Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (65 page)

—Gracias. Tómalo y ve a mi casa. Nos veremos luego.

Estábamos por completo desconcertados. Nuestros rostros debían de reflejar asombro, recelo y sospechas, pero mientras aguardábamos a que Epeo marchase, Néstor lanzó una risita como si de repente comprendiera la más exquisita broma de toda su prolongada existencia.

Ulises abrió ampliamente los brazos y creció en estatura hasta que pareció elevarse sobre todos nosotros. Iba lanzado, lo que significaba que ninguno de nosotros podría persuadirlo ni detenerlo. Con ademanes ampulosos elevó su voz hasta las vigas del techo.

—¡Así tomaremos Troya, camaradas reyes y príncipes! —exclamó.

Permanecimos atónitos mirándolo con fijeza.

—Sí, Néstor, tienes razón. Y también tú, Agamenón. En primer lugar calculo que un caballo de esas dimensiones es capaz de albergar en su vientre a un centenar de hombres. Y si la salida es silenciosa, nocturna y desconocida, un centenar de hombres serán más que suficientes para abrir la puerta Escea.

Desde todos los extremos de la sala comenzaron a sucederse con profusión las consultas. Los inseguros gritaban, los entusiastas vitoreaban y aquello fue un pandemónium hasta que Agamenón se levantó del trono del León para tomar el bastón de Meriones y golpear con él en el suelo.

—Podéis formular cuantas preguntas gustéis, pero de un modo más ordenado… y después de mí. Ulises, siéntate y sírvete vino, luego explica este proyecto hasta el mínimo detalle.

El consejo se clausuró cuando se extendía la oscuridad. Acompañé a Ulises de regreso a su casa. Epeo lo aguardaba paciente, extendido ante sus ojos el mapa de piel, que ahora contenía otros bocetos más pequeños. Escuché ociosamente mientras ellos dos discutían asuntos técnicos: los materiales que Epeo necesitaría, el período aproximado de tiempo que requeriría el trabajo y la necesidad de guardar absoluto secreto.

—Puedes trabajar en el hueco misterioso que hay detrás de esta casa —le dijo Ulises a Epeo—. Es profundo, de modo que el caballo no asomará la cabeza por encima de las copas de los árboles del extremo opuesto y nadie podrá distinguirlo desde las torres de vigilancia de la ciudad. El lugar tiene también otras ventajas. Su acceso ha estado vetado para todos sin excepción desde hace tantos años que no se presentarán personajes curiosos ni inquisitivos. Utilizarás a los hombres que viven allí como obreros no calificados. Todos aquellos que tengas que hacer acudir al hueco no podrán salir de él hasta que el trabajo haya concluido. ¿Podrás arreglártelas trabajando en tales condiciones?

Le brillaban los ojos.

—Puedes confiar en mí, rey Ulises. Nadie sabrá lo que allí sucede.

Capítulo Treinta y Dos
(Narrado por Príamo)

B
oreas, el viento del norte, llegó bramando por los helados yermos de Escitia, tiñendo los árboles de ámbar y amarillo. El verano había pasado por décima vez y Agamenón aún seguía vigilando como un perro sarnoso el hediondo hueso de Troya. Todo había desaparecido. Poco antes de que Héctor muriera, yo había ordenado que extrajeran los últimos clavos de oro de puertas, ventanas, persianas y bisagras y que los fundieran. El tesoro se había consumido; todas las ofrendas votivas de los templos habían sido devoradas para fabricar lingotes. Ricos y pobres por igual se resentían bajo los impuestos y, sin embargo, yo no tenía suficientes medios para adquirir lo necesario con que proseguir la lucha de Troya: mercenarios, armas e ingenios bélicos. Durante diez años no había recibido ningún ingreso de los aranceles del Helesponto. Agamenón los percibía de todas las embarcaciones griegas que entraban continuamente en el Ponto Euxino, del que había excluido a las naves de cualquier otra nación. Comíamos bien porque nuestras puertas del sur y del noreste seguían abiertas y los campesinos cultivaban las tierras, pero echábamos de menos los alimentos que por nuestra situación nos era imposible cultivar. Sólo algunos de los fabulosos caballos de Laomedonte pastaban en la llanura sureña. Me había visto obligado a venderlos casi todos. Cuán cierto es que la rueda gira por completo. Lo que Laomedonte y yo les habíamos negado a los griegos ahora les pertenecía, porque más tarde me enteré de que el rey Diomedes de Argos era el principal comprador de tales caballos. ¡Ah, el orgullo, el orgullo!… Se disipa ante la derrota.

Encendían grandes fuegos en mi cámara para calentar mis carnes, pero no había hoguera en el mundo que pudiera derretir la desesperación instalada en mi corazón. Había engendrado cincuenta hijos, cincuenta hermosos muchachos, y la mayoría de ellos ya habían muerto. El dios de la guerra había escogido a los mejores para sí y me había dejado a la escoria como consuelo de mi provecta edad. Tenía ochenta y tres años y parecía como si fuera a sobrevivir al último de todos ellos. Ver pavonearse a Deífobo, un bufón de heredero, me hacía verter mares de lágrimas. ¡Ah, Héctor, Héctor! Mi esposa Hécuba estaba loca, aullaba como una perra vieja privada de sustento; su compañera preferida era Casandra, aún más perturbada que ella. Aunque la belleza de mi hija había crecido con el tiempo y con su locura. Sus negros cabellos mostraban dos grandes franjas blancas, su rostro se había afinado hasta amoldarse a sus afilados huesos y sus ojos eran tan grandes y brillantes que parecían zafiros de un negro azabache.

A veces me obligaba a mí mismo a desplazarme hasta la torre de vigilancia de la puerta Escea para contemplar las innumerables espirales de humo que se levantaban desde la playa, las naves que se extendían hilera tras hilera en la arena. Los griegos no nos asaltaban y estábamos al borde de un abismo sin que nos concedieran ningún tipo de compensación, porque ignorábamos qué se proponían. Sencillamente se entregaban a sus misteriosos asuntos. Los restos del ejército de Troya se concentraban en la Cortina Occidental, pues allí era donde Agamenón debería atacar, si se decidía a hacerlo.

Cada noche yacía insomne, cada mañana me encontraba totalmente despierto. Sin embargo no estaba derrotado. Mientras el espíritu residiera aún en mi marchita carcasa no me dejaría arrebatar Troya. Aunque tuviera que vender a cuantos se encontraban tras sus murallas, conservaría Troya a salvo de las dentelladas de Agamenón.

Pero al tercer día de soplo boreal yacía con el rostro vuelto hacia la ventana cuando la aurora avanzaba lentamente por el monte Ida con una luz grisácea manchada con el húmedo resplandor del llanto vertido por Héctor.

Percibí un tenue grito, me estremecí y me esforcé por saltar del lecho. El sonido parecía proceder de la Cortina Occidental. Pensé que debía ir allí y averiguar de qué se trataba. Ordené que me trajesen mi carro.

El ruido fue creciendo en intensidad y cada vez se incorporaron más voces a él, pero estaba demasiado lejos para advertir si el alboroto lo producía el miedo o el dolor. Deífobo se reunió conmigo frotándose los ojos para despejarlos del sueño y haciendo amargos visajes.

—¿Nos atacan, padre?

—¿Cómo he de saberlo? Me dirijo a las murallas para enterarme.

El jefe de cuadras acudió con mi carro, y mi auriga, semiaturdido, llegó tropezando de sus habitaciones. Partí y dejé al heredero en libertad de seguirme.

El núcleo de la ciudad que rodeaba la puerta Escea y la Cortina Occidental rebosaba de gente, los hombres corrían en todas direcciones gritando y gesticulando, pero nadie parecía ceñirse una armadura. En lugar de ello saltaban por doquier y gritaban a los demás para que se levantaran y vieran.

Un soldado me ayudó a subir la escalera de la torre de vigilancia escea. Entré silencioso en la sala de guardia. El capitán se cubría con un taparrabos y las lágrimas corrían por su rostro mientras su lugarteniente, sentado en una silla, se reía de manera demencial.

—¿Qué significa esto, capitán? —inquirí.

El hombre, demasiado absorto en lo que le afectaba para reparar en lo que hacía, me asió con gran fuerza del brazo y me empujó hacia el paso superior. Una vez allí dirigió mi atención hacia el campamento griego, al que señaló con un dedo tembloroso.

—¡Mira el terraplén, señor! ¡Apolo ha escuchado nuestras plegarias!

Agucé la mirada (excelente para mi edad) y escudriñé entre la luz creciente. Miré una y otra vez. ¿Cómo considerarlo? ¿Cómo creerlo? Los hoyos de las fogatas griegas estaban fríos, no persistían en el aire restos de olores de madera quemada, no se distinguía una sola figurilla humana en movimiento y tan sólo divisábamos una franja de guijarros bañada por el sol naciente que resplandecía sobre ellos. El único indicio de que allí habían estado amarradas las naves era la serie de largas y profundas señales que se extendían hasta las aguas de la laguna. ¡Los barcos habían desaparecido! ¡Los soldados se habían marchado! No quedaba más rastro de un ejército de ochenta mil efectivos que una pequeña ciudad de casas grises. Agamenón había zarpado durante la noche.

Grité y canté mi incontenible alegría, pero me flaquearon las piernas y caí de rodillas sobre las piedras. Reía y lloraba, rodaba sobre el duro adoquinado como si fuese arenilla. Mascullé mi reconocimiento a Apolo, reí y agité los brazos. El capitán me ayudó a levantarme del suelo, lo abracé y lo besé y le hice promesas que ya no recuerdo.

Deífobo llegó corriendo con expresión transfigurada, me abrazó y me hizo girar en redondo en frenética danza mientras los guardianes formaban un círculo y aplaudían sin cesar.

Ningún monstruo griego acechaba en la playa. ¡Troya estaba libre!

Las noticias circularon con más rapidez que nunca. Por entonces todos estaban despiertos y se apiñaban en las murallas para cantar, bailar y lanzar aclamaciones. A medida que la luz se difundía y las sombras se levantaban de la llanura lo distinguimos con más claridad: ¡Agamenón se había marchado realmente! ¡Había zarpado! ¡Oh, gracias, gran dios de la luz! ¡Gracias!

El capitán, ya totalmente despierto, permanecía protector junto a mí. De pronto, tenso y receloso, me tiró de la manga. Deífobo reparó en ello y se acercó a nosotros.

—¿Qué sucede? — pregunté con un vuelco en el corazón.

—En la llanura hay algo, señor. Lo he visto desde el amanecer, pero la luz comienza ahora a iluminarlo, y no se trata del bosquecillo que hay junto al Simois sino de un objeto inmenso. ¿Lo ves?

—Sí, lo veo —repuse con la boca reseca.

Otros lo señalaban también y discutían sobre su naturaleza. De pronto el sol se reflejó en aquel objeto y reveló una superficie pulida y marrón.

—Voy a verlo —dije dirigiéndome a la puerta de la sala de guardia—. Capitán, ordena que abran la puerta Escea pero no permitas que la gente salga al exterior. Iré a examinarlo personalmente con Deífobo.

¡Ah, la sensación del viento, por frío que fuera! Cabalgar por la llanura era una panacea para cuanto me afligía. Ordené al auriga que siguiera el camino, por lo que avanzamos dando sacudidas por los guijarros. Aunque era un paseo menos ajetreado que antaño, pues el incesante paso de hombres y carros había desgastado y nivelado las piedras y las fisuras entre ellas estaban rellenas de polvo endurecido con las lluvias del invierno.

Desde luego que todos habíamos comprendido en qué consistía el objeto pero ninguno de nosotros podíamos dar crédito a lo que veíamos. ¿Qué hacía aquello allí? ¿Qué finalidad tendría? ¡Sin duda no era lo que imaginábamos! Visto de cerca resultaría más extraño, diferente. Sin embargo, cuando Deífobo y yo nos aproximamos seguidos de algunos miembros de la corte, resultó ser exactamente lo que parecía: un gigantesco caballo de madera.

El animal se levantaba sobre nuestras cabezas, era una criatura de madera de roble de inmensas proporciones. Quienquiera que la hubiera fabricado, dioses u hombres, se había atenido estrictamente a la anatomía equina para poder definirlo como un caballo en lugar de una mula o un asno. Pero el cuerpo estaba realizado a tal escala que se sostenía sobre las patas más gruesas que poseyera jamás caballo alguno y sus colosales cascos estaban atornillados a una plataforma. Aquella especie de soporte se levantaba limpiamente del suelo sobre pequeñas y sólidas ruedas, doce a cada lado por delante y por detrás. Mi carro se encontraba a la sombra de su cabeza y yo tenía que estirar el cuello para distinguir la parte inferior de sus quijadas sobre mí. Realizado con madera pulida, era a un tiempo firme y consistente y las uniones de las tablas estaban calafateadas con brea al igual que el casco de una nave. Sobre sus costuras embreadas se había pintado un bonito dibujo en ocre. Tenía crines y cola talladas. Cuando retrocedí para contemplar la cabeza advertí que los ojos consistían en incrustaciones de ámbar y azabache, que tenía pintadas de rojo las fosas nasales y que la dentadura, que mostraba como si relinchase, era de marfil. Me pareció muy hermoso.

Un destacamento de la guardia real había acudido al galope junto con la mayoría de la corte.

—Debe de estar hueco, padre —dijo Deífobo—, para que resulte ligero a fin de apoyarlo en la plataforma sin que se rompan las ruedas.

Señalé la grupa del animal por nuestra parte.

—Es sagrado. ¿Lo ves? Aquí aparece una lechuza, la cabeza de una serpiente, una égida y una lanza. Pertenece a Palas Atenea.

Algunos de los presentes parecían dudosos. Deífobo y Capis murmuraron algo, pero Timoites, otro hijo mío, se mostró entusiasmado.

—¡Tienes razón, padre! Los símbolos se expresan con más elocuencia que si hablasen. Es un regalo de los griegos para sustituir al Paladión.

Laoconte, principal sacerdote de Apolo, profirió un gruñido.

—Desconfía de los griegos cuando ofrecen regalos —dijo.

Capis entró en liza.

—¡Es una trampa, padre! ¿Por qué iba a exigir Palas Atenea semejante esfuerzo de los griegos cuando son sus preferidos? Si no hubiera consentido el robo de su Paladión, los griegos no lo hubieran robado. Ella nunca cambiaría su fidelidad a los griegos por nosotros. ¡Es una trampa!

—Contrólate, Capis —le dije distraído.

—¡Te lo ruego, señor! —insistió—. ¡Ábrele el vientre y veamos qué contiene!

—No tiene nada que ver con regalos por parte de los griegos —dijo Laoconte pasando los brazos por los hombros de sus jóvenes hijos—. Es una trampa.

—Estoy de acuerdo con Timoites —dije—. Está destinado a sustituir al Paladión.

Y con fulminante mirada le ordené a Capis:

—¡Ya basta! ¿Has oído?

—De todos modos no pretendían que entrara dentro de nuestras murallas —observó Deífobo con sentido práctico—. Es demasiado alto para que pueda atravesar las puertas. No, sea cual sea su finalidad, no puede ser una trampa. Está destinado a permanecer aquí, en este lugar, sin que represente ningún peligro para nosotros ni para nadie.

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