coman delfines ni peces; leí sus nombres en los espejos de sus popas que ojalá queme el fuego del cielo; casi no sé leer, pero nombres de barcos sí, lo aprendí de niño por exigencias del oficio. Una de esas goletas se llama Argentino y está al acecho hace más de veinte días; la otra, una recién llegada al fandango, como quien dice, se coló sin que nadie sepa en qué forma, y tiene en su funesta cubierta malandrines que no permiten a nadie acercarse. Apuntan sus fusiles, y si no obedecemos, trac, trac, nos meten plomo. En esto, los muslimes no mentían. Pero no dijeron lo más grave, lo apostaría. No dijeron que esos malévolos filibusteros tienen gente que sabe español y que antes de escupir balas proclaman que están en guerra contra Portugal y cualquier otra corona que encadene, invada y domine a no sé qué provincia del nuevo mundo, allá al sur, por el Río de la Plata, que nunca conoceré, y que ustedes, marinos dueños de este barcazo, tal vez hayan visitado. ¿Tanto aguardiente para mí, y monedas? ¡Señores! No he pedido nada, pero no seré tan mal nacido como para rechazar regalos de manos generosas».

A punto de volver a su balandro, Freire da Nóbrega le hace notar que no nos ha revelado el nombre de la segunda goleta. Mira con sorna al oficial, luego a mí, arroja un vistazo por la cubierta y las baterías del Espíritu Santo, acaricia la botella de aguardiente, sopesa el bolso de piel de pecarí obsequiado por Freire da Nóbrega, y murmura: «Ustedes necesitarán más cañones, puedo mercarlos, sé dónde y cómo». Ante nuestra frialdad, retrocede y empieza el descenso por la escala hacia su balandro; por fin exclama: «Intrépida, ése es el nombre; su capitán Juan Blaque, o algo así. Y tiene un cañón giratorio a proa, grueso y grande, como el animal que lo maneja. Da miedo mirarlo. ¡Vivir para ver cosas nuevas!».

Minutos después, aparta del brick su balandro entonando cánticos con recia voz de barítono.

CUADERNO 7 Combate en las entrañas

Clark me trae los informes. Aún no ha amanecido y ya está de guardia este alegre piloto, parsimonioso pero diligente, a quien no hubiese permitido, por ningún concepto, que se quedase en Baltimore, donde recalé por averías, escasez de alimentos frescos, renovación de las patentes y del rol y envío de correspondencia, en especial al insaciable Charles Weimberg, que confía en transformar en historias mis letras avaras. Muchos marineros querían descanso; yo, completar la nómina de mis oficiales de presa; y todos, mujeres. «Por la Biblia», había sermoneado Ben Gage, «diez jornadas más sobre estas maderas, y los muchachos estallan como sacos de pólvora, sin necesidad de otras chispas que sus pensamientos».

Other books

The Hanging Hill by Chris Grabenstein
The Donzerly Light by Ryne Douglas Pearson
Fourth Comings by Megan McCafferty
Avenging Angels by Mary Stanton
Splintered Heart by Emily Frankel
Flipped Out by Jennie Bentley
The Flood by John Creasey
Maritime Murder by Steve Vernon