Desde la toldilla, Basilio de Brito dirige los trabajos preparatorios para zarpar. Faltarán aún cinco o seis horas; entonces, muy cerca del amanecer, habrá marea favorable. Volverá a oír, con más regocijo que nunca, los cánticos de los marineros girando el cabrestante, el chapoteo del agua al levar las anclas, el golpe de las anclas al encajar en las serviolas, el silbato del contramaestre, el chasquido de las lonas desplegándose para recibir el viento; olfateará, por anticipado, el aire salitroso del océano; y verá, día tras día, ponerse el sol por la proa de su barco.
En su cámara, De Brito intenta escribir. Dos veces empuña la pluma, otras tantas desiste. El brick cabecea, navega con ráfagas de popa, nada fuera de lo habitual, siempre ha llevado en condiciones similares los asientos de su cuaderno de bitácora. Pero ahora su pulso se amotina. «Aguardaré las calmas.» Una excusa. Quisiera anotar algo más que las observaciones de rutina. Su conversación, por lo pronto, con el capitán inglés de la Norfolk. Y la noticia que el ceremonioso británico le comunicó con palabras escuetas, a medias en bárbaros ladridos, a medias en cristiano portugués. Noticia de un desastre, y a la vez, de una halagadora victoria. Sospecha del papel, un posible inconfidente, «lo escrito, escrito queda, y no se borrará». Suelta la pluma y decide guardar en su corazón, bajo siete llaves, la buena nueva con su doble cara de triunfo y desastre. «Así es, señor De Brito, desastre completo», insistía el marino inglés. Había llegado la noticia, desde el Plata, a Río de Janeiro, pocas horas antes que la Norfolk zarpase. «¿Confirmación?», había preguntado De Brito. «No es necesario», respondió el comandante de la corbeta, «noticia de buena fuente, los oficiales del Almirantazgo, con base en Río de Janeiro, ya la sabían o la adivinaban, era fácil».
¿Fácil? Cuatro años aguardándola, cuatro años de lucha costosa, en vidas y equipos, cuatro años de combates terrestres en una provincia sudamericana levantisca, cuatro años de padecimientos y ataques marítimos contra esa peste de capitanes republicanos, ¿había sido fácil? «Los artiguistas arrasados, la Provincia Oriental en poder de la corona portuguesa», sentenció el inglés con aplomo y parquedad, «desastre absoluto, victoria del general Lecor, sin apelaciones».
¿Cuándo, en qué circunstancias, a raíz de qué batalla? El capitán de la Norfolk no estaba en conocimiento de tanto. «Setiembre de 1820, eso han dicho», contestó lacónicamente. Y retornó a su corbeta, a proseguir sus cruceros de policía del mar, a meter las narices en todas las latitudes, a impedir que nadie disparase un cañonazo sobre las aguas sin permiso del Almirantazgo.
Por un momento supone cometer un acto de egoísmo al no compartir esa noticia. ¿Por qué no provocar el júbilo de Araújo, quien organizaría una misa de acción de gracias a bordo, soltar las riendas de Luis de Almeida —haciéndolo consumir más rapé que de ordinario—, poner a la marinería en trance de jolgorio? Y sobre todo, ¿por qué privarse de la cara de Freire da Nóbrega al saber que la monarquía se hacía el gusto en la margen septentrional del Plata y la bandera imperial se extendía por aquellas praderas codiciadas, cubriéndolas como un manto maternal, librándolas de la anarquía y del bandolerismo?
Por eso mismo ha callado, y no ha escrito; no lo han frenado sólo razones disciplinarias, a pesar de la fuerza que tienen. Al principio, hubiera sido bueno ver al oficial asesor, ojos brillantes, pelo y barbilla desordenados, casaca entreabierta, vivando a la corona. Después, no.
¿Cómo soportar sus ditirambos a la Santa Alianza, su enardecimiento, sus planes enfebrecidos de juventud, de sangre caldeada, de visiones, soñando con las potencias coronadas ligando flotas y ejércitos que destruyesen al corazón del republicanismo, y que atacasen a los intrusos sansculotistas que se llaman a sí mismos hijos de la libertad, miembros de la sociedad de los Cincinnatos, discípulos de un Washington o un Jefferson, nacidos para desdicha del mundo? ¿No había deslizado la idea de crear una flotilla minúscula, una armada sutil, una avanzada de la Santa Alianza, con el brick como nave insignia, y las embarcaciones menores que patrullarían el estrecho de Gibraltar y se aventurarían Mediterráneo adentro?
La reserva, durante estas horas, es método irreprochable, y a él se limita Basilio de Brito. Ya podrá soñar el joven teniente, cuando desembarque en los puertos del Brasil. No da para fomentarle exorbitancias, sino para sujetarlo y someterlo a la contención y a la fajina de a bordo. Entretanto, el capitán se permitirá vuelos razonables de imaginación. Ordenará rebasar las Azores, sin escalas, en una sola singladura hasta Bahía, donde esperan Amelia y María da Gloria. Y una vez arribado, y puestos los pies en tierra firme, reanudará la vida en compañía de su mujer, de los deseos y las ilusiones de su hija, los días en la casa, pausados y lentos como el avance del brick, gozando el aroma de las frituras y del aceite de dendé, hecho memoria —y menos que memoria— el silbido de los vientos en la jarcia, el rumor del oleaje, los cambios de guardia cada cuatro horas, las protestas solapadas de los marineros, las reprimendas de los oficiales, la voz de Freire da Nóbrega recitando versos del «Uruguai», los rezos del capellán.
Un grito, clarísimo, desde la cofa del mesana y repetido por el vigía del mayor, anuncia, entre sobresaltos, vela a popa, acercándose con fuerza.
El cielo se nubla; y por levante, arracimadas en los bastidores de un escenario que se ensombrece, nubes de color gris pizarra emiten relampagueos. Contra la tonalidad plomiza, recortado por la luz de los relámpagos, el velamen de un barco de dos palos se presenta, nítido, brillante, al catalejo. No recibe el viento de popa, como el brick, sino de la aleta de babor, con intención de adelantar al Espíritu Santo por estribor y separarlo de una eventual arrimada a las Azores. Manuel Pinto maldice en voz baja, el capellán prepara una plegaria, Freire da Nóbrega examina su libreta, en cuyas hojas ha pegado con cola, para que el viento no los arrebate, recortes de la Gazeta de Lisboa, del Times de Londres, de periódicos gaditanos; y Luis de Almeida, aspirando encarnizadamente su rapé, mide a zancadas la cubierta.
El capitán interpreta esos movimientos de su segundo: querrá soltar todo el trapo, mantener distancia —o acrecentarla— y perderse en el océano, al amparo de los nubarrones, del día penumbroso, de la lluvia o la tormenta, que no tardarán. No dispondrá De Brito un solo cambio en la conformación del velamen. «Con gavias y cangreja estará bien», piensa. Lee los reproches larvados de su plana mayor, los chispazos del descontento y la incertidumbre asomando en los ojos de Pinto, de Miranda, de Freire da Nóbrega. El lector enamorado de «Uruguai» ha olvidado su poema, repasa sus papeles, torna al catalejo, da un puntapié contra las tablas de la amurada, farfulla «goleta de gavias, marinando para perseguir, mala peste la trague». De Brito pregunta: «¿La Leona Oriental, de William Nutter?». Da Nóbrega separa su vista del catalejo, encara al capitán, contesta: «No lo quiera el diablo. De ser así, a prepararnos para un baile sonado. La tengo por la más temible, cuatrocientas toneladas, ciento treinta hombres, veinticuatro cañones. Si se nos cruza, podemos ir en procesión ante el reverendo Araújo, para que nos confiese».
Vuelve al catalejo, aprieta los labios, molesto por los relampagueos y los reflejos de un tibio sol que irrumpe, de tanto en tanto, a través de los nublados. Interrumpe la observación, consulta sus apuntes, dice con alivio: «No es Nutter, no tiene porte de cuatrocientas toneladas; menos, bastante menos».
El capitán lo conmina a no ceder en la observación hasta identificar aquella nave obstinada. Pasan los minutos sin que Freire da Nóbrega saque nada en limpio. El sol desaparece, las nubes se cierran, retumba un trueno, quebrándose en ecos amortiguados. «Tal vez los cañones del cielo liquiden este pleito», dice De Brito empuñando a su vez el catalejo. «No hay distancia todavía. Seor Luis, mantenga el rumbo.»
Años y años siguiendo aguas, reconociendo siluetas, distinguiendo barcos por detalles que escapan a sus hombres (así sean éstos tan aplicados y minuciosos como Freire da Nóbrega), por indicios imposibles de reproducir con palabras, pero que están grabados en las retinas de quien gastó sus pestañas en mirar la inmensidad de los mares: aquel modo de andar y de ganar distancia sin prisa, con ritmo inflexible, sin necesidad de largar todo el paño; aquella obra muerta casi a ras de agua; aquel mínimo cabeceo, como si se adhiriese a las olas sin perturbaciones; aquella elegancia de cuervo marino o de ave rapiñera; aquella aparente fragilidad que no infunde recelos —¿quién espera males de algo tan hermoso?— sólo pertenecen, entre las naves que ha conocido De Brito, a una sola, admirada y odiada al mismo tiempo.
«La Intrépida», informa con serenidad.
Observa fríamente los rostros de sus hombres. Pinto y Miranda, ceñudos, a punto de mandar a los artilleros cargar las piezas; Luis de Almeida, aguardando, la caja de rapé en la mano, y con reconcentrada furia, la voz que ordene, por fin, dar todo el trapo; Freire da Nóbrega, pensando, sin duda, que perdieron la oportunidad de acorralar a la Intrépida en la angostura del estrecho de Gibraltar, o ante la boca, con apoyo de españoles y berberiscos. Y la tripulación entera, oyendo con estupor a su capitán, diciendo flemáticamente, como si hubiese nacido en las Islas Británicas: «¿Combate? Más que difícil».
Silencio absoluto en la cubierta del Espíritu Santo. Estallan los truenos, brillan en arcos gigantescos los relámpagos, cierran su telón las nubes, y el océano parece reducirse a un breve espacio, de aguas tan oscuras como el cielo. Se santigua Araújo, y muchos lo imitan. «Combate más que difícil», ha dictaminado Basilio de Brito. ¿Por la tormenta en ciernes? ¿Porque el corsario ha desistido de enarbolar su pabellón tricolor?
La Intrépida, sin embargo, persigue. ¿Qué busca en esos comienzos de marzo de 1821? ¿Lleva enfermos a bordo? ¿Le faltan alimentos, agua? Repasa el capitán la posición: 30° latitud norte; 22° longitud oeste. Las costas están muy lejanas; el corsario pudo haber salido del estrecho sin avistar nunca al Espíritu Santo. A babor y a estribor tenía el mar abierto, ¿por qué persigue? ¿Por represalia, para cobrarse la destrucción de aquella otra goleta, que el propio De Brito creyó —o quiso creer— que era la Intrépida? Piensa en una embarcación resucitada, siguiéndole con empeño macabro de venganza, tripulada por espectros o endemoniados. Rechaza, enseguida, esos pensamientos, buenos sólo en las molleras supersticiosas de su marinería, rellenas de ignorancia o inexperiencia. Imagina a la goleta cargada con hombres comunes, cada cual con sus memorias, el alma puesta en la gente que los aguarda en tierra, para amarlos o aborrecerlos, perezosos o activos, rectos o fulleros, inquietos por la tormenta, sufriendo penurias, fiebres, ratas, piojos, como en cualquier triste barco de los tristes mares, y con ganas de no echar mano a las armas, como los individuos del Espíritu Santo, como él mismo, tal vez.
De Brito hilvana los rasgos dispersos del capitán enemigo, recogidos en tantos meses de infructuosa cacería, los recompone y los conjuga con lo que ahora está viendo. Desdeña consultar a sus hombres. Luis de Almeida diría: «Un ladrón empedernido»; Manuel Pinto: «Un codicioso, nuestro brick es presa tentadora para cualquier filibustero»; Freire da Nóbrega: «Así son los republicanos, unos aventureros sin ley»; el jesuita Araújo: «Un masón».
Pudiera ser. Pero ¿qué importa la palabrería a De Brito? «Ese hombre manda barco excelente», reflexiona, «yo, barco mediano. Sus maderas, flamante roble blanco de Maryland, combinado con roble rojo y teca estacionada; las mías, reforzadas, gruesas, con años. ¿De qué me sirve sopesar sus ideas, su fe, su codicia, sus excesos, su corazón aventurero? Mientras no me largue cañonazo de aviso y, puesta a la par su goleta con mi barco, no enarbole pabellón tricolor, seguiré creyendo que es —como yo— tan sólo un marino atravesando el océano. Un buen marino. Fogueado. Podría oler la sal de su pellejo. Diestro en huir o dar golpes cuando tiene todo a favor. ¿Combatir, habiendo caído Artigas?».
Para imponerse a sus hombres, y tenerlos al pie del cañón, sin que el temple disminuya ni la fibra se relaje, ordena preparativo de lucha y alerta general. Las nuevas viajan lentamente por los mares y cuando llegan a donde deben, ya son viejas. Tal vez el capitán Blackbourne ignore el desastre de los rebeldes. De ser así, la Intrépida atacará. Siempre que acierte a maniobrar con mayor soltura que el brick, bajo la lluvia que ya se descuelga y la tormenta amenazadora. En esas condiciones, falta probar quién sacará ventaja.
(John Blackbourne, a bordo de la Intrépida)
Levanta bandera de señales, comunica que lleva enfermos, necesita cirujano. Distingo, con el catalejo, el centro rectangular color sangre, la guarda fina plomiza, y la externa, renegrida, que corre por su lanilla. ¿Estará en sus cabales? ¿Quiere convencerme de que no es una treta? Su señal, sin embargo, tiene fuerza: varios de mis hombres creen que dice verdad, Clark entre ellos, como si hubiese olvidado sus experiencias con Bainbridge. «Nadie juega con esas cosas», observa ahuecando la voz y pasando detrás de mí, en dirección a la mesa de derrota. Sí, nadie, salvo ese portugués imprevisible. Adivinando el momento en que yo izaría el pabellón tricolor, se me ha adelantado mostrándome la grave señal: «Necesito cirujano». Podrá acusarme de bribón si desoigo ese reclamo en alta mar; y si lanzo cañonazo de aviso y lo detengo, quedaré obligado a su socorro y a abortar cualquier intención de apresamiento.
Ingenioso, lo admito. Ha de tener preparadas otras trampas, hábiles o burdas, ha vivido pensando en estorbarme, en confundirme, en no dejarme completar de una vez su retrato. Esperé bloqueo en la boca del estrecho y ataque en esa zona: ¿no era lo mejor? El brick tenía cerca los puertos portugueses, los auxilios españoles, el concurso de los berberiscos. Pero permitió mi salida, con más felicidad que en navegación de paseo, y aproando al este-sudeste, amagó alcanzar el Brasil, previendo que también yo operaría en aquel litoral. Y ahora procura arrastrarme hacia una celada que sólo él conoce. O el diablo.
Discuto con Kingsbury, un Kingsbury ardoroso, que me sorprende. No ha perdido su temple impasible, ni su calma gélida. Pero ansia dar toda la vela, caer contra el Espíritu Santo antes que la lluvia arrecie, cañonearlo con la pólvora seca todavía, abordar, apresar. Me felicito de haber callado mi propósito en cuanto vi libre la boca del estrecho: cruzar al Caribe, hacer rumbo a Juan Griego, cosechar allá el producto de esta empresa. Kingsbury estimaba de buen augurio haber salido al Atlántico sin tropiezos; y para no defraudarlo, calculando que aún era tiempo de añadir nuevas presas, dije que tomaríamos rumbo este-sudeste, en dirección, primero, a las islas de Cabo Verde, para presentarnos después ante Natal o Pernambuco. Me daba lo mismo una derrota que otra; y preferí tener contento a mi segundo, quien considera que la fortuna, al poner el brick delante de nuestra proa, nos hace espléndido regalo. No se ha cansado de repetir que el Espíritu Santo será presa mejor que el João VI. «La más provechosa», insiste, avistando al brick durante largos minutos, sin perder ninguna señal. Satisfecho, confiado, con esas ganas que brotan en la vida del hombre que es segundo a bordo y desea marcar su huella —y merecer un día el ascenso— pliega por último el catalejo, con energía, ofreciéndose a trasbordar en persona junto con el cirujano Hill, tres oficiales de presa y veinte hombres encabezados por Hoove. «Y cada cual cumplirá su obligación: Hill, asistiendo enfermos; Hoove y sus fusileros, apoderándose del brick; y la Intrépida, a distancia de abordaje, listos los garfios, con cincuenta muchachos cuchilla en mano, el pie en la borda, esperando la orden de cargar. Es nuestro, capitán.»