La cacería (23 page)

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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

Jack Learthy me interpeló, diciéndome que revisó la cámara del capitán portugués, y que rescató muy poco, por los destrozos y el desorden. Se habían perdido el diario de a bordo y otros papeles relativos a la matrícula del barco. «Tan sólo esto, en un cofre hecho pedazos», murmuró, pasándome una hoja desgarrada, dañados por la humedad los bordes, borrosa la tinta. Eran anotaciones privadas, fragmentos de cartas o memorias, destinados a la familia del portugués, la cual residía en Bahía. Guardé el papel, sin saber todavía qué destino darle, mientras la Intrépida reanudaba la navegación. «Rumbo a Juan Griego», indiqué a Clark; Kingsbury, presentándose, me preguntó: «¿Con qué bandera?». «Hasta arribar a Juan Griego», respondí, «la de las barras y las estrellas».

Hice traer el pabellón tricolor, lo doblé pausadamente, lo dejé junto a mi litera, y lo observé durante un rato largo. Estaba pesado por la lluvia, rasgado en parte por los vientos, algo ennegrecida su banda blanca por el humo de los disparos. En contraste, parecía más profundo el azul, y más vivo el rojo. Pensé en cortar un trozo y envolver con él la cruz de Patrick Donagall. Desistí y dejé las cosas como estaban. Necesitaba tirarme sin pensar en nada, borrar de mi cabeza dolorida y de mi espíritu lleno de estupor, la explosión, el resplandor amarillento levantándose hacia el cielo nublado, el hundimiento del brick arrastrando al capitán De Brito, y el de la bandera artiguista arrastrándome en un vértigo de preguntas sin respuestas, penalidades, desolación. Bebí un té frío que me alcanzó Bob, avisé a Clark que me despertase antes de dos horas. Había anochecido; dispuse navegar con turnos reducidos y dar tregua a mis hombres, quienes, como su capitán, aguantaron el día entero sin descansos ni alimentos calientes.

* * *

Simbad seca el sudor de su cara con su mano pulposa, gruñe, deja escapar de tanto en tanto un gutural «yo sólo largué un tiro por elevación, pero ese demonio del Long Tom es así, una bestia tan indómita como su artillero, cosas del mar y de la guerra, señor capitán».

Resopla, hincha su tórax de bisonte, baja la testuz peluda y vomita, como un chorro de fuego, el pensamiento que lo atraganta: «Déme la baja al tocar Juan Griego, es hora para mí de apuntar a otro blanco, déjeme ir por esos mundos, no quiero saber de barcos, cruzaré a pie la América Central y México, marcharé hasta las costas canadienses del Pacífico, no pararé hasta el mar de Bering, y disputaré a los cazadores rusos, entre los hielos, la piel del oso blanco. A hombre grande, diría la sirenita del trópico, grandes presas, y quién nos niega que entre los témpanos no haya hecho su hogar de invierno esa sabia muchacha, esa sibila de los corales, y me diga sus secretos sin necesidad de trincar su cola movediza con el peso de mis nalgas. Déme la baja, señor Blackbourne, aunque se olvide de acompañarla con los porcentajes acordados, los del reglamento de corso que usted conoce de memoria y que nosotros, después de tantos meses de vida luchadora en esta goleta, también hemos aprendido. Tal vez se olvide; tal vez no; ¿me importará? Ninguno de nosotros somos los mismos que salimos de Baltimore; yo, por lo pronto, no sé cómo haré para no sufrir pesadillas, para no imitar a Dickinson, para que no me despierte de golpe el reventón de la santabárbara. Y sin embargo, habrá que seguir...».

Clark interrumpe el monólogo del gigantón quien permanece atascado en la pequeñez de la cámara, sin atinar a nada ante mi silencio. Alzando la voz, el piloto me comunica que los vigías avistaron un ballenero desplazándose rumbo al sur. Exaltado, eufórico, con un brillo triunfal en su cara pecosa, agrega: «Si no es el Seeland, si no es ese desvencijado patache, que hará escala en Buenos Aires o en Montevideo antes de embarcar más agua de la debida, entonces, no sé calcular posiciones y rumbos, ni prever itinerarios ni recaladas; y con su perdón, capitán, soy un chapucero».

CUADERNO 11 Invierno cisplatino

Del oficial Lewis Clayton al capitán John Blackbourne

A bordo del Seeland, fondeado en Maldonado.

Agosto de 1821.

Capitán: presumo que usted ha de estar aún en Juan Griego. Cumplo entonces con el deber de remitir mi informe. Utilizaré los servicios de una nave británica que en breve partirá hacia esa zona. No hallamos plazas en ella; y aunque las hubiese, habríamos rehusado. Nos conviene cambiar de aires, de ambientes, de quehaceres, al menos por una temporada. Continuaremos en el rol del Seeland, que cazará a la altura de las Falkland y regresará calmosa, filosóficamente, con promesa del patrón de tocar Baltimore. Quiera nuestra buena estrella que reciba usted mis pliegos en tiempo, y en condiciones. Conocerá lo ocurrido con la misión que nos encomendó en estas tierras del Plata, ayer Provincia Oriental, hoy Provincia Cisplatina.

En cuanto trasbordamos de la Intrépida al Seeland, Learthy con su cofre y su cara de médico de condado, yo con la cruz de Patrick Donagall, y ambos con su terminante mandato, me preguntó Learthy, perplejo, cómo buscar en las puntas del Cufré la hacienda de las hermanas Gómez, primas de Inocencia, con quienes ella se habría refugiado (según los datos del irlandés); y cómo dar con esa mujer y poner en sus manos la cruz de roble. También yo me preguntaba lo mismo. Internarnos en una comarca sometida, con mal portugués y peor español, ignorando qué suerte habría corrido Inocencia, a qué paraje la habría empujado la guerra, me pareció carga abrumadora, redoble de desdicha, hueso que me atoraba desde el comienzo de este viaje. Y sólo el acatamiento y la disciplina nos sacaron adelante.

Dos jornadas después, molesto —igual que Learthy— por una navegación demorada y torpe, soportando los gruñidos del patrón, un danés caprichoso pero recto con los armadores, y el olor acre que envuelve al viejo barco de las cofas a la quilla, seguían asediándome aquellos pensamientos. Me abstraían de día, me desvelaban de noche, entrometiéndose durante mis turnos, repicando con cada campanazo, reviviendo con los cabeceos, aullando junto con las tormentas entre el remendado velamen, amplificándose bajo los soles del trópico, y acrecentándose hasta hacerme doler las sienes cuando avistamos la boca rumorosa, bullente, agitada, del estuario del Plata.

Learthy alimentó, durante la travesía, el martilleo en mi cabeza. No insistió con el cumplimiento de la voluntad de Patrick, y se lo agradecí calladamente. Hubo un pacto tácito de no mencionar ese aspecto; o hubo, es más probable, seguridad en Learthy de que iríamos hasta donde se pudiese.

A cambio de esa discreción, machacó mis oídos relatándome pasajes de la vida de Patrick; y lo hizo con tanta finura, con acento tan conmovido, que al fin me ablandó: había escudriñado al irlandés con instrumentos más eficaces que los míos. Learthy cambiaba ante mis ojos, en rara metamorfosis, como si ya no viviese desde su piel hacia afuera, sino volcado hacia sí mismo. Promediada la travesía, creí que había renunciado a sus afanes por explorar mundos, nutrirse de sabiduría práctica, investigar, proyectar; y que sacando a flote sólo una arista de su lealtad —que era grande y apuntaba en varias direcciones— la concentraba en un propósito: asistirme en lo que él denominaba, con solemnidad, «nuestra misión». Patrick se hallaba en paz; o así lo deseábamos. Pero no me dejaba en paz; y mucho menos, a Learthy.

Sospeché que las meditaciones de mi compañero podrían volverse en su contra, y más de una vez, sobre cubierta, sentí ganas de sacudirlo por los hombros, hablarle fuerte, pedirle que rompiese el cerco de su ensimismamiento, advertirle que el conocer tiene límites, y que la muerte de un amigo es uno de esos límites.

Recuerdo un hecho que enardeció a la tripulación y dejó mudo al patrón gruñidor. Fue un mediodía; aún faltaban muchas millas para arribar al Plata; lucía el sol; las aguas relumbraban con mansedumbre perezosa. En un segundo la superficie pareció rajarse como un manto viejo, a escasas yardas de nuestra proa; emergieron dos masas oscuras, brotaron chorros de espuma como si estuviesen chapoteando y jugando gigantes; y el estupor nos paralizó.

Eran, por cierto, gigantes, pero no jugaban. Combatían a muerte. Con cada emergencia, mostraban sus cuerpos casi por entero. Robusto, de abultada cabeza, el cachalote; más delgado, y de recto colmillo, como espolón mortífero, el narval. Fue duelo desaforado entre mordiscos, coletazos y estocadas. Se abrían heridas, se mezclaba la sangre con las espumas, emergían los cuerpos en arranques de monstruoso vigor y caían al agua produciendo estallidos fortísimos. El patrón, hombre curtido en presenciar esas batallas, ordenó frenar la marcha para no perder el espectáculo, contenido el aliento, mientras los marineros chillaban, aplaudían, apostaban por un vencedor.

No supimos cuál triunfó. Se hundieron durante diez minutos, para emerger más lejos, en zonas imprevisibles. Y el ballenero debió reanudar su viaje. Pero hubo un hombre que miró el combate distraídamente, tal vez con repugnancia, tal vez con indiferencia, absteniéndose de exclamaciones, sin soltar un resoplido: Jack Learthy. No corrió a la cámara para traer sus papeles y sus lápices, y anotar o dibujar, como hubiese hecho antes, estoy seguro. Sólo dijo, instado por mí, que el coraje de las bestias vale apenas un centavo comparado con el del hombre: «No tienen conciencia», comentó. Y sin más pretextos, asomó de nuevo a sus labios Patrick Donagall: «Pude bucear en su corazón, un mediodía como éste, a bordo de la Intrépida, sin necesidad de que ningún narval clavase su espolón en el flanco de un cachalote. Patrick fue valeroso, nunca lo pondríamos en duda. El viejo Hoove, con modestia sorpresiva, se tenía por menos valiente que él. "No tuve miedo cuando deserté", me confió Patrick en aquel mediodía, "ni cuando los ingleses anduvieron tras mi rastro, ni cuando me hirieron frente a Martín García los españoles. Si alguien me venía con el hierro, me sobraba odio como para apagar cualquier cobardía. Sólo siento una clase de miedo, te voy a hacer confesión. Nace de mí, y es el de haber hecho daño irremediable, el de haber sido injusto, o cruel; sí, es eso, di en el clavo, cruel con cuchillo o con palabras. ¿Alguien piensa que deserté sin contraer deudas? Jack, te juro, la deserción ya no me pesa. Pero no fue fácil, nada fácil"».

«"Bajé a tierra con el maestro carpintero de la Encounter, para acopiar maderas, escoltado por dos marineros. Las partidas criollas asediaban a los británicos en Maldonado, y las deserciones menudeaban. Yo detestaba la brutalidad de los oficiales británicos y la de los 'limeys', gente con tanta soberbia como pulgas. El deseo de escapar y huir por los campos me salía por los ojos. Uno de los marineros lo notó, no era tonto. Y cuando me acerqué a un arroyo haciéndome el inocente, se me interpuso de un salto. Tenía tanta fuerza como yo, a pesar de su cuerpo enjuto. Había sido enganchado en Santa Elena, y creo que había nacido en aquella isla. Forcejeamos en silencio, me llené de ira, me vi de vuelta en la Encounter, odié la sujeción, la prepotencia, y le apliqué un navajazo. ¡Desdichado de él, y de mí! Debe haber muerto, nadie cuenta el cuento si sufre el navajazo de un sujeto desesperado, furioso por librarse. Hablé del caso, tiempo después, con Inocencia, durante noches y noches; y era tan buena confesora como tú. Tal vez mejor, con tus disculpas, porque me hacía ver que yo no necesitaba perdón de nadie, 'aquí el que no degüella es un flojo, y va al hoyo'. Lo que jamás sabré, amigo Jack, es si ella me hizo así, o si traje esta índole desde el día que abrí los ojos en Skerries. ¿O los abrí allá, en las sierras de Maldonado, en los campos de Colonia?" Dígame usted ahora, Clayton, después de haber visto despedazarse a las bestias, qué representa para nosotros un coraje sin conciencia. Patrick tenía conciencia, muy airada, muy viva, filosa como su navaja; y por ella aprendió, en tierra o a bordo, de qué pasta está hecho el miedo.»

Cuando entrábamos en el Plata, sentí un ligero orgullo, un cariñoso y perverso deseo por poner a prueba, frente a aquellas aguas, su conocimiento del mundo. Lo desafié planteándole las mismas cosas que me habían intrigado dos años antes, a bordo de la Intrépida. ¿Río? ¿Inmensa boca? ¿Mar? «Las cartas no definen», contestó Learthy, «el patrón dice estuario, y Blackbourne también dijo lo mismo, como todo marino de altura». Mirando el azul sucio de las aguas, un azul difícil de notar en parte alguna, seguimos hablando de mar. Costumbre, convención, o, para ser sincero, homenaje. Patrick veneraba al mar, quien quiera entender su vida, concédale el mar por cuna, y tendrá el retrato cabal de un hombre «joven y sencillo», como repetía Learthy. Joven, sí; pero ¿sencillo?

«El mar era para él redención», comentó Learthy, «¿qué huella dura en la superficie? No quedan memorias, y los caminos tortuosos de los hombres, los vaivenes y los arranques, los arrepentimientos y los retrocesos, son borrados con pacífico o tormentoso desdén. O con infinita misericordia».

Fondeó el Seeland en Montevideo, tras descartar Buenos Aires: capricho del patrón. Pensé en diez días de escala, tiempo parco; pero tuvimos veinte. Un nuevo capricho, que agregado al anterior, nos facilitaba las cosas. Satisfechos los trámites de rigor, y habiéndose manejado nuestro patrón con tacto ante el amo portugués, pedimos anticipo de la paga y permiso para bajar a tierra. Luego de lavarnos y de rasurarnos uno al otro las barbas, por no haber espejos a bordo, ni cazos o sartenes libres de una grasitud de años, abordamos el bote, viajamos hacia el atracadero, asegurada en un bolsillo de mi casaca la cruz de Patrick, y observamos al fin, con la atención debida, la bahía y el perfil de la ciudad.

Íbamos sin hablar, bajo un cielo gris, entre ráfagas heladas. Comenzaba agosto, y en estas latitudes el invierno castiga. La bahía, coronada en un extremo por un cerro, parecía abrigo excelente, y nos daba razón de su fama y del fervor rapiñero que despertó desde siglos. Comprimida en el extremo opuesto, sobre una península que enfrentaba los embates de las sudestadas, la ciudad se apretujaba con modestia, como recelosa. Sólo algunos templos asomaban sus campanarios entre casas bajas, como es frecuente en tantas colonias españolas. En el seno de la bahía y en las faldas del cerro, terrenos feraces, arbolados, apacibles. Todo estaba muy quieto, incluso el puerto, donde fondeaban escasos barcos.

Pisamos tierra, miramos en torno, caminamos hacia la ciudad. Dimos con sólo dos calles empedradas; las restantes que recorrimos eran de tierra, convertida en barro pegajoso por los aguaceros. Nos detuvimos, midiendo la enormidad de nuestro propósito. O despropósito, según el desaliento con que nos escrutamos mutuamente las caras. Los pobladores, mal vestidos, reconcentrados, amoratados por el frío, nos esquivaban, quizás porque todavía olíamos mal, o porque no esperaban nada bueno de los extranjeros. Interpelamos a dos o tres transeúntes; pero no nos entendieron, o no quisieron perder tiempo. Algunos civiles portugueses, esos funcionarios despectivos que toda invasión acarrea, como escoria de inundaciones, nos escucharon desconfiados y se perdieron tras la primera esquina. Nos irritaba abordarlos, y más de una vez, perdida la calma, sentimos ansias de gritarles bajo qué bandera habíamos zurrado a los suyos en el mar. Reprimiéndonos a tiempo, empezamos a vivir la molesta sensación, dolorosa a ratos, de haber abatido el rumbo hacia una comarca que se volvía irreal, como si allí no hubiese atronado la guerra, y la vida fuese comedia sin risas, tragedia sin lágrimas, falsa representación que no atinaba a esconder la grieta entre dominadores y dominados. Gastamos una jornada entera en ambientarnos, en perseguir estérilmente damas solitarias que se deslizaban pegadas a los muros y envueltas en chales, hacia las iglesias para repasar el rosario o rezar a la Virgen, o en distraernos con el trajín de algún aguatero. Frente a las casas de azotea, habitadas por familias ricas, oímos, al atardecer, a pesar de las puertas y las ventanas cerradas, cantos y músicas de danzas. Las señoritas bailarían con los oficiales de Lecor, como sucede en cualquier ciudad donde los invasores entran vitoreados por la gente de siempre, la que se ilusiona con promesas liberadoras de quienes les roban, precisamente, la libertad. Nunca vimos a Lecor; Learthy, llevado por su curiosidad, lo hubiera encarado. Yo, no. Me irritaba la cantidad de soldados portugueses, unos cinco mil según se murmuraba en las esquinas. «Son tantos como nosotros; antes éramos catorce mil, y daba para vivir bien.»

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