Una tierra destripada y erosionada y árida. Huesos de seres muertos desparramados en los aguazales. Basurales de desperdicios anónimos. En los campos casas de labor con la pintura agrietada y las tablas de las paredes ahuecadas y sueltas de sus tachuelas. Todo ello desprovisto de sombras y de características. La carretera descendía a través de una selva de kudzú muerto. Una ciénaga donde las cañas yacían muertas sobre el agua. Más allá de la linde de los campos la mustia bruma flotaba por igual sobre tierra y cielo. A media tarde había empezado a nevar y siguieron caminando con la lona encima de ellos y la nieve mojada siseando en el plástico.
Dormía poco desde hacía semanas. Cuando se despertó por la mañana el chico no estaba y se incorporó empuñando la pistola y luego se puso de pie y le buscó pero el chico no estaba a la vista. Se calzó los zapatos y caminó hasta el borde de los árboles. Por el este un sombrío amanecer. El sol extraño iniciando su fría trayectoria. Vio que el chico venía corriendo por los campos. Papá, llamó. Hay un tren en el bosque.
¿Un tren?
Sí.
¿Un tren de verdad?
Sí. Vamos.
No habrás ido hasta allí, ¿verdad?
No. Solo un trocito. Vamos.
¿No hay nadie?
No. Creo que no. Venía a buscarte.
¿Lleva máquina?
Sí. Una diesel muy grande.
Atravesaron el campo y penetraron en el bosque que había al otro lado. La vía bajaba de la región por una pendiente peraltada y cruzaba el bosque. La locomotora era una diesel eléctrica y tenía detrás ocho vagones de pasajeros de acero inoxidable. Agarró al chico de la mano. Sentémonos aquí a vigilar, dijo.
Se sentaron en el terraplén y esperaron. No se movía nada. Le pasó la pistola al chico. Quédatela tú, papá, dijo el chico.
No. Ese no era el trato. Toma.
Cogió la pistola y se quedó sentado con ella en el regazo y el hombre enfiló el sendero y se quedó de pie mirando el tren. Después cruzó la vía y estudió los vagones desde el otro lado. Cuando hubo llegado al final y emergió por detrás del último vagón hizo señas al chico y el chico se levantó y se metió la pistola en el cinturón.
Todo estaba cubierto de ceniza. Los pasillos llenos de papeles. Sobre los asientos maletas abiertas que habían sido bajadas de los portaequipajes y desvalijadas hacía tiempo. En el coche salón encontró unos platos de papel y sopló para quitarles el polvo y se los guardó en la parka y eso fue todo.
¿Cómo llegó hasta aquí, papá?
No lo sé. Imagino que alguien lo llevaba hacia el sur. Un grupo de personas. Seguramente se quedaron sin combustible.
¿Y hace mucho tiempo que está aquí?
Sí, eso creo. Bastante tiempo.
Miraron en el último de los vagones y luego siguieron la vía hasta la locomotora y se subieron a la pasarela. Herrumbre y pintura descamada. Entraron en la cabina y el hombre sopló la ceniza que tapizaba el asiento del maquinista y puso al chico a los mandos. Los mandos eran muy sencillos. Poca cosa aparte de empujar hacia delante la manija de admisión. Hizo ruidos de tren y de sirena diesel pero no estaba seguro de qué podían significar para el chico esos ruidos. Pasado un rato se quedaron sin más frente al parabrisas cubierto de cieno mirando hacia donde la vía torcía para perderse en la fosca. Si vieron mundos diferentes sus conclusiones fueron las mismas. Que el tren se iría descomponiendo a perpetuidad y que ningún tren volvería a funcionar jamás.
¿Podemos irnos, papá?
Sí. Claro que podemos.
Empezaron a encontrar junto a la carretera algún que otro pequeño mojón de piedras. Eran señales en idioma gitano, pateranes perdidos. El primero que veía en bastante tiempo, comunes en el norte a medida que salías de las ciudades saqueadas y exhaustas, mensajes sin esperanza para seres queridos desaparecidos o muertos. Todas las provisiones de comida se habían agotado ya y el asesinato reinaba en la región. El mundo al poco tiempo poblado mayormente por hombres que se comían a tus hijos ante tus propios ojos y las ciudades en poder de bandas de atezados saqueadores que abrían túneles en las ruinas y salían reptando de los escombros blancos de dientes y ojos con bolsas de malla repletas de latas chamuscadas y anónimas como compradores salidos de los economatos del infierno. El blando talco negro barría las calles cual tinta de calamar desparramándose por un lecho marino y el frío se pegaba al suelo y oscurecía temprano y los carroñeros al pasar con sus antorchas por los escarpados desfiladeros dejaban en la ceniza hoyos como de seda que se cerraban silenciosamente a su paso como ojos. En las carreteras los peregrinos se derrumbaban y caían y morían y la tierra yerma y amortajada iba rodando hasta el otro lado del sol y regresaba sin dejar huella y tan inadvertida como la trayectoria de cualquier mundo hermano sin nombre en las inmemoriales tinieblas de más allá.
Mucho antes de llegar a la costa sus provisiones estaban ya casi agotadas. La región había quedado arrasada hacía años y no hallaron nada en las casas y edificios lindantes con la carretera. Encontró un listín telefónico en una estación de servicio y anotó el nombre de la población a lápiz en el mapa. Se sentaron en el bordillo frente al edificio y comieron galletas saladas y buscaron la población pero no pudieron encontrarla. Volvió a buscar en las páginas sueltas. Finalmente se lo mostró al chico. Estaban unos ochenta kilómetros al oeste de donde él había creído. Dibujó figuras como palos en el mapa. Estos somos nosotros, dijo. El chico trazó la ruta hasta el mar con el dedo. ¿Cuánto tardaremos en llegar ahí?, dijo Dos semanas. Quizá tres.
¿Es azul?
¿El mar? No lo sé. Antes lo era.
El chico asintió con la cabeza y se quedó mirando el mapa. El hombre le observó. Creía saber de qué se trataba. Él había mirado mapas de niño, poniendo el dedo sobre el pueblo donde vivía. Igual que buscaba el apellido de su familia en el listín de teléfonos. Ellos entre muchos otros, cada cosa en su sitio. Justificados en el mundo. Vamos, dijo. Deberíamos irnos.
A media tarde empezó a llover. Dejaron, la carretera y tomaron un camino de tierra a través de un campo y pernoctaron en un cobertizo. El cobertizo tenía suelo de cemento y al fondo había unos bidones metálicos vacíos. Atrancó la puerta con los bidones y encendió lumbre en el suelo e improvisó camas con unas cajas de cartón aplastadas. La lluvia tamborileó toda la noche sobre el tejado metálico. Cuando se despertó el fuego se había extinguido y hacía mucho frío. El chico estaba incorporado, cubierto con su manta.
¿Qué ocurre?
Nada. He tenido una pesadilla.
¿Qué era lo que soñabas?
Nada.
¿Estás bien?
No.
Lo rodeó con sus brazos y lo estrechó. Tranquilo, dijo.
Estaba llorando. Pero tú no te despertabas.
Lo siento. Es que estoy muy cansado.
Quiero decir en el sueño.
Cuando despertó ya de mañana había dejado de llover. Escuchó el calmoso gotear del agua. Cambió de postura sobre el duro suelo y miró hacia el campo gris a través de los listones.
El chico todavía dormía. El agua había formado charcos en el suelo. Pequeñas burbujas aparecían y patinaban y se extinguían. En un pueblo de las tierras bajas habían dormido en un sitio parecido y escuchado la lluvia. Había allí un anticuado
drug-store
con un mostrador de mármol negro y taburetes cromados con los gastados asientos de plástico remendados con cinta aislante. La farmacia había sido saqueada pero la tienda en sí estaba curiosamente intacta. En los estantes había material electrónico que nadie había tocado. Se quedó de pie examinando el lugar. Cosas varias. Artículos de mercería. ¿Qué es esto? Cogió al chico de la mano y se lo llevó afuera pero el chico ya lo había visto. Una cabeza humana cubierta por una campana de vidrio al extremo del mostrador. Disecada. Con una gorra de béisbol. Ojos resecos vueltos tristemente hacia dentro. ¿Había soñado esto? No. Se levantó y se puso de rodillas para soplar en los rescoldos y sacó las puntas de tabla quemadas y consiguió avivar el fuego otra vez.
Hay más, de los buenos. Tú lo dijiste.
Sí.
¿Y dónde están?
Escondidos.
¿De qué se esconden?
Unos de otros.
¿Son muchos?
No lo sabemos.
Pero algunos hay.
Sí. Algunos.
¿Es verdad eso?
Sí. Es verdad.
Pero podría no serlo.
Yo creo que lo es.
Vale.
No me crees.
Sí te creo.
Vale.
Yo siempre te creo.
Me parece que no.
Claro que sí. Tengo que creerte.
Regresaron caminando por el barro a la carretera principal. En el aire olor a tierra y a ceniza mojada. Agua oscura en las cunetas. Saliendo de una alcantarilla de hierro a un charco. En un jardín ciervos de plástico. Al atardecer del día siguiente llegaron a un pueblo donde tres hombres salieron de detrás de un camión y se plantaron en mitad de la calle. Chupados, vestidos con harapos. Empuñando trozos de tubería. ¿Qué lleváis en la cesta? Los apuntó con el revólver. Se quedaron quietos. El chico agarrado a su chaqueta. Nadie decía nada. Echó a andar empujando el carrito y los hombres se apartaron. Hizo que el chico se encargara del carrito y caminó de espaldas sin dejar de apuntarles. Trataba de parecer un nómada asesino cualquiera pero el corazón le latía con violencia y supo que iba a ponerse a toser. Ellos volvieron poco a poco a la calle y se quedaron mirando. Se guardó la pistola por dentro del cinturón y dio media vuelta y cogió el carrito. Al final de la cuesta cuando se volvió para mirar los hombres estaban allí parados todavía. Le dijo al chico que empujara el carro y él se metió por un jardín desde donde poder ver calle abajo pero ya no estaban. El chico tenía mucho miedo. Puso la pistola encima de la lona y cogió el carrito y siguieron adelante.
Se ocultaron en un campo hasta que oscureció pero no pasó nadie por la carretera. Hacía mucho frío. Cuando ya era casi de noche cogieron el carrito y salieron de nuevo a la carretera y sacó las mantas y se envolvieron en ellas y siguieron adelante. Tanteando el pavimento con los pies. Una de las ruedas del carrito había empezado a chirriar periódicamente pero no se podía hacer nada. Se esforzaron varias horas más y luego atravesaron a trancas y barrancas el matorral al borde del camino y se acostaron tiritando y extenuados en el frío suelo y durmieron hasta que se hizo de día. Cuando despertó el hombre estaba enfermo.
Tenía calentura y se escondieron en el bosque como fugitivos. No había dónde encender fuego. Ningún sitio seguro. El chico permanecía sentado en la hojarasca observándole. Al borde del llanto. ¿Te vas a morir, papá?, dijo. ¿Te vas a morir?
No. Solo he caído enfermo.
Estoy muy asustado.
Lo sé. No te preocupes. Me pondré bien. Ya lo verás.
Sus sueños se animaron. El mundo olvidado reapareció. Parientes fallecidos hacía mucho tiempo irrumpían en sus sueños y le lanzaban chocantes miradas de soslayo. Ninguno decía nada. Pensó en su vida. Hacía tanto tiempo… Un día gris en una ciudad extranjera mirando la calle asomado a una ventana. A su espalda sobre una mesa de madera ardía una lámpara pequeña. En la mesa libros y papeles. Había empezado a llover y en la esquina un gato daba media vuelta y cruzaba la acera y se instalaba bajo el toldo de la cafetería. Había allí una mujer sentada a una mesa, la cabeza entre las manos. Años después había estado en las ruinas calcinadas de una biblioteca donde los libros yacían renegridos en charcos de agua. Los estantes volcados. Rabia contra las mentiras dispuestas en millares de hileras sucesivas. Cogió uno de los libros y pasó las páginas tan hinchadas. Él no hubiera dado valor a la más mínima cosa basada en un mundo futuro. Le sorprendió. Que el espacio que dichas cosas ocupaban fuera en sí mismo una expectativa. Dejó caer el libro y echó un último vistazo alrededor y salió a la fría luz gris.
Tres días. Cuatro. Dormía mal. La tos lo despertaba. El aire entrando áspero en sus pulmones. Lo siento, dijo a la implacable oscuridad. No pasa nada, dijo el chico.
Consiguió encender la pequeña lámpara de petróleo y la dejó apoyada en una roca y se levantó y caminó arrastrando los pies por la hojarasca arropado en las mantas. El chico le dijo en susurros que no se marchara. Solo hasta ahí mismo, dijo él. No voy lejos. Te oiré si me llamas. Si la lámpara se apagaba no podría encontrar el camino de vuelta. Se sentó en la hojarasca al llegar a lo alto de la loma y escrutó la negrura. Nada que ver. Sin viento. Antiguamente cuando daba un paseo así y se sentaba a contemplar el campo apenas visible como ahora allí donde la luna perdida surcaba la tierra cauterizada, a veces veía una luz. Tenue y sin forma definida en las tinieblas. Al otro lado de un río o metida en los ennegrecidos cuadrantes de una ciudad quemada. A veces por la mañana volvía con unos prismáticos y buscaba alguna señal de humo en la campiña pero nunca vio ninguna.
En el lindero de un campo en invierno entre hombres rudos. La edad del chico ahora. O un poco mayor. Observando cómo abrían el rocoso suelo de la ladera con pico y azadón y exhumaban toda una papilla de serpientes, quizá un centenar. Reunidas allí para darse calor unas a otras. Aquellos tubos pálidos empezando a moverse perezosamente a la fría y dura luz. Como intestinos de alguna bestia enorme expuestos al día. Los hombres les echaron gasolina encima y las quemaron vivas, no teniendo ningún remedio para el mal sino solo para la imagen del mismo tal como ellos lo concebían. Las serpientes inmoladas se retorcían horriblemente y algunas cruzaban el suelo de la gruta iluminando con sus cuerpos en llamas los lugares más recónditos. Dado que eran mudas no hubo gritos de dolor y los hombres en un silencio similar las vieron arder y contorsionarse y volverse negras y en silencio se dispersaron en el crepúsculo invernal cada cual con sus pensamientos camino de la casa y la cena respectivas.
Una noche el chico despertó de un sueño y no quiso decirle qué había soñado.
No tienes por qué contármelo, dijo el hombre. No pasa nada.
Estoy asustado.
No pasa nada.
Sí que pasa.
Es solo un sueño.
Estoy muy asustado.
Ya lo sé.
El chico se dio la vuelta. El hombre lo abrazó. Escúchame, dijo.
Qué.
Cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que no existirá y estés contento otra vez entonces te habrás rendido. ¿Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré.