La cacería (11 page)

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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

Basilio de Brito toleraba las veleidades —o las rarezas— de su oficial y aprovechaba la utilidad que podía rendirle. Freire da Nóbrega llevaba una carpeta con los datos de los corsarios artiguistas. Tal vez no estuviese completa aún; tal vez no lo estaría nunca; pero ya figuraban algunos nombres, y sobre todo, las características de los barcos, sus tonelajes, armamentos, superficies vélicas. También los antecedentes, cómo y con quiénes se formaron aquellos individuos, «qué águilas sacaron de sus nidos a estos aguiluchos», según decía. La mano sosteniendo siempre su mentón, viendo cómo la goleta se pierde levantando junto a sus bandas breves copos de espuma provocados por los remos, Basilio de Brito rumia una lección aprendida entre reveses y confirmada, con minucia inquisidora y encono apostólico, por Freire da Nóbrega. Los capitanes corsarios no aparecieron porque sí, no brotaron por generación espontánea. Los apadrinaron lobos como Preble, metiendo en vereda a los tripolitanos y a los argelinos en el Mediterráneo; o como el bravo Isaac Hull derrotando con la «vieja costillas de hierro» —o fragata Constitución— a los comodoros ingleses; o como Stephen Decatur, contra ingleses, contra berberiscos, contra quien fuese, y sacando victoriosa la bandera de las barras y las estrellas, «en acciones que merecerían cantos épicos como el "Uruguai"», enfatizaba Freire da Nóbrega en la cámara, en presencia del capellán y de Luis de Almeida. Componía su chaqueta de rico paño, alisaba su cabellera espesa y renegrida, sobaba su barbilla, igualmente negra, lustrosa y cuidada, y se ponía a relatar hazañas de marinos norteamericanos, «desconocidos por nuestra pereza o nuestra pésima información, y así va el mundo, nosotros ignorándolos, y ellos creciendo a la sombra de esa ignorancia o del desdén con que las monarquías les vuelven, insensatamente, las espaldas».

Basilio de Brito achaca a la juventud ese entusiasmo; y cuantas veces oye perorar a Freire da Nóbrega, se abstiene de arrojar agua a su fuego. Ya vendrían tiempos en que el oficial asesor comprobase con amargura que las goletas de gavia, y los corsarios y toda esa gente salida de los puertos de una república con sólo cuatro décadas de vida, apuraban la ruina del imperio al cual servía; y que de poco valdría evocar los tres siglos de gloria abriendo rutas coloniales mientras esos republicanos recién venidos continuasen zafando con escaso viento, o con ninguno, para azotar mañana el comercio y extender por los mares una guerra acaudillada por un infame, oscuro, rebelde sudamericano en las comarcas del Plata.

Apoya ahora De Brito sus dos pies en las tablazones de proa. Ha quedado solo; es el atardecer de un día de agosto; la goleta, apenas una mancha muy pequeña por avante. Dios y los vientos dirán; De Brito, entretanto, seguirá el patrullaje. Cada cual con su deber. Freire da Nóbrega estará en la cámara redactando el parte que llevará la rúbrica del capitán del Espíritu Santo. O lo tendrá listo, ufanándose de haber escrito algo así: «Estaba el enemigo a la vista, lo perseguí y a las once horas estaba casi a tiro de bala; a las once y media se calmó toda la fuerza del viento; entonces el pirata sacó veinte remos y se fue alejando sin que se lo pudiese impedir, remó todo el día y a la noche lo perdí de vista; en este día infaliblemente hubiera sido apresado, si no fuera por el auxilio de los remos».

Y no habrá nada que añadir. Las autoridades sabrán qué ocurrió. Nadie pensará que la goleta pirata se convirtió, por magia, en trirreme romano o en galera veneciana. Se ayudó, desde las bordas, con grandes remos; pero también echó botes al agua, y otros remeros la remolcaron. No necesitó De Brito catalejo para darse cuenta; y no necesita añadidos para explicar que le estaba vedado hacer lo mismo. Su brick tiene casi el doble de tonelaje que la goleta y la mitad de su tripulación. Nada hubiera adelantado. La jugarreta de su enemigo estuvo amparada por la diferencia de los barcos. «Al mando de una golondrina de ésas», piensa, «no se me escapaba».

Durante la noche, sus pensamientos surcan otros veriles. Con una calma tan grande, no ha de ser raro que la memoria del capitán vaya y venga desde la cubierta del brick a Bahía, desde el puerto hasta la casa donde viven Amelia y María da Gloria, y que al salir la luna y espejarse en las aguas quietas, crea que tiene, allí delante, un reflejo de la eternidad, y que ha vivido en Bahía unos parcos segundos de dicha tan parecidos a los sueños. Fácilmente, sin dolor, el recuerdo de su mujer, de su hija y del regocijo en aquella casa, retroceden ante la majestad de la noche y la claridad del océano, alumbrado por la luna. Su barco avanzará cuando lo decidan los vientos; pero su imaginación laborea sin trabas y se entretiene en proyectar esa misma luz plateada bañando la goleta fugitiva. Una calma tan profunda ha de extenderse decenas de millas a la redonda, y no es probable que el corsario haya alcanzado el borde de las ráfagas. Moverán sus hombres los remos todavía, y seguirán los grumetes volcando agua de los cubos sobre las cabezas y los cuerpos semidesnudos, tensados los músculos por el permanente ejercicio. La luz rielará en las aguas, junto a los botes remolcadores y arrancará destellos de las robustas guindalezas, mojándose cada tanto; bañará la arboladura de la goleta, las velas tan tristemente desmayadas como las de su brick, la cubierta donde se alternan los remeros, los negros cañones, la prolongada línea del bauprés, la toldilla y la cámara, baja y con la puerta abierta para que entre alguna bocanada perdida, las escotillas levantadas, por las que salen, mezcladas, la claridad de los fanales del sollado y los miasmas del calor y del encierro, las cabezas descubiertas de los oficiales, la chaqueta entreabierta, azul —¿por qué tiene que ser azul?— del capitán, con botones dorados que refulgen un instante, de acuerdo con los movimientos de ese hombre, que estará pensando, como él, en su mujer, si la tiene, o en algún amorío perdido en las calles de Baltimore, donde habrá nacido, y hacia donde pondrá proa en cuanto se insinúe el viento. Si los cálculos de Freire da Nóbrega no fallan, esa goleta ha de haber hecho su cosecha, su agosto, diría el oficial de haber sido portugués y no hijo de una colonia al sur del Ecuador. Rica cosecha, por desgracia, no menos de catorce presas identificadas, más las que restan por identificar, ventas sustanciosas ante tribunales neutrales o partidarios de los insurgentes, lindos robos, linda guerra, «desgracias y no guerras» afirma Freire da Nóbrega, «por no tener la corona flota en condiciones». Pero ¿qué ha creído? Marinos con fojas dilatadas y limpias como Basilio de Brito, sin barcos capaces de igualar a los clippers de Baltimore, y obligados a frenar depredaciones: ¿cabe destino más agobiante? ¿Habría de aconsejarle ese joven oficial, todo lujo y conocimientos, y chaqueta bien cortada y barbilla lustrosa, que sería magnífico apresar una goleta de gavias botadas en los muelles de Fells Point, de Baltimore, poner grillos a su dotación, de capitán a marmitón de cocina, y tripularla con gente portuguesa para salir en crucero punitivo, en contracorso, como si dijésemos? ¿Quién le ponía cascabel al gato, cuando el cascabel daba lástima y el gato tenía adiestradas las uñas, y alertas el olfato y el oído, y sus ojos veían mejor que nunca en la noche?

Procura De Brito calcular qué distancia habrá entre la goleta corsaria y el Espíritu Santo. Enseguida se arrepiente: no valen cálculos, el brick está solo y clavado en el océano. De la goleta, mejor olvidarse. Le repugna abatirse y quedar con el alma lánguida y sin vida, como el velamen del brick. Recorre sin premura la cubierta, de popa a proa, vigila que cada hombre permanezca firme en su puesto, cambia breves frases con Miranda, de guardia en la toldilla. Y se mete en la cámara para tirarse en la litera. Dará descanso al cuerpo, un descanso menoscabado por el sofoco y el calor, y dejará que su cabeza revise planes, baraje rutas posibles, examine singladuras provechosas. De las muchas palabras brotadas de la lengua suelta de Freire da Nóbrega emerge, entre vuelta y vuelta en la caldeada litera, una sugerencia de semblante tranquilizador, sin aristas chocantes ni razones descabelladas. Desplazarse al noreste, arrimarse a las costas africanas, surcar entre la tierra firme y las islas de Cabo Verde, rebasar el estrecho de Gibraltar, patrullar el litoral portugués. Hacia esa zona se vuelcan ahora los cruceros corsarios, cada semana más osados, cada semana más codiciosos, cada semana más cebados y, por tanto, confiados, juzgándose impunes, atacando delante de los puertos lusitanos, sin cuidarse de las baterías de tierra, o despreciándolas, y haciendo estragos en el tráfico marítimo. El gato, con cascabeles o sin ellos, ¿dónde se agazapa para meter uña a sus presas? Delante de la cueva del ratón, por donde entra y sale la prole. Los barcos de bandera portuguesa son esa prole, y aun los españoles. Restan sólo cuatro meses del año 20 y los insurgentes sudamericanos han elegido las costas de las metrópolis para golpear en su arranque los viajes con destino a las colonias. No faltan fundamentos a Freire da Nóbrega: en aquellas latitudes abundarán depredadores; y aunque nadie con dos dedos de frente, espere del Espíritu Santo una campaña exterminadora, es sensato prever apresamientos. ¿Cuántos? No caben ambiciones desmedidas, «no hemos perdido el seso», ha sentenciado el oficial Da Nóbrega. Uno, dos, o quizás, si el cielo ayuda, alguno más. Y cumplida de ese modo la misión, proa otra vez al Brasil, con arribada a Bahía, merecida licencia, meses alegres en compañía de su mujer y de su hija, contándoles hasta hartarlas las peripecias de la expedición. Lleva provistas las bodegas; las aguas de las pipas están sanas todavía; los alimentos, también. En las islas de Cabo Verde repondrá lo que sea necesario, si los contratiempos apremian. Y aún Lisboa, Albufeira o Tavira brindarán abrigo y permitirán renovar la tripulación, que se desgasta muchas veces con más rapidez que los bastimentos. Mañana reunirá a su segundo, a los oficiales y al capellán para consultarlos. Y sean cuales fueren las opiniones, prevalecerá al fin la suya y cederá a Freire da Nóbrega el fatigoso privilegio de terminar de convencer a los testarudos o de abrir con explicaciones los cerebros cerrados. Ahora sólo desea, para cesar en sus vueltas sobre la litera, dos cosas: un poco de sueño, o unas pocas ráfagas.

«Que siga este viento, una bendición desde hace una semana. Quince días más y alcanzaremos Cabo Verde; y con suerte, África y Gibraltar. Navegación buena, café bueno, barco no del todo malo: ¿qué otra cosa pedir?»

Freire da Nóbrega reflexiona paseando por cubierta, mientras su capitán da vueltas en la litera. El oficial ha concluido su descanso y comienza su turno. Ha dormido poco y mal; o no ha dormido, según suele ocurrirle. El segundo y el capellán, perturbados, ven al joven marino en desvelo, en tenaces paseos y ensimismamientos. En más de una ocasión ha juntado dos turnos, salteándose el descanso, recitando a media voz estancias de «Uruguai», hundiendo la cabeza entre los hombros.

Las noches son buenas amigas; y bajo las estrellas, cuando en el brick sólo trabajan los hombres de guardia, revive cuanto ha explicado al capitán y rumia cuanto quisiera decirle. Temiendo llover sobre mojado, no ha insistido con algunas cosas que pesan en su ánimo. Por ejemplo, la complicidad del embajador de Estados Unidos en Buenos Aires, un tal Thomas Halsey, y los corsarios. «Ese Halsey, señor capitán, se ríe de todo el mundo, de los bonaerenses, de la corte de Río de Janeiro, del Congreso y del presidente de su propio país. Y aunque Artigas ya no tenga puertos, ese embajador, en contacto directo con el rebelde, recoge las patentes en blanco, las envía a Baltimore —donde el corso es industria— y así estamos, con los mares infestados por la plaga.»

Pero De Brito ha de saberlo. ¿Para qué filar la escota de ese párrafo? Lo habría escuchado bebiendo café, poniendo cara estólida, tamborileando con los dedos sobre la mesa, en la quietud de la cámara. Tiene presente Da Nóbrega el momento en que habló de las reglas del corso. Al principio De Brito mostró interés. ¿O lo fingió? Se resiste a atribuir al capitán una cortesía taimada. ¿Acaso no quedó satisfecho cuando le leyó la copia del reglamento, obtenida con sudores y trabajos de romano, tras recorrer capitanías, sedes diplomáticas, oficinas portuarias? «Se ha manejado con eficacia de hombre de ciencia y con poderes como para abrir muchas puertas», aprobó De Brito. Y Freire da Nóbrega no logró olfatear, en esas palabras, si había sorna, o no. Una tarde le hizo releer el artículo primero. El texto lo impresionaba, aunque simulase lo contrario. Freire da Nóbrega obedecía: «El comandante y oficiales y demás subalternos del predicho corsario quedan bajo la protección de las leyes del Estado, y gozarán, aunque sean extranjeros, de los privilegios e inmunidades de cualquier ciudadano americano, mientras permanecieron en servicio del Estado».

«¿Ciudadanos americanos?», comentaba el capitán. «¿A quiénes nombrar así? ¿Usted mismo, habiendo nacido en América, no es súbdito de la corona portuguesa? Pase adelante».

Freire da Nóbrega se aclaraba la garganta, paladeaba un sorbo de café, subrayaba con el índice y leía, resumiendo, qué porcentajes se llevaba el gobierno oriental con cada presa; qué bandera estaban obligados a enarbolar los corsarios; cómo era declarado buena presa todo buque con bandera portuguesa, para venderlos o enajenarlos en justa represalia; con qué cuidados recomendaba, en los artículos 14, 15 y 18, guardar la mayor consideración posible con los prisioneros de guerra, mantener el mejor orden en la visita de los buques y reconocimiento de las presas, y atenerse a la más puntual observancia de las leyes penales según el derecho y costumbre de las naciones civilizadas.

Observaba De Brito que ese reglamento, de carácter general, no hacía corsario a nadie. Asentía Freire da Nóbrega, diciendo que se necesitaban las letras patentes, en juego de tres documentos, que todo patrón corsario debe llevar. Levantando un puño cerrado, iba desplegando un dedo por cada letra patente que señalaba. «La primera corresponde a la carta de navegación», advertía, «y establece la bandera o nacionalidad del barco. La segunda es patente de corso propiamente dicha. Autoriza al capitán a guerrear contra el enemigo del estado contratante. La tercera, la patente de oficial de presa, tiene mucha importancia. ¿Abandonarían los comandantes su barco para guiar a puerto amigo o neutral cada presa? Es fácil comprenderlo, no sería practicable. Lo hacen en su nombre los oficiales, munidos de esa tercera letra».

«Una sola que falle, y se invalida la empresa. ¿Es eso lo que está tratando de decirme?», preguntaba De Brito, sirviendo café y derramándolo, ya por las arfadas del brick, ya porque arriase su paciencia episcopal. «En la corte, tanto da este reglamento, y las letras patentes les servirían de servilletas. Se trata de no reconocer que los rebeldes forman estado beligerante, ¿queda claro? Pero aquí, en el mar, no podemos esconder la cabeza, ni taparnos los ojos. Aquí está la realidad, quiero decir, los barcos corsarios, que se nos vienen encima, les reconozcamos beligerancia o no. Escuche, Da Nóbrega, si me apresan, se me dará un comino el papeleo. Me tendrán del pescuezo, y no podré patalear. Si los apreso, podrán mostrar los papeles que quieran. Les diré: guárdenlos donde no les dé el sol, y a la cala, con cepos.»

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