Vamos.
Caminaron hasta la cerca.
¿Adónde vamos?, dijo el chico.
Tenemos que encontrar el carrito.
Se quedó allí parado, las manos en los sobacos de su parka Vamos, dijo el hombre. Tienes que caminar.
Vadeó por los campos nevados. La nieve honda y gris. Había ya una capa reciente de ceniza. Consiguió avanzar unos cuan tos pasos más y luego se volvió para mirar atrás. El chico había caído. Dejó las mantas y el plástico que llevaba sobre el brazo y fue a recogerlo. El chico ya estaba tiritando. Lo levantó y lo estrechó contra su pecho. Lo siento, dijo. Lo siento.
Localizar el carrito les llevó un buen rato. Lo puso derecho sacándolo de la nieve y cogió la mochila que había dentro, la sacudió y la abrió para guardar una de las mantas. Metió mochila y las americanas y la otra manta dentro de la cesta del carrito y agarró al chico y lo puso encima y le deshizo el nudo de los zapatos y se los quitó. Luego sacó su cuchillo y se puso a cortar una de las americanas para envolver los pies del chico. Utilizó toda la tela y luego cortó unos cuadrados grandes del plástico y los agarró por debajo y envolvió con ellos los tobillos del chico, atándolos con el forro de las mangas de la americana. Retrocedió unos pasos. El chico bajó la vista. Ahora tú, papá, dijo. Arropó al chico con otra americana y luego se sentó en el plástico encima de la nieve y se envolvió él también los pies. Se calentó las manos dentro de la parka luego metió los dos pares de zapatos en la mochila con los prismáticos y el camión de juguete. Sacudió la lona y la dobló y la ató con las otras mantas en lo alto de la mochila y se cargó esta a la espalda y luego echó una última ojeada a la cesta pero eso fue todo. En marcha, dijo. El chico miró por última vez el carrito y luego lo siguió hacia la carretera.
La marcha se hacía más ardua de lo que él había imaginado. En una hora apenas habían recorrido un kilómetro y medio. Se detuvo y miró al chico. El chico se detuvo y esperó.
Tú crees que vamos a morir, ¿verdad?
No sé.
No nos vamos a morir.
Vale.
Pero no me crees.
No sé.
¿Por qué piensas que vamos a morir?
No sé.
Deja de decir no sé.
Vale.
¿Por qué crees que vamos a morir?
No tenemos comida.
Ya encontraremos algo.
Vale.
¿Cuánto tiempo crees que uno puede estar sin comer?
No lo sé.
Pero ¿a ti cuánto te parece?
Quizá unos días.
¿Y luego? ¿Te caes muerto y ya está?
Sí.
Pues no. Se tarda mucho. Tenemos agua. Eso es lo más importante. Sin agua no duras mucho tiempo.
Vale.
Pero tú no me crees.
No lo sé.
Le miró detenidamente. Allí de pie con las manos en los bolsillos de la americana a rayas demasiado grande para él. ¿Tú crees que te miento?
No.
Pero piensas que podría mentir sobre lo de morirnos.
Sí.
De acuerdo. Quizá te mentiría. Pero no nos vamos a morir. Vale.
Examinó el cielo. Algunos días la capa de nubes encenizadas era menos densa y ahora los árboles que flanqueaban la carretera daban una sombra muy tenue sobre la nieve. Siguieron adelante. El chico no iba bien. Se detuvo y le miró los pies y volvió a atar el plástico. Cuando la nieve empezara a fundirse sería muy difícil mantener los pies secos. Paraban a menudo para descansar. Ya no tenía fuerzas para cargar con el niño. Se sentaron encima de la mochila y comieron puñados de nieve sucia. A media tarde estaba empezando a derretirse. Pasaron frente a una casa incendiada, en el patio solo quedaba en pie la chimenea de ladrillo. Estuvieron en la carretera todo el día, si día se le podía llamar. Las pocas horas que duró. Debían de haber cubierto unos cuatro kilómetros.
Pensó que la carretera estaría tan mal que no habría nadie pero se equivocaba. Acamparon casi en la calzada misma y encendieron un gran fuego, acarreando ramas muertas de la nieve y apilándolas sobre las llamas donde sisearon y despidieron vapor. No había modo de impedirlo. Las pocas mantas que tenían no les daban suficiente calor. Procuró no dormirse. De repente se despertaba, incorporándose y palpando a su alrededor en busca de la pistola. El chico estaba muy flaco. Lo observó mientras él dormía. La cara chupada y los ojos hundidos. Una extraña belleza. Se levantó y llevó más leña hasta la lumbre.
Salieron a la carretera. Había huellas en la nieve. Un carro. Algún vehículo con ruedas. Algo con neumáticos de caucho a juzgar por las bandas estrechas. Huellas de bota entre las ruedas. Alguien había pasado de noche rumbo al sur. O de madrugada. Por la carretera a aquellas horas. Se quedó allí de pie pensando en eso. Resiguió el rastro con cuidado. Habían pasado a menos de quince metros del fuego y ni siquiera se habían parado a mirar. Miró en la otra dirección. El chico le observaba.
Tenemos que apartarnos de la carretera.
¿Por qué, papá?
Alguien viene.
¿Los malos?
Sí. Eso me temo.
Podrían ser buenos, ¿no?
No respondió. Miró al cielo por la fuerza de la costumbre pero no había nada que ver allí.
¿Qué vamos a hacer, papá?
Nos marchamos.
¿No podemos volver al fuego?
No. Vamos. Seguramente no tenemos mucho tiempo.
Es que me muero de hambre.
Ya lo sé.
¿Qué vamos a hacer?
Tenemos que ocultarnos. Salir de la carretera.
¿Verán nuestras huellas?
Sí.
¿Qué podemos hacer para que no las vean?
No lo sé.
¿Sabrán dónde estamos? ¿Qué?
Si ven nuestras huellas, ¿sabrán dónde estamos?
Se volvió para mirar las grandes pisadas redondas que habían dejado en la nieve.
Se lo imaginarán, dijo.
Luego se detuvo.
Tenemos que pensarlo bien. Volvamos al fuego.
Su idea había sido buscar un sido en la carretera donde la nieve se hubiera fundido del todo pero luego pensó que como sus huellas no reaparecerían al otro lado no serviría de nada. Apagaron la lumbre a puntapiés de nieve y caminaron entre los árboles describiendo un círculo y volvieron. Se apresuraron dejando un laberinto de huellas y luego se dirigieron otra vez hacia el norte atravesando el bosque sin perder de vista la carretera.
Escogieron aquel sitio simplemente porque era el punto más elevado del itinerario y desde allí tenían una vista de la carretera hacia el norte y del camino por donde habían venido. Extendió la lona sobre la nieve mojada y envolvió al chico en las mantas. Vas a tener frío, dijo. Pero quizá no estaremos aquí mucho rato. No había pasado una hora cuando dos hombres llegaron a paso largo por la carretera. Cuando hubieron pasado se puso de pie para observarlos. Y justo cuando lo hacía los hombres se detuvieron y uno de ellos miró hacia atrás. Se quedó inmóvil. Estaba envuelto en una de las mantas grises y habría sido difícil verle pero no imposible. Dedujo que quizá habían olido el humo. Los hombres hablaron entre sí. Luego siguieron andando. Se sentó. Todo va bien, dijo. Solo tenemos que esperar un poco. Pero creo que todo va bien.
No habían comido nada y dormido muy poco durante cinco días y en semejante estado a las afueras de un pueblo vieron una casa antaño suntuosa encaramada a un promontorio que dominaba la carretera. El chico le tenía cogida la mano. La nieve tanto en el macadán como en los campos y el bosque orientados al sur estaba fundida en su mayor parte. Se quedaron allí parados. Tenían los pies fríos y húmedos pues las bolsas de plástico ya estaban muy gastadas. La casa era alta y señorial, con blancas columnas dóricas en la fachada. Una puerta cochera en un costado. Un camino de grava que subía en curva por un campo de hierba muerta. Las ventanas estaban curiosamente intactas.
¿Qué sitio es este, papá?
Chsss… Quedémonos aquí y escuchemos.
No había nada. El viento agitando los helechos muertos junto a la carretera. Un crujido en la distancia. Puerta o persiana.
Creo que deberíamos ir a ver.
Papá, no subamos.
No pasa nada.
Yo preferiría no subir.
Tranquilo. Tenemos que echar un vistazo.
Se aproximaron despacio por el camino de grava. No había huellas en los trechos ocasionales de nieve a medio fundir. Un seto alto de alheña. Un antiguo nido de pájaros metido allí en el mimbre. Se quedaron en el jardín estudiando la fachada. Los ladrillos caseros como horneados de la misma tierra sobre la que se erguía. La pintura desconchada colgando en largas tiras como seda en rama de las columnas y de los combados cielos rasos. Una lámpara suspendida de una cadena larga en lo alto. El chico se agarró a él mientras subían los escalones. Una de las ventanas estaba ligeramente abierta y un cordón salía de allí y atravesaba el porche para perderse en la hierba. Cogió al chico de la mano y cruzaron el porche. Por aquellas tablas habían transitado esclavos llevando comida y bebida en bandejas de plata. Se acercaron a la ventana y miraron al interior.
¿Y si hay alguien, papá?
Aquí no hay nadie.
Deberíamos irnos, papá.
Tenemos que encontrar algo de comer. No hay otra alternativa.
Podríamos buscar en otra parte.
Todo irá bien. Vamos.
Se sacó la pistola del cinturón y probó de abrir la puerta. Cedió lentamente hacia dentro sobre sus grandes goznes de latón. Se quedaron allí escuchando. Luego entraron a un amplio vestíbulo con baldosas de mármol negras y blancas. Una escalera ancha para subir. En las paredes buen papel Morris con sombras de humedad e hinchado. El techo de escayola estaba abombado formando amplios festones y en la parte alta de las paredes los amarillentos dentículos se arqueaban y combaban. A mano izquierda en la entrada de lo que debía de haber sido el comedor había un gran aparador de nogal. Las puertas y cajones habían desaparecido pero el resto era demasiado grande para quemar. Se quedaron en el umbral. En una ventana de una esquina de la habitación había una gran pila de ropa. Ropa y zapatos. Cinturones. Chaquetas. Mantas y sacos de dormir viejos. Tendría tiempo de sobra después para pensar en ello. El chico se le colgó de la mano. Estaba aterrorizado. Cruzaron el vestíbulo hasta la habitación del fondo y entraron y se quedaron quietos. Era una sala grande con techos el doble de altos que las puertas. Un hogar con ladrillo visto allí donde la repisa de madera y el marco habían sido arrancados y quemados. Había varios colchones y ropa de cama todo bien puestos en el suelo frente al hogar. Papá, susurró el chico. Chsss…, dijo el hombre.
Las cenizas estaban frías. Alrededor unas cacerolas renegridas Se puso en cuclillas y cogió una para olería y la dejó donde estaba. Se levantó y miró por la ventana. Hierba gris, pisoteada Nieve gris. El cordón que venía de la ventana estaba atado un timbre de latón y el timbre estaba fijado a una tosca plantilla de madera que habían clavado a la moldura de la ventana Cogió al chico de la mano y fueron hasta la cocina por un pasillo estrecho. Basura amontonada por todas partes. Un fregadero manchado de orín. Olor a moho y excrementos. Entraron en un cuartito contiguo, tal vez una despensa.
En el suelo de ese cuarto había una puerta o trampilla y estaba cerrada con un candado grande hecho de láminas de acero superpuestas. Se lo quedó mirando.
Papá, dijo el chico. Vámonos. Papá…
Si está cerrado con llave es por algo.
El chico le tiró de la mano. Estaba a punto de llorar. Papá, dijo.
Necesitamos comer.
Yo no tengo hambre, papá. En serio.
Tenemos que encontrar algo para hacer palanca.
Salieron por la puerta de atrás, el chico aferrado a él. Se metió la pistola por dentro del cinturón y estudió el patio con la mirada. Había un sendero hecho de ladrillo y la forma nervuda y retorcida de lo que en tiempos había sido una hilera de boj. En el jardín había una vieja grada de hierro apoyada en unos pilares de ladrillos superpuestos y alguien había metido entre sus dientes un caldero de hierro colado de ciento cincuenta litros como los que se usaban antes para fundir grasa de cerdo. Debajo había cenizas de un fuego y leños renegridos. Más allá un pequeño carro con neumáticos. Todas estas cosas las vio y no las vio. Al fondo del patio había un ahumadero de madera y un cobertizo. Fue hacia allá medio arrastrando al chico y se puso a hurgar entre las herramientas metidas en un barril bajo el techo del cobertizo. Escogió una pala de mango largo y la sopesó. Vamos, dijo.
De nuevo en la casa utilizó el filo de la pala para cortar alrededor del picolete del cerrojo y finalmente hincó la pala debajo del picolete e hizo palanca. Estaba atornillada a la madera y la cosa salió de golpe, con cerradura y todo. Introdujo la hoja de la pala a puntapiés bajo las tablas y paró y sacó su encendedor.
Luego se puso derecho sobre la espiga de la pala y levantó el canto de la trampilla y se inclinó para agarrarla. Papá, susurró el chico.
Se detuvo. Escúchame bien, dijo. Ya basta. Nos estamos muriendo de hambre, ¿entiendes? Luego levantó la trampilla y la abrió del todo dejándola caer al suelo.
Tú espera aquí, dijo.
Voy contigo.
Pensaba que tenías miedo.
Tengo miedo.
Está bien. Ponte detrás y no te apartes de mí.
Miró los escalones de madera basta que bajaban. Agachó la cabeza y luego encendió el mechero y paseó la llama por la oscuridad como una ofrenda. Frío y humedad. Un hedor infame. El chico se le agarró a la chaqueta. Se veía parte de una pared de piedra. Suelo de arcilla. Un colchón viejo con manchas oscuras. Se agachó y bajó otro escalón con el encendedor al frente. Acurrucados junto a la pared del fondo había hombres y mujeres desnudos, todos tratando de ocultarse, protegiéndose el rostro con las manos. En el colchón yacía un hombre al que le faltaban las dos piernas hasta la cadera, los muñones quemados y ennegrecidos. El olor era insoportable. Cielo santo, susurró.
Entonces uno a uno volvieron la cabeza y parpadearon a la miserable luz. Ayúdenos, dijeron en voz baja. Por favor, ayúdenos.
Dios, dijo él. Oh, Dios.
Agarró al chico. Date prisa, le dijo. Date prisa.
Se le había caído el encendedor. No había tiempo para buscarlo. Empujó al chico escaleras arriba. Ayúdenos, decían ellos.
Deprisa.
Una cara barbuda apareció al pie de la escalera. Por favor, dijo en voz alta. Por favor.
Deprisa. Rápido, por el amor de Dios.