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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (67 page)

¡Ah, pero para mí el mejor espectáculo lo constituía Eneas! Él no había ido a ver el caballo; no se había movido de palacio mientras duraron todos nuestros esfuerzos. Sin embargo, no podía en modo absoluto dejar de asistir al banquete, aunque permaneció con rostro impenetrable y mirada encendida en odio. Yo había ganado y él, perdido. La sangre de Príamo aún existía. Troya sería gobernada por mis descendientes, no por Eneas.

Capítulo Treinta y Tres
(Narrado por Neoptólemo)

C
erraron nuestra trampilla mucho antes de que amaneciera y nosotros, que habíamos soportado la oscuridad todas las noches de nuestras vidas, descubrimos qué era realmente hallarse a oscuras. Por más que abría los ojos y me esforzaba por ver seguía sin distinguir nada. Nada. Estaba completamente ciego, el mundo era una negrura tangible e insoportable. Traté de pensar que tan sólo sería un día y una noche si podíamos considerarnos afortunados. Por lo menos un día y una noche sin un mínimo resquicicio de luz, sin poder discernir la hora por el sol, convertido cada instante en una eternidad, los oídos tan afinados que la respiración de los hombres sonaba como truenos distantes.

Rocé a Ulises con el brazo y me estremecí involuntariamente. Fruncí la nariz ante los olores de sudor, orines, heces y respiraciones malolientes pese a los cubos de cuero tapados que Ulises había distribuido entre cada tres hombres. Entonces comprendí por qué se había mostrado tan inflexible en ello. Ensuciarse con excrementos hubiera sido algo insoportable para cualquiera de nosotros. Cien hombres totalmente ciegos… ¿Cómo podían algunos sobrevivir durante toda una vida de ceguera?

Pensé que nunca sería capaz de recobrar la visión. ¿Reconocerían mis ojos la luz o la fuerte impresión me deslumbraría y me sumiría de nuevo en una oscuridad permanente? Tenía la piel tensa, sentía el terror que me lamía por completo en aquel abismo, mientras un centenar de los hombres más valerosos del mundo se veían asimismo encarcelados, sumidos en un terror mortal. La lengua se me pegaba al paladar y busqué el odre de agua, para hacer algo.

Podíamos respirar el aire que se filtraba astutamente por un laberinto de diminutos agujeros practicados por todo el cuerpo y la cabeza del animal, aunque Ulises nos había advertido que no distinguiríamos la luz por ellos mientras fuese de día porque los protegían capas de tejido. Por fin cerré los ojos. Me dolían tanto de intentar ver que fue un alivio y la oscuridad me resultó más soportable.

Ulises y yo nos apoyábamos espalda contra espalda, al igual que todos. Nosotros mismos éramos el único apoyo que nuestra prisión poseía. En un esfuerzo por relajarme me apoyé en él y comencé a recordar a todas las muchachas que había conocido. Las catalogué meticulosamente, de la más linda a la más fea, la más bajita y la más alta, la primera con que me había acostado y la última, una que se había reído ante mi inexperiencia y otra que, exhausta, puso los ojos en blanco tras pasar una noche en mis brazos. Agotado el tema de las muchachas, comencé a enumerar todas las bestias que había exterminado, las cacerías a las que había asistido: leones, verracos, venados. Expediciones de pesca en busca de orcas, leviatanes y grandes serpientes, aunque sólo encontramos atunes y lubinas. Reviví los tiempos de entrenamiento con los jóvenes mirmidones y los pequeños combates a que me había enfrentado en su compañía. Las ocasiones en que había conocido a grandes hombres y quiénes eran. Hice recuento de las naves y reyes que habían zarpado hacia Troya; pasé revista a los nombres de todos los pueblos y ciudades de Tesalia; canté mentalmente las baladas de los héroes. En cierto modo el tiempo transcurría, pero con lentitud exasperante.

El silencio era cada vez más profundo. Debí de quedarme dormido porque desperté con un sobresalto al descubrir que Ulises me tapaba la boca con la mano. Yacía con la cabeza en su regazo y los ojos desorbitados de pánico, hasta que recordé por qué no podía ver. Me había despertado un movimiento y, mientras trataba de serenarme, se produjo una suave sacudida. Me volví y, tras sentarme, busqué a tientas las manos de Ulises y las estreché con fuerza. Él inclinó la cabeza y sus cabellos me rozaron la mejilla. Le hablé al oído.

—¿Nos están moviendo?

Sentí su sonrisa en mi rostro.

—¡Desde luego! Ni por un momento han dudado en mover este objeto. Tal como imaginaba, se han tragado la historia de Sinón —me susurró.

La repentina actividad interrumpió la sofocante inercia de nuestra prisión; durante largo rato nos sentimos más animados, más alegres, mientras sufríamos empujones y sacudidas. Tratamos de calcular nuestra velocidad, preguntándonos cuándo llegaríamos a las murallas y qué se propondría hacer Príamo para solucionar el hecho de que el caballo fuese demasiado grande. Y durante este lapso de tiempo disfrutamos de la oportunidad de hablarnos unos a otros con voces bajas pero normales, conscientes de que el ruido que producía nuestro transporte en su trayecto mitigaría tales sonidos. Distinguíamos nuestro avance, aunque no advertíamos la presencia de hombres ni de bueyes, sólo el estrépito y el chirrido producido por las ruedas.

No fue difícil adivinar en qué momento llegamos a la puerta Escea, pues el movimiento se interrumpió durante lo que parecieron días. Oramos en silencio a todos los dioses conocidos para que no renunciaran; para que, tal como Ulises había insistido en que sucedería, los troyanos llegaran al extremo de demoler el arco. Entonces comenzamos de nuevo a movernos. Se produjo un agobiante y exasperante zarandeo que nos tiró por los suelos y allí yacimos inmóviles con el rostro pegado al suelo.

—¡Necios! —gruñó Ulises—. ¡Han calculado erróneamente!

Tras otras cuatro sacudidas volvimos a rodar. Al advertir que el suelo se ladeaba, Ulises rió entre dientes.

—Es la colina que asciende a la Ciudadela —dijo—. Nos escoltan nada menos que a palacio.

Luego volvió a reinar el silencio. Nos detuvimos con un enorme crujido y nos abstrajimos en nuestros pensamientos. El enorme objeto se tomó el tiempo necesario para posarse como un leviatán en el barro y me pregunté dónde nos habríamos detenido exactamente de modo definitivo. El perfume de las flores llegaba furtivo. Traté de calcular cuánto les habría costado arrastrar el caballo desde la llanura, pero no pude. Cuando no es posible ver el sol, la luna ni las estrellas no se puede calcular el paso del tiempo. De modo que me recosté contra Ulises y me abracé a mis rodillas. Él y yo estábamos situados exactamente al lado de la trampilla y Diomedes había sido enviado al extremo opuesto para mantener el orden (nos habían ordenado que si alguien era presa de pánico debía ser eliminado al punto) y no lo lamentaba. Ulises era como una roca inquebrantable, tenerlo a mi espalda me tranquilizaba.

Me dediqué a pensar en mi padre y el tiempo pasó volando. No había querido hacerlo por temor al sufrimiento, pero en la situación de nuestra última espera no pude resistirme a ello. Y me sentí libre al punto de todo pesar porque cuando abrí las compuertas de mi mente para admitirlo pude sentirlo físicamente en mí. Yo volvía a ser un niño pequeño y él un gigante que se levantaba por encima de mi cabeza, un dios, un héroe para un muchacho. Tan hermoso y tan extraño con su boca sin labios. Aún tengo una cicatriz de una ocasión en que intenté cortarme el labio para parecerme más a él. El abuelo Peleo me descubrió de tal guisa y me azotó enérgicamente por impío. Me dijo que no podía ser otra persona, que era yo mismo con o sin labios. ¡Ah, y cómo había rezado para que la guerra contra Troya durara lo suficiente para poder luchar a su lado! Desde que cumplí los catorce años y me consideré un hombre estuve rogando a mis abuelos Peleo y Licomedes que me permitieran zarpar hacia Troya. Y ambos se habían negado.

Hasta el día en que el abuelo Peleo acudió a mis aposentos del palacio de Yolco con el rostro grisáceo como un moribundo y me dijo que podía irme. Me despidió simplemente sin mencionar el mensaje que Ulises le enviaba: que Aquiles tenía los días contados.

Nunca olvidaré mientras viva el canto que el trovador recitó ante Agamenón y los reyes. Yo permanecía junto a la puerta sin ser visto y absorbía sus palabras como una esponja deleitándome con sus hazañas. Luego el arpista habló de su muerte, de su madre y de la elección que le ofreció y del hecho que él no considerara tal opción: vivir larga y prósperamente en la oscuridad o morir joven y cubierto de gloria. La muerte, ése era el destino que nunca relacionaría con mi padre Aquiles. Para mí estaba por encima de los mortales, nadie podía abatirlo. Pero Aquiles era un ser mortal y murió. Murió antes de que pudiera verlo, de besar su boca sin necesidad de verme elevado a una inmensa distancia por los aires, con los pies muy alejados del suelo. Los hombres me dijeron que había crecido hasta alcanzar exactamente su misma altura.

Ulises había sospechado mucho más que los restantes y me hizo partícipe de cuanto sabía o sospechaba. Luego me habló de la conjura sin favorecer a nadie, ni siquiera a sí mismo, mientras me explicaba por qué mi padre había discutido con Agamenón y le había retirado su ayuda. Me pregunté si yo hubiera tenido la fortaleza y decisión de ver manchada para siempre mi reputación como había hecho mi padre. Con el corazón destrozado le juré a Ulises guardar el secreto; un sentimiento interior me decía que mi padre deseaba que no se desvelara nada de todo aquello. Ulises supuso que lo hacía en reparación de algún gran pecado que él creía haber cometido.

Sin embargo, ni siquiera entre la discreta oscuridad pude llorar por él. Tenía los ojos secos. Paris había muerto pero, si lograba matar a Príamo para vengarme de Aquiles, sería capaz de llorar.

Volví a dormirme. El sonido de la trampilla al abrirse me despertó. Ulises se movió como un relámpago, pero no fue lo bastante rápido. Una tenue y deslumbrante luz se filtraba por el agujero del suelo e iluminaba las piernas enredadas. Se percibieron sonidos de una pelea sofocada y luego unas piernas que se desplomaban. Sentí un cuerpo que se precipitaba hacia abajo y que se estampó con un ruido sordo. Alguien no podía resistir por más tiempo su encierro; cuando Sinón levantó desde el exterior la palanca que abría la trampilla no tuvimos ningún aviso previo, pero uno de nosotros estaba dispuesto para escapar.

Ulises miró hacia abajo y desenrolló la escalerilla de cuerda. Me acerqué a él. Nuestra armadura estaba empaquetada en la cabeza del animal y debíamos seguir un estricto orden de salida: mientras nos situábamos en fila hacia la trampilla el primer paquete que un hombre encontraba era su armadura.

—Sé quién ha caído —me dijo Ulises—, de modo que me llevaré mi armadura y aguardaré a que le llegue su turno para coger la suya. De otro modo los hombres que le siguen no encontrarían el paquete adecuado.

Así fue como resulté el primero en pisar tierra firme, salvo que no lo era en absoluto. Como alguien aturdido por un golpe, me encontré entre una masa suave y densamente perfumada, una alfombra de flores otoñales.

Una vez hubimos salido todos, Ulises y Diomedes acudieron a saludar a Sinón con besos y abrazos. El astuto Sinón era primo de Ulises. Como no lo habíamos visto antes de entrar en el caballo me sorprendió su aspecto. No era de extrañar que hubiera convencido a los troyanos con su historia. Su aspecto era enfermizo, miserable, sangrante y sucio. Ni el más despreciable esclavo había sido tratado de modo tan abominable. Ulises me explicó más tarde que Sinón se había pasado voluntariamente dos meses sin tomar alimentos para parecer más desdichado.

Sonreía ampliamente. Me acerqué a ellos cuando iniciaban su charla.

—¡Príamo se lo ha tragado todo, primo! Y los dioses estaban de nuestra parte, el presagio de Zeus fue fabuloso. ¡Laoconte y sus dos hijos perecieron al meterse en un nido de víboras, imagínate! ¡No pudo ser mejor!

—¿Dejaron abierta la puerta Escea? —inquirió Ulises.

—Desde luego. Ahora toda la ciudad duerme su borrachera. ¡Lo han celebrado espléndidamente! En cuanto se iniciaron los festejos en palacio nadie recordaba a la pobre víctima del campamento griego, por lo que no tuve dificultad alguna en escabullirme al promontorio de Sigeo y encender un fanal para Agamenón. Mi luz fue respondida al instante desde las colinas de Ténedos. En estos momentos debe de navegar hacia Sigeo.

Ulises volvió a abrazarlo.

—Has estado magnífico, Sinón. Puedes confiar en que serás recompensado.

—Lo sé.

Hizo una pausa y resopló satisfecho.

—¿Sabes que creo que no lo hubiera hecho por compensación alguna, primo? —dijo.

Ulises nos envió a cincuenta de nosotros a la puerta Escea para asegurarse de que los troyanos no tenían ninguna oportunidad de cerrarla antes de que entrase Agamenón; los restantes permanecimos armados y dispuestos, observando cómo la rosada y suave aurora se deslizaba sobre el alto muro en torno al gran patio, aspirando profundamente el aire de la mañana y disfrutando del perfume de las flores que estaban bajo nuestros pies.

—¿Quién cayó del caballo? —le pregunté a Ulises.

—Equión, hijo de Porteo —repuso con brevedad, aunque era evidente que pensaba en otra cosa.

Luego gruñó guturalmente y se removió inquieto con un nerviosismo impropio en él.

—¡Agamenón, Agamenón! ¿Dónde estás? —exclamó en voz alta—. ¡Ya deberías estar aquí!

En ese momento el sonido de un cuerno estalló en el cielo del amanecer: Agamenón se encontraba a la puerta Escea y podíamos movernos.

Nos dividimos. Ulises, Diomedes, Menelao, Automedonte y yo con algunos compañeros anduvimos lo más quedamente posible entre la columnata y luego giramos a un amplio y extenso pasillo que conducía a la parte del palacio destinada a Príamo. Una vez allí, Ulises, Menelao y Diomedes rae dejaron y se internaron por un pasillo lateral entre el laberinto que conducía a los aposentos donde residían Helena y Deífobo.

Un grito penetrante y solitario interrumpió el silencio y cayó sobre la cabeza de Troya. Los pasillos de palacio se llenaron de gente, hombres aún desnudos que se levantaban del lecho, aturdidos y atontados por el exceso de vino. Lo que nos permitió tomarnos nuestro tiempo, esquivar torpes golpes fácilmente, y exterminarlos sin problemas. Las mujeres chillaban y vociferaban, y las baldosas de mármol que pisábamos se volvieron resbaladizas por la sangre, pues no les dimos ninguna oportunidad. Pocos comprendieron lo que sucedía. Algunos estaban bastante despiertos para advertir mi presencia con la armadura de Aquiles y huían despavoridos pensando que mi padre capitaneaba las sombras de los muertos.

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