La canción de Troya (60 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

—¡Toma esto, Ulises, engendro de ladrones! ¡Muere, Menelao, sinuoso adulador!

Y así proseguía una y otra vez mientras escudriñábamos las tinieblas infructuosamente. Luego alguien tendió una antorcha a Agamenón, que la levantó sobre su cabeza y proyectó la luz sobre un amplio sector. Sofoqué un grito de horror. El vino me revolvió el estómago que no había querido llenar; me aparté a un lado y devolví. Hasta donde alcanzaba la luz de la antorcha había sangre. Ovejas y cabras yacían en lagos sangrientos con ojos vidriados y expresiones fijas, los miembros cortados, degolladas, y sus pieles mostraban en ocasiones decenas de heridas. Al fondo estaba Áyax con una espada ensangrentada en la mano. Cuando no vociferaba insultos mantenía la boca abierta en escalofriante carcajada. Un aterrado ternerillo pendía de su mano y agitaba sus cascos contra la inmensa mole mientras él lo acuchillaba. Cada vez que le asestaba una puñalada al animal lo llamaba Agamenón y prorrumpía en otro estallido de carcajadas.

—¡Que haya llegado a esto! —susurró Ulises.

Conseguí controlar mis náuseas.

—¿Qué sucede? —logré preguntar.

—Es la locura, Automedonte. Resultado de diferentes causas. Demasiados golpes en la cabeza en el curso de los años, excesivo dolor, tal vez un ataque de apoplejía. ¡Pero acabar así! Ruego que nunca se recupere bastante para darse cuenta de lo que ha hecho.

—Tenemos que detenerlo —dije.

—Inténtalo, por supuesto, Automedonte. Yo no tengo ninguna pretensión de reducir a Áyax en un acceso de locura.

—Ni yo —repuso Agamenón.

De modo que nos limitamos a observar.

Al amanecer, su arrebato se disipó. Recobró el sentido con los pies bañados en sangre y miró en torno, como quien sufre una pesadilla, a los montones de animales consagrados que lo rodeaban, a la sangre que lo cubría de los pies a la cabeza, a la espada que aún sostenía en la mano y a los monarcas que lo observaban en silencio desde detrás de la valla. Aún sostenía una cabra en las manos, sin vida, espantosamente mutilada. Con un grito de horror la tiró al comprender por fin lo que había hecho aquella noche. Entonces corrió hacia la valla, la saltó y huyó lejos de aquel lugar como si ya lo persiguieran las Furias. Teucro se separó de nosotros para seguirlo; nosotros continuamos allí conmovidos hasta la médula.

Menelao fue el primero en recobrar su facultad de expresión.

—¿Dejarás que se marche de este modo, hermano? —le preguntó a Agamenón.

—¿Qué quieres, Menelao?

—¡Su vida! Ha matado a los animales sagrados. Su vida es el precio que exigen los dioses.

—Los dioses enloquecen primero a quien aman más —intervino Ulises con un suspiro—. Déjalo, Menelao.

—¡Tiene que morir! —insistió Menelao—. ¡Ejecútalo y que nadie cave su tumba!

—Tal es el castigo —murmuró Agamenón.

Ulises dio unas palmadas.

—¡No, no! ¡Dejadlo! ¿No te basta con que Áyax se haya condenado, Menelao? Su sombra está destinada al Tártaro por cuanto ha hecho esta noche. Déjalo en paz. No cargues más rescoldos en su pobre y desvaída cabeza.

Agamenón volvió la espalda a aquella carnicería.

—Ulises tiene razón. Está loco, hermano. Dejemos que lo repare lo mejor posible.

Ulises, Diomedes y yo regresamos por las calles entre los grupos que murmuraban sobrecogidos hasta la casa donde residía Áyax con Tecmesa, su principal concubina, y su hijo Eurisaces. Cuando Ulises llamó a la puerta cerrada con cerrojo, Tecmesa lo observó temerosa por los postigos de la ventana y a continuación le abrió con su hijo al lado.

—¿Dónde está Áyax? —le preguntó Diomedes.

—Se ha ido, señor —repuso ella enjugándose las lágrimas—. No sé dónde está salvo que dijo que iba a buscar el perdón de Palas Atenea bañándose en el mar.

Se interrumpió, pero logró proseguir.

—Le entregó su escudo a Eurisaces y le dijo que era la única de sus armas no mancillada por el sacrilegio, y añadió que las restantes piezas debían ser enterradas con él. Entonces nos confió al cuidado de Teucro. ¡Señor, señor!, ¿qué sucede? ¿Qué ha hecho?

—Nada a conciencia, Tecmesa. Quédate aquí que iremos en su busca.

Estaba tendido en la playa, donde las diminutas olas lamían suavemente la franja de la laguna y algunas rocas salpicaban la arenosa costa. Teucro estaba con él, arrodillado y con la cabeza inclinada, el impasible Teucro que nunca hablaba demasiado, pero que siempre estaba presente cuando Áyax lo necesitaba. Incluso entonces, al final.

Lo que había hecho se expresaba por sí solo: la lisa roca que se remontaba unos dedos sobre la arena con la superficie agrietada por algún golpe del tridente de Poseidón, la empuñadura de la espada insertada totalmente en la grieta con la hoja hacia arriba. Se había despojado de su armadura y se había bañado en el mar, había dibujado una lechuza en la arena en honor de Atenea y un ojo por madre Kubaba. Luego se había colocado sobre la espada y se había desplomado sobre ella con todo su peso, de modo que ésta le había atravesado el centro del pecho y le había partido la columna. Dos codos del arma asomaban por su espalda. Yacía con el rostro inmerso en su propia sangre, los ojos cerrados, y en su cara aún se advertían rastros de locura. Sus enormes manos estaban inertes y curvaba suavemente los dedos.

Teucro levantó la cabeza, nos miró con amargura y al fijar la mirada en Ulises evidenció claramente que lo consideraba culpable. No pude imaginar qué pensaría Ulises, pero no desfalleció.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó.

—Nada —respondió Teucro—. Lo enterraré yo mismo.

—¿Aquí? —preguntó Diomedes, horrorizado—. ¡No, merece algo mejor!

—Sabes que no es cierto. Y él también lo sabía al igual que yo. Tendrá exactamente lo que dictan las leyes divinas: la tumba de un suicida. Es todo cuanto puedo hacer por él. Lo que ha quedado entre nosotros. Debe pagar con su muerte como Aquiles lo pagó en vida. Así lo dijo antes de morir.

Entonces nos marchamos y los dejamos solos, los hermanos que nunca volverían a luchar, protegido el pequeño por el escudo del mayor. En ocho días habían desaparecido los dos: Aquiles y Áyax, el espíritu y el corazón de nuestro ejército.

—¡Ay, ay! ¡Qué aflicción! —exclamó Ulises mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro—. ¡Cuán extraños son los caminos de los dioses! Aquiles arrastró a Héctor por el tahalí que Áyax le regaló y ahora Áyax ha caído sobre la espada que Héctor le entregó.

Se retorció dolorosamente.

—¡Por la Madre, estoy mortalmente asqueado de Troya! ¡Odio hasta el mismo aire troyano!

Capítulo Veintinueve
(Narrado por Agamenón)

L
os días de lucha abierta habían concluido. Príamo había cerrado la puerta Escea y nos contemplaba desde sus torres. Quedaba un puñado de troyanos; de sus más valiosos elementos, sólo Eneas seguía aún con vida. A Príamo, tras la muerte de sus hijos más queridos, sólo le restaban los inútiles para consolarlo. Era tiempo de espera mientras sanaban nuestras heridas y nuestros espíritus revivían lentamente. Algo curioso había sucedido, un don de los dioses que nadie hubiera imaginado: Aquiles y Áyax parecían haberse infiltrado en la propia sustancia de los soldados griegos. Todos, hasta el último, estaban decididos a conquistar las murallas de Troya. Le mencioné aquel fenómeno a Ulises y le pregunté qué opinaba.

—No hay nada misterioso en ello, señor. Aquiles y Áyax se han transformado en héroes y los héroes nunca mueren. De modo que los hombres asumen la carga. Por añadidura, desean regresar a sus hogares, pero no derrotados. La única justificación existente para los hechos de estos últimos diez años de exilio es la caída de Troya. Esta campaña nos ha resultado muy cara; la hemos pagado con nuestra sangre, con nuestras canas, con nuestros corazones dolientes, con los rostros que hace tanto tiempo que no vemos que apenas recordamos sus queridas facciones, con las lágrimas y el amargo vacío. Troya nos ha roído hasta los huesos. No podemos en modo alguno regresar a nuestra patria sin convertirla en polvo como tampoco podemos profanar los misterios de la Madre.

—Entonces buscaré el consejo de Apolo —dije.

—Simpatiza más con los troyanos que con los griegos, señor.

—Aun así por él se expresa el oráculo. De modo que le preguntaré qué necesitamos para entrar en Troya. No puede negar a la representación de un pueblo, ¡de ningún pueblo!, una respuesta sincera.

El gran sacerdote Taltibio examinó las incandescentes entrañas del fuego sagrado y suspiró. No era griego como Calcante, utilizaba fuego y agua para la adivinación y reservaba a los animales como simples víctimas destinadas al sacrificio. Tampoco anunció sus descubrimientos en el mismo augurio sino que aguardó a que estuviéramos reunidos en consejo.

—¿Qué has visto? —le pregunté entonces.

—Muchas cosas, señor. Algunas ni siquiera logro comprenderlas, pero se me han revelado plenamente dos cosas.

—Cuéntanoslas.

—No podemos tomar la ciudad con los recursos que poseemos. Hay dos elementos queridos a los dioses que debemos poseer primero. Si los conseguimos, sabremos que acceden a que entremos en Troya. Si no nos es posible, será porque el Olimpo se ha unido contra nosotros.

—¿De qué cosas se trata, Taltibio?

—En primer lugar, del arco y las flechas de Heracles. Lo segundo es un hombre… Neoptólemo, el hijo de Aquiles.

—Gracias. Puedes irte.

Observé sus rostros. Idomeneo y Meriones permanecían tristes y graves; mi pobre e incapaz hermano Menelao parecía inmutable; Néstor había envejecido tanto que todos temíamos por él; Menesteo seguía adelante sin lamentarse; Teucro no nos había perdonado a ninguno; Automedonte aún no había asimilado que tenía que asumir el mando de los mirmidones. Y Ulises, ¡ah, Ulises!, ¿quién sabía realmente lo que se escondía tras aquellos luminosos y hermosos ojos?

—Bien, Ulises, sabes dónde se hallan el arco y las flechas de Heracles. ¿Qué posibilidades consideras que tenemos de conseguirlos?

Se puso en pie lentamente.

—Durante casi diez años no hemos recibido una sola noticia suya desde Lesbos.

—Dijeron que había muerto —comentó Idomeneo con pesimismo.

Ulises se echó a reír.

—¿Filoctetes muerto? ¡Ni aunque una docena de víboras hubieran vertido en él su veneno! Creo que aún se encuentra en Lesbos. Desde luego tendremos que intentarlo, señor. ¿Quién debe ir?

—Tú mismo con Diomedes, erais amigos suyos. Si nos recuerda con simpatía, será por vosotros. Embarcad hacia Lesbos al punto y pedidle el arco y las flechas que heredó de Heracles. Decidle que le hemos guardado su parte del botín y que nunca lo hemos olvidado —dije.

Diomedes se desperezó.

—¡Unos días en el mar! ¡Excelente idea!

—Pero aún está la cuestión de Neoptólemo —añadí—. Todavía tardará más de una luna en llegar… si el viejo Peleo le ha permitido venir.

Ulises se volvió desde la puerta.

—Tranquilízate, señor, esto también ha sido previsto. Envié a por él hace más de media luna. En cuanto a Peleo… Haz una ofrenda al padre Zeus.

Ocho días después la vela de color azafrán que Ulises había escogido aparecía de nuevo en el horizonte. Yo, con el corazón en la boca, lo aguardaba en la playa junto a los diques vacíos. Aun suponiendo que siguiera con vida, Filoctetes llevaba diez años en Lesbos sin habernos enviado nunca noticias. Tampoco nuestros mensajeros habían dado jamás con su paradero. ¿Cómo saber hasta qué punto trastorna la enfermedad una mente humana? Bastaba con recordar a Áyax.

Ulises se encontraba en la proa y nos saludaba alegremente. Proferí un largo suspiro de alivio. Era un hombre sinuoso, pero no se hubiera mostrado tan animado si hubiera fracasado. Menelao e Idomeneo se reunieron conmigo mientras aguardaba, sin que ninguno de nosotros supiéramos exactamente qué podíamos esperar. Habíamos desesperado de que siguiera con vida y, en el caso de que hubiera sobrevivido, habría perdido la pierna. De modo que imaginaba a un tullido, a un guiñapo marchito, no al hombre que saltó sobre la borda de la nave los numerosos codos que la separaban del suelo con tanta ligereza como un muchacho. No había cambiado en absoluto, y apenas había envejecido. Lucía una pulcra barba dorada y sólo vestía un faldellín. Sobre su hombro pendía un poderoso arco y un mugriento carcaj cargado de flechas. Sabía que por lo menos tenía cuarenta y cinco años, pero su cuerpo bronceado y duro parecía diez años más joven y sus poderosas piernas estaban perfectamente. Me quedé boquiabierto.

—¿Cómo es esto, Filoctetes? —logré articular al final.

Nos hallábamos sentados en mi casa y un criado nos servía vino.

—Cuando conozcas la historia, verás que es muy sencillo, Agamenón.

—¡Pues cuéntamela! —le ordené.

Me sentía más feliz que nunca desde que murieron Aquiles y Áyax. Tal era el efecto que Filoctetes tenía sobre nosotros. Enviaba ráfagas de vida y alegría por los salones enmohecidos.

—Me costó un año recobrar el juicio y utilizar la pierna —comenzó—. Temiendo que la gente local no fuese amable con un griego, mis criados me trasladaron a lo alto de una montaña y me instalaron en una cueva. Ésta se encontraba muy al oeste de Thermi y Antisa, a varias leguas de cualquier poblado, incluso de las granjas. Mis sirvientes eran fieles y leales, por lo que nadie sabía quién era yo ni dónde estaba. ¡Imagina mi sorpresa cuando Ulises me dijo que Aquiles había saqueado Lesbos cuatro veces durante los últimos diez años! ¡Y yo sin saber nada de ello!

—Bien, las ciudades son sometidas a saqueos —dijo Meriones.

—Desde luego.

—¡Pero sin duda te aventurarías más lejos cuando te recuperaste! —objetó Menelao.

—No —respondió Filoctetes—. No lo hice. Apolo me habló en sueños y me ordenó que permaneciera donde me encontraba. Con franqueza, no me resultó nada difícil. Me dediqué a correr, a cazar, y derribaba ciervos y jabalíes, cuya carne trocaban mis sirvientes por vino, higos u olivas en el pueblo más cercano. ¡Llevaba una existencia idílica sin preocupaciones, sin reino, sin responsabilidades! Los años transcurrían, yo era dichoso y nunca sospeché que la guerra prosiguiera. Pensé que todos habríais regresado al hogar.

—Hasta que escalamos la montaña y te encontramos —intervino Ulises.

—¿Te dijo Apolo que podías irte? —inquirió Néstor.

—Sí, y estoy muy satisfecho de encontrarme en el lugar del combate.

Apareció un mensajero que susurró algo en el oído de Ulises, quien se levantó y acompañó al recién llegado al exterior. Al regresar lucía una expresión de cómica sorpresa.

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