La cacería (22 page)

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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

«¡El timón!», informa Luis de Almeida. «No gobierna», exclama el timonel, despavorido. Insto a los carpinteros reparación urgente, encargo a Pinto que restablezca el orden en cubierta, pongo a Freire da Nóbrega bajo asistencia del jesuíta Araújo, y aprovechando que la lluvia ha cesado, mando a los artilleros que apresten otra andanada. Despliego el catalejo, escruto la goleta, veo su cañón giratorio, ha asestado golpes muy duros, no sé con qué artes, y procuro descubrir al capitán. Lo he juzgado mal, he subestimado su capacidad o no he comprendido que la suerte viaja con él. Será tal vez aquel hombre alto, sobre la toldilla, que golpetea una prenda —¿su gorra de lana, empapada?— contra la balaustrada, que corre ahora por cubierta, dando órdenes a los veleros, haciéndolos bracear las vergas hasta obtener ángulos que le permitan acercar la goleta a mi barco sin gobierno. Ése ha de ser, un perfil de hombre joven que trabaja a la par de cualquier marinero, que aparta los artilleros de sus piezas para que empuñen los garfios de abordaje, que induce a la marinería para que, cuchilla en mano, cimbren sus aceros de modo amenazante. Ése es, qué duda cabe, volviendo a su puesto en la toldilla. Un poco más de luz en este día encapotado, y adivinaría las líneas de su rostro, el carácter que componen esas líneas, el orgullo, la vanidad, la rapacidad, la felicidad que me halagarían si estuviese en su lugar, sin importarle —como tampoco a mí me hubiese importado— que ese pabellón sostenido a despecho de la lluvia pertenezca a una fuerza vencida a miles de millas, hace meses. Lo mismo sentiría yo si hubiese desarbolado y dejado sin timón al enemigo. Dos cañonazos bastaron, disparados con puntería implacable. Los cielos así lo disponen; y la lluvia, que arrecia o escampa cuando quiere, riéndose de lo que los hombres proponen.

(John Blackbourne)

Simbad jadea, encorvándose penosamente para no partirse la cabeza contra el techo de la cámara. Ya han comparecido Kingsbury, Clayton, Hoove, Talsitt, Smith, el galés carpintero. Todos me han dicho «sin novedad». Clark, de tanto en tanto, asoma su cara pecosa para informarme que estamos en la ruta probable del ballenero Seeland, que navegamos con mejor viento, que persisten los chubascos, pero que con el amanecer habrá cielos despejados. Sólo el cirujano Hill tiene trabajo incesante en el sollado, aserrando huesos, amputando miembros, metiéndolos en cubos que serán volcados enseguida al mar por los ayudantes, ensordeciéndose con los quejidos, manchándose de sangre hasta los codos. No es para envidiarlo, ni para envidiar a nadie en estos momentos, y menos al descomunal Simbad, cuya corpulencia ocupa tres cuartas partes de mi estrecho cubículo. Espera mi reprimenda sin hablar, creyendo que le diré: «Dos cañonazos formidables, y suficientes, ¿para qué uno más?». Pero es mi voluntad que él explique la razón del tercer disparo, ejecutado sin aguardar órdenes. Costará hacerlo hablar. Mirará una y cien veces el desorden de mi litera; se preguntará cómo dormiré sobre mantas empapadas, o qué magia es la mía para meter sus ciento veinte quilos en este lugar, incómodo, maloliente y tan húmedo como cualquier rincón de la goleta. Verá el envoltorio con la cruz de Patrick Donagall. Tragará saliva, balbuceará un «me acordé de él, de pronto, entre relámpagos, y disparé, ¿cómo diablos sospechar...?».

Y no sabré entonces qué decirle. Estará en lo cierto, ¿quién pudo prever las consecuencias del último cañonazo? Todavía late en mis oídos lastimados el horror de la explosión. Todos los truenos, juntos, no hubiesen percutido con tanta violencia. Juró Simbad que disparó para intimidar, pero que un barco sin gobierno queda expuesto a cualquier injuria. No hizo puntería, y le creo, ¿quién acierta, aunque quiera, en la santabárbara de una nave? Allí, sin embargo, impactó el tercer cañonazo de Simbad, en el sitio donde el previsor capitán De Brito había guarecido toda su pólvora, sabiendo que con la lluvia gastaría muy poca, o casi nada. El aire, y los gases, comprimidos por el encierro, multiplicaron la fuerza expansiva. Un resplandor enceguecedor se levantó del Espíritu Santo y enseguida la detonación, difundiéndose con ecos más clamorosos que los de los truenos, nos aturdió durante un buen rato. Fue espectáculo atroz, el brick brincó, alzándose sobre el agua como un pobre diablo atormentado al cual un envión brutal impulsa desde abajo. Se partió en dos, volaron sus tablas de cubierta, los dos mástiles que aún quedaban en pie, la jarcia, los cuerpos de los hombres, arrojados algunos al agua, como peleles, mutilados otros entre una gritería espantosa. La humedad de la lluvia impidió el incendio, pero la explosión, provocada en la entraña del brick, reventó cuanto halló a su paso. Vi un remolino de cuadernas, de baos, de varengas, brotando arqueadas hacia lo alto, como cascotes calcinados que expele un volcán. Muchas astillas cayeron en la cubierta de la Intrépida; y hasta mis pies llegaron, dando tumbos, una jimelga y una araña, con sus cabos tronchados. Si yo hubiese aproximado la goleta sin cautela, la onda nos habría alcanzado y ahora mi barco tal vez no estuviera navegando sin novedad, según informan mis hombres. Por un segundo vi la cara de Clark, iluminada por el repentino resplandor, palidecer de modo acongojante, mientras yo palpaba, como autómata, la cruz de Patrick, que no había querido dejar en mi cámara desde que avistamos al brick, y aun antes, cuando oíamos, todavía lejanos, los truenos. El flemático Kingsbury, renunciando a su calma, se adelantó a mis mandatos y dispuso sin pérdida de tiempo arriar todos los botes en rescate de los que aún sobreviviesen. Hizo lo correcto y se lo dije; me agradeció con una sonrisa, recompuso su semblante y volvió a enmascararse tras su expresión parsimoniosa y fría.

Le encomendé el mando, trepé en un bote, impuse un ritmo febril de brazadas, llegamos al escenario de la catástrofe. Varios rumbos en el casco dejaban entrar agua en ambas mitades del brick, que empezaban a separarse entre crujidos, maderas, partiéndose, quejidos de dolor y reclamos espeluznantes de salvación. Jack Learthy, encargado del bote que escoltaba al mío, me aconsejó, a gritos, no abordar el brick, pues se iría a pique en cinco minutos. Exageraba, estaba claro. Veinte, por lo menos, demandaría el hundimiento. Y el trozo que comprendía la popa, menos dañado, podría flotar algo más. Hasta él ascendí, tras arrojar un garfio y asegurarlo en la regala, pues confiaba en mis cabos, y no en los del destrozado brick, que pendían por todas partes, cortados, oscilantes todavía. La popa era un pandemónium de tablas levantadas y astilladas, de boquetes por donde asomaban, como cuñas agresivas, cuadernas fuera de ensambladuras, de cuerpos tirados en tétricas posiciones, de heridos que se arrastraban, gimiendo, ensangrentados, de visceras y miembros moviéndose de un lado al otro, según el balanceo del mar inclinase aquel resto del brick, por cuyos imbornales escurrían líquidos sanguinolentos. Debí destrabar de un puntapié la puerta de la cámara, que se rajó en dos y me permitió el paso. Nadie había en su interior, donde se amontonaban ropas, instrumentos, papeles, pedazos de los mamparos, un par de botas corriendo hacia los rincones como dos atribulados cachorros sin dueño, un cofre con la tapa saltada, envejecido, con manchas de salitre y rastros de haber acompañado al capitán portugués en rutas azarosas. Learthy, empeñado en cuidar mis espaldas, me llamó la atención, diciéndome que encontraría al capitán rodeando la cámara y acercándome a estribor, no lejos de la rueda del timón.

Siguiendo sus indicaciones, di con un hombre tendido en una superficie sana de la cubierta de popa, semirrecostado a la amurada, y asistido por el capellán. Tenía la casaca chamuscada, la camisa empapada en sangre, una herida que nacía de su hombro izquierdo y bajaba hasta la tetilla del mismo lado. No había gravedad, según me pareció. El capitán no moriría, siempre que se le dispensasen cuidados, y se evitase la gangrena. Rebasaba los cuarenta, su cabello raleaba, y su frente, sucia de pólvora y sangre, era espaciosa, pensativa, como si se hubiese despegado de aquel cuerpo para ponerse a meditar por su cuenta acerca de los misterios del mar, las veleidades de la suerte, las ruindades de la vida. Me presenté, lo urgí a trasbordar a mi barco, reiteré la ayuda de mis hombres a los heridos, y la búsqueda que mis botes hacían de los tripulantes del Espíritu Santo arrojados al mar por el impacto, o por el pavor. Entendía mi inglés, aunque tal vez lo hablaba mal, dado lo mucho que tardaba en responderme. Me miró largamente, con una indiferencia que yo ignoraba que pudiese acumularse en los ojos de nadie. Por un instante, su mirada pareció caldearse, como animada por un relámpago de admiración, y a la vez, de respeto medroso. Fue un engaño de mi parte, porque enseguida volvió a observarme sin decir nada, midiéndome de arriba abajo, con encono despectivo, mientras el capellán, tratando de restañar la sangre de su capitán con unos lienzos, me lanzaba también miradas de indignación. «Capitán de Brito», volví a decir, pronunciando cada palabra con la mayor claridad, «el Espíritu Santo estará en el fondo del océano en quince minutos. Lo hospedaré en mi barco y lo trasbordaré en la primera ocasión propicia».

Permaneció callado, sin dejar de mirarme, con una calma que me abrumó. Habría yo preferido que me insultase, que recitase la lección de todo patrón portugués tratándome de facineroso, asaltante de los mares, filibustero, con los conocidos improperios contra los «artiguinhas» y su jefe, ese «anárquico irredento». Nada de eso escuché. Otras cosas había en su mirada, un desdén para el cual mi enemigo vencido no hallaba expresiones, una soberbia que se resistía a doblegarse, una meditación reconcentrada en la que preparaba una andanada concebida sin duda cuando los dos disparos del Long Tom arrancaron el trinquete y pulverizaron el timón de su brick. El aire tría en bocanadas el intenso y pegajoso tufo de la pólvora, que atosigaba, aullidos y llamamientos frenéticos, crujidos crecientes de armazones desmoronándose. Volaban los minutos y se hacía premioso salir de aquella desgraciada mitad de un barco que empezaba a dejar oír el barboteo del agua subiendo fatalmente de nivel. «¡Sálvese, capitán!», grité, inclinándome hacia él y dando a entender por señas al capellán que me auxiliase a cargar con el herido para trasladarlo al bote. «Pare usted», habló por fin De Brito, «¿qué capitán abandona su barco en desgracia? Lleve al capellán Araújo y a todos los que pueda a su goleta. Pero déjeme aquí, si aún sabe algo de honor».

Había tanta convicción, tanta gravedad, tanta amargura en su voz, que me vi paralizado. El capellán comenzó a incorporarse. Retrocedí un paso, sin quitar la vista de la frente del capitán, donde escondía aquella andanada que me reservaba. «Vuelva sin mí a su goleta rebelde», arrancó de pronto, «arríe de una buena vez ese pabellón tricolor, y guárdelo en un pañol, o tírelo por la borda. Artigas, su jefe, ha sido derrotado hace más de seis meses. Y ahora, váyase, señor capitán corsario».

Me retiré con el capellán, quien me espiaba de reojo, como si creyese que lo apresaba el demonio. Apreté, otra vez, contra mi pecho, la cruz de Patrick, pensé en los deseos de los moribundos, en el enigma de los muertos, y se ensombreció mi alma. Reaccioné viendo cómo las aguas del océano lamían las bordas en esa parte del brick; y arrastrando de sus vestimentas al capellán, reembarqué en mi bote, tras cerciorarme de que Learthy hubiera hecho lo mismo en el suyo, y arengué a los remeros para que se movieran con brío. De retorno en la Intrépida, relevé de su cometido a Kingsbury, a quien comuniqué la decisión del capitán portugués. Todos los botes de la goleta ya habían alcanzado sus bandas, con varios heridos, o semiahogados, o llenos de miedo, de frío, de cansancio, y con esa luz inconfundible que pone en las caras de los marineros el saberse a salvo en un barco, sea amigo o no.

Alguien me pasó la nómina de las víctimas de la fatídica explosión. La plana mayor del Espíritu Santo diezmada, muertos el oficial Manuel Pinto, el contramaestre, el timonel; heridos el segundo Luis de Almeida, el oficial José Miranda, tres sargentos de cubierta, once marineros, todos de gravedad, por cuyas vidas ni Hill, ni Lewis Clayton —secundando al cirujano— daban nada; una decena de fusileros y artilleros con desgarrones y amputaciones de manos y pies; un número equivalente de hombres caídos al mar, y desaparecidos, entre los que era forzoso incluir a un oficial asesor del comando, teniente José Freire da Nóbrega. No encontrarían mis hombres los cuerpos de esos desventurados.

Atardecía y se espesaba la oscuridad, porque la tormenta rondaba la zona y mantenía los cielos cubiertos por nubarrones bajos y negros, que reflejaban su tétrica coloración en el mar y auguraban más chubascos con relámpagos lejanos. Acudí a la toldilla, inspeccioné las aguas en torno a la Intrépida y a los restos del Espíritu Santo. Decenas de yardas a la redonda mostraban, en la invasora penumbra, tablas y vergas flotando entre cajones, trozos del velamen con sus brioles ondeando como filamentos de medusas, enjaretados, lanchas inutilizadas, cadáveres que iban y venían golpeando sus cabezas contra las maderas dispersas, boca abajo sobre la superficie, hamacados tristemente por el vaivén de unas aguas serenas que esperaban con indiferencia el repiqueteo enfurecido de la lluvia. La rápida desaparición de la claridad me impidió ver cómo se hundían los restos del brick. Calculé que primero se iría al fondo la parte de proa; y que la de popa, donde había quedado únicamente el capitán De Brito, demoraría tres o cuatro minutos en desaparecer. Jack Learthy, acercándose en silencio, miró también en dirección hacia donde se hundía aquel hombre, perseguidor tenaz, y perseguido por otros tan tenaces como él, y que me igualaba sólo por ser marino con tanto amor por su profesión como yo. Hubiera sido bueno decirle que él recibía estipendio permanente de su corona por luchar, creyese o no en el futuro de las monarquías, o por quedar fondeado en puerto, o andar por tierra mientras le caía alguna orden; y que yo debí ganar mis remuneraciones a fuerza de apresamientos, en renovados cruceros, arriesgándome día a día para comer, pero con sólida, imbatible fe en la libertad republicana. Sin embargo, ¿cómo y dónde decírselo? De aceptar mi ofrecimiento, le hubiese hablado de barloventeadas, modos de ceñir o navegar a un largo, qué velas son más útiles para atrapar todo el viento; y habría callado, para no humillarlo, que las goletas de Baltimore son ya señoras de los mares, que lo seguirían siendo y que siempre las habrá, poniéndose de parte de los insurgentes sudamericanos, porque sus repúblicas, si se sostienen, alejan del continente los peligros de la Santa Alianza.

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