La chica sobre la nevera (15 page)

Otra alternativa

De pronto se abrió ante ella otra alternativa. Una alternativa que aparentemente siempre había existido, pero que en su caso, por lo menos, no había resultado factible. Recordaba perfectamente cómo, hacía tan sólo seis meses, había mirado desde la terraza hacia abajo. Y aquella cosa que le había paralizado el cuello mientras le murmuraba a través de la garganta, «No entiendo cómo alguien puede hacerse eso a sí mismo», porque sencillamente no lo entendía. Mientras que ahora resultaba que sí. No es que fuera a tener que hacerlo, pero la alternativa existía. Como el permiso de conducir, o como un visado para los Estados Unidos. Algo que puede aprovecharse o no.

Hubo un tiempo en que tampoco les hacía eso a los hombres. Una mamada, una chupada, un biberón; resulta interesante observar lo mucho que se parecen todos los nombres que le han puesto a eso. Puede que fuera precisamente por esos nombres por lo que le había dado tanto reparo. Mientras que ahora ya no. Tampoco es que experimentara con ello un gran placer, pero ahora era capaz de hacerlo cuando le parecía adecuado. Una alternativa más.

Ahí están tendidos los dos en la cama, y ella tiene el sabor ese del
después de
en la boca. Entre salado y viscoso, o algo así. Algo parecido al regusto que deja el pescado o un panecillo de sésamo. Ahora él la atrae hacia arriba con la ceremoniosa rutina de siempre. Y la besa en la boca. Para sentir también el sabor. Como para demostrar que no es algo asqueroso.

–¿En qué piensas? –le pregunta él.

Ella le sonríe y piensa en la alternativa.

–En nada –le contesta ella–, en nada.

¿Será verdad que en nada, después de esto, o habrá algo? La intuición de ella le dice que nada. Porque si ahora, que todo va tan bien, basta con nada, es de suponer que así también será después. Pero no necesariamente. Nada tiene que suceder necesariamente. Disfrutamos de la libre elección. O la nada o la no nada. Tenemos ante nosotros todas las alternativas.

Dicen de ella que tiene mucho talento, pero yo qué sé. Le ronda la cabeza, y eso podría compararse a un piso abandonado. Como la casa de unos padres que han amontonado todos los muebles en un rincón porque su hijo va a dar una fiesta. En pintura, dicen, y también escribiendo. Creativa sí lo es, pero callada y rara. Y lo que yo digo: anda y entiéndela. Nada está claro en todo esto. Lo que sí sé es que es por ella por lo que me siento culpable.

Siempre me he preguntado qué pensarán ellas cuando lo hacen. No cuando se suicidan, sino cuando practican sexo oral. Es algo que me inquieta. Siempre me ha parecido que creen que es para putearlas, para humillarlas. He confiado en que si algún día lograba meterme en la cabeza de ella todo sería diferente, que llegaría a cierta introspección. Me jodería mucho que fuera de otra manera, porque entonces ¿para qué me he hecho escritor?

Ella está mirando desde la terraza hacia arriba. Cielo. Barrotes y cielo. No es que sean muy agudos, sus pensamientos. Todo es kitsch. Al final ella morirá, a pesar de que dicen que tiene mucho talento. Me la mamará y morirá. Morirá y me la mamará. En nombre de la libertad de elección. En nombre del movimiento de liberación de la mujer y de la fuerza de la gravedad. Y yo podré atar todos los cabos con un gran golpe de efecto final que resalte todas mis dotes narrativas. O podré no hacerlo.

Sin ella

¿Qué harás tú el día en que la mujer de tu vida muera? Yo me fui en coche a Jerusalén y volví. Había unos atascos terribles, porque justo entonces se inauguraba no sé qué festival de cine. Sólo del centro de la ciudad hasta Shaar HaGai tardé más de una hora en llegar. Con el que iba era un abogado joven que además era especialista en ciertas artes marciales o algo así.

–Os doy las gracias –se pasó murmurando durante todo el camino–, os doy las gracias por haberme escogido, y sobre todo a mi madre, porque sin ella... sin ella...

Todo el rato se atascaba en el «sin ella», y así unas trescientas veces.

Una vez que hubimos pasado Shaar Ha-Gai, los carriles se despejaron algo, el tráfico empezó a fluir y él dejó sus agradecimientos y se limitó a clavar su mirada intermitentemente en mí y en la carretera.

–¿Estás bien? –me preguntaba cada pocos segundos–, ¿vas bien?

Y yo le decía que sí.

–¿Estás seguro? –insistía él–. ¿Estás seguro?

Y yo volvía a decirle que sí. Aunque me sentía un poco ofendido porque les estuviera tan agradecido a todos menos a mí.

–¿Y si me cuentas algo? –me dijo–. Pero nada de toda esa basura que te inventas, sino algo que de verdad te haya pasado.

Entonces le conté lo de la fumigación.

La fumigación me la regaló el casero: lo añadió en el contrato, abajo, escribiéndolo a mano y sin que a mí ni se me hubiera ocurrido pedírsela. Una semana después de eso me despertó un chico con una fumigadora de plástico y una camiseta del Doctor Cucaracha. Acabó con toda la casa en cuarenta minutos y me pidió que cuando volviera por la noche la ventilara y que no fregara el suelo durante una semana. Como si yo tuviera pensado hacerlo aunque él no me hubiera dicho que no lo hiciera.

Cuando volví del trabajo no había suelo. Todo estaba cubierto de una alfombra de patas que apuntaban hacia el techo. Tres capas de cadáveres de cucarachas. Cien o doscientas en cada baldosa. Algunas tenían el tamaño de un cachorro de gato. Y una, con la panza cubierta de puntos blancos, era del tamaño de un televisor. No se movían. Le pedí a uno de los vecinos una pala, y me puse a llenar de ellas bolsas y más bolsas de basura. Cuando hube llenado unas quince bolsas, la habitación empezó a darme vueltas. Me dolía la cabeza. Empecé a abrir todas las ventanas, pisando los cadáveres que crujían a mi paso. En la cocina encontré uno columpiándose de la lámpara. El bicho, por lo visto, presintió que iba a morir envenenado y prefirió colgarse. Solté la cuerda, y su cadáver me cayó encima. Casi me caigo, porque pesaría unos setenta kilos. Llevaba puesto un traje negro sin bolsillos. Iba indocumentado, sin reloj y sin nada, ni siquiera tenía alas. Me recordaba a alguien que conocí una vez en el ejército. Sentí una gran compasión por él.

A las demás las bajé en las bolsas, aunque no les cavé una tumba. Y en lugar de una lápida les puse una caja de cartón de sandías que encontré donde la basura. Al cabo de una semana volvió el chico del control de plagas para fumigar de nuevo, pero yo le aticé un buen golpe en la cabeza con la silla de la cocina y él se marchó como alma que lleva el diablo, sin tan siquiera preguntarme el motivo.

Cuando terminé de contárselo, los dos nos quedamos en silencio. Luego le pregunté si era verdad que los abogados no podían delatar a sus clientes, y él me dijo que así era. Le ofrecí un cigarrillo, pero no lo quiso. Encendí la radio del coche, pero había huelga.

–Dime –se interesó finalmente–, si no has venido al festival de cine, ¿por qué has venido a Jerusalén?

–Porque sí –le dije–, conocí a una mujer y ha muerto.

–¿La conociste porque sí o ha muerto porque sí? –quiso aclarar él.

Después llegó a La Gardia, y en lugar de girar a la derecha, dio un volantazo a la izquierda y nos pusimos en dirección contraria.

Búfalos

Tengo un amigo que casi es cazador. Es decir, que tiene un rifle de caza, munición y de todo, que anda mucho por lugares en los que hay animales, pero que no le dispara a nada.

–A veces –me dice– soy capaz de seguir a un ciervo o a un zorro durante horas o, incluso, durante días. Y al final, cuando lo alcanzo, me aproximo a él con el viento en contra para que no me huela. Hinco la rodilla en tierra, junto la mejilla a la culata, libero el seguro, lo centro en el visor y... eso es todo. No necesito dispararles para saber que sí puedo –prosigue–, después de eso cojo y sencillamente me marcho de allí. Eso es lo que convierte esta actividad, en mi opinión, en un verdadero deporte en lugar de en una simple matanza.

Es un chico muy raro, ese amigo mío, y que me maten si lo entiendo. Su verdadero sueño consiste en viajar a Estados Unidos y seguir a un rebaño de búfalos. Echarse cuerpo a tierra, así, con tranquilidad, y quedarse en su puesto con su rifle especial de cazar búfalos, apuntar a uno sólo de entre ese mar de ellos y decirle «Ya eres mío», y después hacer lo mismo con otro, y con otro, y con otro más. Sencillamente, extinguir en su cabeza esa especie de la faz de la tierra. La razón por la que os cuento todo esto es porque ayer, cuando fui al Yad-Eliahu con mi novia, a ver el derbi, a mi lado se encontraba sentado un hombre sin afeitar que tenía el aspecto que podría tener un árabe palestino si hubiera nacido asquenazí. El hombre miraba constantemente a las personas que tenía a su alrededor y mascullaba algo. Fue tan sólo cuando me fijé en el cañón de la pistola que le asomaba del bolsillo del abrigo cuando comprendí lo que decía. Se limitaba a apuntar con su nueve milímetros parabellum a las distintas personas, liberaba el seguro y se decía a sí mismo en voz baja: «Eres hombre muerto, y tú, y tú también». Después de unas cuantas balas, cuando, con discreción, me apuntó también a mí, me esforcé por sonreír tranquilamente y acordarme de mi amigo el de los búfalos. «Eres mío», dijo el hombre muy bajito, y me dejó con la sonrisa torcida mientras se detenía a cambiar el cargador. Yo también me detuve. Cogí una profunda bocanada de aire y, de repente, se me escapó un ronquido extraño de la garganta. No es más que un deporte, me dije intentando tranquilizarme, un deporte que no hace daño a nadie. Pero en mi interior sabía que si se le ocurría intentar dispararle también a mi novia, me levantaría del asiento que tenía asignado en las gradas y, simple y llanamente, le rompería todos los huesos.

Las aventuras de Gdidin
contra el contraespionaje

Para On Sarig, Yigal Mosinson
y Tamar Borenstein-Lazar

No le quedaba nada que pudiera recordarle a su padre, ni una fotografía, sino tan sólo las historias que éste siempre le había contado cuando aún estaba con vida. Todas las noches le contaba una historia nueva. Incluso cuando ya casi estaba acabado, cuando el contraste del profesor Katros empezó a afectarle algunas partes del hígado, no renunció su padre a la historia de cada noche. Desde lo de la enfermedad puede que se hubieran cambiado un poco los papeles, porque era su padre el que, acostado en la cama, se quedaba dormido con las historias, aunque éstas, las cosas que su padre había hecho, seguían siendo maravillosas: los misiles egipcios que había neutralizado, los atentados que había frustrado, los secuestrados a los que había liberado. Verdaderamente resultaban difíciles de creer. Y ahora nada, nada de nada,
rien de rien
. Ahora se limitaba a permanecer tendido en la cama, completamente translúcido, esperando el contraste que tomaba cuando era niño para que éste cerrara el círculo que había iniciado hacía ya tanto tiempo.

No quería dejarse hacer los análisis y siempre contaba la misma broma de cómo nunca eran capaces de encontrarle las venas. Además de que el mismo profesor Katros, cuando se dignó devolverle la llamada a Gadi después de que éste llevara dos meses persiguiéndolo, reconoció que hacía ya tiempo que sabía que el específico en forma de contraste que le administraba a su padre dañaba progresivamente los órganos internos del paciente, especialmente el hígado.

–No hay nada que hacer –dijo el anciano profesor–, así es como son las cosas en los procesos de pigmentación de la materia orgánica. Y ahora me tengo que ir corriendo al laboratorio porque ya han traído el loro de vivisección.

El padre de Gadi le había contado una vez que Katros trabajaba para el Mosad en un proyecto especial cuya finalidad era dar con un espía–animal inteligente. Que le habían proporcionado dos monos que hablaban y un loro, y que el profesor pretendía descubrir por medio de ellos las reacciones bioquímicas que pudieran generar una evolución parecida en otros animales.

Katros colgó y Gadi se quedó con su padre. Como siempre, también aquella noche vieron el telediario, un poco más de tele y a continuación Gadi ayudó a su padre a meterse en la cama.

–¿Sabes? –le dijo su padre, mientras Gadi le arreglaba las almohadas–, al cero ese a la izquierda que han entrevistado en el telediario, lo liberé yo aquella vez que secuestraron el avión para Nueva York.

Su padre reprimió un gemido y Gadi pudo ver la cavidad que se formó en la almohada de encima.

–Todo empezó con la conversación que mantuve por entonces con el Jefe del Estado Mayor... –se puso su padre a contarle otra de sus fascinantes historias, cuyo final Gadi no pudo oír aquella noche, simplemente porque su padre se quedó dormido antes de acabar de contarla.

El final de esa historia no lo oyó hasta un mes más tarde, el día de la Independencia, cuando volvió a casa de divertirse con los de su clase y se encontró a su padre completamente borracho. Éste todavía hizo un patético intento por parecer lúcido y ocultó la botella de la bebida detrás de la espalda, pero al ver los ojos de Gadi leyendo a través de él la etiqueta del vodka Gold, producto nacional, dejó de disimular.

–El día de la Independencia siempre caigo en un estado de ánimo un poco bajo, no sé por qué –dijo encogiéndose de hombros–. Y beber un poco es bueno, me calma el dolor.

Gadi supo que se había encogido de hombros por el movimiento de la botella de Gold. En realidad, muchas veces lograba reconstruir la postura completa del cuerpo de su padre, y la recalcaba luego en su mente con una especie de línea negra hecha con rotulador, por el movimiento de los objetos que aquél sostenía o en los que se apoyaba. Trajo dos vasos y ayudó a su padre a liquidar lo que quedaba en la botella de vodka, pero antes de que ambos se quedaran dormidos en el salón, su padre terminó de contarle la historia del secuestro.

El último día de los exámenes finales de séptimo, cuando Gadi volvió a casa, su padre no le respondió cuando lo saludó al abrir la puerta, de manera que lo creyó dormido, pero cuando entró en el cuarto de baño y notó que pisaba un charco de un líquido invisible, supo lo que había pasado.

El padre de Gadi había salvado a muchos Jefes del Estado Mayor, presidentes y ministros de defensa en su vida, pero a su entierro no fue nadie, ni siquiera el profesor Katros. Gadi se sentó sobre la tumba del que estaba enterrado al lado de su padre, encendió un cigarrillo y apoyó la espalda en la lápida. Cuando su padre vivía nunca se había atrevido a fumar en su presencia. Al cabo de una semana empezó a trabajar en Frozen Yoghurt porque el curso se había acabado y estaba de vacaciones.

A lo largo de la primera semana de trabajo, cuando se dio cuenta de que todos los empleados evitaban hacer el turno del jueves por la noche, enseguida se ofreció para hacerlo él.

–¿Pero cómo? –le dijo el dueño sonriente–. ¿No quieres ver el partido del Macabi?

–Hace tiempo, cuando era pequeño, lo veía –le contestó Gadi–, con mi padre. Pero ahora...

Gadi se encongió de hombros.

–Sí –dijo el dueño–, el Macabi ya no es lo que era.

Al final el dueño se quedó con él a hacer el turno de noche; escucharon música por la radio en lugar de oír el partido y hasta que no empezaron a llegar clientes tristes, ni siquiera sabían que el Macabi había perdido. Desde que hicieron juntos aquella guardia podía decirse que eran amigos.

De manera que cuando le dijo al dueño de Frozen Yoghurt que quería marcharse de viaje dos semanas a Turquía, no sólo que éste no se enfadó, sino que le propuso adelantarle el sueldo que debía haber cobrado a la vuelta. Después de hacer la reserva del billete en una agencia de viajes, Gadi se dirigió a la oficina de reclutamiento para solicitar el permiso de salida del país. La oficial que debía firmarle el impreso no estaba y tuvo que quedarse a esperarla durante casi dos horas. Entre tanto vio una película de Zeev Revah que estaban proyectando en el vídeo de la sala de espera de los reclutas. Uno le pidió fuego y Gadi le encendió el cigarrillo.

–¿Tú también esperas para el psiquiatra? –le preguntó el que le había pedido fuego.

Gadi negó con un gesto de la cabeza y siguió mirando la pantalla.

–He metido la pata –volvió a hablar el del cigarrillo riéndose–. ¿Cómo se me habrá podido ocurrir algo así? Con una cara como la tuya seguro que lo que quieres es estar en una unidad de combate.

–¿De combate? –le sonrió Gadi con amargura–. Sí, claro, es que en mi casa es tradición.

–Eso es lo que suele pasar –se burló el del cigarrillo–. ¿Tu padre también estaba en una unidad de combate, eh? Así es que sigues sus pasos. Claro, siempre ha sido así, que los pringaos nunca mueren, sino que se van dando el relevo.

–Fíjate –le respondió Gadi con la sonrisa helada en los labios–, fíjate.

Al final la oficial llegó, le firmó el impreso, y una semana después se encontraba ya en un hostal en Ankara con un macuto Chimidan que no hubiera dejado en ridículo a alguien que hubiera planeado un viaje de más de un año. Justo cuando estaba intentando meter un chaquetón de piel que se había comprado dentro del macuto, Yaron llegó al hostal.

–Tú debes de ser Gadi –le dijo avanzando hacia él con la mano tendida para estrechársela en un gesto muy viril–. Me llamo Yaron y era amigo de tu padre.

–Ya lo sé –dijo Gadi–, lo vi a usted una vez en el telediario.

Yaron sonrió.

–Durante aquella entrevista mantuve siempre la cara oculta, de manera que lo que se dice verme, verme, no me viste, pero eso ahora no importa. Te he traído esto.

A continuación le tendió a Gadi una vieja fotografía en blanco y negro. Gadi se metió la foto en el bolsillo de atrás del pantalón vaquero sin tan siquiera mirarla.

–Como sé que tu padre no se hacía demasiadas fotos, he pensado que quizá querías conservar ésta –dijo Yaron a Gadi, apuntando hacia el bolsillo–. Salimos juntos él y yo, en un bar...

–De Nueva York, ya lo sé –se le adelantó Gadi–, muchas gracias.

–Mira, siento mucho no haber ido al entierro –dijo Yaron, clavando la mirada en el suelo que estaba lleno de polvo y de colillas pisadas–. Es que me enviaron en una misión urgente a Shanghai, y...

–No se preocupe –lo cortó Gadi–, si Katros no logró acudir desde Rehovot, es natural que a usted no le diera tiempo a venir desde China.

–¿Katros? –dijo Yaron con una sonrisa de disculpa–. ¿Qué puede esperarse de un sabio distraído? Pero si es capaz de no acordarse ni del día de su cumpleaños. Pero dejemos a Katros, y además no he venido por lo de la foto. La verdad es que he venido por un asunto muy distinto, por algo urgente. Se trata de un paquete que tu padre nos tiene que haber dejado en algún sitio. ¿Qué sabes de eso?

Gadi dio a entender que nada con un movimiento de la cabeza.

–Mira –dijo ahora muy serio Yaron, al tiempo que se sentaba en el borde de la cama de Gadi–, el contenido de ese paquete es una cuestión de alta seguridad y tenemos la absoluta certeza de que obraba en poder de tu padre –antes de proseguir, Yaron respiró profundamente–. No es ningún juego, se trata de unos papeles clasificados que nos podrían ser de gran ayuda si nos hiciéramos con ellos y que, por el contrario, nos causarían un daño incalculable de caer en manos del enemigo.

Yaron sacó un cigarrillo de la cajetilla que llevaba en el bolsillo de la camisa y empezó a rebuscar en los bolsillos del pantalón mientras recorría la habitación con la mirada en busca de un mechero.

–Mira –prosiguió Yaron, con el cigarrillo apagado todavía en la boca–, Ehud, el que lleva la investigación, ya ha registrado vuestra casa y no ha encontrado nada. Después ha querido registrarte a ti, ya sabes, vaciarte la mochila y hacerte pasar por un interrogatorio. Pero yo le he dicho que...

–Ya me han vaciado la mochila, ayer, mientras estuve en la playa –explotó Gadi furioso–, y no encontraron nada, ni tampoco les va a ser de utilidad interrogarme porque no tengo ni la más remota idea de lo que está usted hablando.

–Está bien –dijo Yaron al tiempo que se ponía de pie–, tu padre tenía muchos amigos, habrá que preguntarles a ellos. Dime, Gadi, ¿no tendrás fuego, por casualidad?

–Lo siento –le contestó Gadi, levantándose también de la cama–, tampoco en eso le puedo ayudar.

Yaron le dio una última y desesperada calada al cigarrillo apagado y lo devolvió a la cajetilla.

–¿Sabes que te pareces mucho a tu padre? –le dijo, mientras le palmeaba el hombro con cariño.

–No, no lo sé –respondió Gadi dando un paso atrás–, ni usted tampoco.

Gadi se tendió en la cama del hostal sin ni siquiera quitarse los zapatos. Encendió un cigarrillo. Después de darle unas cuantas caladas se llevó la mano libre al bolsillo del pantalón. En la foto que le había dado Yaron se veía una barra de madera muy grande y detrás filas y más filas de botellas de cristal. Delante de la barra había tres taburetes. En el de la izquierda estaba sentado Yaron, con un aspecto muy joven, casi un niño. En una mano sostenía un vaso de vodka y con la otra saludaba a lo militar de una manera muy cómica. En el taburete de en medio aparecía sentada una chica con una trenza negra y larga y vestida con un polo de punto y unos pantalones de color caqui. No se le veía la cara, porque sostenía el vaso con la bebida de manera que éste se la ocultaba. El tercer taburete estaba vacío.

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