Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (62 page)

El eterno y odioso viento troyano se había levantado y gemía con violencia entre las torres cuando alguien llamó a la puerta. Un heraldo me saludaba respetuoso.

—El rey te convoca a la sala del trono, princesa.

—Gracias. Dile que acudiré cuanto antes.

El inmenso salón se hallaba sumido en penumbra. Tan sólo en torno al estrado había lámparas encendidas con luces intermitentes, que proyectaban un círculo de tenue resplandor amarillo en torno al rey, sentado en su trono, y Deífobo y Heleno, que se encontraban uno a cada lado de él lanzándose miradas asesinas por encima de los cabellos de cristal del soberano.

Me acerqué hasta el estrado, al pie de los peldaños.

—¿Qué deseas, señor?

El hombre se inclinó hacia mí, su disgusto superaba los restantes dolores impresos de modo permanente en sus rasgos: pesar, sufrimiento, profunda desesperación.

—Hija, tú te has quedado sin tu esposo y yo sin otro hijo. He comenzado a perder la cuenta de ellos. — Se estremeció y prosiguió en un susurro entre la penumbra—. Todos los buenos me han sido arrebatados. Ahora estos dos acuden a mí disputando y riñendo sobre el cadáver aún caliente de su hermano, pidiendo ambos la misma cosa, decidido cada uno a salirse con la suya.

—¿Y qué es lo que ambos desean? —le pregunté tan irritada que no pude fingir cortesía—. ¿En qué me concierne una discusión entre estos dos?

—¡Oh, sin duda alguna te concierne! —repuso secamente el anciano—. Deífobo desea casarse contigo y Heleno también. De modo que dime a cuál de ellos prefieres.

—¡A ninguno! —mascullé indignada.

—Tendrá que ser uno de los dos —respondió el rey, que de pronto parecía encontrar la situación intrigante, original y estimulante—. ¡Dame su nombre, señora! Te casarás con él dentro de seis lunas.

—¡Seis lunas! —exclamó Deífobo—. ¿Por qué tengo que esperar seis lunas? ¡La quiero ahora, padre… ahora!

Príamo se irguió en su asiento.

—¡Tu hermano aún está caliente! —exclamó.

—No hay por qué disgustarse, señor —dije antes de que Deífobo pudiera estallar en una de sus famosas rabietas—. He estado casada dos veces y no deseo volver a casarme. Me propongo dedicarme al servicio de la Madre y cuidar de su altar hasta el fin de mis días. De modo que no habrá boda.

Los dos hermanos prorrumpieron en enérgicas protestas que Príamo interrumpió levantando su mano.

—¡Tranquilizaos y escuchadme! —dijo—. Deífobo, eres mi hijo imperial mayor y el heredero por mí designado. Dentro de seis lunas te casarás con Helena, pero no antes. En cuanto a ti, Heleno, perteneces al dios Apolo. Deberías apreciarlo mucho más que a cualquier mujer, incluso ésta.

Deífobo gritó alborozado. Heleno se mostraba aturdido, pero mientras lo observaba me sorprendió advertir que parecía crecerse y cambiar, fundirse en algunas partes y endurecerse en otras. Fue algo muy extraño.

Miró a su padre con firmeza y le dijo:

—Toda mi vida he visto cómo los demás veían sus deseos satisfechos mientras que yo estaba hambriento y sediento, padre. Nadie me preguntó si deseaba servir al dios, pues me consagraron a él el día en que nací. Cuando Héctor murió, deberías haberme nombrado heredero, pero Apolo se interpuso en el camino. ¡Y a la muerte de Troilo volviste a pasar por encima de mí! Y ahora que te pido algo tan sencillo se me niega una vez más. — Se irguió con orgullo—. Bien, llega un momento en que incluso el último de los hombres se rebela, y ese momento ha llegado para mí. Me marcho de Troya. Emigro en voluntario exilio. Mejor convertirse en un don nadie errabundo que seguir aquí y ver cómo Deífobo arruina lo que queda de Troya. Odio tener que decirlo, padre, pero eres un necio.

Mientras Príamo asimilaba aquellas palabras, hice un nuevo intento.

—¡Te lo suplico, señor, no me obligues a casarme! —grité—. ¡Déjame consagrarme a la diosa!

—Te casarás con Deífobo —repuso él negando con la cabeza.

No pude soportar seguir por más tiempo en aquella sala con ellos. Salí corriendo como si me persiguieran las hijas de Coré. No sé qué fue de Heleno, ni me importa.

Le envié una nota a Eneas rogándole que acudiera a mis aposentos. Era el único que quedaba que podía sentirse inclinado a ayudarme. Luego la duda me corroyó mientras lo aguardaba paseando arriba y abajo de mi habitación. Aunque hacía mucho tiempo que había concluido nuestra relación, imaginaba que él aún conservaría algún afecto hacia mí. ¿Sería así? ¿Dónde se encontraría? El tiempo transcurría lentamente, cada instante se hacía más largo, más monótono, más vacío. En vano traté de distinguir sus firmes y decididos pasos por el pasillo; desde la muerte de Héctor eran las únicas pisadas capaces de inspirarme confianza.

—¿Qué deseas, Helena? —me preguntó.

Había entrado en la habitación con tanto sigilo que ni siquiera lo oí. Levantaba la cortina cuidadosamente.

Corrí a abrazarlo entre risas y lágrimas.

—¡Creí que nunca llegarías! —exclamé ofreciéndole el rostro para que lo besara.

—¿Qué deseas? —repuso apartándose de mí.

Lo miré sorprendida.

—¡Ayúdame, Eneas! —exclamé con tono vacilante—. ¡Ayúdame! ¡Paris ha muerto!

—Lo sé.

—Entonces podrás comprender lo que eso significa para mí. ¡Paris ha muerto y estoy a su merced! ¡Me han ordenado que me case con Deífobo! ¡Con ese perro baboso! ¡Oh dioses! ¡En Lacedemonia no lo hubieran considerado digno de tocar el borde de mi falda y sin embargo Príamo me ordena que me case con él! Si sientes alguna estima por mí, te imploro que acudas a ver a Príamo y le digas que estoy decidida a realizar mis propósitos… que no deseo volver a casarme con nadie. ¡Con nadie!

Parecía enfrentarse a una tarea desagradable.

—Pides lo imposible, Helena.

—¿Lo imposible? —repetí estupefacta—. ¡Nada es imposible para ti, Eneas! ¡Eres el hombre más poderoso de Troya!

—Te aconsejo que te cases con Deífobo y des por zanjada esta cuestión.

—Pero yo pensaba… pensaba que aunque no me desearas para ti me profesarías suficiente afecto para luchar por mí.

Con la mano en la cortina se echó a reír.

—No voy a ayudarte, Helena. Compréndelo, por favor. Cada día se produce un nuevo vacío en las filas de los hijos de Príamo, cada día me aproximo más al trono de Troya. Estoy en auge y no haré peligrar mi posición por ti. ¿Ha quedado bastante claro?

—Recuerda lo que les sucede a los hombres con tales ambiciones, Eneas.

Se rió de nuevo.

—¡Que consiguen un trono, Helena!

—Lograré una maldición especial para ti —respondí con aire ausente—. Invertiré todo cuanto poseo en ella. Pediré que nunca ocupes ningún trono, que nunca conozcas la paz, que te veas obligado a errar por todo lo ancho del mundo, que concluyas tus días entre salvajes tan pobres que vivan en chozas de juncos.

Creo que aquello lo asustó. La cortina se quedó oscilando: había desaparecido.

Cuando Eneas se hubo marchado pasé revista a cuanto me aguardaba: casarme con un hombre al que odiaba, cuyo contacto me provocaba náuseas. Luego comprendí que por primera vez en mi vida no podía contar con otros recursos que los propios. Que si deseaba escapar de aquel espantoso lugar tendría que hacerlo sola.

Menelao no estaba muy lejos y dos de las tres puertas de Troya se hallaban constantemente abiertas. Pero las mujeres de palacio no solían caminar ni tampoco podían procurarse calzado consistente. Era imposible llegar a la puerta Dárdana pasando por la Escea y llegar a la playa de los griegos. ¡A menos que cabalgase a lomos de un animal! Las mujeres montaban en asnos. Se sentaban en el lomo con las piernas a un lado. ¡Sí, podía conseguirlo! Robaría un asno y cabalgaría hasta la playa mientras la noche reinara sobre la ciudad y la llanura.

Robar el asno no revistió dificultad alguna, como tampoco cabalgar en él. Pero cuando llegué a la puerta Dárdana, mucho más alejada de la Ciudadela que la Escea, mi medio de transporte se negó a moverse. Era un animal urbano al que desagradaron los olores que flotaban en el viento procedentes del aire libre del campo: el denso olor del próximo otoño, el efluvio del mar. Lo azoté con una fusta y comenzó a rebuznar lastimeramente. Y aquello dio al traste con todas mis expectativas. Los guardianes de la puerta acudieron a investigar y fui reconocida y arrestada.

—¡Quiero ir con mi marido! —sollocé—. ¡Dejadme ir con mi esposo, por favor!

Pero como es natural no me lo permitieron aunque el maldito asno ya había decidido que le agradaba aquel olor. Y mientras coceaba con sus remos traseros y salía disparado hacia la libertad, a mí me devolvían a palacio. Mas no despertaron a Príamo, sino a Deífobo.

Aguardé pasivamente a que se levantara del lecho y lo miré con tranquilidad cuando apareció. Deífobo agradeció con cortesía a los guardianes su intervención y les entregó un obsequio. Cuando dieron fin a sus infinitas reverencias abrió por completo la cortina de su dormitorio.

—Pasa —me dijo.

Permanecí inmóvil.

—Querías ir con tu esposo. Bien, aquí está.

—No estamos casados y tú aún tienes esposa.

—Ya no. Me he divorciado de ella.

—Príamo dijo que nos casaríamos dentro de seis lunas.

—Pero eso fue antes de que intentaras escapar con los griegos y reunirte con Menelao, querida. Cuando mi padre se entere de esto, no se interpondrá en mi camino. En especial cuando le informe de que ya he consumado la unión.

—¡No te atreverás! —gruñí.

Por toda respuesta me asió por la oreja y por la nariz y me arrastró al dormitorio contra mi voluntad. Me desplomé en el lecho mareada de dolor, incapaz de librarme de él. La única violación peor era la muerte. Mi último pensamiento antes de decidir que me dedicaría al culto de la Madre era que algún día violaría a Deífobo del peor modo posible: lo mataría.

Capítulo Treinta y Uno
(Narrado por Diómedes)

P
oco después del infructuoso ataque troyano, Agamenón convocó un consejo a pesar de que Neoptólemo aún no había llegado. Un ambiente de optimismo general impregnaba la playa; lo único que nos detenía eran las murallas y tal vez, si Ulises pensaba en ello, incluso las conquistaríamos. Nos reíamos y bromeábamos entre nosotros mientras Agamenón se solazaba con Néstor, divertido ante algo que éste le contaba en voz baja. Acto seguido levantó su cetro y golpeó con él en el suelo.

—Creo que tienes noticias para nosotros, Ulises —dijo.

—Así es, señor. En primer lugar creo que he encontrado el sistema para superar las murallas troyanas, aunque aún no estoy en condiciones de hablar de ello. Pero en otros aspectos también hay noticias interesantes.

Dirigió su mirada a Menelao, fue hacia él y tras ponerle la mano en el hombro le dio unas palmadas.

—Me han llegado rumores de los chismes que circulan por la Ciudadela relativos a una diferencia de criterio entre Príamo, Heleno y Deífobo acerca de una mujer, Helena, para ser más exactos. ¡Pobre muchacha! Tras la muerte de Paris pidió que se le permitiera dedicarse al servicio de la madre Kubaba, pero Deífobo y Heleno deseaban casarse con ella. Príamo se decidió a favor de Deífobo, que la obligó por la fuerza. Aunque ello ha sembrado la discordia en la corte, Príamo se ha negado a anular la unión. Al parecer Helena fue descubierta cuando trataba de escaparse para reunirse contigo, Menelao.

Menelao murmuró algo en voz baja y se cubrió el rostro con las manos mientras yo imaginaba a la hermosa y majestuosa Helena reducida al nivel de una vulgar ama de casa.

—Todo este asunto ha disgustado tanto a Heleno, el hijo-sacerdote, que ha decidido partir en voluntario exilio —prosiguió Ulises—. Lo intercepté cuando salía de la ciudad, confiaba en que estuviera tan desilusionado como para hablarme de los oráculos de Troya. Cuando lo encontré, se hallaba en el altar dedicado a Apolo Tímbreo que, según me informó, le había ordenado que me dijera cuanto deseara saber. Me interesé por los oráculos de Troya en su totalidad, un asunto fatigoso. ¡Heleno me recitó miles de ellos! De todos modos conseguí lo que necesitaba.

—Una gran fortuna —dijo Agamenón.

—La fortuna, señor, es una mercancía sobrevalorada —repuso con sosiego—. La fortuna no conduce al éxito, sino el duro trabajo. La fortuna sucede en el momento en que caen los dados; el duro trabajo se produce cuando un premio cae en las manos de un hombre porque se ha esforzado por conseguirlo.

—¡Sí, sí, desde luego! —exclamó el gran soberano lamentando la frase escogida—. Te ruego que me disculpes, Ulises. ¡Duro trabajo, siempre duro trabajo! Lo sé, lo reconozco. Y ahora dinos, ¿qué hay de los oráculos?

—En cuanto a lo que nos atañe, sólo tres entre esos miles tienen alguna importancia. Por fortuna, ninguno de ellos presenta un obstáculo insuperable. Venían a decir algo así: Troya caerá este año si los jefes griegos poseen el omóplato de Pélops, si Neoptólemo acude al campo de batalla y si Troya pierde el Paladión de Palas Atenea.

Me puse en pie entusiasmado.

—¡Tengo el omóplato de Pélops, Ulises! El rey Piteo me lo entregó a la muerte de Hipólito. El anciano me apreciaba y era su reliquia más valiosa. Dijo que prefería que lo tuviera yo a Teseo. Lo traje a Troya para que me diera buena… fortuna.

—¿No es esto buena fortuna? —le preguntó Ulises a Agamenón con una sonrisa—. Abrigamos grandes esperanzas de que llegue Neoptólemo, de modo que eso ya está solucionado. Lo que nos deja con el Paladión de Palas Atenea, que por fortuna es mi protectora. ¡Oh dioses, dioses!

—Me estoy irritando, Ulises —dijo el gran soberano.

—¡Ah!, ¿dónde estaba? Con el Paladión. Bien, tenemos que hacernos con la antigua imagen que se venera más que ninguna en la ciudad y cuya pérdida sería un duro golpe para Príamo. Según tengo entendido, la imagen está situada en algún lugar de la cripta de la Ciudadela. Se trata de un secreto celosamente guardado. Pero estoy seguro de que lograré desentrañarlo. La parte más difícil del ejercicio consistirá en moverla, pues dicen que es muy voluminosa y pesada. ¿Me acompañarás a Troya, Diomedes?

—¡Encantado!

Puesto que no había nada más importante que discutir, el consejo se disolvió. Menelao detuvo a Ulises a la puerta y lo cogió del brazo.

—¿La verás? —le preguntó melancólico.

—Probablemente —repuso Ulises con dulzura.

—Dile que hubiera deseado que se reuniera conmigo.

—Lo haré.

Pero cuando regresábamos a su casa, Ulises añadió:

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