La canción de Troya (59 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

—Llévatelo lejos de las líneas de combate, Áyax —le dijo—. Yo me aseguraré de que ellos no se abren paso.

De modo instintivo puso en la mano de Áyax a Viejo Pelión y lo empujó para incitarlo a la marcha. Yo siempre había abrigado mis reservas acerca de Ulises, pero era un rey. Espada en mano, giró en redondo y se plantó con firmeza en el suelo donde aún bullía la sangre de Aquiles. Hicimos frente al ataque de los troyanos y lo repelimos, Eneas reía como un chacal al ver a Áyax abriéndose camino hacia la retaguardia. Miré a Ulises.

—Áyax es fuerte, pero no lo bastante para llegar muy lejos cargado con Aquiles. Deja que lo alcance y lo trasladaré yo.

Ulises asintió.

De modo que hice girar al tronco de caballos en pos de Áyax, que había surgido de la retaguardia de nuestras líneas y avanzaba con pasos cansinos hacia la playa. En ese momento, cuando yo aún me encontraba demasiado lejos para ayudarlo, pasó veloz un carro por mi lado cuyo auriga se proponía cortarle el paso. En él viajaba uno de los hijos de Príamo, lucía en su coraza la insignia cárdena de la casa de Dárdano. Traté de infundir nuevos bríos a mis caballos y advertí a gritos a Áyax, que no pareció oírme.

El príncipe troyano se apeó del vehículo, espada en mano y sonriente; lo que indicaba que no conocía a Áyax, quien avanzaba sin desfallecer. Levantó aún más a Aquiles en sus brazos y lanzó a Viejo Pelión al troyano, el arma que instintivamente le había colocado Ulises en la mano.

—¡Coloca a Aquiles en el carro! —le dije al llegar a su altura.

—Lo llevaré a su casa.

—Está demasiado lejos, vas a matarte.

—¡Lo llevaré yo!

—Entonces quitémosle por lo menos la armadura y ponla en el carro —le dije desesperado—. Será más conveniente.

—Y yo sentiré su cuerpo y no su envoltura. Sí, podemos hacerlo.

En el instante en que Aquiles estuvo liberado de aquel peso abrumador, Áyax siguió su camino abrazándolo, besando su destrozado rostro, hablándole y acariciándolo.

El ejército nos seguía lentamente por la llanura; mantuve la marcha de mi carro detrás de Áyax, que avanzaba esforzadamente con sus grandes piernas como si pudiera caminar cien leguas sosteniendo a Aquiles.

El dios, que había contenido su pena bastante tiempo, la desató sobre nuestras cabezas y toda la bóveda celeste estalló en blancos e ígneos relámpagos. Los caballos se detuvieron estremecidos, atenazados por el temor; incluso Áyax se detuvo, inmovilizado, mientras restallaban y resonaban los truenos y los relámpagos formaban un fantástico encaje en las nubes. La lluvia comenzó a caer por fin en enormes y pesadas gotas, escasas y duras, como si el dios estuviera demasiado conmovido para llorar relajadamente. El ritmo de la lluvia aumentó y nos debatimos en un mar de barro. El ejército llegó a nuestra altura, abandonado el conflicto ante el poder del Tonante, y juntos transportamos a Aquiles por el pasillo superior del Escamandro; Áyax al frente, seguido del rey. Entre la cortina de lluvia lo tendimos en unas andas mientras el Padre lavaba su sangre con lágrimas celestiales.

Acompañados de Ulises fuimos a la casa, al encuentro de Briseida. La mujer se encontraba en la puerta, al parecer esperándonos.

—Aquiles ha muerto —le anunció Ulises.

—¿Dónde se encuentra? —preguntó ella con voz firme.

—Ante la casa de Agamenón —repuso Ulises entre sollozos.

Briseida le acarició el brazo con una sonrisa.

—No debes apenarte, Ulises. Será inmortal. Habían levantado un dosel sobre las andas para protegerlo de la lluvia; Briseida se asomó bajo el borde para contemplar la ruina de aquel hombre magnífico, con los cabellos enmarañados por la sangre y el agua y el rostro agotado y sereno. Me pregunté si veía lo mismo que yo: que su boca sin labios se veía correcta, como nunca fue en vida. A causa de ello su rostro era la quintaesencia del guerrero.

Pero ella no dijo lo que pensaba, ni entonces ni nunca. Con absoluta ternura se inclinó sobre él y le besó los párpados, le cogió las manos y se las cruzó sobre el pecho, y ordenó y alisó el protector acolchado hasta que lo consideró conforme a su sentido de la perfección.

Estaba muerto. Aquiles había muerto. ¿Cómo podríamos resistirlo?

Lo lloramos durante siete días. En la última tarde, cuando el sol se ponía, tendimos su cuerpo en el áureo carro funerario y lo transportamos sobre el Escamandro hasta la tumba de la roca. Briseida nos acompañaba porque nadie había tenido ánimos para disuadirla; avanzaba al final de la larga comitiva con las manos cruzadas y la cabeza inclinada. Áyax, que era el principal doliente, sostenía la cabeza de Aquiles en su mano mientras lo transportaban a la cámara. Vestía de oro, pero no lucía la armadura dorada que Agamenón había tomado bajo su custodia.

Cuando los sacerdotes hubieron murmurado las palabras, adaptado la máscara de oro a su rostro y vertido las libaciones, desfilamos lentamente de la tumba que compartía con Patroclo, Pentesilea y los doce jóvenes nobles troyanos. Lo más singular de todos aquellos múltiples acontecimientos y portentos extraños era la atmósfera que reinaba dentro de la tumba, un ambiente dulce, puro e inefable. La sangre de los doce jóvenes que se encontraba en el cáliz dorado aún seguía en estado líquido con un rico color carmesí.

Regresé para asegurarme de que Briseida nos seguía y descubrí que se había arrodillado junto al carro funerario. Aunque no confiaba en convencerla, corrí al interior acompañado de Néstor. Enmudecimos al verla depositar el cuchillo en el suelo con sus últimas fuerzas y desplomarse en tierra. ¡Sí, era lo adecuado! ¿Cómo podría ninguno de nosotros enfrentarse a la luz del día sin que existiera Aquiles? Me incliné a recoger el arma, pero Néstor me detuvo.

—¡Vamonos, Automedonte! ¡Aquí no quieren a nadie más!

A la mañana siguiente se celebró el festín funerario, pero no hubieron juegos.

—Dudo que nadie tenga ánimos para competir —explicó Agamenón—, pero no es ésa la razón sino el hecho de que Aquiles no quería ser enterrado con la armadura que su madre, ¡una diosa!, encargó a la fragua de Hefesto. Deseaba que fuera concedida como premio al mejor hombre que quedara vivo ante Troya en lugar de convertirse en trofeo de los juegos funerarios.

No dudé de él exactamente, aunque Aquiles no me había mencionado tal cosa.

—¿Cómo podrías decidir algo así, señor? ¿Por los logros de las armas? A veces no son distintivo de auténtica grandeza.

—Precisamente por esa razón pienso convertirlo en una contienda verbal —repuso el gran soberano—. Quienquiera que se crea el mejor hombre vivo ante Troya que se adelante y me explique la razón.

Sólo avanzaron dos aspirantes: Áyax y Ulises. ¡Qué extraño! Representaban dos polos de grandeza: el guerrero y el… ¿cómo calificar al hombre que trabajaba con la mente?

—Sí, muy adecuado —opinó Agamenón—. Tú trajiste su cuerpo, Áyax, y tú, Ulises, hiciste posible tal cosa. Áyax, habla primero y dime por qué crees merecer la armadura.

Todos los presentes nos hallábamos sentados a ambos lados de Agamenón. Yo estaba con el rey Néstor y los demás porque ahora capitaneaba a los mirmidones. No había nadie más presente.

Áyax estaba tan agitado que había enmudecido. Allí se encontraba el hombre más grande que había visto sin saber qué decir. Tampoco tenía buen aspecto, algo no estaba bien en la parte derecha de su cuerpo, desde el rostro hasta la pierna. Al avanzar la había arrastrado, y tampoco movía el brazo derecho con naturalidad. Pensé que sería un pequeño ataque de apoplejía. Transportar desde tan lejos a su primo habría forzado su parte más débil: la mente. Y cuando por fin habló, lo hizo deteniéndose penosamente para encontrar las palabras.

—¡Gran soberano imperial, compañeros reyes y príncipes!… Soy primo hermano de Aquiles. Peleo, su padre, y Telamón, el mío, eran hermanos. Y el padre de ambos, Eaco, hijo de Zeus. Pertenecemos a un gran linaje. Nuestro nombre es importante. Reclamo la armadura para mí porque llevo ese nombre, porque procedo de ese linaje. No puedo permitir que se le conceda a un hombre que es el bastardo de un vulgar ladrón.

La hilera de veinte hombres se agitó y todos fruncieron el entrecejo. ¿Qué hacía Áyax? ¿Calumniar a Ulises? Ulises no protestó, miraba al suelo como si fuera sordo.

—Como Aquiles, vine a Troya voluntariamente. No nos obligaba juramento alguno a ninguno de ambos. No tuve que ser desenmascarado por fingir locura como ocurrió con Ulises. Sólo dos hombres en esta gran multitud se enfrentaron a Héctor frente a frente: Aquiles y yo. No necesité a ningún Diomedes para que hiciera el trabajo sucio por mí. ¿De qué le serviría la armadura a Ulises? Con su débil mano izquierda no podría arrojar a Viejo Pelión. Su pelirroja cabeza se hundiría bajo el peso de ese casco. Si dudáis de mi derecho a la propiedad de mi primo, arrojadla en medio de una jauría de troyanos y ved cuál de los dos la recupera.

Fue cojeando hasta su silla y se dejó caer pesadamente en ella.

Agamenón parecía incómodo, pero era evidente que la mayoría de nosotros estábamos de acuerdo con lo que Áyax había dicho. Observé a Ulises desconcertado. ¿Por qué reivindicaría él la armadura?

El hombre se adelantó y se plantó tranquilamente con los pies separados y los pelirrojos cabellos brillando bajo la luz. Pelirrojo y zurdo. A ciencia cierta que allí no había sangre divina.

—Es cierto que traté de librarme de venir a Troya —dijo Ulises—. Sabía cuánto duraría esta guerra. De no mediar el juramento, ¿cuántos de vosotros os hubierais alistado en esta expedición si hubierais imaginado el tiempo que estaríais ausentes?

»En cuanto a Aquiles, soy la única razón por la que él vino a Troya… Nadie más que yo comprendió claramente la estratagema urdida para mantenerlo en Esciro. Áyax estaba allí, pero no la vio; preguntadle a Néstor y lo confirmará.

«Respecto a mis antepasados, ignoro las infames insinuaciones de Áyax. También yo soy biznieto del poderoso Zeus.

»Y por lo que se refiere a valor físico, ¿ha dudado alguno de vosotros del mío? No tengo mejor cuerpo que nadie para respaldar mi valor, pero me comporto cumplidamente en las batallas. Si alguien lo ha dudado, que cuente mis cicatrices. El rey Diomedes es mi amigo y amante, no mi lacayo.

Hizo una pausa. Tenía más facilidad para expresarse que Áyax.

—He reclamado la armadura por una sola razón. Porque quiero darle el destino que Aquiles hubiera deseado.

»Si yo no puedo llevarla, ¿acaso le es posible a Áyax? Si para mí es demasiado grande, sin duda resulta demasiado pequeña para él. Dádmela, la merezco.

Abrió ampliamente los brazos como si quisiera demostrar que no había nada que discutir y se volvió a su asiento. En aquel momento eran muchos los que dudaban, pero eso no importaba. Agamenón decidiría.

El gran soberano se dirigió a Néstor.

—¿Qué opinas tú?

—Que Ulises merece la armadura —repuso éste con un Suspiro.

—Entonces, así sea. Ulises, toma tu galardón.

Áyax dio un grito y desenvainó su espada, pero, fuesen cuales fuesen sus propósitos, no los llevó a cabo. Aunque saltó bruscamente de su silla cayó cuan largo era en el suelo y allí se quedó tendido sin que, pese a nuestros intentos, nadie consiguiera levantarlo. Al final Agamenón ordenó que trajesen una camilla y se lo llevaron ocho soldados. Ulises depositó la armadura en un carrito de mano mientras los soberanos se dispersaban, entristecidos y desanimados. Yo fui a beber vino para quitarme la amargura de la boca. Cuando Ulises acabó de hablar comprendimos lo que se proponía hacer con su premio: entregárselo a Neoptólemo. Tal vez en Troya eso hubiera sido posible como regalo directo, pero en nuestros países, la armadura perteneciente a un hombre difunto era enterrada con él u otorgada como premio en los juegos funerarios. Una lástima. Sí, tal como había concluido todo, había sido una verdadera lástima.

Era ya entrada la noche cuando renuncié a embriagarme. Avancé por las calles solitarias entre las altas casas buscando una luz, un lugar que me pudiera ofrecer consuelo. Y por fin lo encontré en forma de una llama que ardía en el hogar de Ulises. La cortina aún estaba recogida en la puerta, por lo que entré tambaleándome.

Ulises se hallaba sentado con Diomedes observando los rescoldos rojizos del fuego con aire apesadumbrado. Le pasaba el brazo por el cuello y acariciaba lentamente el hombro desnudo del argivo. Como un forastero contemplando su solidaridad, como un perro sin amo, sentí una repentina oleada de soledad. Aquiles estaba muerto y yo me hallaba al frente de los mirmidones; yo, que no había nacido para asumir ese mando. Era algo espantoso. Entré en el círculo de luz y me senté fatigado.

—¿Molesto? —pregunté algo tardíamente.

—No, ten un poco de vino —repuso Ulises, sonriente.

El estómago se me revolvió.

—No, gracias. Toda la noche he estado tratando de embriagarme sin éxito.

—¿Tan solo estás, Automedonte? —inquirió Diomedes.

—Más solo de lo que desearía. ¿Cómo puedo ocupar su lugar? ¡No soy Aquiles!

—Tranquilízate —susurró Ulises—. Envié en busca de Neoptólemo hace diez días, cuando vi la sombra de la muerte ensombrecer su rostro. Si los vientos y los dioses son benévolos, no tardará en llegar.

Sentí un alivio tan enorme que estuve a punto de besarlo.

—¡Te lo agradezco con todo mi corazón, Ulises! Los mirmidones deben ser dirigidos por la sangre de Peleo.

—No me agradezcas que haya hecho lo más sensato.

Nos sentamos con desenfado mientras transcurría la noche inspirándonos consuelo unos a otros. En una ocasión imaginé oír alboroto en la distancia pero se disipó rápidamente. Volví a centrar mi atención en lo que Diomedes decía. Entonces sonó un gran grito y en esta ocasión lo distinguimos los tres. Diomedes se levantó felinamente cogiendo su espada mientras Ulises seguía sentado indeciso con la cabeza ladeada. El ruido creció y salimos siguiendo su dirección.

Nos aproximamos al Escamandro y finalmente a su orilla, donde se encontraba un corral con animales dedicados a los altares, todos ellos escogidos individualmente, bendecidos y marcados con un símbolo sagrado. Algunos reyes estaban ante nosotros y ya había sido apostado un guardián para mantener alejados a los simples curiosos. Como es natural, nos permitieron el paso inmediatamente y nos reunimos con Agamenón y Menelao, que estaban junto a la verja que rodeaba el corral observando algún objeto que acechaba en la oscuridad. Distinguimos risas demenciales y una voz farfullante que gritaba cada vez con más fuerza algunos nombres a las estrellas, proclamando su rabia y su burla.

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