De cuanto dice, sólo estoy seguro de una cosa: ninguna presa, hasta ahora, como el Espíritu Santo. En armamento, en contante, en prestigio. Pero de ahí a poder acercarme impunemente media un trecho enorme: los cañones del brick, agazapados, disimulados, y manejados por hombres que no estarán, precisamente, enfermos, ni necesitarán asistencia.
Halagado por la combatividad y la ambición de mi segundo, ordeno a David Smith disparar cañonazo de aviso, mientras encargo a Jack Learthy izar el pabellón. Obedecen los servidores de una de las piezas de babor, encienden la mecha, manipulan la pólvora, y detrás los grumetes traen las balas para los próximos tiros, que no serán de aviso, cuando un trueno horrísono parece rasgar el cielo ennegrecido y repercute en la superficie del océano. Dispara el cañón, tras el grito de Smith, pero el estampido se pierde, anulado por los ecos del trueno, al que sigue una sucesión de relámpagos acompañados por nuevos truenos en cadena. Pican los primeros hilos de lluvia, maldice Smith, me pide enseguida disculpas, cuadrándose, aguardando órdenes. Con premura, el alma en un hilo, vocifero: «¡Todo a estribor, señor Armstrong!», porque he vislumbrado un chisporroteo que no ha nacido de las nubes tormentosas; y al estruendo de una andanada, siento estremecerse la goleta, mientras vuelan las astillas de una mesa de guarnición de estribor, caen y ruedan sobre cubierta algunos motones de violín, y oigo, a proa, gritos de dolor.
Si así tratan a mi barco los enfermos, no quiero pensar qué harían los sanos.
(Basilio de Brito, a bordo del Espíritu Santo)
He ganado de mano, la falsa señal dio su renta. El enemigo no tendrá argumentos en mi contra, ¿de qué cañonazo de aviso podemos hablar? Quedó tapado por el trueno; y el humo, tragado por la atmósfera entenebrecida, confundido con cualquier vapor o nubecilla o escapes del fogón del cocinero. Debió saber que de un modo u otro, yo no acataría nada; y que si perdía él preciosos instantes en vacilaciones, consultas, reflexiones acerca de si llevo enfermos, o no, arriesgaba a ser saludado por mi andanada, como acaba de ocurrir. Pudo más su sentido del honor, del que conserva un rescoldo. «Seor» Blackbourne, empiezo a saber quién es: un malandrín de las aguas, con un resto de caballero. Y ese resto lo atascó; ahora atenderá los destrozos a bordo, sin contestar mi fuego. Tras la andanada primera, no habrá segunda, ni de su barco, ni del mío. Llueve a torrentes, la pólvora se empapa, los artilleros se dan a los diablos, Luis de Almeida me ruega largar todo el trapo para arrimar el brick a la goleta; Pinto ha puesto a la marinería, con sables y dagas, en posición de abordaje. Concedo la venia a Luis y apruebo la previsión de Pinto, aunque contengo sus ímpetus. El abordaje demorará, la goleta sabe moverse y zafar, hay que apañárselas en escaramuzas y gobernar al brick no sólo en barloventeadas, sino en favor de la lluvia. Estas cortinas de agua caerán contra la goleta, ya de babor, ya de estribor. Y la gente agolpada en la banda por donde el aguacero, con buen ángulo, castigue, tendrá molestias grandes en su visión. Saca distancia la goleta sin presentarme nunca su través. Aparear su marcha, por el momento, es imposible. Quizás amague la fuga; o tal vez huya fingiendo batirse en retirada. Freire da Nóbrega, tras pedir mi venia, recuerda que los ingleses desprecian a los marinos norteamericanos, considerándolos de escaso vigor; y expresa que el patrón de la Intrépida ha de coincidir con la apreciación británica. «Vale más el barco que su comando», subraya, trémula su voz, «mejor sería que enarbolase la Jolly Roger, sin tapujos».
Respondo encogiéndome de hombros. La inminencia del enfrentamiento perturba a Da Nóbrega, no acierta a disimularlo. Se deja roer por la ansiedad, parece archivar cuanto averiguó de la guerra del 12, no se percata de sus contradicciones. Prefería yo verlo sin armas, sosteniendo su espíritu con la rumia de los versos de «Uruguai». Pero soy injusto con él, me parece, como él es inexacto frente al corsario. Si ese tal Blackbourne resulta el hombre que supongo, se mostrará sensato. Hay mar de sobra para él y para mí; llagarnos el cuero en continuas viradas, imponiendo trabajos y más trabajos a los veleros, lidiando con los aparejos bajo los chaparrones, a nadie beneficiará; y si hay por fin abordaje, mis hombres, o los del corsario, no afirmarán sus pies en las cubiertas. La arena en prevención de la sangre se ha convertido en una pasta pegoteosa, empujada contra las bordas, acumulada en torno a las escotillas, barrida por la lluvia que pule las tablazones como si las hubiesen enjabonado. Lluvia hermosa, lluvia bienhechora, sírvase Dios mantenerla, mientras el brick insinúa atropelladas y la goleta esquiva los encuentros. Navego con salud, no cargo con ningún daño. Pero la Intrépida, según la forma en que se aleja, estará lamiendo sus heridas.
José Miranda, por mi indicación, baja al sollado con doce marineros. Librados de la lluvia, limpiarán y cargarán los fusiles, y permanecerán con las armas prontas. Y cuando suene el silbato del contramaestre, saldrán y tendrán tiempo de hacer una descarga. Una sola, cerrada y de cerca, bastará para dejar fuera de combate a varios individuos de la goleta. Conozco esos barcos, soberbios en maniobra, peligrosos si envían su marinería al abordaje; pero son tan rasas su obras muertas, fían de tal modo la suerte guerrera a su accionar sobre cubierta, que los aguaceros impiden manipular bocas de fuego y han de conformarse con asaltos al arma blanca. Antes que esa ocasión llegue, ya habré enviado a muchos malandros ante el tribunal divino.
(John Blackbourne)
No son tantos los daños, como temí al principio. Kingsbury me informó que el cirujano Hill trasladó a dos artilleros al sollado, donde procura atajarles la sangre. Lo de siempre: astillas que vuelan, como flechas enloquecidas. Pero sin gravedad; rasguños, pinchazos, laceraciones en la piel. No hay órganos vitales heridos. Sanarán.
Los informes del carpintero galés tampoco inquietan: motones caídos, una mesa de guarnición de babor rajada, un casco de metralla que dio contra la botavara del mesana, pero sin quebrarla. Resistirá. Le pregunto por el mesana, por su resistencia en la carlinga. «Está fuerte, como de piedra», me contesta. Y Jack Learthy, empapado de cabeza a pies, las palmas llagadas por la fuerza hecha con drizas y escotas, me dice que la capacidad de maniobra no se ha resentido. «El mesana, señor capitán, ni media pulgada se movió. Está tan vivo en su fogonadura como usted, o como yo. Créame, las almas de Ben y de Patrick trabajan allí todavía.»
Los relámpagos ponen un tinte espectral en la silueta del jefe de gavieros, que vuelve al laboreo de cabos y vergas dando ejemplo a los subalternos. Me desplazo de un lado al otro de la cubierta con dificultades, pues el aguacero ha convertido las maderas en superficies resbaladizas. Estuve feliz al impedir que los grumetes esparciesen arena. Sólo habría conseguido embrollar las idas y venidas de mis hombres. No ha llegado el momento del combate franco, y el enemigo lo comprenderá tanto como yo. Hay que aguantar el aguacero, habituarse al retumbo de los truenos, conservar la visión clara, pese a las descargas de los relámpagos. Cañones y fusiles, por fuerza, seguirán silenciosos; y el quehacer más grande será para los vigías. Detrás de las cortinas de lluvia ha de ocultarse el brick; entonces podrá venir contra nosotros como si fuese escollo. Un choque que perforase los cascos por debajo de las líneas de flotación provocaría esos desastres que ni la artillería más poderosa ha generado nunca. ¿Naufragar por esa causa? Nada me repugnaría más.
Todos oficiamos de vigías, no sólo con los ojos, sino con el oído, en prevención de ese rumor inconfundible que se difunde con la proximidad de un barco; y aun con el olfato, pues el brick ha de tener olores propios. A veces, ni siquiera eso. La lluvia se descuelga en golpes cada vez más intensos; y hasta el bauprés se borra, y el horizonte parece meterse dentro de la goleta. Las nieblas son terribles, pero al menos se consigue tantear el espacio con bicheros y pértigas, desde la borda. Con este diluvio, en cambio, que obliga a entrecerrar los ojos, no valen tanteos, y la navegación ha de confiarse al instinto y a la suerte.
Como el viento afloja paulatinamente, las cortinas de lluvia caen en una vertical casi perfecta, empapando hombres, armas, enseres, alimentos, y aun los coys de la marinería, que están en el sollado. Lucen, bajo los relámpagos, los cañones, lavados por el chaparrón, brillantes e inútiles; da lástima mirarnos unos a otros con las ropas pesadas, los rostros pálidos, la piel de las manos arrugada por tanta agua; desmayan pesadamente las velas, no sólo por falta de viento, sino por la lluvia que las ensopa; y escurren brea licuada los cabos de labor, tanto como los de la jarcia fija, ennegreciendo la cubierta y manchando las gorras de lana que llevamos puestas. Kingsbury, Clayton, Hoove y Clark comparten conmigo el enojoso avistamiento, creyendo a veces vislumbrar la silueta del brick, o distinguir las voces portuguesas a diez o doce varas, convenciéndonos después que se trata de engaños, de fantasmagorías inventadas por el aguacero, los relámpagos, los truenos. He dispuesto que no se hable, salvo para dar aviso del enemigo, y que cada cual trague sus especulaciones. He prohibido cualquier trabajo de reparación, sobre cubierta o debajo de ella; y únicamente tolero que Simbad continúe con una tarea que comenzó desde que se largó la lluvia.
Junto al Long Tom, como un enamorado que protege a su dama, o como gallina que abre las alas cobijando a sus pollos, Simbad se empeña en cubrir la pieza con una lona embreada, y en apilar, muy cerca del cañón, municiones y sacos de pólvora, evitando, hasta ahora, que se mojen. Pocas balas, poca pólvora, la lona embreada no consiente protección amplia. Pero es admirable el cuidado del artillero para mantener en seco los alimentos del cañón, y el cañón mismo. Trajina en silencio, o con levísimos roces, cerrada su boca —fuente de los ruidos más temibles— concentrado, sin darse tregua. De su eficacia dependerá el destino de la Intrépida.
(Basilio de Brito)
Los catalejos no sirven, la lluvia se agolpa en los lentes, apenas se ven pequeños ríos cabrilleando con los relámpagos. Y hasta los ojos han de cerrarse, punzados por los permanentes hilos que escurren como en cataratas. Mantengo un solo vigía, más por rutina que con esperanzas. Lo he provisto de mi mejor capote, indicándole que lo utilice como tienda personal. Tendrá un margen de visión acotado, mezquino, pues por los bordes de ese minúsculo techo improvisado chorreará el agua en cortinas. Pero algo logrará. Si grita, será porque el enemigo se halla a menos de quince varas. Entonces, sin tiempo para disponer abordajes, habrá colisión. Y con el peso superior del brick y su maderamen grueso y reforzado, destrozaré a la goleta como si fuese una cáscara.
La lluvia cede. Escasamente, pero cede. Y los truenos y los relámpagos, redoblándose, anuncian que las nubes volcarán sobre esta zona más agua todavía. Cuestión de segundos, un adelgazamiento, una especie de desgarrón en esa tela líquida y estruendosa que tamborilea en cubierta. Me basta. Estoy descubriendo una mancha blanquecina, casi a tiro de cañón. «El velamen de la Intrépida», confirma Freire da Nóbrega, «¡por los clavos de Cristo! Creí que había aprovechado para alejarse y perderse de vista. ¡Error mayúsculo!».
No le falta razón. El insurgente debió arriar el trapo, su goleta se denuncia ante mí, a simple vista; pero para él, mi brick es invisible. Ya sé dónde está, qué distancia nos separa, cuál es su rumbo; y aunque vire dentro de medio minuto, podré seguir siempre sus desplazamientos.
Hago pasar la voz, con sigilo absoluto, con ademanes, hasta la timonera, para que el brick maniobre de acuerdo con lo que estoy viendo. Luis de Almeida ya ha distribuido al grueso de los hombres contra las bandas, empuñando el arma blanca. Y Miranda aguarda el silbato para emerger con sus fusileros por la escotilla. Este momento hubiera sido bueno, pero qué diablos, aún no hay distancia segura para el fusil. El capellán Araújo, que escolta mis pasos, reza y se santigua ante cada estampido de los truenos. Veo de cuando en cuando, a la luz infernal de los relámpagos, el rostro espantado del jesuita, temiendo que un rayo estalle sobre los masteleros y descalabre al brick. Llego a susurrarle, aunque no me oiga, que mueva a Dios de nuestra parte, que una centella raje en cuatro a la maldita goleta, o que la lluvia se desenoje y me conceda mayor visión para maniobrar como quiero, y para que los fusileros de Miranda puedan salir con la pólvora seca.
El cielo lo habrá oído, siquiera en la última parte de la plegaria, porque la lluvia, de golpe, como obedeciendo al capitán de las nubes, se hace llovizna tenue, se descorre el telón, se dilata el espacio, se vuelve visible una gran parte del océano grisáceo, grita el vigía «¡goleta, por la amura de estribor!». «¡Goleta!», corean mis hombres en cubierta. Chilla, desaforado, el silbato del contramaestre, se abre la tapa de la escotilla, saltan los fusileros con Miranda al frente; y al tiempo que nuevos truenos, amedrentadores esta vez, repercuten en lo alto multiplicados en fortísimos ecos, un fogonazo pone una luz amarillenta en la proa de la goleta, oigo un estampido provocado por arma de grueso calibre, seguido de un chasquido de maderas rotas en mi barco, y gritos de terror y sufrimiento entre la marinería y los fusileros. «¡El trinquete!», exclama con pavor Freire da Nóbrega. Miro hacia proa y veo, con el corazón estrujado, al primer mástil viniéndose abajo, talado como un pino en medio de la selva por los hachazos de monteadores sañudos, y arrastrando en su derrumbe hacia el combés un enredo tremendo de cabos, de amantillos, de estays. Tiemblan los obenques del trinquete, sin apoyo, y se desploman en cubierta atrapando entre sus flechastes a varios marineros y envolviéndolos como red de cazador a los cachorros del jaguar.
No es posible aún el fuego de los fusileros. Miranda se desquita bramando y maldiciendo; y yo, gritando a los veleros para que icen de apuro la gavia del mayor y la cangreja del mesana, y al timonel para que gobierne en deriva, alejándose de la goleta. Pero ésta, al amparo de todo su velamen, ha virado, cortándome el rumbo; y otra vez chispea en su proa un fogonazo, atruena un segundo disparo dirigido contra la popa del brick y hace impacto muy cerca de donde estoy. «¡Metralla!», aúlla Freire da Nóbrega, cayendo sobre cubierta y apretando su muslo derecho con ambas manos. Brota sangre bajo sus palmas y enrojecen sus dedos crispados, mientras reclamo la presencia del capellán.