La carretera (18 page)

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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

Comían más frugalmente. Ya casi no les quedaba nada. El chico se paró en la carretera con el mapa en la mano. Escucharon pero no pudieron oír nada. Hacia el este sin embargo pudo ver campo abierto y el aire era distinto. Luego al doblar un recodo de la carretera se la encontraron y permanecieron allí parados con el viento salobre agitando sus cabellos pues se habían bajado las capuchas para oír mejor. Allí estaba la playa gris y las olas encrespadas rompiendo opacas y plomizas y su sonido en la distancia. Como la desolación de un mar extraño rompiendo en las playas de un mundo inaudito. En los bancos de arena dejados por la bajamar vieron un buque cisterna escorado. Más allá el vasto océano frío, meciéndose pesadamente como una tina de lava esponjosa en lenta respiración y luego la línea de turbonada de ceniza gris. Miró al chico. Detectó la decepción en su cara. Siento que no sea azul, dijo. No pasa nada, dijo el chico.

Una hora después estaban sentados en la playa contemplando el horizonte cubierto de niebla tóxica. Sentados con los talones hundidos en la arena vieron cómo el mar sombrío les lamía los pies. Frío. Desolado. Sin aves. Había dejado el carrito en los helechos junto a las dunas y se habían llevado las mantas y estaban envueltos en ellas al abrigo del viento apoyados en un gran tronco que el mar había arrastrado hasta la playa. Permanecieron allí mucho rato. En la arena de la caleta que había más abajo hileras como caballones de pequeños huesos entre las algas. Más allá los costillares blanqueados por la sal de lo que podían haber sido reses. En las rocas una escarcha de sal gris. Soplaba el viento y unas vainas secas correteaban por la arena y se detenían y volvían a correr.

¿Crees que podría haber barcos mar adentro?

Lo dudo.

No verían lo que tenían cerca.

No. No lo verían.

¿Qué hay al otro lado?

Nada.

Algo habrá, ¿no?

Quizá un padre y su hijo sentados en la playa.

Eso sería bonito.

Sí. Sería bonito.

¿Y podría ser que ellos también llevaran el fuego?

Sí. Podría ser.

Pero no lo sabemos.

No lo sabemos.

Por eso hemos de estar alerta.

Hemos de estar alerta. Sí.

¿Cuánto tiempo podemos quedarnos aquí?

No lo sé. Casi no tenemos comida.

Ya.

Te gusta esto.

Sí.

Y a mí.

¿Puedo ir a nadar?

¿A nadar?

Sí.

Se te va a helar el culo.

Ya lo sé.

El agua estará muy fría. Más de lo que te imaginas.

Bueno.

No quiero tener que ir a buscarte.

Te parece que no debería ir.

Te dejo ir.

Pero te parece que no debería.

No. Creo que deberías ir.

¿En serio?

Sí. En serio.

Vale.

Se levantó y dejó caer la manta a la arena y luego se despojó de la chaqueta y de los zapatos y el resto de la ropa. Se quedó allí desnudo, agarrándose los brazos y bailando. Luego echó a correr por la playa. Tan blanco. Los huesos de la columna nudosos. Los omóplatos afilados moviéndose como sierras bajo la piel pálida. Metiéndose desnudo y brincando y gritando en las olas que rompían despaciosas.

Cuando salió del agua estaba morado de frío y los dientes le castañeteaban. El hombre fue andando a su encuentro y lo envolvió muerto de frío en la manta y lo abrazó hasta que dejó de boquear. Pero luego al mirarle vio que el chico estaba llorando. ¿Qué pasa?, dijo. Nada. No, dime. Nada. No es nada.

Al anochecer encendieron lumbre arrimados al tronco y comieron quimgombó y alubias y las últimas patatas enlatadas que quedaban. La fruta se había terminado hacía tiempo. Bebieron té y se quedaron sentados junto al fuego y durmieron en la arena y escucharon el rumor de las olas en la bahía. El largo estremecimiento y la caída posterior. Se levantó por la noche y caminó por la playa envuelto en sus mantas. Estaba demasiado negro para ver. Sabor a sal en los labios. Esperando. Esperando. Luego el lento estruendo perdiéndose en la playa. Aquel siseo como de hervor que se extendía por la arena y se alejaba otra vez. Pensó que aún podían quedar barcos de la muerte, flotando a la deriva con sus lánguidas velas hechas harapos. O acaso vida en las profundidades. Grandes calamares propulsándose por el lecho marino en la fría oscuridad. Yendo y viniendo como trenes, los ojos del tamaño de platillos. Y sí, más allá de aquel empañado oleaje tal vez otro hombre caminaba con otro hijo por la arena muerta y gris. Dormidos pero con un mar de por medio en otra playa entre las amargas cenizas del mundo o en pie y andrajosos, perdidos bajo el mismo sol indiferente.

Recordaba haberse despertado una noche parecida al oír el ruido de unos cangrejos arañando la sartén donde había dejado huesos de carne de la noche anterior. Las ascuas todavía vivas de una lumbre de maderos flotantes vibrando en el viento que soplaba tierra adentro. Acostado bajo aquella miríada de estrellas. El horizonte negro del mar. Se levantó y caminó un trecho y descalzo en la arena vio aparecer las pálidas crestas de las olas a lo largo de la playa y rodar y romper y oscurecerse de nuevo. Cuando volvió al fuego se arrodilló junto a ella y acarició sus cabellos mientras dormía y dijo que si él fuera Dios habría creado el mundo tal cual sin ninguna diferencia.

Cuando volvió el chico estaba despierto y asustado. Le había estado llamando pero sin gritar lo suficiente como para que se le oyera. El hombre lo rodeó con sus brazos. No te oía, dijo. Con las olas no he podido oírte. Echó leña al fuego y lo atizó y se acostaron tapados con las mantas viendo cómo el viento hacía retorcerse las llamas hasta que se durmieron.

Por la mañana reavivó el fuego y comieron y contemplaron la playa. Su aspecto frío y lluvioso no muy distinto de paisajes marinos del mundo septentrional. Ni gaviotas ni aves limícolas. Estúpidos artefactos carbonizados a lo largo de la línea de pleamar o meciéndose en las olas. Reunieron madera de deriva y la apilaron y la cubrieron con la lona y luego echaron a andar por la playa. Somos raqueros, dijo.

¿Qué?

Son vagabundos que van por la playa buscando cosas de valor que el mar pueda haber arrojado a la arena.

¿Qué clase de cosas?

De todo. Cualquier cosa que pueda tener alguna utilidad.

¿Tú crees que encontraremos algo?

No lo sé. Echaremos un vistazo.

Un vistazo, dijo el chico.

Desde el espigón miraron hacia el sur. Una saliva gris de sal enroscándose perezosamente en la cubeta rocosa. Más allá la larga curva de la playa. Gris como arena volcánica. El viento que venía del agua olía ligeramente a yodo. Nada más. Ni asomo de olor a mar. En las rocas vestigios de un oscuro musgo marino. Cruzaron y siguieron adelante. Al final de la playa el paso quedaba cortado por un farallón y se desviaron por un viejo sendero que atravesaba las dunas pasando entre avena de mar muerta hasta que salieron a un promontorio de escasa altura. A sus pies un gancho de tierra amortajado por la oscura neblina que el viento impulsaba playa abajo y más allá lo que parecía el casco de un velero inclinado y a flor de agua. Se agacharon en las matas secas de hierba y miraron. ¿Qué deberíamos hacer?, dijo el chico.

Quedémonos observando un rato.

Tengo frío.

Ya lo sé. Vamos un poquito más allá. Lejos del viento.

Se sentó abrazando al chico pegado a él. La hierba muerta se agitaba un poco. Frente a ellos una gris desolación. El incesante reptar del mar. ¿Cuánto rato tendremos que estar aquí?, dijo el chico.

No mucho.

¿Tú crees que hay personas en el barco, papá?

No, creo que no.

Estarían todos inclinados.

Es verdad. ¿Puedes ver alguna huella?

No.

Esperemos un poco.

Tengo frío.

Deambularon por la media luna de playa sin dejar la arena más firme donde no había llegado la marea. Se detuvieron, sus prendas aleteando suavemente. Flotadores de vidrio cubiertos de una costra gris. Huesos de aves marinas. En la marca de marea una estera de algas entretejidas y espinas de peces a millones extendiéndose por la playa hasta donde alcanzaba la vista como una isoclina de muerte. Un inmenso sepulcro de sal. Absurdo. Absurdo.

Desde el final de la punta de tierra hasta el barco había como una treintena de metros de mar abierto. Observaron el barco. Algo menos de veinte metros de eslora, desmantelado hasta la cubierta, con la quilla al aire en una docena de palmos de agua. Debía de haber sido de mástil doble pero los palos estaban arrancados cerca de la cubierta y la única cosa que quedaba en pie eran unas cornamusas de latón y varios montantes de la barandilla de cubierta. Eso y la rueda metálica del timón asomando de la bañera en la popa. Dirigió la vista hacia la playa y las dunas. Luego le pasó la pistola al chico y se sentó en la arena y empezó a deshacerse el nudo de los zapatos.

¿Qué vas a hacer, papá?

Echar un vistazo.

¿Puedo ir contigo?

No. Quiero que te quedes aquí.

Yo quiero ir contigo.

Tienes que montar guardia. Además, el agua te cubre.

¿Podré verte?

Sí. Yo te iré mirando. Para asegurarme de que todo va bien.

Quiero ir contigo.

Se detuvo. No puede ser, dijo. Nuestra ropa desaparecería. Alguien tiene que cuidar de las cosas.

Lo dobló todo e hizo un montón. Qué frío hacía. Se inclinó para besar al chico en la frente. Deja de preocuparte, dijo. Tú vigila. Se adentró desnudo en el agua y allí de pie se remojó el cuerpo. Luego avanzó unos pasos y se zambulló de cabeza.

Nadó a lo largo del casco metálico y volvió, pedaleando en el agua, boqueando por el frío. Hacia la mitad del barco el arrufo quedaba justo a flor de agua y se afianzó allí para avanzar hasta el espejo de popa. El acero estaba gris y erosionado por la sal pero pudo distinguir la inscripción en letras doradas. Pájaro de Esperanza. Tenerife. Dos pescantes vacíos de botes salvavidas. Agarrándose de la barandilla se izó a bordo y se agachó tiritando en la pendiente de la cubierta de madera. Unos cuantos tramos de cable trenzado partidos en los tensores. Agujeros desmenuzados en la madera allí donde las tuercas habían sido arrancadas de cuajo. Una fuerza terrible capaz de barrer por completo la cubierta. Saludó al chico agitando el brazo pero el chico no devolvió el saludo.

El camarote era bajo con un techo abovedado y ojos de buey en uno de sus lados. Se agachó y limpió la sal gris y miró dentro pero no pudo ver nada. Probó de abrir la puerta de teca pero estaba cerrada con llave. Empujó con un hombro huesudo. Buscó algo con que hacer palanca. Ahora tiritaba desconsoladamente y los dientes le castañeteaban. Pensó en dar una patada a la puerta con la planta del pie pero decidió que no era buena idea. Se sujetó el codo con la mano y golpeó de nuevo la puerta. Notó que cedía. Solo un poco. Insistió. La jamba estaba resquebrajándose por la parte de dentro y finalmente cedió y la abrió de un empujón y descendió por la escalera de cámara.

Agua de sentina estancada junto al mamparo inferior repleta de papeles y desperdicios mojados. Un olor acre. Humedad y mala ventilación. Pensaba que habían saqueado el barco pero era el mar quien lo había hecho. En mitad del salón había una mesa de caoba con rebordes provistos de bisagra. Las puertas de la cajonada abiertas hacia fuera y todos los herrajes de un verde mate. Fue a los compartimentos de la parte delantera.

Pasando por la cocina. Harina y café en el suelo y latas de comida medio aplastadas y herrumbrosas. Una letrina con lavabo e inodoro de acero inoxidable. La débil luz del mar entraba por las lumbreras de la galería. Pertrechos esparcidos por todas partes. Un chaleco salvavidas flotando en el agua que se iba filtrando.

Casi esperaba un espectáculo truculento pero no hubo tal cosa. Las colchonetas de los camarotes habían sido arrojadas al suelo y sábanas y prendas de vestir estaban apiladas contra la pared. Todo mojado. Una puerta daba a la cajonada del lado de proa pero estaba demasiado oscuro para ver en su interior. Agachó la cabeza para entrar y palpó a tientas. Arcones hondos con tapa de madera engoznada. Equipo náutico apilado en el suelo. Empezó a arrastrar las cosas afuera y las fue amontonando sobre la cama inclinada. Mantas, prendas para el mal tiempo. Le salió un jersey húmedo y se lo puso. Encontró un par de botas amarillas de goma y una chaqueta de nailon y se la puso encima del jersey y se subió la cremallera. Luego metió las piernas en unos rígidos calzones amarillos de PVC y se pasó los tirantes por encima de los hombros y se calzó las botas. Regresó a la cubierta. El chico estaba sentado mirando al barco tal como él lo había dejado. Vio que se levantaba de golpe y el hombre interpretó que su nuevo atuendo lo había confundido. Soy yo, gritó, pero el chico seguía allí de pie alarmado y le saludó con el brazo y volvió a bajar.

Debajo de la litera en el segundo compartimento había cajones todavía en su sitio y los levantó y los sacó del todo. Manuales y periódicos en español. Pastillas de jabón. Un maletín de cuero negro cubierto de moho con papeles dentro. Se metió el jabón en el bolsillo de la chaqueta y se incorporó. Había libros en español esparcidos por la litera, hinchados y deformados. Un tomo suelto encajado en la rejilla del mamparo delantero.

Encontró una bolsa de lona impermeabilizada y recorrió el resto del barco calzado con sus botas, afianzándose en los mamparos para salvar la inclinación, los pantalones del impermeable crujiendo con el frío. Llenó la bolsa de ropa y accesorios. Unas playeras de mujer que pensó que le servirían al chico. Una navaja con mango de madera. Unas gafas de sol. Con todo había algo perverso en su búsqueda. Como agotar primero los sitios más inverosímiles en busca de algo extraviado. Finalmente entró en la cocina. Encendió el hornillo y lo volvió a apagar.

Descorrió el pestillo y levantó la escotilla que daba al cuarto del motor. Medio inundado y oscuro como boca de lobo. No olía a gasolina ni a petróleo. Volvió a cerrar. Dentro de los armaritos empotrados en los bancos de la bañera había cojines, lona para velas, material de pesca. En otro armario detrás de la peana del timón encontró rollos de cuerda de nailon y frascos metálicos de gasolina y una caja de fibra de vidrio con herramientas. Se sentó en el suelo de la bañera y examinó las herramientas. Oxidadas pero utilizables. Alicates, destornilladores, llaves de tuercas. Cerró la caja con su pestillo y se incorporó y buscó al chico con la mirada. Estaba acurrucado en la arena y dormía con la cabeza sobre una pila de ropa.

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