Tenemos que echar una ojeada. Es preciso.
No quiero ir.
Hace días que no comemos.
Es que no tengo apetito.
Pronto no tendrás ni fuerzas para comer.
Yo no quiero ir, papá.
Allí no hay nadie. Te lo prometo.
¿Cómo lo sabes?
Lo sé y punto.
Podrían estar dentro de la casa.
No, no están. Todo irá bien.
Echaron a andar a través de los campos envueltos en sus mantas, llevando solo la pistola y una botella de agua. El campo había sido removido por última vez y tallos de rastrojo asomaban del suelo y la fina traza del disco era todavía visible de este a oeste. Había llovido recientemente y la tierra estaba blanda y él iba mirando al suelo y al poco rato se detuvo para coger una punta de flecha. Escupió en ella y la limpió de tierra contra la costura de su pantalón y se la dio al chico. Era de cuarzo blanco, perfecta como el día en que la hicieron. Hay más, dijo. Si te fijas en el suelo las verás. El hombre encontró otras dos puntas. Pedernal gris. Luego encontró una moneda. O un botón. Una costra gruesa de verdín. La rascó con la uña del pulgar. Era una moneda. Sacó su cuchillo y empezó a cincelarla con cuidado. Las letras estaban en español. Llamó al chico que había continuado andando y luego contempló el campo gris a su alrededor y el cielo gris y tiró la moneda y se apresuró a alcanzarlo.
Se detuvieron frente a la casa. Había un camino de grava que torcía hacia el sur. Una galería de ladrillo. Una escalera doble subía elegantemente hasta el pórtico con columnas. En la parte de atrás de la casa una dependencia de ladrillo que en tiempos pudo haber sido una cocina. Más allá una cabaña de troncos. Empezó a subir la escalera pero el chico le tiró de la manga.
¿Podemos esperar un rato?
De acuerdo. Pero está anocheciendo.
Ya lo sé.
Vale.
Se sentaron en los escalones y contemplaron el campo.
Aquí no hay nadie, dijo el hombre.
Vale.
¿Todavía estás asustado?
Sí.
No pasará nada.
Vale.
Subieron por las escaleras al amplio porche con suelo de ladrillo. La puerta estaba pintada de negro y entreabierta mediante un pequeño bloque de hormigón. Detrás hojas secas y maleza arrastradas por el viento. El chico le agarró la mano. ¿Por qué está abierta, papá?
Porque sí. Probablemente lleva así años. Quizá los últimos que salieron la dejaron abierta para sacar sus cosas.
Quizá deberíamos esperar hasta mañana.
Vamos. Echaremos una ojeada rápida. Antes de que sea demasiado oscuro. Si nos aseguramos de que no hay peligro quizá podremos encender fuego.
Pero no nos quedaremos a dormir aquí, ¿verdad?
No tenemos por qué quedarnos.
Vale.
Vamos a beber un poco de agua.
Vale.
Sacó la botella del bolsillo lateral de su parka y desenroscó el tapón y vio beber al chico. Luego echó un trago él también y volvió a taparla y cogió al chico de la mano y entraron en el vestíbulo en penumbra. Techo alto. Una araña de luz de importación. En el rellano de la escalera había un ventanal palladiano y la última luz del día parecía arrojar de cabeza su perfil por el hueco de la escalera.
No hace falta que subamos arriba, ¿verdad?, susurró el chico.
No. Quizá mañana.
Después de que hayamos comprobado que no hay peligro.
Sí.
Vale.
Entraron al salón. La forma de una alfombra bajo la ceniza legamosa. Muebles cubiertos por sábanas. Cuadrados pálidos en las paredes donde antaño había cuadros colgados. En la habitación del otro lado del vestíbulo había un piano de cola. Las formas de ellos dos seccionadas en el cristal delgado y acuoso de la ventana. Entraron y se quedaron escuchando. Recorrieron las habitaciones como escépticos compradores potenciales. Contemplaron desde los ventanales la tierra que se oscurecía afuera.
En la cocina había cubertería y sartenes y porcelana inglesa. Un cuarto de servicio cuya puerta se cerró suavemente a sus espaldas. Piso embaldosado e hileras de estantes y en los estantes varios tarros de conservas de tres cuartos. Cruzó el cuartito y cogió un tarro y sopló para quitarle el polvo. Judías verdes. Tiras de pimiento rojo entre las ordenadas filas. Tomates. Maíz. Patatas nuevas. Quimgombó. El chico le observaba. El hombre limpió de polvo los tarros y presionó las tapas con el pulgar. Anochecía rápidamente. Llevó dos de los tarros a la ventana y los puso a la luz para examinarlos. Miró al chico.
Esto podría ser veneno, dijo. Tendremos que cocinarlo todo a fondo. ¿Te parece bien?
No sé.
¿Qué quieres hacer?
Eso dilo tú.
No. Los dos.
¿Tú crees que no hay peligro?
Creo que si lo cocemos bien cocido no pasará nada.
Vale. ¿Tú por qué crees que no se los ha comido nadie?
Porque nadie los encontró. Desde la carretera no se ve la casa.
Nosotros la hemos visto.
Tú sí.
El chico miró detenidamente los tarros.
¿Qué opinas?, dijo el hombre.
Opino que no podemos elegir.
Y yo opino que tienes razón. Vamos a buscar leña antes de que sea de noche.
Subieron brazadas de ramas muertas por los escalones de atrás que daban a la cocina y fueron al comedor y partieron la leña y llenaron el hogar hasta arriba. El humo cuando encendieron la lumbre subió en espiral lamiendo la repisa de madera pintada y al llegar al techo empezó a bajar de nuevo en espiral. El hombre aventó las llamas con una revista y pronto la chimenea empezó a tirar y el fuego rugió iluminando las paredes y el techo y la araña de luz en su miríada de facetas. Las llamas alumbraron el cristal de la ventana frente a la que el chico estaba de pie, encapuchada silueta como un gnomo llegado de la noche. Parecía aturdido por el calor. El hombre retiró las sábanas de la larga mesa imperio que había en mitad de la estancia y las sacudió y preparó un jergón para los dos frente al hogar. Hizo sentar al chico y procedió a quitarle los zapatos y los sucios harapos en que estaban envueltos sus pies. Todo va bien, susurró. Todo va bien.
En un cajón de la cocina encontró velas y encendió dos y luego derramó un poco de cera sobre la mesa y colocó las velas encima. Salió a buscar más leña y la amontonó al lado del hogar. El chico no se había movido. Había cacerolas en la cocina y limpió una a fondo y la dejó sobre la encimera y luego intentó abrir uno de los tarros pero no pudo. Llevó un tarro de judías verdes y otro de patatas a la puerta de delante y a la luz de una vela metida dentro de un vaso se arrodilló y colocó el primer tarro de costado entre la puerta y el quicio y lo apretó con la puerta. Luego se acuclilló en el suelo del vestíbulo y enganchó un pie por el borde exterior de la puerta y lo afianzó en la tapa y retorció el tarro con las manos. La tapa moleteada giró contra la madera arañando la pintura. Asió de nuevo el cristal y cerró un poco más la puerta y volvió a intentarlo. La tapa patinó en la madera y luego quedó fija. Giró lentamente el tarro entre sus manos y lo retiró del quicio y quitó la anilla de la tapa y la dejó en el suelo. Luego abrió el segundo tarro y se puso de pie y volvió con ellos a la cocina, sosteniendo en la otra mano el vaso con la vela que se meneaba y chisporroteaba. Intentó levantar las tapas de los tarros empujando con los pulgares pero estaban muy bien apretadas. Le pareció que era buena señal. Apoyó el borde de la tapa en la encimera y golpeó la parte superior del tarro con el puño y la tapa salió despedida y cayó al suelo. Se llevó el tarro a la nariz. Olía de maravilla. Echó las patatas y las judías en una cacerola y llevó la cacerola al comedor y la puso en el fuego.
Comieron despacio en tazones de porcelana de color marfil, sentados a la mesa uno frente al otro con una solitaria vela encendida entre ellos. La pistola allí a mano como parte del servicio. La casa crujía y gruñía al calentarse. Como algo que estuviera saliendo de una larga hibernación. El chico daba cabezadas de sueño y en una de estas la cuchara le cayó al suelo.
El hombre se levantó y rodeó la mesa y lo llevó hasta el hogar y lo acostó y lo tapó con las mantas. Debió de volver a la mesa pues despertó allí tirado con la cara apoyada en los brazos cruzados. Hacía frío en la habitación y afuera el viento gemía. Las ventanas traqueteaban un poco en sus bastidores. La vela se había terminado y del fuego solo quedaban rescoldos. Se levantó y avivó la lumbre y se sentó al lado del chico y lo arropó bien y pasó una mano por sus mugrientos cabellos. Yo creo que quizá están vigilando, dijo. Esperando a ver una cosa que ni la muerte puede deshacer y si no la ven se alejarán de nosotros y no volverán más.
El chico no quería que subiera al piso de arriba. Intentó razonar con él. Arriba podía haber mantas, dijo. Tenemos que echar un vistazo.
No quiero que subas.
Arriba no hay nadie.
Podría haber.
No hay nadie en la casa. ¿No te parece que a estas alturas ya habrían bajado?
Quizá tienen miedo.
Les diré que no les haremos ningún daño.
Puede que estén muertos.
Entonces no les importará que cojamos algunas cosas. Mira, haya lo que haya arriba es mejor saberlo que no saberlo.
¿Por qué?
Por qué. Bueno, pues porque no nos gustan las sorpresas. Las sorpresas asustan. Y no nos gusta estar asustados. Y ahí arriba podría haber cosas que necesitamos. Es preciso echar un vistazo.
Vale.
¿Vale? ¿Así, sin más?
Hombre, tú no quieres escucharme.
Te estaba escuchando.
No demasiado.
Aquí no hay nadie. Aquí no ha habido nadie durante años. No he visto huellas en la ceniza. Todo está en su sitio. No hay muebles quemados en el hogar. Y hay comida.
Las huellas no se quedan en la ceniza. Tú mismo lo dijiste. El viento las borra.
Voy a subir.
Estuvieron cuatro días en la casa comiendo y durmiendo. Arriba había encontrado más mantas y entraron grandes montones de leña y la fueron apilando en una esquina de la habitación para que se secara. Había encontrado una antigualla de sierra de ballesta hecha de madera y alambre y la empleó para serrar los árboles muertos. Los dientes estaban oxidados y romos y se sentó frente al fuego con una lima de cola de rata e intentó afilarlos pero fue en vano. Había un riachuelo a un centenar de metros de la casa y el hombre acarreó innumerables baldes de agua por los rastrojales y el fango y calentaron agua y se bañaron en una bañera contigua al dormitorio de la parte de atrás en la planta baja y le cortó el pelo al chico y se lo cortó él también y se afeitó la barba. Tenían ropa y mantas y almohadas de los cuartos de arriba y se equiparon con prendas nuevas, el pantalón del chico cortado a medida con el cuchillo. Luego improvisó una alcoba frente al hogar, volcando una cómoda alta a modo de cabecera para la cama y para conservar el calor. A todo esto no dejó de llover. Puso baldes debajo de los canalones en las esquinas de la casa para recoger agua dulce del viejo techo de lámina corrugada y por la noche podía oír el tamborileo de la lluvia en las habitaciones de arriba y cómo goteaba por toda la casa.
Hurgaron en los anexos en busca de alguna cosa útil. Vio una carretilla y la sacó y la puso boca abajo e hizo girar lentamente la rueda, examinando el neumático. El caucho estaba agrietado y casi liso pero le pareció que se podría hinchar y se puso a buscar entre cajas viejas y herramientas y encontró una bomba de bicicleta y enroscó la manguera a la válvula del neumático y empezó a bombear. El aire se salía por los bordes pero giró la rueda e hizo que el chico sujetara el neumático hasta que el aire empezó a entrar y pudo inflarlo. Desenroscó la manguera y dio la vuelta a la carretilla y la hizo rodar por el suelo. Luego la sacó fuera para que la lluvia la limpiara. Cuando partieron dos días después había despejado y echaron a andar por la carretera enfangada empujando la carretilla con las mantas nuevas y los tarros de comida envueltos en la ropa de repuesto. Había encontrado unos zapatos de faena para él y el chico llevaba unas deportivas azules con trapos metidos en la puntera y se habían hecho mascarillas nuevas con pedazos de sábana. Cuando llegaron al asfalto tuvieron que desandar camino para ir a buscar el carrito pero era solo un kilómetro. El chico caminaba a su lado con una mano apoyada en la carretilla. Hemos hecho bien, ¿verdad, papá?, dijo. Desde luego que sí.
Comían bien pero todavía estaban a mucha distancia de la costa. Sabía que estaba alimentando esperanzas sin que hubiera motivo para ello. Confiaba en que aclararía pese a que el mundo parecía volverse más oscuro por momentos. Había encontrado un fotómetro en una tienda de cámaras fotográficas que pensó podría utilizar para calcular el promedio de luz durante unos meses y lo llevó consigo mucho tiempo pensando que quizá encontraría pilas para hacerlo funcionar pero no fue así. Cuando despertaba tosiendo por la noche se incorporaba presionándose la cabeza con una mano para protegerse de la negrura. Como quien despertara dentro de una tumba. Como aquellos cadáveres desenterrados de su infancia que habían sido cambiados de sitio para poder construir una autopista. Muchos habían muerto en una epidemia de cólera y los habían enterrado a toda prisa en cajas de madera y las cajas se estaban pudriendo y se abrían. Los cadáveres salieron a la luz yaciendo de costado con las piernas encogidas y algunos boca abajo. Los vellones verde mate se caían de las gavetas de sus órbitas oculares ensuciando el suelo de los podridos ataúdes.
Al llegar a un pueblo entraron en una tienda de alimentación donde había una cabeza de ciervo colgada de la pared. El chico se la quedó mirando largo rato. Había cristales rotos en el suelo y el hombre le hizo esperar en la puerta mientras él apartaba desperdicios con sus zapatos de faena pero no encontró nada. Había fuera dos surtidores de gasolina y se sentaron en la zona de estacionamiento y sumergieron una lata pequeña suspendida de un cordel en el depósito subterráneo y la izaron otra vez y vertieron la pequeña cantidad de gasolina que contenía en una jarra de plástico y volvieron a sumergirla. Habían atado un trocito de tubería a la lata para hacerla bajar y se quedaron agachados sobre el depósito como monos pescando con palos en un hormiguero durante casi una hora hasta que la jarra estuvo llena. Luego enroscaron el tapón y pusieron la jarra en la parrilla inferior del carrito y siguieron adelante.
Largos días. En campo abierto con la ceniza peinando la carretera. El chico se sentaba por las noches junto al fuego con páginas del mapa sobre las rodillas. Se sabía de memoria los nombres de poblaciones y ríos y diariamente medía el trecho recorrido.