Durante unos minutos, conserva en su memoria los rostros de los cuatro pasajeros de la sumaca, que miraban el brick con cara de querer refugiarse en él; eran los rostros de cuatro individuos, «caballeros, sin duda», vestidos de levita y luciendo camisas blancas, con puños de encaje. Estaban ajadas esas ropas, se veía claramente, a pesar de la altura del brick. Pero respondían al lustre de que había hablado el patrón. ¿Terratenientes? ¿Comerciantes en cuero y grasa, enriquecidos por años de fructíferos negocios? No eran jóvenes; llevarían todos sobre sus espaldas, bien cumplida, la cincuentena. No les oyó una palabra; podrían ser platenses o riograndenses. Por un instante les desea algún apresamiento, un susto, un sofocón, para que, llegados a tierra, gritasen a los cuatro vientos que Portugal necesitaba con urgencia flota de guerra, equipada sin tacañerías, y con dotaciones que respondiesen al deber sin tener que enseñárselo a latigazos. Se quita el tricornio, lo pone bajo el brazo y se frota la frente, para espantar pensamientos que a nada conducen. Habrá de ceñirse a la realidad, como su brick se ciñe a una ráfaga muy viva soplando por la amura de babor; y tendrá que responder a lo que venga valiéndose únicamente del barco cuya responsabilidad asumió y de los hombres a quienes logró congregar bajo sus órdenes.
Vuelto a la cámara, comenta con Luis de Almeida el encuentro con la Princesa. Beben café, comen queso alternándolo con bizcochos; transcurren las primeras horas de la tarde; el sol ha castigado desde la mañana, pero el viento refrigera la cubierta y hay que mantener cerrada la puerta para que las rachas no importunen. Se oyen, acompasados, los campanazos indicando los turnos; de tanto en tanto, la voz del piloto comunicando el rumbo al timonel, y las respuestas de éste, firmes sus manos en las cabillas, ratificando los datos suministrados. De pronto quiebran la rutina los vigías. «¡Vela a la vista!» Sale presuroso de la cámara el capitán; detrás de él, su segundo, masticando aún un terco bizcocho. José Miranda, comunicándose a grito limpio con los vigías de las cofas, observa a través del catalejo, moviéndose en forma semicircular, y apoyándose en la amurada. Cuando se le juntan el capitán y Luis de Almeida, pasa al primero el catalejo, diciendo: «Para mí, es goleta. De las de gavia».
Dura un buen rato la observación del capitán. Tiene razón Miranda, ningún barco lleva sus dos mástiles tan inclinados hacia popa como esa clase de goletas de las que ha recibido informes sumarios. Se demora a propósito, para refrenar su impaciencia, para asegurarse, para detenerse en un velamen cuya superficie duplica, por lo menos, la de su brick. «Si me gana el viento», piensa, «no sé cómo cazarla». En razón de la distancia, aún no ha divisado el casco, que parece deslizarse por debajo de las aguas; tampoco el pabellón que iza, si es que luce alguno. Pero ¿qué dudas pueden caber? Cede el catalejo a Luis de Almeida; y los restos del bizcocho, atorando la garganta de su segundo, confirman sin necesidad de palabra su convicción. Hecho el examen, De Almeida devuelve el catalejo y pregunta: «¿Zafarrancho de combate?».
Aún no es tiempo. Sometería a sus hombres a horas y horas de tensión, con los nervios de punta; y cuando el negocio ardiese, sólo contaría con una tripulación de impacientes, de indóciles y desaforados. Orden tan pesada, sólo en el momento exacto. Y todavía falta. Apenas pisa los bordes del hormiguero corsario. Expandirá, sin embargo, la voz de alerta por todos los rincones del brick; y él, en la toldilla, de día o de noche, con calma o lluvia, vigilaría formando en su cabeza, cubierta por el tricornio sujeto con un barbijo, el modo de echar veneno y aceite hirviendo en el hormiguero que emerge ante su proa.
El bote enviado a examinar los restos del barco cañoneado ha vuelto con muy pocos datos. Bergantín, quizás portugués, aunque no se hallaron maderas con su nombre, ni otros rastros aprovechables, excepto una barrica con dulce de guayaba, intacto y oloroso, que ha satisfecho a Bob. Un mercante, sin duda. Tampoco se hallaron restos de sobrevivientes; el teniente Kingsbury se niega a admitir que hayan servido todos de alimento a los tiburones. Piensa en una captura en regla, con trasbordo de la tripulación entera al captor, o a un tercer barco en merodeos. El oficial Lewis Clayton atribuye el apresamiento a Pierre Doutant, con la goleta María, o la Congreso, porque ese astuto francés —son palabras de Clayton— «cruza un día con una nave, y al siguiente, con otra». No tiene base sólida para adjudicar la presa, y se confía a su olfato, «que pocas veces falla», expresó. Pero Sam Erwood, primer oficial de presas, quien comandó el bote, me presentó, entre titubeos y conjeturas, un parecer divergente. «Vi de cerca algunos restos», me ha dicho, «los de siempre, tablones de la amurada, vergas partidas, lonas con algunas cribas. Creo que el hundimiento se hizo tras forzar a los tripulantes al abandono del bergantín. Luego, andanadas a quemarropa, aseguraron la destrucción, para no dejar un casco al garete, con peligros para los navegantes. Es mi sospecha, señor capitán, y si un día la confirmamos, tal vez sepamos que John Danels, al mando de la Irresistible, operó en estas latitudes. Lo sabe usted tanto como yo: Danels detesta los estorbos en las rutas marítimas. Si hay que hundir, ¡adelante! No le tiembla la mano».
La presa no conquistada por mí, y la sumaca que logró escapar hace tres días, me han fastidiado. Empieza a no gustarme la zona, demasiado abierta, con todo el Atlántico extendiéndose hacia el este, sin avistar la costa, sin referencias concretas sobre las cuales articular una cacería en la que no intervenga el azar. Tengo goleta tan buena como las de Doutant o Danels, aunque tal vez carezco de igual suerte. De no ser por el testimonio del bergantín destrozado, cuyos restos a flor de agua humeaban aún, yo me habría creído solo de toda soledad, sin colegas, sin patrullajes enemigos, y con pasajes esporádicos de barcos mercantes portugueses que auguraron operativos rendidores. Me repugna la casualidad en esta empresa; hago la guerra, no me libro al acaso. Y la guerra exige maniobras calculadas en beneficio del éxito como único objetivo.
Me pongo al habla con Clark y con Dan Armstrong, primer timonel. Alteraremos el rumbo; y en lugar de patrullar de norte a sur (y viceversa) pondré proa al oeste, directamente a tierra. Y cuando la tenga a simple vista, fondearé a un par de millas de la línea de la costa. Por allí surcarán sumacas y lanchas caboteadoras, bien cargadas, haciendo transportes entre Río de Janeiro, Desterro, Iguapé. Y serán presas fáciles, compensatorias, que alegrarán a la tripulación y, por supuesto, a mí. «Podemos cabotear también», me avisa Clark, «la plataforma cae enseguida, hasta cincuenta pies de profundidad, o cuarenta; y donde ni fragatas ni bergantines se atreven, singlaríamos impunemente».
Jonathan Hoove, presente en la charla, se rasca una oreja, se quita la gorra de lana, ríe sin disimulo, mostrando sus encías despobladas. Es su manera oblicua de revelarme disconformidad. Elige al bueno de Clark como blanco de su crítica, para no enfrentarme abiertamente, y se larga a farfullar, señalando con la cabeza hacia proa y hacia popa, como si quisiese abarcar todo el litoral brasileño. «¡Rayos!», exclama colocándose la gorra de lana en forma ladeada, «¿de qué fragatas habla nuestro piloto? ¿Sueña todavía con la guerra ante el inglés? ¿Qué fragatas o qué cuernos tiene Portugal? Y si las tiene, ¿cuántos cañones pueden cargar en sus armatostes carcomidos? Señor capitán, ya lleve usted a la Intrépida pegada a la costa, ya la haga bailar en mitad del océano, le aseguro que no encontraremos más naves de guerra enemigas que alguna polacra desorientada, dando bordadas porque sí, sin saber. Estoy que me salgo de la vaina por plantarles cara; y mi opinión, si de algo vale, es que a vista de costa sólo daremos con chalupas transportando dos docenas de cocos, que servirán para jugar a los bolos en los días de calma. ¡Mal rayo queme los huesos de mi abuela!».
Dispongo de muchos caminos para hacer callar, pero me abstengo. Por un lado, me divierte, y divierte a casi todos, excepto a Clark; por otro, me guardaría bien de ensombrecer la autoridad de un contramaestre como Hoove, en plena cubierta, ante la atención de los hombres, en razón de tan poca cosa. Considero provechoso su empuje guerrero y aun lo fomento llevándole el apunte. Los subalternos se contagian, enardeciéndose; y cuando notan que apuntalo la fibra de Hoove, lanzan hurras, aplauden, y se ponen de ánimo inmejorable para el trabajo.
Fijado el nuevo rumbo, consumado el viraje, retorno a la cámara. Ante la puerta, Ben Gage, maestro carpintero, me aguarda. Honda arruga pliega su frente; y por el bolsillo de su chaqueta asoma su manoseada Biblia, signos claros, para mí, de que el hombre está preocupado. Lo hago pasar, intento cerrar la puerta, me ataja diciendo: «Todos pueden oír, o deben». Singular personaje este cuarentón, neoyorquino, hijo de puritanos, lector asiduo de una Biblia tan viajada como él, enemigo jurado de papistas y fanáticos, temeroso del Jehová de su Viejo Testamento y, a su modo, religiosamente supersticioso. «Patrick Donagall, mi ayudante», comienza expresando; y yo imagino una reyerta entre el joven irlandés y el puritano, en la que éste, con soberbia humildad, por decirlo así, ha pontificado acerca de la ruina inminente del pontificado romano.
Estoy muy lejos de la verdad. Ben Gage, tras pedir disculpas y jurar que habla con el mayor de los respetos, agrega que, mientras gozábamos del aire libre en cubierta, su ayudante Patrick Donagall ha pasado sus cuatro horas de descanso recorriendo las bodegas, soportando la penumbra y la fetidez, revisando las junturas, anotando en su memoria, «que es excelente», enfatiza Ben, «en qué puntos debe trabajar el calafate, y examinando los apoyos de las espigas del mayor y del mesana en sus respectivas carlingas. Y ha descubierto que la espiga del mesana se ha aflojado, que tiene mucho juego y que el primer vendaval nos hará desarbolar en cuestión de minutos. «Me fui hasta allá abajo», prosigue Ben Gage, «y comprobé con enorme disgusto que Donagall está en lo cierto».
No tengo alternativa y ordeno la reparación inmediata. Pero Ben Gage no se retira, sobando maquinalmente la Biblia. «¿Qué ocurre, señor carpintero?», le pregunto. «Que estas reparaciones no se hacen con mucho mar, o si se hacen, no hay garantías.» «Comprendo», contesto secamente. «Diga usted al teniente Kingsbury que se apersone enseguida.»
Pocas palabras nos bastan para lograr un acuerdo rápido: hacer fuerza de vela, en dirección a la costa, y fondear en aguas mansas, al socaire de algún islote, o en ensenadas con abrigo. Lo que al principio fue plan estratégico se me convierte en necesidad premiosa. Kingsbury sugiere estímulos para el carpintero Donagall; y reunidos con Clayton y los oficiales de presa Erwood, Hutchison, Gray y Adler, más el contramaestre Hoove y Jonathan Learthy, expongo crudamente el riesgo que corremos, y el motivo de nuestra maniobra en demanda de aguas serenas y protección de vientos. Kingsbury insiste en que el irlandés debería disfrutar desde ya de especial recompensa; pero yo aconsejo postergarla hasta que la reparación se haya consumado. Tras retirarse todos, quedo pensando en el muchacho irlandés, en su contracción al trabajo, y en el sacrificio de su turno de descanso para bien de lo que vale tanto como nuestras vidas: la goleta. Me digo con franqueza que no hubiese esperado tanto de Patrick Donagall; y me digo también qué difícil es conocer a los hombres en este oficio, o en cualquier otro. He forjado de él una imagen precaria, sujeta a rectificaciones, con posibilidades grandes de juzgar equivocadamente. He revisado cuanto anoté en el interrogatorio; y resulta escaso hasta el escándalo. ¿Cómo vivió durante esos once años, descontada su cruenta intervención en el Nancy de Richard Leech? ¿De qué modo pesó en su conciencia la deserción? ¿Con qué entraña se sumó a mi rol abandonando una tierra en la que por fuerza debió ligarse con amigos, o con alguna mujer? Pero ¿hasta qué punto tengo derecho a escarbar, y a conducir el interrogatorio más allá de los límites que trazan, para cada hombre de que soy responsable, sus funciones en mi barco?
No me satisfacen estos pensamientos. Desde el arranque adiviné que el irlandés no está tallado con la misma madera que los demás marineros, y que bien pudiera alternar con mis oficiales más cercanos, a quienes conozco hace tiempo, y que no han llegado a esta cubierta a la fuerza, ni engañados por un vivir aventurero que cobra severos tributos en dolores y en sangre. A bordo de la Intrépida, Donagall es el único que vio la lucha contra el invasor portugués; y no sería difícil que haya conocido a Artigas, o a sus capitanes, sin excluir a su compatriota Campbell. Dejaré transcurrir las horas; esperaré a que la reparación se realice; lo traeré hasta aquí, y en la privacidad de la cámara, plantearé un interrogatorio en otros términos, preguntándole, por ejemplo...
Gritos, corridas por cubierta, voces de alerta desde las cofas, donde los vigías anuncian que se nos acerca, en línea perpendicular a nuestro través de estribor, un barco de guerra. «Tenemos vecinos», me dice Kingsbury pasándome el catalejo. «En el peor momento», respondo devolviéndoselo, «y de la peor calaña».
«¡Señor Learthy!, cuando digo todo el trapo, quiero significar eso: todo. ¿Me entiende? Largue la cangreja, y la escandalosa. Sólo con velacho, gavia y foque, maniobraremos mal y tendremos encima, con peligro de abordaje, a ese maldito brick.»
«El mesana, señor capitán, podemos perderlo», se excusa Jack Learthy, indeciso y trémulo. «Y usted y todos nosotros, perderemos la cabeza si no obedece mis órdenes.»
Learthy obliga a sus veleros a soltar las velas a pesar de la inseguridad del mesana. No me queda otro remedio si pretendo huir de un barco cuyas características ya no admiten dudas. Es brick portugués, de mejor andar que el que pudimos suponer Hoove y yo mismo. Se acerca presentando su proa, sin haber disparado aún cañonazo alguno, de aviso o de intimidación. Imposible, con ese ángulo, contar sus piezas. Pero de permitir yo un combate, poco importaría el número de bocas de fuego: la goleta no podría responder. Las trepidaciones de los disparos terminarían de aflojar al mesana, y el mástil, zafando de su carlinga, caería provocando un desastre en cubierta y dejándome en manos del capitán portugués, quien haría con la Intrépida, con mis hombres y conmigo, un sangriento picadillo. Grito hasta enronquecer, para que nadie dispare ninguna pieza, ni apriete el gatillo de la más chica de las pistolas; Kingsbury y Clayton corren por cubierta poniendo a los fusileros en febril braceo de vergas; y Jonathan Hoove, suspendiendo sus ímpetus, vigila a Learthy para que no quede una pulgada de vela por desplegar.