Cuando partieron de nuevo él estaba muy débil y pese a todos sus discursos se sentía más desanimado de lo que se había sentido en muchos años. Nauseabundo de diarrea, apoyándose en el asa del carrito de supermercado. Miró al chico con los ojos hundidos en su rostro macilento. Una nueva distancia entre los dos. Lo percibía. Al cabo de dos días llegaron a una región donde las tormentas de fuego habían dejado a su paso kilómetros y kilómetros de tierra quemada. En la calzada una costra de ceniza de varios centímetros de espesor y difícil avanzar con el carro. Debajo el asfalto se había abombado con el calor y vuelto a posarse otra vez. Se apoyó en el asa y miró la larga recta que se perdía en la distancia. Los árboles delgados. Los ríos un cieno gris. La tierra como un espantapájaros renegrido.
Pasado un cruce de caminos en aquel yermo empezaron a encontrar posesiones que los viajeros habían abandonado años atrás en la carretera. Cajas y bolsas. Todo derretido y negro. Viejas maletas de plástico retorcidas y deformes por el calor. Aquí y allá el huecograbado de cosas arrancadas del alquitrán por los carroñeros. Como un kilómetro más adelante empezaron a ver los muertos. Figuras medio atascadas en el asfalto, agarradas a sí mismas, las bocas aullantes. Puso una mano en el hombro del chico. Cógeme la mano, dijo. No creo que debas ver esto.
¿Porque lo que se te mete en la cabeza es para siempre?
Sí.
No pasa nada, papá.
¿No pasa nada?
Ya los tengo metidos.
No quiero que mires.
Seguirán estando ahí.
Se detuvo y se acodó en el carrito. Miró carretera abajo y miró al chico. Tan extrañamente despreocupado.
¿Y si seguimos?, dijo el chico.
Bueno. De acuerdo.
Parece que intentaban huir, ¿verdad, papá?
Sí. Eso parece.
¿Por qué no se apartaban de la carretera?
No podían. Todo estaba en llamas.
Avanzaron sorteando las formas momificadas. La piel negra tirante sobre los huesos y los rostros rajados y encogidos en sus cráneos. Como víctimas de un espeluznante proceso de succión. Pasando en silencio por aquel silencioso pasadizo entre la ceniza amontonada y eternamente condenados a seguir el frío coágulo de la carretera.
Pasaron por lo que había sido el emplazamiento de un villorrio pegado a la carretera y ahora reducido a cenizas. Unos contenedores metálicos, unos cuantos humeros de ladrillo negro todavía en pie. Había en las zanjas como charcas de cristal fundido y los cables pelados de la electricidad yacían en herrumbrosas madejas paralelas a la calzada durante kilómetros. A todo esto él no dejaba de toser. Vio que el chico le observaba. Era en él en quien pensaba el chico. Y por qué no.
Sentados en la carretera comieron restos de pan rápido duro como una galleta dura y la última lata de atún. Luego abrió una lata de ciruelas y se la fueron pasando. El chico apuró el jugo que quedaba y se quedó con la lata en el regazo y la rebañó con el dedo índice y se llevó el dedo a la boca.
No te vayas a cortar, dijo el hombre.
Siempre dices eso.
Ya lo sé.
Le vio lamer la tapa. Con mucho cuidado. Como un gato lamiendo su reflejo en un cristal. Deja de mirarme, dijo.
Vale.
Puso la lata frente a él en la calzada. ¿Qué?, dijo. ¿Qué pasa?
Nada.
Dímelo.
Creo que nos sigue alguien.
Es lo que yo pensaba.
¿Lo que tú pensabas?
Sí. Es lo que pensaba que ibas a decir. ¿Qué quieres que hagamos?
No sé.
¿Qué opinas?
Marchémonos. Deberíamos esconder la basura.
Porque si no pensarán que tenemos mucha comida.
Así es.
Y querrán matarnos.
No nos matarán.
Pero podrían intentarlo.
Estamos a salvo.
Ya.
Creo que deberíamos escondernos en la maleza y esperar que pasen. Ver quiénes son.
Y cuántos.
Y cuántos. Sí.
Vale.
Si conseguimos cruzar el arroyo quizá podríamos subirnos a esos riscos de allá y vigilar la carretera.
Vale.
Buscaremos un sitio.
Se pusieron de pie y apilaron las mantas en el carrito. Coge la lata, dijo el hombre.
El largo crepúsculo tocaba casi a su fin cuando la carretera cruzó el arroyo. Pasaron por el puente y empujaron el carrito hacia el bosque buscando un lugar para dejarlo donde no se viera. Luego se quedaron mirando la carretera en el ocaso.
¿Y si lo metemos debajo del puente?, dijo el chico.
¿Y si resulta que bajan a por agua?
¿A qué distancia crees que están?
No lo sé.
Se está haciendo de noche.
Ya.
¿Y si pasan cuando sea de noche?
Vamos a buscar un sitio donde podamos vigilar. Todavía no es de noche.
Escondieron el carrito y subieron la cuesta entre las rocas cargados con las mantas y se ocultaron en un sitio desde donde podían ver algo más de medio kilómetro de carretera entre los árboles. Estaban al abrigo del viento y se envolvieron en las mantas y se turnaron para vigilar pero al cabo de un rato el chico se quedó dormido. Él mismo estaba a punto de dormirse cuando vio aparecer una silueta en el cambio de rasante y quedarse allí de pie. Pronto aparecieron dos más. Luego una cuarta. Se agruparon. Después echaron a andar. Apenas podía distinguirlos en la casi completa oscuridad. Pensó que se detendrían pronto y deseó haber buscado un sitio más alejado de la carretera. Si se detenían en el puente iba a ser una noche larga y fría. Bajaron por la carretera y cruzaron el puente. Tres hombres y una mujer. La mujer tenía andares de pato y al aproximarse pudo ver que estaba embarazada. Los hombres llevaban mochilas a la espalda y la mujer una pequeña maleta de tela. Todos ellos con un aspecto lastimoso más allá de toda descripción. El aliento les humeaba ligeramente. Después de cruzar el puente siguieron carretera abajo y se perdieron uno a uno en la expectante oscuridad.
La noche en todo caso fue larga. Cuando hubo clareado lo suficiente se puso los zapatos y se levantó envolviéndose con una de las mantas y salió del escondite y se quedó mirando la carretera. El bosque desnudo color de hierro y al fondo los campos. Las formas onduladas de viejos surcos de grada todavía ligeramente visibles. Algodón tal vez. El chico estaba dormido y él bajó hasta el carrito y cogió el mapa y la botella de agua y una lata de fruta de sus magras provisiones y regresó y se sentó en las mantas a mirar el mapa.
Siempre crees que hemos caminado más trecho del que hemos caminado.
Movió el dedo. Entonces aquí.
Más.
Aquí.
Vale.
Volvió a doblar las páginas tiesas y medio podridas. Vale, dijo.
Se quedaron mirando la carretera entre los árboles.
¿Crees que tus padres están observando? ¿Que te pondrán en su libro mayor? ¿Con relación a qué? No hay libro ninguno y tus padres están muertos y enterrados.
La comarca pasaba de pino a roble perenne y otra vez a pino. Magnolias. Los árboles tan muertos como otros cualesquiera. Cogió una de las pesadas hojas y la estrujó hasta convertirla en polvo y dejó caer el polvo entre sus dedos.
En la carretera a primera hora del día siguiente. No habían andado mucho cuando el chico le tiró de la manga y se detuvieron. Un penacho de humo se elevaba del bosque frente a ellos. Se quedaron allí quietos observando.
¿Qué hacemos, papá?
Quizá tendríamos que ir a echar un vistazo.
Sigamos andando.
¿Y si llevan el mismo camino que nosotros?
Qué, dijo el chico.
Entonces los tendremos a nuestra espalda. Quisiera saber quiénes son.
¿Y si es un ejército?
Habría más fogatas.
¿Por qué no esperamos?
No podemos esperar. Estamos casi sin comida. Tenemos que seguir adelante.
Dejaron el carrito en el bosque y el hombre comprobó las balas haciendo girar el cilindro. Las de madera y la de verdad. Se quedaron a la escucha. El humo ascendía vertical en el aire quieto. Ningún sonido. Debido a las lluvias recientes las hojas estaban blandas y silenciosas bajo sus pies. Se volvió para mirar al chico. La carita sucia llena de miedo. Rodearon el fuego manteniéndose a distancia, el chico cogido de su mano. Se agachó y lo rodeó con el brazo y escucharon largo rato. Creo que se han ido, susurró.
¿Qué?
Creo que se han ido. Seguramente tenían un vigía.
Podría ser una trampa, papá.
Está bien. Esperemos un rato.
Esperaron. Podían ver el humo entre los árboles. Una brisa había empezado a agitar la parte alta de la espiral y el humo se movió y pudieron olerlo. Olor a comida. Demos un rodeo, dijo el hombre.
¿Puedo cogerte la mano?
Claro que puedes.
El bosque no era más que troncos quemados. No había nada que mirar allí. Creo que nos han visto, dijo el hombre. Que nos han visto y han huido. Han visto que teníamos un arma.
La comida está a medio hacer.
Sí.
Echemos un vistazo.
Tengo mucho miedo, papá.
Si aquí no hay nadie. Tranquilo.
Entraron al pequeño calvero, el chico aferrado a su mano. Se lo habían llevado todo excepto aquella cosa negra ensartada sobre los rescoldos. Estaba examinando el perímetro del claro cuando el chico se dio la vuelta y sepultó la cara en su cuerpo. El hombre giró rápidamente para ver qué había pasado. ¿Qué?, dijo. ¿Qué pasa? El chico meneó la cabeza. Oh, papá, dijo. Se volvió para mirar otra vez. Lo que el chico había visto era un bebé carbonizado ennegreciéndose en el espetón, sin cabeza y destripado. Cogió al chico en brazos y regresó a la carretera estrechándolo con fuerza. Lo siento, susurró. Lo siento.
No sabía si volvería a hablar alguna vez. Acamparon a orillas de un río y se sentó junto al fuego escuchando correr el agua en la oscuridad. No era un sitio seguro porque el sonido del agua tapaba cualquier otro pero le pareció que eso animaría al chico. Comieron las provisiones que les quedaban y se puso a estudiar el mapa. Midió la carretera con un trozo de cordel y lo miró y volvió a medir. Aún faltaba mucho para la costa. Ignoraba lo que encontrarían una vez allí. Juntó los pedazos del mapa y volvió a meterlos en la bolsa de plástico y se quedó contemplando las brasas.
Al día siguiente cruzaron el río por un estrecho puente de hierro y entraron en una antigua ciudad-factoría. Miraron dentro de las casas de madera pero no encontraron nada. Sentado en un porche había un hombre en traje de faena, muerto desde hacía años. Parecía un espantajo puesto allí para anunciar alguna fiesta. Recorrieron el largo muro oscuro de la fábrica, sus ventanas tapiadas. El fino hollín corría negro precediéndolos por la calle.
Cosas extrañas esparcidas por la cuneta. Electrodomésticos, muebles. Herramientas. Cosas abandonadas tiempo atrás por peregrinos en ruta hacia sus diversas y colectivas muertes. Hasta hacía solo un año el chico rescataba a veces algún objeto y lo llevaba un tiempo consigo pero había dejado de hacerlo. Se sentaron a descansar y bebieron lo que les quedaba de agua buena y dejaron el bidoncito de plástico en la carretera. El chico dijo: Si tuviéramos a ese niño pequeño podría ir con nosotros.
Sí que podría.
¿Dónde lo encontraron?
No respondió.
¿Crees que puede haber otro en alguna parte?
No sé. Es posible.
Perdona por lo que dije de aquellas personas.
¿Qué personas?
Esas que estaban quemadas. Las que se quedaron en la carretera y murieron quemadas.
No sabía que hubieras dicho nada malo.
No era nada malo. ¿Podemos irnos ya?
Vale. ¿Quieres ir montado en el carro?
Da igual.
¿Por qué no montas un rato?
Porque no quiero. Da igual.
Agua lenta en el país llano. Los esteros contiguos a la carretera inmóviles y grises. Los ríos de la llanura costera dibujando serpientes plomizas en las baldías tierras de labranza. Continuaron adelante. Siguiendo la carretera había una hondonada y un pequeño cañaveral. Creo que ahí hay un puente, dijo. Probablemente pasa un arroyo.
¿Podemos beber el agua?
No tenemos otra opción.
No nos sentará mal.
Supongo que no. Aunque podría estar seco.
¿Puedo adelantarme?
Claro que sí.
El chico se alejó por la carretera. Hacía mucho tiempo que no le veía correr. Los codos separados, pisando torpemente con sus zapatillas deportivas demasiado grandes. Se detuvo y se quedó mirando allí de pie, mordiéndose el labio.
El agua era poco más que un rezumadero. Pudo ver un ligero movimiento allí donde colaba por un atanor de hormigón bajo el tablero del puente y escupió al agua y miró para ver si se movía. Fue a coger un trapo y un tarro de plástico del carrito y volvió y ajustó el trapo alrededor de la boca del tarro y sumergió este en el agua y esperó a que se llenara. Lo levantó chorreando y lo puso a la luz. No tenía muy mal aspecto. Retiró el trapo y le tendió el tarro al chico. Adelante, dijo.
El chico bebió y se lo pasó a él.
Bebe un poco más.
Bebe tú un poco, papá.
Vale.
Se sentaron y bebieron hasta que no les cupo más, filtrando la ceniza del agua. El chico se tumbó en la hierba.
Tenemos que irnos.
Estoy muy cansado.
Ya lo sé.
Se lo quedó mirando. Hacía dos días que no comían nada. Al cabo de otros dos empezarían a sentirse débiles. Remontó la orilla entre las cañas para vigilar la carretera. Oscura y negra y sin huellas atravesando campo abierto. Los vientos habían barrido la ceniza y el polvo de la superficie. Buenas tierras antaño. Ningún indicio de vida en ninguna parte. No conocía la región. Ignoraba los nombres de las poblaciones, de los ríos. Vamos, dijo. Tenemos que irnos.
Dormían cada vez más. En más de una ocasión se despertaron estirados en la carretera como víctimas de un accidente de tráfico. El sueño de los muertos. Se incorporaba buscando a tientas la pistola. En el atardecer plomizo se quedó acodado en el asa del carrito mirando una casa que había al otro lado de los campos a algo más de un kilómetro. Era el chico quien la había visto. Apareciendo y desapareciendo en la cortina de hollín como una casa de un sueño incierto. Se apoyó en el carrito y le miró. Les costaría cierto esfuerzo llegar hasta allí. Coger las mantas. Esconder el carro en algún punto de la carretera. Podían llegar antes de que cayera la noche pero no podrían volver.