Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (64 page)

Alguien le pidió que cantara el Himno Bélico de Tideo; otro, el Lamento de Dánae, y Néstor deseaba escuchar la Historia de Medea, pero a cada petición negaba sonriente con la cabeza. Entonces se arrodilló ante Agamenón y le dijo:

—Si me autorizas, señor, he compuesto una canción sobre acontecimientos mucho más próximos a nosotros que las hazañas de héroes ya muertos. ¿Me permites cantarte mi propia composición?

Agamenón inclinó su imperial y blanquísima cabeza en señal de asentimiento.

—Canta, Alfides de Salmideso.

El hombre pasó con delicadeza los dedos por las tensas cuerdas para extraer de su querida lira un lento y melódico tañido de dolor. La canción era triste y sin embargo espléndida: trataba de Troya y del ejército de Agamenón ante sus murallas. Nos mantuvo largo rato absortos porque un poema tan titánico no se canta en unos instantes. Estábamos sentados, apoyadas las barbillas en las manos, con los ojos cerrados y las mejillas mojadas en llanto. El cántico concluía con la muerte de Aquiles. El resto era demasiado penoso. Aún nos resultaba difícil pensar en Áyax.

Áureo en muerte como lo fue en vida.

La hermosa máscara flotaba, tenue e inmóvil;

su respiración, ya extinguida; su sombra, desaparecida.

Las manos cruzadas, enguantadas en pesado oro,

con su mortalidad esfumada, cubierta su gloria de simple metal,

yace el incomparable Aquiles, la bronca voz condenada al silencio.

¡Oh divina musa, eleva mi corazón para darle vida!

Que mis palabras lo revistan de oro vivo.

Que resuenen sus pisadas sembrando el terror y el pánico

y atraviese la llanura de la inhóspita Troya.

Le enseñaré a agitar su largo penacho dorado.

Recordadlo reluciente como el sol espléndido

recorriendo incansable los prados troyanos cubiertos de rocío,

al compás las cintas de su coraza

Glorioso Aquiles, hijo sin labios de Peleo.

Elogiamos larga y entusiastamente al arpista Alfides de Salmideso, aunque con el corazón herido, pues nos había dado un sabor de inmortalidad, ya que su canción sin duda nos sobreviviría a todos. Aún respirábamos y sin embargo figurábamos en el cántico. Era una carga abrumadora para poder soportarla.

Cuando por fin concluyeron los aplausos deseé estar a solas con Ulises; aquella multitud humana parecía ajena al estado de ánimo que el músico nos había inspirado. Miré a mi amigo, que comprendió sin tener que profanar el instante con palabras. Se levantó, se dirigió hacia la puerta y sofocó ruidosamente un grito. Puesto que se había instalado un repentino silencio en la sala, todos nos volvimos hacia él y nos quedamos también estupefactos.

Al principio la similitud nos resultó extraña; con el hechizo de la canción aún latente en nosotros, era como si Alfides de Salmideso hubiera conjurado un fantasma con su música. ¡Pensé que Aquiles también había venido a escucharlo! ¿Pero quién le había dado a su sombra la sangre necesaria para permitirle concretarse?

Entonces lo miré con más detenimiento y comprendí que no se trataba de Aquiles. Aquel hombre era tan alto y corpulento como él pero muchos años más joven. Apenas le apuntaba la barba, cuyo incipiente asomo era rubio oscuro y los ojos más ambarinos. Y sus labios estaban perfectamente formados.

No podíamos adivinar cuánto tiempo llevaba allí, pero por el sufrimiento que reflejaba su rostro debía de ser bastante para haber oído por lo menos el final de la canción.

Agamenón se levantó y fue a su encuentro tendiéndole el brazo.

—Bien venido seas, Neoptólemo, hijo de Aquiles —lo saludó.

El joven inclinó gravemente la cabeza.

—Gracias. He venido a ayudar, pero zarpé antes… antes de saber que mi padre había muerto. He tenido conocimiento de ello por el arpista.

Ulises se reunió entonces con ellos.

—¿Qué mejor modo de conocer tan espantosa noticia? —le preguntó.

Neoptólemo inclinó la cabeza con un suspiro.

—Sí, la canción lo dijo todo. ¿Ha muerto Paris?

Agamenón le cogió las manos.

—Así es.

—¿Quién lo mató?

—Filoctetes, con las flechas de Heracles.

El joven trató de mostrarse cortés, de mantener el rostro impasible.

—Lo siento, pero no conozco vuestros nombres. ¿Quién es Filoctetes?

—Soy yo —se presentó éste.

—No estaba aquí para vengarlo, de modo que te doy las gracias.

—Lo sé, muchacho. Me consta que hubieras preferido hacerlo tú mismo. Por casualidad logré acabar con ese bandido… o por la connivencia de los dioses, ¿quién puede saberlo? Y ahora, puesto que no nos conoces, permíteme que nos presente. Nuestro gran soberano es quien primero te ha saludado, el siguiente ha sido Ulises, los demás somos Néstor, Idomeneo, Menelao, Diomedes, Automedonte, Menesteo, Meriones, Macaón y Eurípilo.

¡Pensé en cuánto se habían reducido nuestras filas!

Ulises, Automedonte, que estaba absorto, y yo condujimos a Neoptólemo a la barricada de los mirmidones. Fue un paseo más bien largo y la noticia de su llegada ya nos había precedido. A todo lo largo del camino los soldados salían de sus casas y se exponían al inclemente sol para saludarlo con tanto entusiasmo como habían vitoreado a su padre. Descubrimos que se parecía a Aquiles en algo más que en su aspecto, les agradecía su enorme entusiasmo con la misma tranquila sonrisa y espontáneo ademán y, como su padre, se mantenía reservado; no exteriorizaba pródigamente sus sentimientos con todos aquellos que entraba en contacto. Durante el camino rellenamos los huecos existentes en el cántico y le explicamos cómo había muerto Áyax y le hablamos de Antíloco y de todos los demás que habían encontrado la muerte. A continuación le describimos a los vivos.

Los mirmidones habían formado filas y no pronunciaron ninguna aclamación hasta que el muchacho, que apenas tendría más de dieciocho años, les hubo hablado. Luego golpearon los escudos con sus espadas con tal estrépito que a Ulises y a mí nos impulsó a alejarnos. Anduvimos hasta el otro extremo de la playa, a nuestro propio recinto.

—Y esto nos conduce hacia el fin, Diomedes.

—Si los dioses conocen el significado de la piedad, ruego que conduzca a un fin —le respondí.

Con un soplido se apartó un mechón pelirrojo de los ojos.

—Diez años… Es curioso que Calcante no se equivocara en ello. Me pregunto si fue por azar o si en realidad sería clarividente.

—No es político dudar de los poderes de los sacerdotes —repuse con un estremecimiento.

—Tal vez. ¡Oh, desprender de mis cabellos el polvo de Troya! ¡Zarpar de nuevo por los mares! ¡Lavarse el hedor de esta llanura con limpia agua marina! ¡Ir a algún lugar de aires tranquilos y donde las estrellas brillen sin competir con diez mil fuegos de campamento! ¡Verse purificado!

—Me hago eco de todo ello, Ulises. Aunque también resulta difícil creer que todo esté casi concluido.

—Acabará con un cataclismo que competirá con Poseidón.

Lo miré sorprendido.

—¿Has imaginado ya la forma de conseguirlo?

—¡Sí!

—¡Cuéntamela!

—¿Antes de que llegue la hora? ¡Diomedes, Diomedes! ¡Ni siquiera por ti puedo hacerlo! Pero no tardará en llegar el momento.

—Entremos y te curaré esos latigazos.

Aquello lo hizo reír.

—Ya sanarán —dijo.

Al día siguiente Neoptólemo vino a cenar con nosotros.

—Tengo algo reservado para ti, Neoptólemo —le dijo Ulises cuando hubo concluido la cena—. Es un regalo.

El joven me miró sorprendido.

—¿Qué quiere decir? —me preguntó.

Yo me encogí de hombros.

—¿Quién puede saberlo salvo Ulises?

Regresó conduciendo un enorme trípode en el que se hallaba extendida la dorada armadura que Tetis había rogado que forjara Hefesto. Neoptólemo se levantó bruscamente y murmuró algo para mí incomprensible, luego se acercó a tocar la coraza con delicadeza y cariño.

—Cuando Automedonte me explicó que se la habías ganado a Áyax en un debate me enojé muchísimo —dijo con lágrimas en los ojos—. Pero debo pedirte perdón. ¿La conseguiste para mí?

—A ti te irá perfectamente, muchacho —repuso Ulises con una sonrisa—. Hay que ponérsela, no debe pender de un muro ni ser desperdiciada con los parientes de un difunto. Vístela, Neoptólemo, y que te traiga buena suerte. Sin embargo, te costará acostumbrarte a ella. Debe de pesar lo mismo que tú.

Durante los cinco días siguientes se produjeron algunas escaramuzas. Neoptólemo tuvo su primera experiencia con los troyanos y se relamió. Era un guerrero, había nacido para la lucha y ansiaba sumergirse en ella. Sólo el tiempo era su enemigo y él lo sabía. Sus ojos expresaban su convencimiento de que desempeñaría un papel de escasa importancia en los momentos finales de una gran guerra, que las coronas de laurel se tejerían para otras cabezas, las que habían resistido aquellos diez años. Sin embargo, él era el factor decisivo. Nos traía esperanza, furia y entusiasmo renovado. Los ojos de todos los soldados, ya fuesen mirmidones, argivos o etolios, lo seguían con igual devoción perruna cuando pasaba en el carro de su padre vestido con su armadura. Para ellos era Aquiles y yo observaba continuamente a Ulises, ávido porque se convocara el consejo.

Sucedió a mitad de una luna desde la venida de Neoptólemo y fue anunciado por uno de los heraldos imperiales: sería al día siguiente, tras la comida de mediodía. Comprendí la inutilidad de intentar sonsacarle a Ulises. De modo que cuando acabamos de cenar adopté un aire totalmente desinteresado mientras lo escuchaba abordar un tema y desecharlo con tal ligereza y habilidad como un acróbata. Asumió muy bien mi actitud y prorrumpió en incontenibles carcajadas cuando me despedí de él con aire muy digno. Debí haberle dado una patada, pero me contuve porque aún me resentía más que él de los azotes que le había propinado; en lugar de ello me resarcí con una mordaz descripción de sus antepasados.

Todos se presentaron temprano en la casa de Agamenón, como perros que olfatean sangre fresca mantenidos a raya, vestidos cuidadosamente con sus mejores ropas y joyas, igual que si asistieran a una recepción formal en la sala del León de Micenas. El heraldo jefe, que se encontraba al pie del trono del León, le repetía los nombres de los presentes a un subalterno cuya tarea consistía en aprenderlos de memoria para la posteridad:

—Agamenón imperial, gran soberano de Micenas, rey de reyes.

»Idomeneo, gran rey de Creta.

»Menesteo, gran rey del Ática.

»Néstor, rey de Pilos.

»Menelao, rey de Lacedemonia.

»Diomedes, rey de Argos.

»Ulises, rey de las islas exteriores.

»Filoctetes, rey de Hestaiotis.

»Eurípilo, rey de Ormenion.

»Toas, rey de Etolia.

»Agapenor, rey de Arcadia.

»Áyax, hijo de Oileo, rey de Locria.

»Meriones, príncipe de Creta, heredero de Creta.

»Neoptólemo, príncipe de Tesalia, heredero de Tesalia.

»Teucro, príncipe de Salamina.

»Macaón, cirujano.

»Podaliero, cirujano.

»Epeo, ingeniero.

El rey de reyes hizo señas para despedir a sus heraldos y entregó a Meriones el bastón de debate. Entonces nos habló con el rebuscado lenguaje de una declaración formal.

—Después de que Príamo, rey de Troya, quebrantó los sagrados convenios de la guerra, encargué a Ulises, rey de ítaca, que ingeniara un plan para tomar Troya por medio de astucia y engaños. He sido informado de que Ulises, rey de ítaca, está dispuesto a hablar. Se os pide que seáis testigos de sus palabras. Real Ulises, tienes la palabra.

Ulises se levantó y le dirigió una sonrisa a Meriones.

—Guarda el bastón en mi nombre —le dijo.

Entonces sacó un rollo de piel de tono pálido de la mesa del centro de la estancia y fue hacia una pared para poder mostrárnoslo a todos. Desenrolló la piel y la sujetó con firmeza a la pared con una pequeña daga enjoyada en cada esquina.

Lo miramos todos con aire inexpresivo preguntándonos si seríamos víctimas de un engaño. Consistía en un dibujo grabado en la piel con negro carbón: una especie de caballo de grandes dimensiones, sin duda bien realizado a su modo, y junto a él aparecía trazada una línea vertical.

Ulises nos miró con aire enigmático.

—Sí, es un caballo. Sin duda os preguntaréis qué hace Epeo hoy con nosotros. Bien, se halla presente para que podamos formularle algunas preguntas y pueda darnos algunas respuestas.

Se volvió a Epeo, que se hallaba tan desconcertado como incómodo en tan elevada compañía.

—Epeo, se te considera el mejor ingeniero nacido en Grecia desde la muerte de Eaco, y el mejor trabajador de la madera. Examina cuidadosamente este dibujo y advierte la línea trazada junto al caballo. La longitud de esa línea corresponde a la altura de los muros de Troya.

Todos observamos el dibujo perplejos, con tanta atención como Epeo.

—En primer lugar deseo conocer tu opinión sobre una cuestión, Epeo —dijo el rey de las islas exteriores—. Durante diez años has podido observar las murallas de Troya. Dime, ¿existe algún ariete, algún ingenio de asedio en el mundo capaz de demoler la puerta Escea?

—No, rey Ulises.

—Bien. Entonces, una segunda pregunta. Si utilizas los materiales, los artesanos y los recursos de que dispones ahora mismo, ¿podrías construir un buque enorme?

—Sí, señor. Cuento con carpinteros de ribera, ebanistas, albañiles, aserradores y muchísimos obreros no calificados. Y considero que disponemos de suficiente madera de la clase adecuada en cinco leguas a la redonda para construir una flota de tales buques.

—¡Excelente! He aquí la tercera pregunta. ¿Podrías construir un caballo de madera de las dimensiones del animal reproducido en el mapa? Repara de nuevo en la línea negra. Mide treinta codos, la altura de las murallas de Troya. Por lo que comprenderás que en sus orejas el caballo alcanza los treinta y cinco codos de altura. Y, la cuarta pregunta, ¿podrías construir este caballo sobre una plataforma con ruedas capaz de soportar su peso? Y, aún otra pregunta, ¿podrías fabricarlo hueco?

Epeo esbozó una sonrisa. Era evidente que el proyecto estimulaba su fantasía.

—Sí, señor, respuesta afirmativa a todas tus preguntas.

—¿Cuánto tiempo tardarías?

—Cuestión de días solamente, señor.

Ulises soltó la piel y se la tiró al ingeniero.

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