La chica sobre la nevera (14 page)

La escuela de magia

Nunca olvidaré la fiesta del final de la secundaria de la escuela de magia. El director hizo subir al escenario a los mejores diez graduados de la promoción, y cada uno de ellos hizo una demostración de sus habilidades. Eliav Morgenstein revoloteó por encima de los padres que componían el público como si fuera un pájaro, Elad Livnat convirtió unos cereales en serrín y Avigail Pizsimons, que por entonces era novia mía, construyó un puente de cerillas que iba desde el escenario hasta el palco de honor, un puente que simbolizaba la relación existente entre la generación cósmica futura y el legado cósmico del pasado. Me sentí tan orgulloso de ella cuando lo hizo. Y es que, en general, aquélla fue una noche muy especial. Al final nos dieron a todos un diploma y una medalla. En la medalla ponía: «Puedo hacerlo todo», y la fecha en que terminamos los estudios. En el anverso aparecía grabado el lema de la organización internacional de magos: «El cielo no es el límite». Me encanta ese lema. Todas las mañanas, durante mis cuatro años de estudios, detenía la bicicleta delante del portón de entrada de la universidad de los magos y lo leía de la gigantesca placa de mármol escrita en letras latinas. Allí en el portón había muchos mendigos, que siempre molestaban a quien se entretenía en la entrada, pidiendo dinero y otras cosas. Pero a mí no me importaba; me pasaba allí todo el tiempo que faltaba para que diera comienzo la clase y repetía una y otra vez el lema. Porque eso me daba mucha fuerza.

En la universidad de los magos fui aceptado para pasar directamente al segundo ciclo, en el que la mayor parte de los estudios se basaban en el trabajo personal. Nos sentábamos frente a los ordenadores del «Puedo hacerlo todo» y pasábamos de un menú al otro en busca de un nuevo sortilegio en el que ejercitarnos. «Maduración de manzanas», «Aumento de pecho (sólo mujeres)», «Protección de tus seres queridos», allí estaba todo. No había más que pasar por el menú y escoger.

A la ceremonia de la entrega de mi título de licenciado con grado no fue nadie a verme. Avigail y yo nos habíamos separado justo entonces, y mis padres habían muerto los dos hacía un par de meses en un accidente de avión. Había sido mi padre el que siempre me había empujado por el camino de la prestidigitación, y eso ya desde que era niño. Lamenté muchísimo que no pudiera verme ahora allí, en el estrado. Cada uno de los graduados podía hacer una demostración de algún punto de su tesis en la ceremonia de entrega de los títulos. Amikam Schneidman, que era sin ningún lugar a dudas la gran esperanza israelí en el terreno de la magia clásica, mostró cómo convertía unos cuantos objetos inertes en seres vivos; Mahmud Al-Maari logró encogerse hasta un tamaño diminuto y conversar con cosas inexistentes. Yo maté una vaca. Estaba pensando en otra cosa cuando salía del aparcamiento con el coche y ¡pum! Después de muerta volvió a convertirse en una grapadora de oficina.

Con mi título de licenciado con grado me marché a Estados Unidos. En Estados Unidos los magos están mucho mejor considerados que en Israel, además de que aquí ya no me quedaba nadie. Allí viajé muchísimo, siempre en busca de sitios nuevos. Los magos no trabajan, ya que la prestidigitación no es un oficio; se limitan a ir de un lugar a otro y a hacer lo que quieran. Yo, particularmente, follaba mucho, porque pasaba por un momento de gran éxito con las chicas. En cada ciudad salía con una distinta. En el extranjero los magos están rodeados como de un halo de prestigio, algo parecido a lo que les pasa en Israel a los pilotos, y las norteamericanas, sin que exista un motivo especial, se entregan con facilidad a ellos.

No amé a ninguna, excepto a Mersi. La conocí en Nueva York, en el McDonald’s en el que ella trabajaba de cajera. A los dos días nos fuimos a vivir juntos y ella dejó el trabajo. Nos pasábamos el día paseando por la ciudad, y cuando se nos terminaba el dinero yo mismo creaba unos cuantos billetes de latas vacías de bebidas carbónicas. Lo pasábamos muy bien. Ni por un momento pensé que un buen día aquello pudiera llegar a terminar. Pero en una ocasión bajamos al metro y pasamos por delante de un hombre al que le habían amputado las dos piernas. Estaba sentado en un rincón y junto a él había una lata de conserva vacía. Mersi me pidió que lo ayudara, de modo que cogí del suelo una lata de Coca-Cola Diet y le hice con ella un billete de cien. Puse el billete en la lata. El inválido parecía muy contento. Agitaba el billete con una mano y se palmeaba con entusiasmo el muñón izquierdo con la otra. Justo en ese momento llegó nuestro metro a la estación, pero Mersi no quiso subir. Dijo que no era suficiente. Busqué más latas por el suelo, pero no encontré ninguna. Mersi dijo que no se trataba de eso, de dinero, que lo que quería era que le devolviera las piernas. No supe qué decirle; porque el caso era que el tema de los descapacitados nunca se me había dado bien. Si se hubiera tratado de una enfermedad o de un defecto de nacimiento, todavía me habría visto capaz de improvisar algo, pero de cómo hacer brotar algo de unos simples muñones, yo no sabía absolutamente nada. Miré al tullido y él me miró a mí, al tiempo que me decía:

–Eh, no te preocupes. Me has dado cien pavos, que ya es algo.

Lo mismo opinaba yo, pero Mersi se puso realmente furiosa.

–De todas formas, si hay algo más que pueda hacer por usted –le pregunté, sobre todo por calmar a Mersi.

–¿Que pueda hacer por mí? –se rió el tullido–. Sí, me encanta esa medalla que llevas en la chaqueta. ¿Podrías dejármela ver?

La idea no me entusiasmaba demasiado, pero no quería enfadar más a Mersi, así que le di la medalla. El tullido se la prendió en la mugrienta camisa.

–Mírame –se rió–, puedo hacerlo todo, compadre. Soy un loco hijo de puta que lo puede hacer todo.

De camino a casa Mersi lloró y dijo que me odiaba, que se marchaba otra vez a trabajar con las hamburguesas y que no quería volver a verme nunca más. Al principio creí que se trataba de una rabieta pasajera, que en dos o tres paradas se le pasaría y que volveríamos a abrazarnos y a hacer las paces. Me equivocaba. En Union Square se bajó del vagón, las puertas se cerraron tras ella, y desde entonces no la he vuelto a ver. Yo me fui hasta la última parada, recogiendo latas y botellas del suelo y convirtiéndolas en dinero. Al salir a la calle llevaba ya más de seiscientos dólares. Era tarde, más de las dos. Eché a andar de vuelta en dirección a Manhattan, en busca de una tienda de bebidas alcohólicas que estuviera abierta las veinticuatro horas.

Hormigas

Les quito la cabeza con un cuchillo, una por una, para que queden exactamente iguales. Después las ordeno formando un gran montón, por orden estricto de entrada en el nido, y espero. Una hormiga regresa ahora al nido con una miguita de pan. Trepa por el montón y no puede ni imaginarse la que le espera. Enciendo la cerilla y ella empieza a arder.

Mi madre dice que tengo que estudiar solo, ahora que ya no estoy en el colegio. Pero mi padre ya me había dicho en más de una ocasión que en el colegio no se aprenden más que mentiras y tonterías. Y para estudiar en solitario mentiras y tonterías no es que tenga demasiadas ganas, así es que en vez de eso voy y me entretengo con las hormigas.

Mi padre y mi madre apenas hablan desde que dejé de ir al colegio. Mi madre culpa a mi padre de eso.

–Ya me avisaron de cómo eras –la oí gritarle en una ocasión–, ya me dijeron que no me casara contigo. Mírate, te levantas todos los días a mediodía, no trabajas, te paseas desnudo por la casa. El niño se avergüenza de ti. No sé si te has dado cuenta. Por eso está siempre fuera.

Ni me avergüenzo ni nada de nada, lo único que me pasa es que ahora estoy un poco ocupado. He empezado a organizarles a las hormigas un plan de entrenamiento. Y funciona muy bien. Yo les doy la orden y ellas la ejecutan al instante, sin vacilar, en medio segundo.

Soy como Dios para ellas. Puedo hacer con ellas lo que se me antoje, y ellas lo saben perfectamente. Que me apetece, pues el nido está a reventar de comida; que me hacen enfadar, pues entonces ven sus vidas extinguirse aplastadas bajo las suelas de mis sandalias.

Mi madre se ha ido de casa, me ha llevado con ella y se ha mudado a vivir con Hasida Schweig, pero yo me he escapado a casa. Ahora tengo un plan. Un plan de venganza que le devolverá a mi padre el honor perdido. Es muy simple, lo único que hay que hacer es ser constante con el plan de entrenamiento.

Dos hormigas es una miga, diez es ya una hoja de olivo, treinta billones es un colegio entero que se eleva por los aires.

–Bajadnos –les grita Mensch–, os ordeno que inmediatamente nos bajéis –pero las hormigas pasan de él, porque sólo obedecen mis órdenes. Los niños saltan ahora por las ventanas de la clase. Con cada niño que salta fuera el peso del edificio se aligera y las hormigas avanzan más deprisa. Al cabo de cinco minutos están ya corriendo.

Ahora vuelvo a casa, y vuelvo como un vencedor. No sólo las hormigas me admiran, sino también los niños de la clase. El colegio ya no existe, ni tampoco existe quien pueda reírse de mi padre. Todo va a volver a ser ahora exactamente igual a como era antes. Quiero contárselo a mi padre, pero no está en casa. Reviso las habitaciones una por una: no está ni en el salón ni en el dormitorio. Puede que se haya enterado de que todo ha terminado, pienso para mis adentros, y haya vuelto al trabajo. Pero no, no es eso; lo veo desde la ventana de la cocina, en el patio, desnudo, agachado a cuatro patas junto al nido de las hormigas.

¡Parados!

De repente pude hacerlo. Decía en la calle, «¡Parados!», y todos se paraban, así, sin más, allí en medio. Los coches se detenían, las bicicletas, y hasta las motoretas esas de los mensajeros clavaban frenos. Entonces me paseaba entre todos buscando a las chicas más guapas. Les decía que dejaran las bolsas en el suelo, o las hacía bajar de un autobús, y después las llevaba a mi casa y me las follaba hasta que salía humo. Era fabuloso, sencillamente
dabuten
. «¡Parados!», «¡Tú, ven aquí!», «¡Échate en la cama!». Y después: pim, pam, ¡fuera! Las chicas que pasaban por mi casa eran verdadera carne de revista, me sentía de fábula, como un rey. Hasta que mi madre empezó a entrometerse.

Mi madre dijo que estaba bastante disgustada por toda esa historia. Y yo le contesté que no había nada por lo que disgustarse. Yo les decía a las chicas que vinieran, y ellas accedían; no es que las violara ni nada parecido. A lo que mi madre dijo:

–No, no, Dios nos libre. Sólo que hay algo en todo este asunto que resulta muy poco humano. Turbio. No sé cómo explicártelo, pero tengo la corazonada de que no estableces ninguna relación con esas chicas.

Entonces le dije a mi madre que se podía guardar esa corazonada para sí misma. Le dije que hiciera lo que le apeteciera y que me dejara hacer a mí lo que yo quisiera. Grité «¡Parados!» y la dejé en medio de la calle Reines bajo una lluvia torrencial. Estaba muy enfadado por el hecho de que se metiera en mi vida.

Desde entonces ya no fue lo mismo. De repente me molestaba lo que ella había dicho, que no establecía ningún tipo de relación. Seguía follándomelas, pero como no sentía que nos uniera ningún vínculo, todo se estropeó. Al principio creí que era porque no decían nada. Así que les decía a las chicas «A ver si decís algo». Y ellas decían de todo: imitaban a Mickey Mouse, a los políticos o hacían el ruido de un martillo neumático. Pero resultó una pesadilla, una verdadera pesadilla. Al final tuve que decirles yo lo que quería que hicieran, pero literalmente. «Ah, ah», «Qué-bien-qué-bien», «Más deprisa», y cosas por el estilo. Y ellas lo repetían durante el polvo, pero siempre con mi entonación.

–Ay, ay, no pares, por favor, que ya me corro –decían, tendidas boca arriba con una mirada vidriosa en los ojos.

Sabía que mentían y eso me irritaba tanto que hubiera sido capaz de estrangularlas.

–Si no sientes lo que dices, no lo digas –les gritaba, y después ya no se me levantaba; era realmente deprimente.

Pero finalmente conseguí entender qué era lo que me había jodido el invento. Mi problema era que me empeñaba en especificar demasiado. Llegado un momento se me ocurrió que podía ser eso, y entonces me puse a decirles cosas más generales, como «Aparentad que estáis disfrutando mucho», y cuando me empezaba a molestar la sensación de que ya sonaban muy falsas, me limitaba a decirles «Disfrutad». Entonces resultó cojonudo, simple y llanamente cojonudo. Ellas chillaban. Me arañaban la espalda. Me decían «Eres el mejor». ¿Os lo podéis imaginar? Modelos, azafatas de vuelo, conductoras de los programas radiofónicos de altas horas de la noche de la emisora del ejército, en mi cama, diciéndome que era maravilloso.

Sólo que entonces empezó a molestarme el hecho de que se vinieran conmigo sólo porque yo se lo decía. Me dio como un latigazo en el cerebro y me cayó como un mazazo. Pasaba yo por la calle Reines esquina Gordon. Mi madre todavía seguía con la misma expresión de disculpa en la cara, exactamente donde yo la había dejado, y de repente lo comprendí: aquello no tenía sentido. Nunca lo tendría. Porque de aquellas chicas, ninguna, pero que ninguna de ellas me apreciaba de verdad. No había ninguna que me quisiera por lo que realmente soy. Y si no se acercaban a mí por mi carácter, aquello, sencillamente, no tenía ningún sentido.

Desde ese momento lo fui dejando y empecé a ligar con las chicas como una persona normal. Me fue para la mierda, un fiasco, y pasé por una temporada horrible. Chicas a las que hubiera podido follarme en plena calle empujándolas contra un buzón de correos, se negaban, de pronto, a darme su número de teléfono. Empezaron a decirme cosas como que me apestaba la boca, que no les resultaba atractivo o que tenían novio. Era desesperante, una verdadera putada. Pero tantas eran mis ansias por mantener una relación verdadera, que por muy grande que era la tentación de volver a los polvos de antes, no me dejé vencer por ella.

Después de tres meses de verdadera tortura me encontré en la calle Ibn Gabirol a la explosiva modelo esa de la sidra. Intenté hablar con ella, me esforcé por ser gracioso, la perseguí con un ramo de flores, pero ella ni tan siquiera se volvió hacia mí. Al lado de Gan Ha-Ir la esperaba un Mazda Sport con un modelo que anuncia unos aperitivos. Ella estaba a punto de marcharse con él. Como yo no sabía ya qué hacer, sin tan siquiera darme cuenta grité «¡Parados!», y ella se detuvo. Todos se detuvieron. Miré a todas las personas que se habían quedado petrificadas a mi alrededor. Y a ella, que era tan guapa como en los anuncios. No sabía qué hacer. Por un lado no podía, simplemente no podía dejarla marchar. Por el otro, deseaba que si estaba conmigo fuera exclusivamente por mi carácter, por mi forma interior de ser, y no por una orden. Y entonces se me ocurrió la solución. Fue una auténtica revelación. La tomé de la mano, la miré a los ojos y le dije:

–Ámame por mi carácter, por lo que de verdad soy.

Después de eso me la llevé a casa y me la follé como un loco. Ella chilló, me arañó la espalda y me dijo:

–¡Házmelo, ay, sí, házmelo otra vez!

Me amó, llegó a amarme tanto... Y no sin motivo, sino por lo que soy de verdad.

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