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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

La cacería (19 page)

Sobre el final, Antonio Riquer escribe: «A las nueve de la mañana del día de ayer murió uno de los prisioneros de resultas de tres heridas que tenía, al cual eché por la noche a la mar». No tembló el pulso al capitán, ni siquiera en ese momento, cuya gravedad a nadie pasará por alto.

Damos rumbo a Gibraltar, único puerto donde hallaremos refugio, y algo más: agua potable, alimentos frescos, reparación de la goleta, consuelo para nuestra desazón, que es profunda. Yo, en particular, viajo con más tristeza que casi todos, excepto Learthy y Hoove. Este, recobrado, y vacía la botella de brandy, completa su relato trunco, haciéndonos ver cómo sufrieron los heridos, a pesar de la intervención del cirujano español, y con qué solicitud se mantuvo junto a Patrick, quien deliraba roído por la fiebre.

«Al principio nos dejaron tumbados en cubierta, recostados algunos contra las amuradas, rodando otros de aquí para allá, entre quejidos, revueltos con la cabullería, las tablas partidas, los cartuchos dispersos, las hojas rotas de sable, las manchas de sangre secándose sobre las maderas.»

Hoove me habla como en un silbido, haciendo pausas y pasándose la mano por la frente. Aunque recuperado, de pie junto a mí, acodados él y yo en la borda de estribor y observando ambos con impaciencia cuándo aparecería la silueta del peñón, muestra las huellas del padecimiento en sus ojos, más hundidos que nunca, y en su boca, plegada a menudo por una mueca amarga. «Después nos metieron en el sollado», continúa, «éramos prisioneros y no tendríamos aire libre. Apenas un roñoso fanal, uno sólo, que no podía contra la penumbra de aquella cueva de horrores. Mis compañeros parecían reses de un matadero, apretujados, como sepultados en vida; y al largarse el viento y entrar por un boquete abierto por los cañonazos, las ráfagas chiflaron con un lamento lóbrego. Lo aguantamos, sí señor, y recibimos esa música del infierno como una bendición, porque nos permitía respirar. Ustedes comprenden, en un sollado de proa, con prisioneros y heridos, hasta el pulmón más aguerrido se rinde si no le llegan bocanadas de refresco. Horas tétricas, horas para poner a prueba al marinero de ley, sin poder descargar las tripas como manda el reglamento, vaciándonos allí mismo ¡con mil demonios!, horas de rabia quemante, como un ácido, de rabia impotente y ciega, disimulada para que Patrick no me creyese flojo. No sé cómo soportaba el dolor de aquellas heridas, que se infectaban con celeridad, augurando la perra gangrena. El muchacho violinista, herido también aunque de menos gravedad, me alentó bizarramente».

«"Resistir, resistir", repetía. ¡Extraña valentía! Si no había muerto de miedo ante el oso, no moriría en esa ocasión. Aún llevaba puesta la gorra de Patrick. Ahora estará en prisión; pero ¡mañana! Apuesto que andará de vuelta en alguna cubierta, alternando el violín con la cuchilla.

»Patrick no tenía acomodo en el rincón que le cedimos en el puerco sollado de la muy puerca San Antonio, al lado de nuestros camaradas tajeados, agujereados a balazos o con los huesos rotos, impregnado el aire de la fetidez de la sangre, de los excrementos y de los vómitos. ¡Para qué recordar! "Un navajazo", repetía Patrick, "hay justicia en esta vida".

»Le aconsejé cerrar el pico, lo animé diciéndole que pronto nos daríamos un baño de sol y de aire puro y volveríamos a Baltimore. "Allá, nunca", tartajeaba; y así proseguía, sin oírme ya, "Baltimore, Maldonado, Colonia o Hibernia, ¿qué más da?". Empezó a jadear entre estertores, a extraviar los ojos, a ver cosas que yo jamás soñé que un marinero vería, no acostumbro soñar, no he sido como Dickinson, pero el pobre Patrick fue atrapado de través por una ráfaga helada de sueños, aulladora como la que de tanto en tanto entraba por el boquete, y ya no lo soltó, qué sino sueños escapaban de sus labios resecos, "la piedra del recuerdo", susurraba, "Manannan, señor de los cabos, tiene un manto que lo hace invisible, su caballo atraviesa el espacio, su barco no lleva velas ni remos, va adonde quiere, quién como él, libre para siempre, libre de los Fomore, que me andan buscando debajo del mar, los siento muy cerca, me tragará Donmur, dios malo del abismo, sólo me queda rezar a San Patricio y rogar a Manannan que me entregue su caldero mágico, con el que resucita a los muertos".

»Yo humedecía su frente y sus labios delirantes con los jirones de mi camisa, remojados en sudor y lágrimas, ¿cree que el fuerte Jonathan es inválido de por ese lado? Daba grima entreverlo en la penumbra, y escuchar sus sueños enfebrecidos mezclándose con la quejumbre intermitente del boquete, en tanto yo, sin poder remediarlo, notaba que se me iba a pique, era un puro estertor, abría la boca como si se asfixiara, hasta que al fin gimió: "Libertad... república... la cruz... ruegan al capitán Blackbourne... Inocencia". No dijo más. Murió en la madrugada, sostenido por mis manos; y mientras le ataba un trapo para sujetar sus mandíbulas, su cuerpo aún estaba caliente.

»Llamé, bajaron un sargento y dos marineros; y a empujones y ademanes prepotentes, me hicieron subir el cuerpo a cubierta. Allí, sin haber salido el sol todavía, presencié cómo lo envolvieron en una vela vieja, con rastros de haber sufrido vientos de los cuarenta bramadores. Le ataron en pies y cabeza las balas de rigor. Y sin oficios, ni salvas, ni un ¡Dios te asista!, lo tiraron al mar. No es el peor sepulcro, dígame que no, señor capitán.

»También tiraron el enjaretado en el que habían puesto el cadáver. ¡Cosas del destino! Valiéndome de un descuido, de la desorganización de las guardias tras el combate, cobijado por la cenicienta media luz del amanecer, y aguijoneado por un deseo descomunal de libertad, igual de grande, por lo menos, que el de Patrick mientras vivió, me deslicé por unos cabos que pendían de las mesas de guarnición, y me encontré en el mar, casi tan desnudo como me parió mi madre, sin otro medio de esquivar el mismo sepulcro de mi amigo que el enjaretado que flotaba a pocas brazas. Sobre él me salvé, sobre él vi alejarse la polacra, sobre él me hallaron ustedes. ¿No es hora de abordar otra vez el brandy? Sólo pido esa gracia, capitán. ¿Me la negará?»

Atardece. Tiempo inestable, con arrumazones hacia el levante. Zarpo de Gibraltar con la marea alta de este 18 de febrero de 1821. Agua y alimentos, renovados; las velas, recosidas, con muchas brazas de relinga cambiadas; jarcia de labor, con fallas corregidas. Una misiva pesarosa para Charles Weimberg, concluida, rubricada, pero aún entre mis papeles. Carpintero de reemplazo, contratado. Un galés dócil, de competencia probada. No disimulará la ausencia de Ben Gage; mucho menos, la de Patrick Donagall. Nadie querrá saber nada del galés; y el comandante y la tripulación de la Intrépida añoraremos los relatos de quien vio a los patriotas de la Provincia Oriental resistiendo a la invasión portuguesa. Tampoco el curioso Jack Learthy tendrá a bordo ocasión de reiterar su pregunta acerca de las complicidades bonaerenses, y de las negativas de auxilios, porque no oirá al irlandés contestándole: «Ni un fusil, ni un cartucho mandó Pueyrredón, faltó que dijera "adelante, compinches portugueses, incendien esa Banda y arrasen, Artigas ya ha jodido demasiado"».

No registro deserciones ni bellaquerías. Cinco marineros me pidieron, a cara descubierta, la baja. Querían la paga en contante y sonante, y hube de satisfacerlos. Lewis Clayton me trajo, en sustitución, dos sujetos, desertores de una fragata inglesa; aceptaron promesas de pago, y con ellos, como con el resto de la tripulación —excepto Kingsbury, Clayton y el prudente Clark— sostengo cuidadosa reserva acerca del objetivo inmediato de mi crucero. En pleno océano, como es de estilo, lo sabrán.

Tres muchachos escoceses, de esos que abundan en los fondeaderos sin resolver sus vidas, y dispuestos a canjear trabajos durísimos por un viaje, proponen abordar la Intrépida. Desean arribar al Nuevo Mundo. Los disuado. Demoraremos en tocar puertos americanos, tal vez retornemos a Gibraltar, pues la Intrépida puede exigir más reparaciones. No miento; tampoco digo la verdad. Les aconsejo que se enganchen en el rol del Seeland, un ballenero de Copenhague, con patrón que sabe inglés, en franquía a menos de cincuenta brazas, con destino al Atlántico Sur y escalas en Azores y Canarias. Agradecen, quedan en el muelle, despidiéndome y siguiendo con admiración las maniobras de la goleta que se pierde puerto afuera.

Que el cielo los guarde con salud muchos años. Quizás recuerden este barco y piensen que nacieron de nuevo al decirme adiós. O tal vez nada descubran, y vivan ignorando que, de permitírselo, habrían embarcado con un capitán que se jugará a cara o cruz ante la irritante vigilancia de Basilio de Brito, ese lobo de peluca, ese pertinaz, ese cancerbero.

CUADERNO 9 Noticias de un desastre

Febrero 17, 1821. — Fondeado en Albufeira, desde hace quince días. Enterado del fuerte armamento de la goleta pirata Intrépida. Fue acondicionada recientemente en Baltimore. Lleva cañón giratorio a proa de grueso calibre. No seguí sus aguas en el Mediterráneo. Espero en este paraje, manteniéndome en contacto con barcas exploradoras, avisos y enlaces. El Espíritu Santo, tal como se halla equipado, necesitaría nave auxiliar de diversión para tentar el éxito. O aguardar el desgaste del enemigo.

A bordo, el orden satisface. Hubo tiempo de reparar un tamborete de mesana. Tengo ocupados a los hombres limpiando municiones y armas, engrasándolas con sebo, en prevención del salitre. El rol del Espíritu Santo se compone ahora de cuarenta y ocho plazas, de capitán a paje de cámara. No pude evitar deserciones, contratiempo insalvable en cualquier latitud. Me abstengo de nuevos reclutamientos: son más los riesgos que los beneficios.

El mismo día a las seis de la tarde. Retorna el oficial Freire da Nóbrega, a quien envié como observador hasta la boca del estrecho, a bordo de una pinaza. El patrón y los marineros de la pinaza, todos portugueses, colaboraron en los trabajos. Freire da Nóbrega los compensó y me rogó, para ellos, mención de honor en el cuaderno de bitácora. Elogió también a otros patrones de embarcaciones menores. «Tendieron una red del cabo Trafalgar al cabo Espartel», me dijo, «y no hay movimiento de barco ni tráfico que se les haya pasado por alto». Conoció, por esa vía, que la polacra San Antonio, de la armada real española, capturó a la altura de Valencia una goleta insurgente. No logró informes que le permitieran identificar la presa.

El capitán De Brito arroja con fastidio su pluma sobre la mesa diminuta de la cámara y entra en el comedor de los oficiales, donde ha llamado a reunión por sugerencia de Freire da Nóbrega. Oye con atención displicente a su asesor, quien expone, ardoroso, que en aguas del Mediterráneo han de merodear otras naves del mismo y dañoso oficio, y que ha llegado el fin para ellas. Abre una libreta, la hojea, lee en voz alta, con énfasis: «En 1816, la General Artigas cayó en poder lusitano en las aguas del Plata; en 1820, frente a la Martinica, la Confederación de Levely se rindió ante una fragata francesa; el pasado 19 de enero se difundió un nuevo apresamiento, tras reñido combate».

Deja de leer y agrega:

«Van tres, pueden ser más. Es el momento, señor capitán».

Enmudece, sobando su negra barbilla. Ni el capitán, ni Luis de Almeida, ni Manuel Pinto ni José Miranda dicen nada. Tampoco el capellán Araújo, absorto en la contemplación del informante. Basilio de Brito pasa una mano por su espaciosa frente. Nadie hablará antes que él; disfruta ese silencio, maneja la reunión a su gusto, escuchando los golpeteos de las ondas contra el casco del brick. Fija su mirada en Freire da Nóbrega hasta hacerlo estremecer. Sonreiría, si la situación lo permitiera. El brasileño, que hojea otra vez la libreta, parece un recién egresado de alguna academia, mucho brío, mucho ímpetu, y poca reflexión. Es hombre enterado, ¿cómo negarlo? Pero no ha calculado con sensatez. Largos meses en el litoral brasileño, mojándose hasta los calzones, enseñaron a De Brito que los corsarios artiguistas bien pudieron haber contado con cuarenta embarcaciones, vapuleando al comercio portugués por más de cincuenta meses victoriosos. ¿Qué significan tres goletas perdidas? Tal vez la polacra española terminó con los cruceros de la Intrépida, aunque no haya reportes que lo confirmen, «Señor Da Nóbrega», dice al fin, «¿qué propone?».

«Levar anclas, ahora mismo», responde el interpelado, «entrar en el Mare Nostrum, rematar la faena de los españoles».

Araújo estudia el rostro del capitán y disimula a duras penas su despecho: años y años tratando a los hombres, para no poder descubrir, en el comedor de oficíales, qué piensa el capitán de un brick.

«Sus pareceres, caballeros», dice suavemente De Brito, paseando su mirada por las caras cenceñas de Luis de Almeida, Pinto y Miranda. Surgen rumores confusos, frases entrecortadas y vacilantes, inclinándose uno de ellos por perseguir «hasta las mismas bocas del Nilo», otro por combatir «hasta quedarnos sin munición», el tercero por volver al patrullaje en espera de una semana. «Pasado ese plazo, ya no habrá corsarios de que preocuparse.»

El capitán observa a sus hombres, permanece en silencio, entrecierra los ojos, medita. Con tozuda suavidad, como si se estuviese confesando ante el jesuíta Araújo, expresa: «Contradicciones por demás, caballeros. Estoy conforme con mis oficiales cuando navegamos, en plena labor, pero en consejo, al menos en éste, andan errados. Levaremos anclas, es mi orden; y lo antes posible, como estima el teniente Da Nóbrega. Pero nuestro rumbo será este-sudeste, hacia la costa brasileña».

Al salir del comedor, Freire da Nóbrega se atreve a detener al capitán. «Con mis respetos, señor», susurra, «no deberíamos desdeñar la ocasión de hacer apresamiento sonado, con gloria para el Espíritu Santo, para sus hombres y sobre todo para su capitán».

Basilio de Brito sonríe con desgana. «¿Gloria?», pregunta. «No la busco, apreciado oficial, es una dama ingrata. Me alcanza con cumplir mis deberes. ¿Cree que el corsario, si aún respira, tendrá con qué proseguir la gresca? ¿No piensa que esa gente ya recibió escarmiento? Mientras usted navegaba en la pinaza cosechando informes que, lo reconozco, valen mucho, fui gratificado con la mejor de las noticias, transmitida por el comandante de la corbeta inglesa Norfolk, proveniente de Río de Janeiro, y que recaló dos días, aquí mismo.»

Ya en cubierta, y como Freire da Nóbrega no se despega del capitán, escudriñando intrigado su rostro, De Brito agrega: «Noticia confidencial, señor teniente, sujeta a revisión. Pudiera ser que en Natal o en Pernambuco la confirme. ¿Que faltan muchos días? Tenemos las Azores, a menor distancia. Tal vez allí... y no digo más. Usted, con sus diligencias, ¿no habrá atrapado la punta del ovillo? Hay noticias que no deben salir de labios de un capitán. Aflojarían la disciplina, mermarían el espíritu combativo de la tripulación. Apréndalo, y póngalo en práctica cuando usted comande. Y por su honor, boca cerrada. Es también una orden. No lo olvide».

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