La carretera (11 page)

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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

Se había demorado más de lo previsto y apresuró el paso lo mejor que pudo, con el agua bamboleándose y borboteando en su contraída barriga. Paró a descansar y empezó de nuevo. Cuando llegó al bosque no parecía que el chico se hubiera movido siquiera y se arrodilló en el mantillo y dejó los tarros y cogió la pistola y se la metió por el cinturón y finalmente se quedó allí sentado mirando al chico.

Pasaron buena parte de la tarde arrebujados en las mantas comiendo manzanas. Echando tragos de agua de los tarros. Sacó de su bolsillo los polvos con sabor a uva y abrió el sobre y echó el contenido en el tarro y agitó y se lo pasó al chico. Qué buena idea has tenido, papá. Durmió mientras el chico montaba guardia y al anochecer cogieron los zapatos y se los pusieron y bajaron hasta la casa para recoger el resto de las manzanas. Llenaron tres tarros de aquella agua y enroscaron los tapones de dos piezas que había encontrado en una caja en un estante del ropero. Luego lo envolvió todo en una de las mantas y lo metió en la mochila y ató las otras mantas encima y se echó la mochila a la espalda. Permanecieron en la entrada viendo cómo la luz iba descendiendo sobre el orbe occidental. Luego bajaron por el camino de grava y partieron de nuevo hacia la carretera.

El chico iba agarrado a su chaqueta y caminaban por el borde de la calzada y él trataba de palpar el pavimento bajo sus pies en la oscuridad. A lo lejos oyó truenos y al cabo de un rato vieron tenues estremecimientos de luz delante de ellos. Sacó el plástico de la mochila pero ya casi no quedaba suficiente para taparlos a los dos y al poco rato empezó a llover. Siguieron caminando a trompicones uno al lado del otro. No había adonde ir. Llevaban puestas las capuchas de sus parkas pero estas se estaban empapando de lluvia y cada vez pesaban más. Se detuvo en la carretera e intentó acomodar la lona. El chico temblaba de mala manera.

Estás helado, ¿verdad?

Sí.

Si paramos nos entrará mucho frío.

Yo ya tengo mucho.

¿Qué quieres que hagamos?

¿Podríamos parar?

Sí. Está bien. Paremos.

Fue una noche tan larga como la que más de entre las muchas similares que él recordaba. Se acostaron sobre el suelo húmedo junto a la carretera tapados por las mantas con la lluvia repiqueteando en la lona y él abrazó al chico y al cabo de un rato el chico dejó de temblar y al rato se quedó dormido. Los truenos se alejaron hacia el norte y cesaron y solo se oía la lluvia. Se durmió y volvió a despertarse y la lluvia había amainado y al cabo de un rato dejó de llover. Pensó que probablemente no era ni medianoche. Estaba tosiendo y la cosa empeoró y la tos despertó al niño. El alba tardaba mucho en llegar. Se incorporó de vez en cuando para mirar hacia el este y al cabo de un rato ya era de día.

Lió las chaquetas una después de otra en torno al tronco de un árbol pequeño y las estrujó para sacar el agua. Hizo que el chico se quitara la ropa y lo envolvió en una manta y mientras se quedaba allí tiritando estrujó sus prendas y se las pasó otra vez. El suelo donde habían dormido estaba seco y se sentaron allí cubiertos por las mantas y comieron manzanas y bebieron agua. Después salieron de nuevo a la carretera, encorvados y encapuchados y tiritando en sus harapos como frailes mendicantes enviados a buscarse manutención.

Al menos por la tarde ya estaban secos. Examinaron los pedazos de mapa pero él tenía escasa idea de dónde se encontraban. Desde un cambio de rasante en la carretera trató de determinar su posición en el crepúsculo. Dejaron la autovía y se desviaron por una estrecha carretera que atravesaba el campo y llegaron por fin a un puente sobre un arroyo seco y bajaron arrastrándose por la ribera y se acurrucaron allí debajo.

¿Podemos encender fuego?, dijo el chico.

No tenemos encendedor.

El chico apartó la vista.

Lo siento. Se me cayó. No quería decírtelo.

No pasa nada.

Buscaré algún pedernal. He estado mirando por el camino. Y todavía nos queda el frasquito de gasolina.

Bueno.

¿Tienes mucho frío?

Estoy bien.

El chico recostó la cabeza en el regazo del hombre. Al cabo de un rato dijo: Van a matar a esas personas, ¿verdad? Sí.

¿Por qué tienen que hacerlo?

No lo sé.

¿Se los van a comer?

No lo sé.

Se los comerán, ¿verdad?

Sí.

Y nosotros no podíamos ayudarlos porque se nos habrían comido también.

Sí.

Y por eso no podíamos ayudarlos.

Sí.

Vale.

Pasaron por poblaciones que recomendaban a la gente no entrar en ellas con mensajes escritos de cualquier manera en vallas publicitarias. Las vallas habían sido blanqueadas a capas finas de pintura al objeto de poder escribir en ellas y a través de la pintura podía verse un pálido palimpsesto de publicidad de artículos que ya no existían. Se sentaron en la cuneta y comieron las manzanas que les quedaban.

¿Qué pasa?, dijo el hombre.

Nada.

Encontraremos comida. Siempre encontramos algo.

El chico guardo silencio. El hombre le observó.

No se trata de eso, ¿verdad?

Da igual.

Dímelo.

El chico desvió la mirada carretera abajo.

Quiero que me lo digas. No pasa nada.

El chico negó con la cabeza.

Mírame, dijo el hombre.

Se volvió y le miró. Parecía que hubiera estado llorando.

Habla.

Nosotros nunca nos comeríamos a nadie, ¿verdad?

No. Claro que no.

¿Aunque estuviéramos muriéndonos de hambre?

Ya lo estamos.

Tú dijiste que no.

Dije que no nos estábamos muriendo. No que no estuviéramos muertos de hambre.

Pero no lo haríamos.

No. No lo haríamos.

Pase lo que pase.

Pase lo que pase.

Porque nosotros somos de los buenos.

Sí.

Y llevamos el fuego.

Y llevamos el fuego. Así es.

Vale.

Encontró fragmentos de sílex o pedernal en una zanja pero a la postre fue más sencillo rascar con los alicates una roca al pie de la cual había hecho un montoncito de yesca empapada de gasolina. Dos días más. Luego tres. Efectivamente se estaban muriendo de hambre. Una región saqueada, esquilmada, arrasada. Desvalijada hasta de la última migaja. Noches de un frío intenso y una negrura de ataúd y la mañana tardaba en llegar y traía consigo un silencio terrible. Como el amanecer previo a la batalla. La piel color de cera del chico era prácticamente translúcida. Con aquellos ojos de mirada fija parecía salido de otro mundo.

Estaba empezando a pensar que finalmente tenían la muerte encima y que era preciso buscar un sitio para esconderse donde no pudieran encontrarlos. Cuando se dedicaba a mirar cómo dormía el chico había momentos en los que empezaba a sollozar sin poder controlarse pero no por la idea de la muerte. No estaba seguro de cuál era el motivo pero pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad. Cosas en las que ya no podía pensar de ninguna de las maneras. Se agazaparon en un bosque desolado y bebieron agua de acequia filtrada con un trapo. Había visto al chico en sueños tendido sobre una tabla mortuoria y se despertó horrorizado. Lo que podía soportar en el mundo de vigilia no lo soportaba de noche y permaneció despierto por temor a que el sueño volviera.

Escarbaron en las ruinas calcinadas de casas en las que antes no habrían entrado. Un cadáver flotando en el agua negra de un sótano entre desperdicios y cañerías herrumbrosas. Entró en una sala de estar parcialmente incendiada y a cielo abierto. Las tablas alabeadas por el agua inclinándose hacia el exterior. Tomos empapados en una librería. Cogió uno y lo abrió y luego lo volvió a dejar donde estaba. Todo húmedo. Pudriéndose. En un cajón encontró una vela. No había cómo encenderla. Se la metió en el bolsillo. Salió a la luz gris y se quedó allí de pie y fugazmente vio la verdad absoluta del mundo. El frío y despiadado girar de la tierra intestada. Oscuridad implacable. Los perros ciegos del sol en su carrera. El aplastante vacío negro del universo. Y en alguna parte dos animales perseguidos temblando como zorros escondidos en su madriguera. Tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlo.

A las afueras de un pueblo se sentaron a descansar en la cabina de un camión, mirando por un parabrisas que las lluvias recientes habían dejado limpio. Una ligera capa de ceniza. Extenuados. Junto a la carretera había otro rótulo advirtiendo de la muerte, las letras descoloridas con los años, Casi le hizo sonreír. ¿Lees eso?, dijo.

Sí.

No hagas caso. Ahí no hay nadie.

¿Están todos muertos?

Eso creo.

Ojalá aquel niño estuviera con nosotros.

Vámonos, dijo.

Sueños suntuosos de los que aborrecía despertar. Cosas que el mundo ya no conocía. El frío lo impulsó a atizar el fuego. El recuerdo de ella cruzando el jardín a primera hora de la mañana en su fina bata rosa que se pegaba a sus pechos. Pensó que cada recuerdo evocado debe violentar en alguna medida sus orígenes. Como en un juego. El juego del teléfono. Más vale ser parco. Lo que uno altera mediante el recuerdo tiene sin embargo una realidad, sea o no conocida.

Recorrieron las calles envueltos en sus cochambrosas mantas. Él llevaba el revólver a la altura de la cintura y al chico cogido de la mano. Al otro extremo del pueblo vieron una casa solitaria en medio de un campo y fueron hasta allí y entraron y miraron en las habitaciones. Se toparon consigo mismos reflejados en un espejo y él casi levantó la pistola. Somos nosotros, susurró el chico. Somos nosotros.

Desde el umbral de la puerta de atrás contempló los campos y al fondo la carretera y la campiña desolada más allá de la carretera. En el patio había una barbacoa improvisada con un barril de doscientos litros rajado a lo largo con un soplete y puesto sobre un armazón de hierro soldado. Unos cuantos árboles muertos en el jardín. Una cerca. Un cobertizo metálico. Se despojó de la manta que llevaba sobre los hombros y arropó al chico con ella.

Quiero que esperes aquí.

Yo quiero ir contigo.

Solo voy hasta allá a echar un vistazo. Quédate aquí sentado. Podrás verme todo el tiempo. Te lo prometo.

Cruzó el jardín y empujó la puerta, todavía con la pistola en la mano. Era una especie de caseta. Suelo de tierra. Estantes metálicos con unas macetas de plástico. Todo cubierto de ceniza. Había herramientas de jardinería en el rincón. Un cortacésped. Un banco de madera al pie de la ventana y al lado un armarito metálico. Abrió el armario. Catálogos antiguos. Paquetes de semillas. Begonia. Dondiego de día. Se los guardó en el bolsillo. ¿Para qué? En el estante superior había dos latas de aceite para motor y se metió la pistola por el cinturón y cogió las latas y las puso encima del banco. Eran muy antiguas, hechas de cartón con cofias de metal. El aceite había empapado el cartón pero todavía parecían llenas. Retrocedió y miró desde la puerta. El chico estaba sentado en los escalones de atrás de la casa envuelto en las mantas y mirándolo a él. Cuando se dio la vuelta vio una lata de gasolina en el rincón detrás de la puerta. Sabía que no podía haber gasolina dentro pero cuando la inclinó con el pie y la hizo caer oyó un leve chapoteo. Cogió la lata y la llevó al banco e intentó desenroscar el tapón pero no pudo. Sacó los alicates del bolsillo de su chaqueta y separó las mandíbulas y probó.

Ajustaban por poco y arrancó el tapón y lo dejó encima del banco y olfateó la lata. Un olor nauseabundo. Gasolina vieja de años. Pero ardería. Volvió a colocar el tapón y se guardó los alicates en el bolsillo. Buscó algún envase más pequeño pero no había ninguno. No debería haber tirado la botella. Mirar en la casa.

Al cruzar por la hierba se sintió mareado y hubo de detenerse. Se preguntó si sería de oler la gasolina. El chico le estaba observando. ¿Cuántos días hasta la muerte? ¿Diez? No muchos más. No podía pensar. ¿Por qué se había detenido? Dio media vuelta y miró la hierba. Regresó. Tanteando el suelo con los pies. Se detuvo y dio media vuelta otra vez. Luego regresó al cobertizo. Salió con una pala de jardín y allí donde antes se había parado hincó la hoja en el suelo. Se hundió hasta la mitad y luego produjo un sonido hueco como a madera. Empezó a retirar la tierra con la pala.

Ritmo lento. Dios, qué cansado estaba. Tuvo que apoyarse en la pala. Levantó la cabeza y miró al chico. Se dobló otra vez para continuar. No mucho después ya descansaba entre palada y palada. Lo que al cabo desenterró era un trozo de contrachapado cubierto con fieltro para techos. Excavó un poco más junto a los bordes. Era una puerta de casi un metro por dos o algo menos. En un extremo tenía una aldaba con un candado sujeto mediante cinta adhesiva dentro de una bolsa de plástico. Descansó agarrándose al mango de la pala, la frente en el pliegue del brazo. Cuando levantó de nuevo la cabeza el chico estaba de pie a unos pocos pasos de él. Muy asustado. No la abras, papá, susurró.

Tranquilo.

Por favor, papá. Por favor.

No pasa nada.

Sí que pasa.

Tenía los puños cerrados sobre el pecho y botaba de puro miedo. El hombre tiró la pala y lo rodeó con sus brazos. Vamos, dijo. Nos sentaremos en el porche y descansaremos un poco.

¿Y luego nos vamos?

Descansemos un rato.

Vale.

Se sentaron envueltos en las mantas y contemplaron el patio. Estuvieron sentados mucho tiempo. Él intentó explicar al chico que allí no había nadie enterrado pero el chico rompió a llorar. Al cabo de un rato hasta él mismo pensó que el niño quizá tenía razón.

Quedémonos aquí sentados. No hace falta hablar.

Vale.

Recorrieron otra vez la casa. Encontró una botella de cerveza y un resto de cortina y rasgó un borde de la tela y lo embutió por el cuello de la botella usando un colgador. Te presento nuestra nueva lámpara, dijo.

¿Cómo la vamos a encender?

En el cobertizo he encontrado un poco de gasolina. Y también aceite. Ya te enseñaré.

Vale.

Vamos, dijo el hombre. Todo irá bien. Te lo prometo.

Pero al inclinarse para mirar la cara del chico bajo la capucha de la manta mucho se temió que algo había desaparecido para siempre, irremediablemente.

Salieron de la casa y cruzaron el patio hasta el cobertizo. Dejó la botella encima del banco y cogió un destornillador e hizo un agujero en una de las latas de aceite y luego uno más pequeño para que drenara mejor. Extrajo la mecha de la botella y llenó la botella hasta la mitad, viejo aceite lubricante monogrado, espeso y gélido, tardaba mucho en fluir. Desenroscó el tapón de la lata de gasolina y utilizó uno de los paquetes de semillas para hacer un pequeño espiche y echó gasolina en la botella y puso la yema del pulgar encima y la agitó. Luego derramó un poco en un plato de barro y cogió el trapo y volvió a meterlo en la botella presionando con el destornillador. Se sacó un pedacito de sílex del bolsillo y cogió los alicates y golpeó el pedernal contra la sierra de las mandíbulas. Después de probar un par de veces añadió más gasolina al plato. Van a salir llamas, dijo. El chico asintió con la cabeza. Rascó en el plato para producir chispa y la gasolina prendió echando llama con un bufido grave. Alcanzó la botella y la inclinó y encendió la mecha y sopló para apagar la llama del plato y le pasó al chico la botella humeante. Toma, dijo. Cógela.

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